—¿Qué demonios haces aquí? —exigió Pompeyo.
—Me pareció que era un lugar tan bueno como cualquier otro para esperar.
—¿No has oído hablar de una villa en Pincia?
—No pienso estarme aquí el tiempo suficiente como para alquilarla.
—Hay una posada que no queda lejos de aquí por la vía Lata; iremos allí. Minicio es un buen hombre, y tienes que poner la cabeza bajo algún techo, César, aunque sólo sea durante unos días.
—Me pareció que era más importante encontrarme contigo antes de pensar en dónde alojarme.
Aquello le derritió el corazón a Pompeyo; él también había desmontado —desde que había vuelto a ocupar su puesto en el Senado tenía un pequeño establo dentro de Roma—, y ahora dio media vuelta y echó a andar despacio por la perfectamente recta y amplia carretera que de hecho era el comienzo de la vía Flaminia.
—Supongo que nueve meses aquí perdiendo el tiempo te habrán proporcionado tiempo de sobra para averiguar dónde están todas las posadas.
—Yo eso lo averigüé antes de ser cónsul.
La posada era un establecimiento bastante cómodo y respetable, y su propietario estaba acostumbrado a ver por allí a famosos militares romanos; saludó a Pompeyo como a un amigo que hiciera mucho tiempo que no veía, e indicó con cierto encanto que se daba cuenta de quién era César. Los acompañaron a un salón privado y cómodo donde dos braseros calentaban el aire, lleno de humo, e inmediatamente les sirvieron agua y vino junto con manjares tales como cordero asado, salchichas, pan reciente, cuya corteza estaba crujiente, y ensalada aliñada con aceite.
—¡Estoy hambriento! —exclamó César sorprendido.
—Pues atibórrate. Te confieso que no me importa ayudarte. Minicio se enorgullece de su comida.
Entre bocado y bocado César logró hacerle a Pompeyo un escueto resumen de su travesía.
—¡Viento del sudoeste en esta época del año! —exclamó el Gran Hombre.
—No, no creo que a aquello se le pudiese llamar un viento noble. Pero bastó para darme un empujón en la dirección correcta. Supongo que los
boni
no se esperarían verme tan pronto, ¿no?
—Catón y Bíbulo se llevaron un desagradable sobresalto, en efecto. Mientras que otros, como Cicerón, se limitaron a aparentar que daban por sentado que tú ya haría mucho tiempo que te habrías puesto en camino; no obstante, no tenían espías en Hispania Ulterior que los mantuvieran informados de tus intenciones.
—Pompeyo frunció el entrecejo—. ¡Cicerón! ¡Qué hombre tan farsante! ¿Sabes que tuvo la desfachatez de levantarse en la Cámara y referirse al hecho de desterrar a Catilina como una «gloria inmortal»? Cada discurso que pronuncia contiene alguna clase de sermón sobre cómo salvó a la patria.
—He oído que estabas a partir un piñón con él —le dijo César mientras mojaba pan en el aceite de la ensalada.
—A él ya le gustaría. Tiene miedo.
—¿De qué? —César se recostó y dio un suspiro de satisfacción.
—Del cambio de situación de Publio Clodio. El tribuno de la plebe Herenio hizo que la Asamblea Plebeya trasladase a Clodio del patriciado a la plebe. Y ahora Clodio dice que piensa presentarse a tribuno de la plebe y exiliar a Cicerón para siempre por la ejecución de ciudadanos romanos sin haber celebrado previamente un juicio. Es el nuevo propósito que tiene Clodio en la vida. Y Cicerón está blanco de miedo.
—Bueno, comprendo que un hombre como Cicerón le tenga terror a nuestro Clodio. Clodio es una fuerza de la naturaleza. No está loco del todo, pero tampoco está completamente cuerdo. Sin embargo, Herenio se ha equivocado al utilizar a la Asamblea Plebeya. Un patricio sólo puede convertirse en plebeyo por adopción.
