Las mujeres casadas no hablan de amor (39 page)

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Authors: Melanie Gideon

Tags: #Romántico

BOOK: Las mujeres casadas no hablan de amor
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Yo
: Puedo hacer que el tiempo venga todas las mañanas a mi portátil. ¿Qué más se puede pedir?

101
: ¿Que no la sorprenda la lluvia?

—¡No me lo puedo creer! ¡Se refiere a la canción
Piña colada
, de Rupert Holmes, aquella que habla de una mujer que se hace pasar por una extraña para reconquistar a su marido! «Si te gusta la piña colada y que te sorprenda la lluvia…», ¿no te acuerdas?

—¡Dios mío! ¡Qué listo es William! —dice Bunny—. Supongo que se habrá inspirado en esa canción.

Me guiña un ojo y yo la miro con el ceño fruncido.

Yo
: Tiene suerte. Parece un perro perfecto.

101
: Y lo es.

—Oh, sí, muy divertido, William, terriblemente divertido. Ja, ja, ja —digo.

—¿Reconoces al perro? —pregunta Bunny.

Miro la foto con más atención.

—Maldita sea. Es el perro de nuestro vecino, el Señor Patas.

—¿El Señor Patas es tu vecino?

—No, el Señor Patas es el perro.

—¿Cómo no te diste cuenta? —pregunta Bunny—. Es casi como si él hubiese querido que lo descubrieras, Alice. Como si te estuviera dando pistas.

Yo
: Sí, por favor. Cambie mi respuesta. Es más fiel a realidad, a diferencia de su foto de perfil.

101
: No sé qué decirle. Según mi experiencia, la realidad a menudo es borrosa.

—Qué hijo de perra —digo.

—Hum. Se diría que ha estado leyendo demasiado a Eckhart Tolle —comenta Bunny.

Yo
: Si nos hubiésemos encontrado, si usted se hubiese presentado aquella noche, ¿qué cree que habría pasado?

101
: Creo que la habría decepcionado.

Yo
: ¿Por qué? ¿Qué me oculta? ¿Tiene escamas? ¿Pesa trescientos kilos? ¿Se peina con cortinilla para taparse la calva?

101
: Digamos simplemente que no habría sido lo que usted esperaba.

Lanzo un gruñido.

—¡Ha estado jugando conmigo! ¡Todo el tiempo!

—Lo que para una persona es «jugar» para otra es «dar pistas con el propósito de ser descubierta». Quizá fuiste demasiado lenta, Alice. Además, tengo que decirte que todavía no he leído nada que él haya escrito que no sea verdad.

—¿Qué dices? ¡No hay nada que no sea mentira! Investigador 101 es una mentira. ¡No existe!

—Claro que existe. William no podría habérselo inventado, si Investigador 101 no fuera parte de él, o de la persona que le gustaría ser.

—Nada de eso. Jugó conmigo. Simplemente me decía lo que yo quería oír.

—No lo creo —replica Bunny, riendo entre dientes.

—¿Qué pasa contigo, Bunny? ¿Por qué pareces tan encantada con todo esto?

—¿Y tú por qué no lo estás? ¿No lo entiendes, Alice? Puedes tenerlo todo. Puedes tener a William y a Investigador 101. ¡Para siempre! ¡Porque son la misma persona!

—¡Me siento tan humillada!

—Ya estamos otra vez con la humillación. No hay ninguna razón para sentirse así.

—¡Claro que la hay! Dije algunas cosas que de otro modo no habría dicho jamás y que él no tenía ningún derecho a saber. Me arrancó las respuestas con engaños.

—¿Qué habría pasado si te hubiera hecho esas preguntas a la cara?

—William jamás me habría preguntado esas cosas.

—¿Por qué no?

—Porque no le interesaban. Hacía mucho tiempo que no le interesaban.

Bunny se ajusta la toalla bajo las axilas.

