Con la idea de hacer una guerra en el nordeste y a lo largo de la cuenca del Danubio, a César la Galia Transalpina le parecía un fastidio. No había hecho volver a Pontino, aunque detestaba a aquel hombre, pues César prefería ocuparse de los problemas que surgían a lo largo del Ródano por medios diplomáticos. El rey Ariovisto de los suevos germanos era una nueva fuerza surgida en la Galia Transalpina; ahora tenía dominio sobre la zona comprendida entre el lago Leman y las márgenes del río Rin, que separaba la Galia Transalpina de Germania. Los secuanos originalmente habían invitado a Ariovisto a que cruzase a su territorio con la promesa de que recibiría un tercio de las tierras que ellos poseían. Pero los suevos cruzaban el gran río y llegaban en tales cantidades que Ariovisto en seguida exigió dos tercios del territorio secuano. El efecto dominó había llevado aquellos alborotos hasta los eduos, que hacía años que habían recibido el título de amigos y aliados de Roma. Luego los helveciós, un clan de la gran tribu de los tigurinos, comenzaron a salir del hermetismo de su montaña para buscar una vida más clemente a una altitud menor en la propia Galia Transalpina.
Amenazaba la guerra, tanto que Pontino estableció un campamento más o menos permanente no lejos del lago Leman y se instaló con su única legión a esperar los acontecimientos.
El ojo clínico de César discernió que la clave de aquella situación era Ariovisto, de modo que en nombre del pueblo romano empezó a parlamentar con los representantes del rey germano, con el objetivo de conseguir un tratado que haría que lo que era de Roma siguiera siendo de Roma, contendría a Armovisto y calmaría a las enormes tribus gálicas a las cuales estaban provocando la incursión germana. El hecho de que al hacer tal cosa estuviera infringiendo los tratados que Roma ya tenía con los eduos era algo que a César no le preocupaba lo más mínimo. Era más importante establecer una situación que significase el menor peligro posible para Roma.
El resultado fue un decreto senatorial que nombraba al rey Ariovisto amigo y aliado del pueblo romano; iba acompañado de abundantes regalos que César le hizo personalmente al líder de los suevos, y surtió el efecto deseado. Tácitamente confirmado en su actual posición, Ariovisto podía arrellanarse en su asiento y dar un suspiro de alivio, al ser su avanzadilla gálica un hecho reconocido por el Senado de Roma.
A César no le había resultado difícil obtener ninguno de los dos decretos de amistad y alianza; innatamente conservador y contrario a los enormes gastos que ocasionaba la guerra, el Senado rápidamente comprendió que confirmar a Ptolomeo Auletes en su trono significaba que hombres como Craso no podrían tratar de hacerse con Egipto, y que confirmar a Ariovisto suponía que la guerra en la Galia Transalpina se había evitado. Apenas fue necesario que Pompeyo hablase.
En medio de aquella decreciente popularidad, César adquirió su tercera esposa, Calpurnia, la hija de Lucio Calpurnio Pisón. Con sólo dieciocho años, resultó ser exactamente la clase de esposa que él necesitaba en aquel momento de su carrera. Igual que su padre, era alta y morena, una muchacha muy atractiva que poseía una calma y dignidad innatas que a César le recordaban a su madre, la cual era prima hermana de la abuela de Calpurnia, una Rutilia. Inteligente y muy instruida, enormemente agradable, nunca exigente, encajó en la vida de la
domus publica
con tanta facilidad como si hubiera estado allí siempre. De edad muy parecida a la de Julia, fue una compensación por haber perdido a ésta. En particular para César.
Este, desde luego, la había tratado con gran experiencia. Una de las grandes desventajas de los matrimonios concertados, en particular de aquellos que se concertaban de una manera rápida, era el efecto que causaban en la nueva esposa. Calpurnia llegó a su marido como una desconocida, y como era una persona reservada, la timidez y la vergüenza construyeron un muro. Al comprender esto César se propuso demoler aquel muro. La trató de un modo muy parecido a como había tratado a Julia, con la diferencia de que ella era su esposa, no su hija. Le hacía el amor con ternura, con consideración y con alegría; los demás contactos que tenía con ella también cran tiernos, considerados y alegres.