Minicio entró y se afanó en recoger los platos, lo que dio lugar a una pausa en la conversación que César agradeció. Era hora de ir al grano.
—¿Todavía está atascado el Senado en el asunto de los recaudadores de impuestos? —preguntó.
—Eternamente, gracias a Catón. Pero en cuanto Celer cierre la barraca electoral voy a enviar a mi tribuno de la plebe Flavio otra vez a la plebe con mi proyecto de ley de las tierras. ¡Mutilado, gracias a ese tonto oficioso de Cicerón! Logró que se quitara del proyecto de ley todo
ager publicus
anterior al tribunato de Tiberio Graco, y luego dijo que los veteranos de Sila, ¡los mismísimos que se aliaron con Catilina!, debían recibir la confirmación de sus concesiones de terrenos, y que Volaterra y Aretio debían ser autorizados a conservar los terrenos públicos. La mayor parte de la tierra de mis veteranos, por lo tanto, habrá que comprarla, y el dinero tendrá que salir de los tributos incrementados procedentes del Este. Lo cual le dio a mi ex cuñado Nepote una magnífica idea. Sugirió que los aranceles e impuestos portuarios debían eliminarse en toda Italia, y al Senado aquello le pareció maravilloso. Así que consiguió un
consultum
del Senado y logró que su ley fuera aprobada en la Asamblea Popular.
—¡Inteligente! —comentó César apreciativamente—. Eso significa que los ingresos estatales procedentes de Italia se han quedado reducidos a dos fuentes solamente: el cinco por ciento sobre la manumisión de esclavos y las rentas del
ager publicus
.
—Me deja bueno a mí, ¿no? El tesoro acabará por no ver ni un solo sestercio extra procedente de mi trabajo, entre la pérdida de los ingresos portuarios, la pérdida del
ager publicus
cuando se le conceda a mis veteranos y el coste de comprar más tierras.
—¿Sabes, Magnus? —le dijo César con aire irónico—, yo siempre estoy esperando que llegue el día en que esos brillantes tengan en más estima a su propia tierra de origen que a desquitarse con sus enemigos. Todo movimiento político que ellos hacen está dirigido a atacar a otro individuo o encaminado a proteger los privilegios de unos pocos, en lugar de hacerlo por el bien de Roma y de sus dominios. Tú te has esforzado enormemente por ensanchar el alcance de Roma y rellenarle su bolsa pública. Mientras que ellos se esfuerzan poderosamente por ponerte a ti en tu lugar… a expensas de la pobre Roma. Me decías en tu carta que me necesitabas. Y aquí me tienes, a tu servicio.
—¡Minicio! —bramó Pompeyo.
—¿Sí, Cneo Pompeyo? —preguntó el posadero, que apareció con gran prontitud.
—Tráenos material para escribir.
—Sea como sea —dijo César al terminar su breve carta—, yo creo que sería mejor que Marco Craso entregase mi petición para presentar mi candidatura
in absentia
para el consulado. Le enviaré esta carta con un mensajero.
—¿Por qué no puedo entregar yo tu petición? —le preguntó Pompeyo, molesto de que César prefiriera utilizar a Craso.
—Porque no quiero que los
boni
se den cuenta de que hemos llegado a ninguna clase de acuerdo —le explicó César con paciencia—. Ya les habrás dejado extrañados al salir precipitadamente de la Cámara anunciando que ibas a verme en el Campo de Marte. No los infravalores, Magnus, por favor. Ellos saben distinguir un rábano de un rubí. El lazo que existe entre nosotros debe mantenerse en secreto durante algún tiempo de ahora en adelante.
—Sí, ya me doy cuenta de eso —dijo Pompeyo un poco más suave—. Es que, sencillamente, no quiero que te comprometas más con Craso que conmigo. No me importa que le ayudes en lo de los recaudadores de impuestos y las leyes de soborno dirigidas a los caballeros, pero es mucho más importante conseguir tierras para mis soldados y ratificar mis acuerdos en el Este. —Desde luego —dijo César con serenidad—. Envía a Flavio a la plebe, Magnus. Eso echará tierra a los ojos de muchos.