—Lo único que puedo decirte es que se ha tomado muchísimas molestias para ser un marido que no está interesado en lo que su mujer quiere, piensa o cree. Y ahora tengo que preguntarte algo. —Hace un gesto en dirección al traje de chaqueta Ann Taylor que he extendido encima de la cama—. ¿Vas a ponerte eso para ir a la cena?

—Has recibido un sobre certificado de tu padre —dice William, entrando en el cuarto de baño—. Tuve que firmar.

Hace una hora que estoy en el piso de arriba, echando humo, evitando a William y tratando de mentalizarme para ir a la cena con una actitud positiva. Pero, al verlo, vuelvo a enfurecerme.

—Estás preciosa —dice, mientras me entrega el sobre.

—No estoy preciosa —le suelto secamente.

—Siempre me ha encantado ese traje.

—Eres el único.

—¡Alice! ¿Qué pasa? ¿Estás enfadada conmigo?

—¿Por qué iba a estar enfadada contigo? ¿Debería?

Suena mi teléfono móvil. Me ha llegado un mensaje. Es un SMS de Nedra:

¡Espero que tengas listo ese brindis! Ensáyalo bien. Estoy muy emocionada. Besos.

—Mierda de brindis —digo—. Es lo último que me apetece hacer.

—Ah, ya veo. Por eso estás tan irritable. Por los nervios —dice William—. Te saldrá bien, ya verás.

—No, no me saldrá bien. No puedo hacerlo. Simplemente, no puedo. No se puede esperar que yo lo haga todo. Ocúpate tú del brindis —digo.

—¿En serio?

—Sí, en serio. Tendrás que hacerlo tú, porque yo no lo voy a hacer.

William me mira desconcertado.

—Nedra se llevará una decepción muy grande. Eres su dama de honor.

—No importa quién haga el brindis: tú, yo… Lo único importante es que sea alguien de esta familia. Dile a Peter que lo haga él. Se le dan bien estas cosas.

—Alice, no lo entiendo.

—No, no lo entiendes. Nunca entiendes nada.

William se aparta de mí, como si le hubiera dado una bofetada.

—Ya se me ocurrirá algo —dice en voz baja—. Avísame cuando termines aquí, para que pueda ducharme.

Cuando William se va, no sé qué hacer conmigo misma, de modo que abro el sobre. Hay dos cosas dentro: una tarjeta de mi padre y un viejo pañuelito cuidadosamente doblado en un cuadrado. El pañuelo perteneció a mi madre. Tiene tres violetas bordadas en el algodón blanco, con sus iniciales. Me llevo el pañuelo a la nariz. Todavía huele a su colonia, Jean Nate. Leo la tarjeta.

A veces vuelven las cosas que perdemos. Por lo general no, como bien sabe este viejo por experiencia propia, pero a veces vuelven. Encontré esto en la casa de empeños de Brockton. El propietario me dijo que hace más de veinte años que está allí, pero supongo que eso no te sorprenderá. Sé que has cometido algunos errores y has hecho algunas cosas que te gustaría no haber hecho. Sé que te sientes perdida y no sabes bien qué hacer. Espero que esto te ayude a aclarar las ideas. Te quiero, cariño.

Abro el pañuelo con mucho cuidado, y ahí, anidado en el blanco algodón, está mi anillo de compromiso, el mismo que arrojé por la ventana del coche cuando discutí con William por la conveniencia de invitar o no a Helen a nuestra boda. Alguien debió de encontrarlo y llevarlo a la casa de empeños. Las piedras se han oscurecido con el tiempo y el engarce necesita una buena limpieza, pero el diamante diminuto flanqueado por dos esmeraldas todavía más pequeñas es inconfundible. Es el anillo que mi abuelo le regaló a mi abuela hace muchísimos años, el mismo del que yo me desprendí con tanta displicencia.

Intento distinguir las palabras grabadas en el interior, pero las letras son demasiado pequeñas. No puedo pensar ahora en lo que significa haberlo recuperado. Si me detengo a pensarlo, lo perderé. Tenemos que salir dentro de una hora para la cena. Guardo el anillo en el bolsillo y bajo la escalera.

