—¿Y aquel champú que olía tan bien? ¿Cómo se llamaba? —le digo a la dependienta.
¿Cuándo se volvieron tan caros los tampones? Por suerte, tengo un cupón de descuento. Fuerzo la vista para tratar de descifrar la letra pequeña y después se lo doy a Zoé.
—No consigo leerlo. ¿Cuántas cajas tenemos que comprar?
—Cuatro.
—Sólo había dos cajas en la estantería —le digo al cajero, cuando llega nuestro turno—. Pero el cupón que me dieron aquí es para comprar cuatro.
—Entonces tiene que comprar cuatro.
—Pero ya le he dicho que sólo había dos.
—Está bien, mamá. Compra las dos —me susurra Zoé—. Hay gente esperando.
—No, no está bien. Son dos dólares de descuento. Quiero usar el cupón. Ahora somos una familia que usa cupones de descuento.
Me vuelvo y le digo al cajero:
—¿Puede darme un vale para la próxima compra?
El cajero hace estallar el globo del chicle y se acerca al micrófono.
—Necesito un vale de compra aplazada —dice—. Tampax. —Coge una caja de tampones y la estudia—. ¿Estas cosas vienen en diferentes tamaños? ¿Dónde lo pone? ¡Ah, ya veo! ¡Aquí! Tampax, superplús. Cuatro cajas —anuncia por la megafonía a toda la tienda.
—Dos —susurro yo.
Zoé gime de vergüenza. Me vuelvo y veo a Jude en la cola, unos puestos más atrás. El de antes era él. Levanta la mano tímidamente y nos saluda.
En cuanto el cajero nos cobra y nos da el vale, Zoé sale prácticamente corriendo de la tienda.
—Apuesto a que tu madre nunca te hizo nada parecido —me suelta enfurecida, caminando un par de metros delante de mí—. Bolsas baratas de plástico, casi transparentes, para que todo el mundo vea lo que has comprado…
—Casi nadie nos mira —respondo, mientras llegamos al coche y yo me digo para mis adentros que habría dado cualquier cosa por tener a mi madre cerca a la edad de Zoé, para que me humillara comprando demasiadas cajas de tampones en la perfumería.
—Hola, Zo —dice Jude, que acaba de alcanzarnos.
Zoé no le hace caso. Jude parece abatido y yo siento pena por él.
—Es mal momento, Jude —le digo.
—Abre el coche —dice Zoé.
—Me he enterado de lo del empleo de tu padre —dice Jude—. Quería decirte que lo siento.
Voy a matar a Nedra. Le hice jurar que no le contaría a nadie lo del despido de William, excepto a Kate.
—Tenemos prisa, Jude. Zoé y yo nos vamos a comer —digo, mientras lanzo el bolso al asiento trasero del coche.
—¡Ah, qué bien! —dice Jude—. ¿Una de esas cosas de madre e hija?
—Exacto, una de esas cosas de madre e hija —le confirmo, sentándome en el asiento del conductor, aunque en este caso la hija no quiere saber nada de la madre.
En cuanto me siento, ajusto el espejo retrovisor y veo a Jude, que se dirige de vuelta a la tienda. Los omóplatos se le marcan claramente a través de la camiseta. Siempre ha sido huesudo. Parece un niño de un metro ochenta de altura. ¡Ay, Jude!
—No tengo hambre —dice la hija.
—Tendrás hambre cuando lleguemos —replica la madre al momento.
—No tenemos dinero para comer fuera —dice la hija—. Somos una familia que usa cupones de descuento.
—Sí, tienes razón. Volvamos a casa a comer galletas —dice la madre—. O mejor aún, mendrugos de pan.
Diez minutos después, estamos sentadas en uno de los familiares apartados del restaurante Rockridge.
—¿Te molesta que Jude se comporte como si no hubiera pasado nada y que vaya detrás de ti? ¿Me das un sorbo de tu té? —pregunto.
Zoé me da su taza.
—No lo soples. Detesto que soples el té cuando ya está frío. Tú no puedes opinar sobre Jude y yo.
—Gel para el pelo y unas pinzas.
—¿Qué?
—Es lo que llevaba Jude en la bolsa.
Zoé resopla.
