—¿Los decretos serán irrecusables?
—Oh, sí. Yo mismo los redactará.
—Entonces el precio total son ocho mil talentos de oro, seis mil de los cuales deben pagarse por adelantado y dos mil dentro de un año —dijo Aristarco al tiempo que se encogía de hombros—. Muy bien entonces, Cayo César, así sea. Estoy de acuerdo con tu precio.
—Todo el dinero ha de pagarse directamente al banco de Lucio Cornelio Balbo en Gades, a su nombre —dijo César levantando una ceja—. El lo repartirá de una manera que prefiero conservar en secreto. Debo protegerme, compréndelo, así que ningún dinero se pagará a mi nombre ni a nombre de mis colegas.
—Comprendo.
—Muy bien, entonces, Aristarco. Cuando Balbo me informe de que la transacción se ha llevado a cabo, tendrás tus decretos, y el rey Ptolomeo podrá por fin olvidarse de que el anterior rey de Egipto hizo alguna vez un testamento que dejaba Egipto en herencia a Roma.
—¡Oh, dioses! —dijo Craso cuando César le informó de aquellos hechos unos días después—. ¿Cuánto me toca a mí?
—Mil talentos.
—¿De oro o de plata?
—De oro.
—¿Y a Magnus?
—Lo mismo.
—¿Y tú te quedas con cuatro y dos más el año que viene?
César echó hacia atrás la cabeza al reírse.
—¡Abandona toda esperanza de los dos mil talentos pagaderos el año que viene, Marco! Una vez que Aristarco vuelva a Alejandría, se acabó. ¿Cómo vamos a cobrar sin ir a la guerra? No, seis mil talentos me pareció un precio justo para que Auletes pague por su seguridad, y Aristarco lo sabe.
—Con cuatro mil talentos de oro puedes equipar por lo menos a diez legiones.
—Sobre todo si las equipa Balbo. Pienso volver a nombrarlo
praefectus fabrum
mío otra vez. En cuanto llegue noticia de Gades de que el dinero egipcio ha sido depositado allí, se pondrá en camino hacia la Galia Cisalpina. Tanto Lucio Pisón como Marco Craso, por no decir el pobre Bruto, se verán de pronto ganando dinero procedente de la venta de armamento.
—Pero, ¿diez legiones, Cayo?
—No, no, para empezar sólo dos más de las que hay. La mayor parte del dinero pienso invertirla. Éste va a ser un ejercicio que se financiará solo de principio a fin, Marco. Tiene que serlo. El que controla la bolsa controla la empresa. Ha llegado mi hora. ¿Acaso puedes creer, aunque sólo sea por un momento, que alguien que no sea yo va a controlar esta empresa? ¿El Senado?
César se puso en pie y levantó los brazos hacia el techo con los puños apretados; Craso vio de pronto lo espesos que eran los músculos en aquellos brazos engañosamente delgados, y notó que el pelo de la nuca se le erizaba. ¡Qué poder tenía aquel hombre!
—¡El Senado no es nada! ¡Los boní no son nada! ¡Pompeyo Magnus no es nada! ¡Yo voy a llegar tan lejos como tenga que llegar para convertirme en el Primer Hombre de Roma durante el resto de mi vida! ¡Y después de mi muerte se dirá de mí que fue el romano más grande que jamás ha vivido! ¡Nada ni nadie me detendrá! ¡Lo juro por todos mis antepasados, hasta la diosa Venus!
—Bajó los brazos; el fuego y el poder se apagaron. César se sentó en la silla y miró a su viejo amigo con tristeza—. ¡Oh, Marco, lo único que tengo que hacer es llegar al final de este año! —dijo.
Tenía la boca seca. Craso tragó saliva.
—Lo harás —aseguró.
Publio Vatinio convocó la Asamblea Plebeya y le anunció a la plebe que él legislaría para quitarle a César la mancha de ser agrimensor.