La cena es en Boca, un restaurante nuevo que se ha puesto de moda.

—¿La canción es de Donna Summers? —pregunta William, mientras entramos por la puerta.

—Jude me ha dicho que Nedra ha contratado a un DJ —dice Zoé—. Espero que no ponga música de los setenta toda la noche.

—Me encanta esta canción —le dice Jack a Bunny—. Me parece que tendrás el carnet de baile lleno toda la noche, ¿eh, niña mala?

—¿Te has tomado tu aspirina infantil? —inquiere Bunny.

—Me he tomado tres —responde Jack—. Por si acaso.

—¿Por si acaso qué? —pregunta Bunny.

—Esto —dice él, antes de besarla en los labios.

—¡Qué monos sois! —dice Zoé.

—No dirías lo mismo si fuéramos tu madre y yo —interviene William.

—Porque entre los treinta y los sesenta años, las demostraciones públicas de afecto son repulsivas —dice Zoé—. A partir de los sesenta, en cambio, vuelven a ser bonitas. Vosotros tenéis más de sesenta, ¿verdad? —le susurra Zoé a Jack.

—Muy pocos más —responde Jack, enseñando una mínima separación entre el pulgar y el índice.

—Ahí está Nedra —dice William—, en el bar.

Deja escapar un silbido.

Nedra viste un ceñido vestido verde bosque, con un escote que deja mucho al descubierto. No suele llevar prendas que enseñen mucho, porque en general le parecen vulgares. Pero esta noche ha hecho una excepción. Está divina.

—Probablemente deberíamos decírselo —sugiere William—. ¿Se lo dices tú o se lo digo yo?

—¿Decirle qué? —pregunta Peter.

Suspiro.

—Que el brindis lo hará tu padre y no yo.

—¡Pero tú eres la dama de honor! Tienes que hacer el brindis —dice Zoé.

—Tu madre no se siente bien —explica William—. Voy a sustituirla.

—Ya veo —dice Zoé, cuya expresión revela lo que está pensando: su madre está huyendo otra vez.

Debería preocuparme, porque le estoy dando un mal ejemplo a mi hija. Pero no puedo. Esta noche no.

—¡Cariño, estoy bebiendo un Soirée! —exclama Nedra, cuando me ve.

Me enseña una copa de Martini, con florecitas moradas flotando en la superficie de una bebida clara.

—Espliego, ginebra, miel y limón —dice—. Pruébalo.

Llamo al camarero.

—Chardonnay, por favor —digo.

—¡Eres tan previsible! —dice Nedra—. Es una de las cosas que me gustan de ti.

—Sí, bueno. Ahora preveo que dentro de un momento va a dejar de gustarte mi previsibilidad.

Nedra apoya la copa sobre la barra.

—No me estropees la velada, Alice Buckle. Ni se te ocurra.

Suspiro.

—Me siento muy mal.

—Ya estamos. ¿Cómo de mal?

—Enferma.

—¿Cómo de enferma?

—Jaqueca, dolor de estómago, mareos…

El camarero me trae mi copa de vino y yo bebo un gran trago.

—Eso es sólo nerviosismo —dice Nedra.

—Creo que voy a sufrir un ataque de pánico.

—No vas a sufrir ningún ataque de pánico. Deja de ser la reina del drama y simplemente dime lo que tengas que decirme.

—No puedo hacer el brindis esta noche. Pero no te preocupes. William me sustituirá.

Nedra niega con la cabeza.

—Ese traje de chaqueta es espantoso.

—No quería ir más deslumbrante que tú. Pero no debí preocuparme. Estás… —digo, señalando su escote—. ¡Uah!

—Te he pedido una sola cosa, Alice, una sola cosa que a la mayoría de las mujeres les encantaría. Te he pedido que seas mi dama de honor.

—Hay un motivo. Estoy hecha un lío. No puedo pensar a derechas. Ha pasado algo —digo con voz llorosa.