En aquel momento llegaron Balbo y Burgundo. Pompeyo saludó al banquero gaditano con grandes muestras de júbilo, mientras César dedicaba su atención a Burgundo, que parecía muy cansado. Su madre diría que había sido muy desconsiderado al esperar que un hombre tan viejo como Burgundo se esforzase ante un remo doce horas al día durante doce días.
—Me voy —dijo Pompeyo.
César acompañó al Gran Hombre a la puerta de la posada.
—Pasa inadvertido y haz ver que sigues peleando tu propia guerra sin ayuda.
—A Craso no le gustará que me mandases llamar a mí.
—Probablemente ni siquiera lo sepa. ¿Estaba en la Cámara?
—No —repuso Pompeyo sonriendo—. Dice que es demasiado nocivo para su salud. Escuchar a Catón le produce dolor de cabeza.
Cuando el Senado se reunió una hora después del amanecer el cuarto día de junio, Marco Craso pidió la palabra. Lucio Afranio le concedió su gracioso consentimiento y aceptó la petición de César de presentar su candidatura al consulado
in absentia
.
—Es una petición muy razonable que esta Cámara debería aprobar —dijo Craso al final de una concienzuda perorata—. Hasta el último de vosotros sabe muy bien que a César no se le puede achacar la más ligera insinuación de conducta impropia en su provincia, y la conducta impropia fue la causa de la ley de nuestro consular Marco Cicerón. Ahora se trata de un hombre que lo ha hecho todo correctamente, incluso solucionando un engorroso problema que Hispania Ulterior había padecido durante años: Cayo César introdujo la mejor y más justa legislación sobre deudas que yo haya visto nunca, y ni un solo individuo, deudor o acreedor, se ha quejado.
—Seguramente eso no te sorprende a ti, Marco Craso —dijo Bíbulo arrastrando las palabras—. Si hay alguien que sepa cómo vérselas con las deudas, ése es Cayo César. Probablemente debía dinero en Hispania también.
—Entonces bien podría ser que tuvieras que acudir a él en busca de información, Marco Bíbulo —le dijo Craso, como siempre sin alterarse—. Si logras hacer que te elijan cónsul, estarás hasta las cejas de deudas a base de sobornar a tus electores. —Se aclaró la garganta y aguardó una respuesta; al no recibir ninguna, continuó—: Repito, ésta es una solicitud muy razonable que la Cámara debería aprobar.
Afranio llamó a otros oradores consulares a hacer uso de la palabra, y todos indicaron que estaban de acuerdo con Craso. Muy pocos de los pretores titulares de aquel año quisieron añadir nada, hasta que Metelo Nepote se levantó.
—¿Por qué iba esta Cámara a otorgarle favores a un tristemente famoso homosexual? —preguntó—. ¿Es que todos habéis olvidado cómo perdió la virginidad nuestro magnífico Cayo César? ¡Boca abajo sobre un canapé en el palacio del rey Nicomedes, con un pene real metido por el culo! ¡Haced lo que os plazca, padres conscriptos, pero si queréis conceder a un maricón como Cayo César el privilegio de convenirse en cónsul sin enseñar su cara bonita dentro de Roma, no contéis conmigo! ¡Yo no le hago favores especiales a un hombre que tiene el ano bien hurgado!
El silencio era absoluto; nadie se atrevía ni a respirar.
—¡Retira eso, Quinto Nepote! —le dijo Afranio bruscamente.
—¡Vete a tomar por culo, hijo de Aulo! —exclamó Nepote; y salió a grandes zancadas de la Curia Hostilia.
—Escribas, borraréis los comentarios de Quinto Nepote —ordenó Afranio con el rostro enrojecido por los insultos que había recibido él mismo—. No se me ha pasado por alto que los modales y la conducta de algunos miembros del Senado de Roma han sufrido un marcado deterioro durante los años que yo llevo perteneciendo a lo que en otro tiempo era un cuerpo augusto y respetable. Por la presente prohíbo la asistencia de Quinto Nepote a las reuniones del Senado mientras me corresponda a mí tener las
fasces
. Y ahora, ¿quién más tiene algo que decir?