—Por qué estamos desperdiciando a un hombre como Cayo César en un trabajo que quizás encaje muy bien con el talento de nuestro Bíbulo, el contemplador de estrellas, pero que está infinitamente por debajo de un gobernador y general del calibre de Cayo César? Nos demostró en Hispania lo que es capaz de hacer, pero eso es una minucia. ¡Quiero ver cómo se le da la oportunidad de hundir los dientes en una empresa digna de su temple! Hay algo más en la tarea de gobemar que el mero hecho de hacer la guerra, y hay más en el oficio de ser general que el mero hecho de estar sentado en una cómoda tienda de campaña. Hace una década o más que la Galia Cisalpina no recibe un gobernador decente, con el resultado de que los dálmatas, los liburnos, los iapudes y todas las demás tribus de Iliria la han convertido en un lugar muy peligroso para que los romanos vivan en él. Por no hablar de que la administración de la Galia Cisalpina es un desastre. Las sesiones jurídicas no se celebran a tiempo, si es que se celebran, y las colonias con derechos latinos del otro lado del Po se están yendo a pique.
»¡Os estoy pidiendo que le concedáis a Cayo César la provincia de la Galia Cisalpina junto con Iliria desde el momento en que este proyecto de ley sea ratificado! —gritó Vatinio, cuyas atrofiadas piernas quedaban escondidas por la toga y cuyo rostro estaba tan abultado que el tumor de la frente parecía haber desaparecido—. ¡Además pido que Cayo César sea confirmado por este cuerpo como procónsul en la Galia Cisalpina y en Iliria hasta el mes de marzo de dentro de cinco años! Y que se despoje al Senado de toda autoridad para alterar ni una sola de todas las disposiciones que hagamos en esta Asamblea! ¡El Senado ha abrogado el derecho que tenía de conceder provincias proconsulares porque no sabe hallar mejor trabajo para encomendarle a un hombre como Cayo César que el de medir las rutas del ganado trashumante de Italia! ¡Que el contemplador de las estrellas mida montones de estiércol, pero que Cayo César estudie otras perspectivas mejores!
El proyecto de ley de Vatinio había sido presentado ante la plebe y permaneció en la plebe
contio
tras
contio
; Pompeyo habló a favor, Craso habló a favor, Lucio Cotta habló a favor… y Lucio Pisón habló a favor.
—No logro convencer ni a uno solo de nuestros cobardes tribunos para que interponga el veto —le dijo Catón a Bíbulo temblando de ira—. Ni siquiera he podido convencer a Metelo Escipión. ¿Puedes creerlo? ¡Lo único que me contestan es que les gusta vivir! ¡Les gusta vivir! ¡Oh, ojalá siguiera yo siendo tribuno de la plebe! ¡Ya les enseñaría yo!
—Estarías muerto, Marco. El pueblo lo quiere así, no sé por qué. Sólo que yo creo que él es la apuesta arriesgada. Pompeyo fue una jugada segura. César es una apuesta arriesgada. ¡Los caballeros creen que tiene suerte, ese montón de supersticiosos!
—Lo peor de todo es que tú sigues atascado con lo de las rutas del ganado trashumante. Vatinio tuvo mucho cuidado en señalar que uno de los dos haría ese trabajo tan necesario.
—Y yo lo haré —dijo Bíbulo con altivez.
—¡Tenemos que detener a César como sea! ¿Hace algún progreso Vetio?
Bíbulo suspiró.
—No tantos como yo esperaba. Ojalá fueras un organizador de planes más eficaz, Catón, pero no lo eres. Era una buena idea, pero Vetio no es precisamente el material más prometedor con el que trabajar. —Hablaré con él mañana.
—¡No, no lo hagas! —intervino Bíbulo alarmado—. Déjalo de mi cuenta.
—Por cierto, Pompeyo va a hablar en la Cámara para abogar porque la casa le conceda a César todo lo que quiera. ¡Bah!
—No conseguirá la legión extra que quiere, eso seguro.
—¿Por qué será que a mí me parece que sí?
Bíbulo sonrió con acritud.
—¿Por la suerte de César? —preguntó.
—Sí, no me gusta esa actitud. Le hace parecer bendito. Pompeyo sí que habló en favor de los proyectos de ley de Vatinio para concederle a César un magnífico mando proconsular, pero sólo para pedir que incrementasen la dotación.