—¿De verdad, Alice?

Me mira con incredulidad.

—Me he enterado de algo esta noche, de una cosa espantosa, de algo muy malo.

La expresión de Nedra se suaviza.

—¡Santo cielo! ¿Por qué no has empezado por ahí? ¿Qué ha pasado? ¿Le ha sucedido algo a tu padre?

—¡Investigador 101 es William!

Nedra bebe un pequeño sorbo de su Soirée. Después bebe otro sorbo más.

—¿Me has oído?

—Te he oído, Alice.

—¿Y?

—¿Te tiene que venir la regla?

—¡Tengo pruebas! Mira. Ésta es una de las fotos de perfil de Investigador 101. —Saco mi teléfono, voy a Facebook, abro su álbum de fotos y a continuación clico en la foto de su mano—. En primer lugar, está geoetiquetada.

—Hum —dice Nedra, mirando por encima de mi hombro.

Arrastro el icono del hombrecito amarillo hasta la chincheta roja y, cuando la foto de nuestra casa se abre en la pantalla, Nedra se tapa la boca con la mano.

—Espera, porque todavía hay más. —Me acerco con el zoom—. Es su mano. Podría haber puesto cualquier mano, cualquiera que hubiera encontrado en internet, incluso un dibujo; pero puso su mano.

—¡Pero qué pedazo de sinvergüenza! —dice Nedra, sonriendo.

—No me lo puedo creer.

—¡Ni yo!

Niego con la cabeza con incredulidad.

—¿Quién iba a decir que tu marido tenía estas habilidades? ¡Es lo más romántico que he oído en toda mi vida!

—¡Oh, no! ¡Tú también no!

—¿Qué quieres decir con que yo también no?

—Bunny tuvo la misma reacción.

—Eso debería decirte algo.

Busco el anillo de compromiso que tengo en el bolsillo.

—Oh, Nedra, no sé cómo sentirme. ¡Estoy tan confusa! Mira. —Le enseño el anillo—. Hoy me llegó esto por correo.

—¿Qué es?

—Mi anillo de compromiso.

—¿El que tiraste por la ventana hace cincuenta millones de años?

—Mi padre lo encontró en una casa de empeños. Alguien debió de llevarlo. —Me lo acerco a los ojos y fuerzo la vista—. Tiene una inscripción grabada, pero no puedo leerla.

—Tu empeño en no aceptar que tienes presbicia se está volviendo un problema, Alice —dice Nedra—. Déjame ver.

Le doy el anillo.

—«El corazón le decía que lo había hecho por ella» —lee Nedra—. ¡Por Dios santo!

—No es cierto que sea ésa la inscripción.

—Sí que lo es.

—Te lo estás inventando.

—Te prometo que no. Dame tu teléfono. —Teclea la frase en Google—. Es de Jane Austen.
Orgullo y prejuicio
.

—¡Pero esto es ridículo! —digo yo.

—Completamente ridículo. Exageradamente ridículo. Tienes que perdonarlo. ¡Es una señal!

—No creo en las señales.

—Ah, sí, claro. Sólo los románticos creen en las señales.

—También los débiles —digo yo—, y los ingenuos…

—Y tienes razón en creer que no eres una de ellos, cariño.

—¿Qué estáis murmurando vosotras dos? —pregunta Kate, asomando la cabeza detrás de Nedra.

Lleva una blusa amarilla que estoy segura de que Nedra eligió para ella. Juntas son un girasol: Kate es la flor y Nedra, el tallo.

—¡Estás preciosa! —dice Nedra, tendiendo la mano para acariciarle la mejilla—. ¿Verdad que sí, Alice? Parece una versión irlandesa de Salma Hayek.

—Lo tomaré por un cumplido. Escuchad, creo que deberíamos ir pensando en sentarnos a la mesa —dice Kate—. ¿Quizá unos quince minutos? Alice, ¿cuándo quieres hacer el brindis? ¿Antes o después de cenar?

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