Cuando su padre, que estaba encantado, le había dado la noticia de que iba a casarse con el cónsul
senior
y pontífice máximo, Calpurnia se había amedrentado. ¿Cómo iba a arreglárselas? ¡Pero él era tan agradable, tan considerado! Cada día le hacía un regalo de alguna clase, un brazalete o un pañuelo, unos pendientes, unas sandalias bonitas que él hubiera visto brillar en un puesto del mercado. Una vez, al pasar, le dejó caer en el regazo una cosa —aunque ella no sabía cuánta práctica tenía César en hacer eso—. La cosa se movía y luego emitió un pequeño maullido… ¡Oh, le había regalado un gatito! ¿Cómo sabía César que ella adoraba los gatos? ¿Cómo sabía él que su madre, la de Calpurnia, los odiaba y nunca le había permitido tener uno?
Calpurnia se llevó aquella bolita de pelo color naranja a la cara y, con los ojos brillando, sonrió radiante a su marido.
—Es un poco pequeño todavía, pero dámelo en el año nuevo y lo haré castrar —dijo César, que se encontró a sí mismo absurdamente complacido por la expresión de gozo de la muy atractiva cara de Calpurnia.
—Lo llamaré Félix —dijo ella sin dejar de sonreír.
Su marido se echó a reír.
—¿Afortunado porque es fértil? En el año nuevo ese nombre será una contradicción, Calpurnia. Si no lo castramos, nunca se quedará en casa para hacerte compañía, y yo tendré un gato callejero más para darle un puntapié con la bota cuando vaya de noche por la calle. Llámalo Spado, es más apropiado.
Sin soltar el gatito, Calpurnia se levantó, rodeó el cuello de César con un brazo y le dio un beso en la mejilla.
—No, se llama Félix.
César volvió la cabeza de manera que el beso le cayera en la boca.
—Soy un hombre afortunado —dijo a continuación.
—¿De dónde lo has sacado? —dijo ella, que sin saberlo había imitado a Julia al besar uno de aquellos abanicos blancos que César tenía al lado de los ojos.
Parpadeando para alejar las lágrimas, César la rodeó con los dos brazos.
—Tengo ganas de hacer el amor contigo, esposa, así que deja a Félix en el suelo y ven conmigo. Tú me haces más fácil la vida.
Pensamiento que le repitió a su madre algo más tarde.
—Ella hace que sea más fácil vivir sin Julia.
—Sí, es verdad. Una persona joven en la casa es necesaria, por lo menos para mí. Me alegro de que para ti también lo sea.
—No son iguales.
—En absoluto, y eso es bueno.
—Le ha gustado el gatito más que las perlas.
—Ésa es una excelente señal. —Aurelia frunció el entrecejo—. Será difícil para ella, César. Dentro de seis meses tú te marcharás y pasará años sin verte.
—¿La esposa de César? —preguntó él.
—Si le ha gustado el gatito más que las perlas, dudo que su fidelidad flaquee. Lo mejor sería que la fecundases antes de marcharte: un bebé la mantendría ocupada. Sin embargo, esas cosas no pueden predecirse, y no he observado que tu devoción por Servilia haya disminuido. Cualquier hombre tiene energías limitadas, César, incluso tú. Acuéstate con Calpurnia más a menudo, y con Servilia con menos frecuencia. Parece que tú engendras niñas, así que me preocupa menos que sea un niño.
—¡
Mater
, eres una mujer dura! Éste es un consejo sensato que no tengo intención de seguir.
Aurelia cambió de tema.
—He oído que Pompeyo fue a ver a Marco Cicerón y le rogó que hiciera lo posible por convencer al joven Curión para que cese sus ataques en el Foro. —¡Estúpido! —exclamó César frunciendo el entrecejo—. Le dije que sólo le diera a Cicerón una idea falsa de su propia importancia. El salvador de la patria está a favor de los
boni
últimamente. Le produce un placer exquisito rechazar cualquier ofrecimiento que nosotros le hagamos. No quiso ser uno de los hombres del comité, no quiso ser legado en la Galia el año que viene, ni siquiera aceptó mi ofrecimiento de enviarlo a realizar un viaje a expensas del Estado. ¿Y ahora qué hace Magnus? ¡Le ofrece dinero!
—El rechazó el dinero, desde luego.
—A pesar de sus crecientes deudas. ¡Nunca he visto otro hombre tan obsesionado por poseer villas!
—Significa eso que tú le soltarás a Clodio el año que viene?
Los ojos de César se posaron con mucha frialdad en su madre.
—Desde luego que le soltaré a Clodio.
—¿Qué diablos le dijo Cicerón a Pompeyo para que estés tan enfadado?
—El mismo tipo de cosas que dijo durante el juicio de Híbrido. Pero, desgraciadamente, Magnus mostró las suficientes dudas sobre mí como para permitir que Cicerón crea que tiene oportunidad de alejarlo de mí.