—Me ha llamado la atención el hecho de que, debido a la muerte de nuestro estimado consular Quinto Metelo Celer, la provincia de la Galia Transalpina no haya recibido ningún nuevo gobernador —le dijo el Gran Hombre a los senadores—. Cayo Pontino continúa teniéndola en nombre de este cuerpo, y al parecer con la satisfacción del mismo, aunque no con la aprobación de Cayo César, ni la mía, ni la de ningún otro experto comandante de tropas. A vosotros os pareció bien concederle un agradecimiento a Pontino por encima de nuestras protestas, pero yo os digo ahora que Pontino no es lo suficientemente competente para gobernar la Galia Transalpina. Cayo César es un hombre de enorme energía y eficiencia, como os ha demostrado su gobierno de Hispania Ulterior. Lo que sería una tarea demasiado grande para la mayoría de los hombres no es lo suficientemente grande para él, como tampoco lo sería para mí. Yo propongo a esta Cámara que a Cayo César se le conceda el gobierno de la parte más lejana a nosotros de la provincia de la Galia así como el de la más cercana, y que se le conceda también la legión que pide. Hay en ello muchas ventajas. Un solo gobernador para esas dos provincias será capaz de mover sus tropas por donde necesite en todo el territorio, sin verse obligado a hacer distinción entre las fuerzas de una u otra provincia. La Galia Transalpina lleva tres años en estado de revuelta, y que haya una sola legión para controlar esas turbulentas tribus es ridículo. Combinando las dos provincias bajo ese único gobernador, Roma se ahorrará el gasto de más legiones.
Catón estaba agitando la mano; César, en la silla presidencial, sonrió ampliamente y le concedió la palabra.
—Marco Porcio Catón, tú tienes la palabra.
—¿Es que estás tan confiado, César? —rugió Catón—. ¿Tan confiado que crees que puedes invitarme a hablar con impunidad? ¡Bien, puede que sea así, pero por lo menos mi protesta contra esta idea de forjar un imperio quedará permanentemente registrada en nuestras actas! ¡Con qué lealtad habla y qué espléndido se muestra el nuevo yerno en favor del suegro! ¿A esto es a lo que ha quedado reducida Roma, a la compraventa de hijas? ¿Es así como vamos a alineamos políticamente, comprando o vendiendo una hija? ¡El suegro en esta infame alianza ya ha usado a su valido, el que tiene el forúnculo, para asegurarse un proconsulado que yo y el resto de verdaderos patriotas de Roma nos esforzamos denodadamente porque se le negase! ¡Ahora el yerno quiere contribuir dándole otra provincia a
tata
! ¡Un hombre, una provincia! Eso es lo que dice la
mos maiorum
. Padres conscriptos, ¿no veis el peligro? ¿No comprendéis que si accedéis a la petición de Pompeyo estáis poniendo al tirano en esta fortaleza con vuestras propias manos? ¡No lo hagáis! ¡No lo hagáis!
Pompeyo había escuchado con cara de aburrido; César con aquella fastidiosa expresión de ligera guasa.
—A mí me da lo mismo —dijo Pompeyo—. Yo hago la sugerencia por el mejor motivo. Si el Senado de Roma ha de conservar su derecho a distribuir las provincias entre los gobernadores, pues entonces será mejor que así lo haga. Podéis ignorarme, padres conscriptos. ¡Haced libremente lo que os plazca! Pero si lo hacéis, Publio Vatinio llevará el asunto ante la plebe, y ésta le concederá a Cayo César la Galia Transalpina. Lo único que digo es que más vale que hagáis vosotros el trabajo en lugar de permitir que lo haga la plebe. Si le concedéis vosotros a Cayo César la Galia Transalpina, entonces seréis vosotros quienes controlaréis la concesión. Podréis renovar la comisión cada día de año nuevo, o no, como gustéis. Pero si el asunto va a la plebe, el mando de Cayo César en la Galia Transalpina será de cinco años. ¿Es eso lo que queréis? Cada vez que el pueblo o la plebe aprueba una ley en lo que antes solía ser competencia del Senado, están quitando un bocado de poder senatorial. ¡A mí no me importa! Sois vosotros los que decidís.