—Yo, Lucio Afranio —dijo Catón.
—Pues habla, Marco Porcio Catón.
Catón dio la impresión de tardar una eternidad en acomodarse; se removió, manoseó, se aclaró las vías respiratorias con unos ejercicios de respiración profunda, se alisó el cabello, se colocó la toga y, por fin, abrió la boca para ladrar las palabras.
—Padres conscriptos, el estado de la moral en Roma es una tragedia. Nosotros, los hombres que estamos por encima de todos los demás porque somos miembros del cuerpo gubernamental más importante de Roma, no estamos cumpliendo con nuestro deber de custodios de la moral romana. ¿Cuántos hombres de los aquí presentes son culpables de adulterio? ¿Cuántas esposas de hombres aquí presentes son culpables de adulterio? ¿Cuántos padres y madres de hombres aquí presentes son culpables de adulterio? ¿Cuántos hijos o hijas de hombres aquí presentes son culpables de adulterio? Mi bisabuelo el Censor, el mejor hombre que Roma haya dado nunca, sostenía opiniones rotundas acerca de la moralidad, y acerca de todo lo demás. El nunca pagó más de cinco mil sestercios por un esclavo. Nunca robó los afectos de ninguna mujer romana, ni se acostó con ella. Cuando murió su esposa, Licinia, se conformó con los servicios de una esclava, como corresponde a un hombre de setenta y tantos años. Pero cuando su propio hijo y su nuera se quejaron de que la esclava se había hecho la reina de la casa, él puso en su lugar a la chica y volvió a casarse. Pero no quiso elegir una esposa entre sus iguales, porque se consideraba demasiado anciano para ser un marido adecuado para cualquier noble romana. Así que se casó con la hija del liberto Salonio, su esclavo manumitido. Yo desciendo de esa estirpe, y me enorgullece decirlo. Catón el Censor era un hombre moral, un hombre recto, un adorno para este Estado. Le gustaban las tormentas y los truenos porque su esposa se abrazaba a él llena de terror y así podía permitirse a sí mismo abrazarla delante de los sirvientes y de los miembros libres de la casa. Porque, como todos sabemos, un marido romano decente y moral no debería darle gusto a sus sentidos en lugares y a horas que no son los adecuados para actividades íntimas. Yo he modelado mi propia vida y conducta según el ejemplo de mi bisabuelo, el cual, cuando le llegó la hora de la muerte, prohibió que gastasen grandes sumas en sus exequias. Fue a una pira modesta y sus cenizas se guardaron en una sencilla urna barnizada. Su tumba es aún más sencilla, aunque se encuentra al lado de la vía Apia y siempre está adornada con flores que le lleva algún ciudadano admirador. Pero, ¿y si Catón el Censor tuviera que pasear por las calles de la Roma moderna? ¿Qué verían aquellos claros ojos? ¿Qué oirían aquellos oídos tan perceptivos? ¿Qué pensaría aquel lúcido y formidable intelecto? Me estremece hablar de ello, padres conscriptos, pero me temo que debo hacerlo. No creo que él soportase vivir en este estercolero que llamamos Roma. Las mujeres se sientan en las cunetas tan borrachas que vomitan, Los hombres acechan en los callejones para atracar y asesinar. Niños de ambos sexos se prostituyen a la puerta de Venus Euxina. ¡Incluso he visto a quienes parecían hombres respetables levantarse la túnica y agacharse para defecar en la calle cuando tenían a la vista una letrina pública! La intimidad para las funciones corporales y la modestia en la conducta se consideran algo pasado de moda, ridículo, risible. Catón el Censor lloraría. Luego se iría a casa y se colgaría. ¡Oh, cuántas veces he tenido yo que resistir la tentación de hacer lo mismo!