—Un sándwich de jamón y queso, y uno de mermelada y mantequilla de cacahuete —dice la camarera, mientras deja nuestros platos sobre la mesa y le sonríe a Zoé—. ¡Nunca se es demasiado mayor para un buen sándwich de mermelada y mantequilla de cacahuete! ¿Quieres un vaso de leche, bonita?
Zoé mira a la camarera, que aparenta unos sesenta y cinco años. Hace siglos que venimos al Rockridge y siempre nos atiende la misma camarera. Ha visto a Zoé en todas las fases de su vida: bebé con biberón, niñita de un año que aplastaba las patatas fritas, preescolar que amontonaba bloques de Lego, alumna de quinto curso aficionada a Harry Potter, adolescente antipática y, ahora, jovencita vestida con ropa de un rastrillo de beneficencia.
—Me encantaría, Evie —dice Zoé.
—Ahora te lo traigo —dice la camarera, dándole una palmadita en el hombro.
—¿Sabes su nombre? —le pregunto, en cuanto Evie desaparece detrás de la barra.
—¡La conocemos desde hace años!
—Sí, pero nunca nos ha dicho su nombre.
—Nunca se lo has preguntado.
De pronto, a Zoé se le llenan los ojos de lágrimas.
—¿Estás llorando, Zoé? ¿Por qué lloras? ¿Por Jude? Es ridículo.
—Cállate, mamá.
—Sólo una vez. Puedes decirme que me calle solamente una vez al mes. Y este mes ya has usado tu oportunidad. No puedo creer que llores por ese chico. De hecho, me enfurece que llores por él. Te ha hecho daño —le digo.
—¿Sabes, mamá? —me suelta de repente—. Te crees que lo sabes todo sobre mí. Yo sé que lo crees. Pero ¿sabes qué? No lo sabes todo.
Suena mi teléfono. ¿Será un mensaje nuevo de Investigador 101? Intento disimular la expresión esperanzada.
Zoé niega con la cabeza.
—¿Qué te pasa?
—Nada —respondo, mientras busco el bolso y saco el teléfono.
Miro rápidamente la pantalla. Es una notificación de Facebook, que me avisa de que me han etiquetado en una foto. ¡Dios! Probablemente llevaré puesta una chilaba.
—Lo siento —añado, cerrando el teléfono.
—Estás muy inquieta —dice Zoé—. Parece que estás ocultando algo.
Mira mi teléfono con expresión lastimosa.
—No estoy ocultando nada. Pero ¿por qué no puedo ocultar algo? Tengo derecho a una vida privada. Estoy segura de que tú también tienes secretos —replico, estudiando con preocupación su sándwich. Dos o tres bocados. Apuesto a que no come más.
—Sí, pero yo tengo quince años. Es normal que tenga secretos.
—Claro que puedes tener secretos, Zoé. Pero no todo tiene que ser secreto. Todavía puedes confiar en mí, ¿sabes?
—Tú eres la que no puede tener secretos —replica Zoé—. Eres demasiado mayor. Resulta desagradable.
Suspiro. No conseguiré que me cuente nada.
—Aquí tienes la leche —dice Evie, que ha vuelto a la mesa.
—Gracias, Evie —susurra Zoé, con los ojos todavía húmedos.
—¿Algún problema? —pregunta Evie.
Zoé me lanza una mirada fría desde el otro lado de la mesa.
—Evie, te debo una disculpa. Nunca te he preguntado tu nombre. Debí hacerlo. Ha sido una descortesía por mi parte. Lo siento mucho.
—¿Significa eso que tú también quieres un vaso de leche, bonita? —me pregunta con dulzura.
Bajo la vista al plato.
—Sí, por favor.
48John Yossarian añadió citas favoritas: «Omite las palabras innecesarias» E. B. White.
Sólo quería saludarlo, Investigador 101.
Hola.
Almuerzo: sándwich de jamón y queso.
Sobra «jamón y queso». Especifique solamente cuando sea necesario. El sándwich de jamón y queso es el más corriente.
Segunda cita favorita: «Cuando escriba diálogos, no abuse de los adverbios acabados en -mente», Investigador 101. —Aquí hace sol —dijo ella, luminosamente.
Aquí está nublado.
Soy una mala madre.
No es verdad.
Soy una madre cansada.
Comprensible.
Soy una esposa cansada.
Y yo, un marido cansado.
¿Sí?
—A veces —dijo él, desinhibidísticamente. «Omita las palabras inventadas», Casada 22.