Aquélla era la clase de discurso que Pompeyo pronunciaba mejor, llano y sin adornos, y eran los mejores precisamente por eso. La Cámara pensó en lo que Pompeyo había dicho y reconoció que en ello había su parte de verdad, así que votó a favor de que se le concediese al cónsul
senior
la provincia de la Galia Transalpina durante un año, desde el próximo día de año nuevo hasta el siguiente, y que se renovaría o no a gusto del Senado.
—¡Tontos! —chilló Catón cuando la votación ya había terminado—. ¡Sois unos tontos redomados! ¡Hace unos momentos tenía tres legiones, ahora le habéis dado cuatro! ¡Cuatro legiones, tres de las cuales son veteranas! ¿Y qué va a hacer con ellas este canalla de César? ¿Utilizarlas para pacificar sus provincias, en plural? ¡No! ¡Las utilizará para marchar sobre Italia, para marchar sobre Roma, para nombrarse a sí mismo rey de Roma!
No fue un discurso inesperado, ni especialmente hiriente tratándose de Catón; en realidad ninguno de los presentes, ni siquiera entre las filas de los
boni
, creyó a Catón. Pero César se encolerizó, indicación de las tremendas tensiones bajo las que había vivido durante meses, que ahora se liberaban porque ya tenía lo que necesitaba.
Se puso en pie, con el rostro de piedra, los orificios nasales dilatados y los ojos destellantes.
—¡Puedes gritar todo lo que quieras, Catón! —dijo con voz de trueno—. ¡Puedes gritar hasta que el cielo se desplome y Roma desaparezca debajo de las aguas! ¡Sí, todos vosotros podéis chillar, balar, vociferar, gemir, gimotear, criticar, murmurar, quejaros! ¡Pero no me importa! ¡Tengo lo que quería y lo he conseguido a pesar de vuestra resistencia! ¡Ahora sentaos y callad, hombrecillos patéticos! ¡Tengo lo que quería, y si me obligáis, lo utilizaré para aplastar vuestras cabezas!
Se sentaron y se callaron, llenos de rabia.
Bien fuera porque aquella protesta contra lo que César consideraba injusticia fuera la causa, o bien lo fuera la acumulación de numerosos insultos, algunos referidos al matrimonio, el hecho fue que desde aquel día la popularidad del cónsul
senior
y de sus aliados empezó a declinar. La opinión pública que, muy enfadada porque el hecho de que Bíbulo se dedicase ahora a la contemplación del cielo le había dado a César las dos Galias, cambió ahora de rumbo hasta quedar revoloteando en actitud claramente de aprobación ante Catón y Bíbulo, que se apresuraron a aprovechar la ventaja.
También lograron comprar al joven Curión, a quien Clodio había liberado de su promesa y estaba deseando hacerle la vida dificil a César. A la menor oportunidad se subía a la tribuna o a la plataforma del templo de Cástor y se ponía a satirizar sin piedad a César y a su sospechoso pasado… y además de un modo irresistiblemente entretenido. Bíbulo también entró en la refriega haciendo exponer en el tablón de anuncios del Foro inferior ingeniosas anécdotas, epigramas, notas y edictos —añadiendo así insulto sobre injuria, pues el tablón de anuncios había sido idea de César—.
Pero las leyes se promulgaron a pesar de todo; la segunda ley de tierras, las diversas leyes que juntas formaban las
leges Vatiniae
, por las cuales se le concedían a César las provincias, y muchas más medidas sin relevancia, aunqué útiles, que César llevaba años impaciente por poner en práctica. Al rey Ptolomeo XI Theos Filopator Filadelfo, llamado Auletes, se le confirmó en el trono egipcio y se le nombró amigo y aliado del pueblo romano. Cuatro mil talentos permanecían en el banco de Balbo, en Gades, pues a Pompeyo y a Craso ya se les había pagado, y Balbo, junto con Tito Labieno, se apresuró a trasladarse al norte de laGalia Cisalpina para comenzar el trabajo. Balbo iba a ocuparse de adquirir armamento y equipo —comprándoselo, siempre que fuera posible, a Lucio Pisón y a Marco Craso—, mientras que Labieno empezó a reclutar la tercera legión para la Galia Cisalpina.