4947. Entre los diecinueve y los veintisiete años: tres veces a la semana o más («o más», porque tenía una vida sexual activa y, a decir verdad, por ser un poco furcia). Entre los veintiocho y los treinta y cinco años: dos veces a la semana o menos («o menos» por los embarazos, los hijos pequeños y la falta de sueño, que acaba con la libido). Entre los treinta y seis y los cuarenta años: siete veces a la semana o más («o más» por desesperación, ante la inminencia de los terribles cuarenta, para tener una vida sexual activa y que no pareciera que el sexo se había acabado para siempre). Entre los cuarenta y uno y los cuarenta y cuatro años: una vez al mes o menos («o menos», porque ni siquiera la doctora se lo creyó cuando le dije «cinco veces a la semana». «¿Qué es lo que haces cinco veces a la semana? —me preguntó—. ¿Bailar sentada en una silla?»).
48. Esta pregunta me incomoda muchísimo. Prefiero no contestarla.
49. El del sha Jahan y Mumtaz Mahal, el de Abigail y John Adams, el de Paul Newman y Joanne Woodward…
50. Ben Harper. Ed Harris (tengo debilidad por los hombres calvos con la cabeza bien formada). Christopher Plummer.
51. Marion Cotillard (pero no en la película de Edith Piaf, donde se rapó el nacimiento del pelo). Halle Berry. Cate Blanchett (sobre todo en la película de la reina Isabel). Helen Mirren.
52. A menudo.
53. Introduje mi llave en la cerradura y abrí la puerta. William estaba trabajando. Me hizo un gesto con la mano para que me detuviera.
—No te muevas —me dijo. Cogió un bloc y empezó a leer en voz alta:
Peavy Patterson - Tormenta de ideas
Cliente: Alice A.
Creativo: William B.
Tema: Cosas por las que Alice jamás debería preocuparse.
1. Tener el pelo demasiado largo (sólo si le llega a los tobillos y le impide caminar).
2. No ponerse pintalabios (no lo necesita, porque sus labios tienen de forma natural un bello tono frambuesa).
3. Llevar un vestido semitransparente (si).
4. Ponerse ropa interior para ir a la oficina (no).
—¡Eres un monstruo! ¿Se me transparentaban las bragas? ¿He estado todo el día enseñándolas en la oficina? ¿Por qué no me lo dijo nadie?
—Acabo de decírtelo.
—Tenías que habérmelo dicho antes. ¡Qué vergüenza!
—¿Por qué? Ha sido lo mejor del día. Ven aquí —dijo William.
—No —repliqué yo, con cara de enfado.
Con un amplio gesto histriónico, barrió todos los papeles de la mesa y los tiró al suelo. ¿Quién se creía que era? ¿Mickey Rourke en Nueve semanas y media? ¡Dios, cómo me gustó esa película! Después de verla, corrí a comprarme medias y ligueros. Me los puse varios días seguidos, durante los cuales me sentí muy sexy, hasta que me tocó padecer el mal funcionamiento de los ligueros. ¿A alguien se le ha caído alguna vez una media y se le ha quedado enrollada en el tobillo, mientras subía a un autobús? No hay forma más inmediata y directa de sentirse una abuelita.
—Alice.
—¿Qué?
—Ven aquí ahora mismo.
—Siempre había fantaseado con hacer el amor encima de una mesa, pero no sé si lo recomendaría —dijo William media hora después.
—Estoy de acuerdo, señor B.
—¿Qué te ha parecido el terreno de juego?
—No creo que la clienta lo acepte.
—¿Por qué no?
—La clienta es demasiado remilgada. ¿Nos trasladamos al dormitorio?
Para poder estar juntos encima de la mesa, los dos teníamos que dejar un brazo y una pierna colgando.
—He cambiado de idea. Me gusta la mesa.
—Bueno —respondí—. Está dura. En eso te doy la razón. Mi mano empezó a viajar por su pecho, hacia la cintura.
—Es la naturaleza de la mesa —dijo él, mientras me cubría la mano con la suya y me la guiaba hacia el sur.
—Siempre tienes que estar al mando, ¿no?
Lanzó un gruñido suave cuando lo toqué.
—Encontraré un nuevo terreno de juego, señora A. Lo prometo.
—No sea rácano. Que sean cinco. A la clienta le gusta elegir.
Pensando en Helen, para no restregárselo por la cara (eso fue idea mía), decidimos ocultar nuestra relación en la oficina. Mantener el secreto fue a la vez emocionante y agotador. William pasaba delante de mi cubículo por lo menos diez veces al día y, como yo veía directamente su despacho desde mi mesa (y cada vez que miraba, él me estaba mirando), estaba en constante estado de excitación. Por la noche, llegaba a casa y me derrumbaba por el esfuerzo de pasar todo el día intentando sublimar el deseo. Después, me ponía a pensar en sus Levi's. En lo bien que le quedaban. Y cuando por fin salíamos y nos íbamos a pasear por el parque, o a ver un partido de los Red Sox, o a Allston a escuchar alguna banda alternativa, era como si hiciéramos cada cosa por primera vez. Boston era una ciudad nueva con él a mi lado.
Estoy segura de que debíamos de resultar terriblemente fastidiosos, sobre todo para las parejas mayores que no iban por la calle cogidas de la mano, que caminaban a un metro de distancia y muchas veces ni siquiera se hablaban. Yo era incapaz de entender que su silencio pudiera ser un silencio cómodo, conseguido con esfuerzo: el beneficio de haber pasado muchos años juntos. Sólo me parecía triste que no tuvieran nada que decirse.
Pero ellos no nos importaban. William me besaba apasionadamente por la calle, me dejaba morder su trozo de pizza y, a veces, cuando nadie nos miraba, me metía mano fugazmente. Fuera del trabajo, íbamos por la calle abrazados o con la mano en el bolsillo trasero del otro. Ahora veo a esas parejas tan orgullosas, tan seguras de no necesitar a nadie más que a ellos mismos, y me hace daño mirarlas. Me cuesta creer que nosotros fuimos así y que mirábamos a los que eran como nosotros somos ahora y pensábamos: «Si sois tan condenadamente desgraciados, ¿por qué no os divorciáis?»
Lucy Pevensie no es fan de las delicias turcas.
Hace 38 minutos
John Yossarian tiene una molestia en el hígado.
Hace 39 minutos
Siento mucho que no se encuentre bien, Investigador 101.
Gracias. Paso mucho tiempo en la enfermería.
Imagino que mañana seguirá en la enfermería.
Sí, y también pasado mañana, y al otro, y al otro, hasta que acabe esta maldita guerra.
Pero no estará tan enfermo como para no poder…
¿Leer sus respuestas? No. Nunca estoy tan enfermo.
¿Quiere decir que le gusta leer mis respuestas, Investigador 101?
Cuenta las cosas con mucha gracia.
No puedo evitarlo. Fui autora de teatro.
Sigue siendo autora de teatro.
No; soy una escritora sin vida, aburrida y absurda.
También es divertida.
Estoy bastante segura de que mi familia no estaría de acuerdo con eso.
Respecto a la pregunta cuarenta y nueve, tengo una curiosidad. ¿Ha estado alguna vez en el Taj Mahal?
La semana pasada, por gentileza de Google Earth. ¿Y usted?
No, pero lo tengo en la lista.
¿Qué más tiene en la lista? Y, por favor, no diga «ver a la Mona Lisa en el Louvre».
Atarle el cabito a una cereza con la lengua.
Le sugiero que ponga el listón un poco más alto.
Subirme a un iceberg.
Más todavía.
Salvar el matrimonio de alguien.
Demasiado alto. Le deseo suerte.
Escuche, tengo que comentar su negativa a contestar la pregunta 48. Ese tipo de resistencia suele indicar que hemos tocado un punto caliente.
Habla como los borgs.
Diría que su aversión tiene algo que ver con el modo en que está formulada la pregunta.
Sinceramente, no recuerdo cómo estaba formulada.
Estaba planteada de una manera completamente tópica.
Ahora lo recuerdo.
Se siente insultada por una pregunta obviamente pensada para las masas. Considera una ofensa que la cataloguen dentro de un grupo.
Ahora habla como un astrólogo. O como un director de Recursos Humanos.
Quizá yo pueda plantear la pregunta 48 de una manera que le resulte más aceptable.
Adelante, Investigador 101.
Describa la última vez que se sintió atendida por su marido.
Pensándolo mejor, creo que prefiero la pregunta original.