—Eso lo dudo, César. No es lógico. Julia reina.
—Sí, supongo que tienes razón. Magnus se beneficia de todos los factores que hay en juego, no le convendría que Cicerón conozca todo lo que él piensa.
—Si yo estuviese en tu lugar me preocuparía más por Catón. Bíbulo es el más organizado de los dos, pero Catón es quien tiene la influencia —dijo Aurelia—. Es una lástima que Clodio no pudiera eliminar a Catón además de a Cicerón.
—¡Eso, con toda seguridad, me guardaría muy bien las espaldas durante mi ausencia,
mater
! Pero, por desgracia, no veo cómo puede hacerse.
—Piénsalo. Si pudieras eliminar a Catón te sacarías todos los dientes que tienes clavados en el cuello. El es la fuente principal de tus males.
Las elecciones curules se celebraron en el mes de
quintilis
, un poco más tarde de lo habitual, y los candidatos favoritos fueron definitivamente Aulo Gabinio y Lucio Calpurnio Pisón. Hicieron una extenuante campaña electoral, pero fueron lo bastante astutos comó para no darle a Catón la ocasión de que los acusase a gritos de haber sido sobornados. La caprichosa opinión pública se volvió de nuevo en contra de los
boni
; el resultado de las elecciones prometía ser bueno para los tres hombres que formaban el triunvirato.
En ese punto, a escasos días de las elecciones curules, Lucio Vetio salió sigilosamente de debajo de su piedra. Se acercó al joven Curión, cuyos discursos en el Foro iban principalmente dirigidos a Pompeyo por entonces, y le dijo que se había enterado de que había una conspiración para asesinar a éste. Luego continuó preguntándole al joven Curión si estaba dispuesto a unirse a la conspiración. Curión escuchó atentamente y fingió tener interés. Después de lo cual se lo contó a su padre, pues él no tenía índole de conspirador ni de asesino. El viejo Curión y su hijo estaban siempre picados, pero sus diferencias no iban más allá del vino, los desmanes sexuales y las deudas; cuando amenazaba el peligro, las filas de los Escribonio Curión se apretaban.
El viejo Curión informó inmediatamente a Pompeyo, y éste convocó a sesión al Senado. Al cabo de unos momentos Vatio fue llamado a declarar. Al principio el desgraciado caballero lo negó todo, pero luego se vino abajo y dio algunos nombres: el hijo del futuro candidato consular Léntulo Spinther, Lucio Emilio Paulo y Marco Junio Bruto, ahora conocido como Cepión Bruto. Aquellos nombres sonaron tan poco convincentes que nadie podía creerlo; el joven Spinther no era ni miembro del club de Clodio ni célebre por sus indiscreciones; el hijo de Lépido tenía un viejo historial de rebelión, pero no había hecho nada desde su vuelta del exilio, y la idea de Bruto como asesino resultaba ridícula en sí misma. Tras lo cual Vetio anunció que un escriba de Bíbulo le había llevado una daga de parte del cónsul
junior
, que estaba recluido en su casa. Después a Cicerón se le oyó decir que era una vergüenza que Vetio no tuviera otro sitio de donde sacar una daga, pero en la Cámara todos comprendieron la importancia de aquel gesto: era el modo que tenía Bíbulo de decir que el proyectado crimen contaba con su apoyo.
—Tonterías —gritó Pompeyo muy seguro—. El propio Marco Bíbulo se tomó la molestia de advertirme en el mes de mayo de que se estaba tramando una conspiración para asesinarme. Bíbulo no puede estar implicado.
Llamaron al joven Curión. Este les recordó a todos que Paulo se encontraba en Macedonia, y apostrofó todo el asunto como una sarta de mentiras. El Senado se inclinaba a estar de acuerdo, pero le pareció prudente detener a Vetio para someterlo a posteriores interrogatorios. Había allí demasiadas resonancias de Catilina; nadie quería cargar con el oprobio de ejecutar a ningún romano, ni siquiera a Vetio, sin antes someterlo a juicio, así que no se permitió que aquella conspiración aumentase y se saliese del control del Senado. Obediente a los deseos del Senado, César, como cónsul
senior
, ordenó a sus lictores que llevasen a Lucio Vetio a las Lautumiae y lo encadenasen a las paredes de la celda, pues ése era el único modo de impedir que escapase de aquella insegura prisión.
Aunque en la superficie el asunto parecía completamente incongruente, César experimentó cierto desasosiego; aquélla era una ocasión, le decía su instinto de conservación, en la que deberían hacerse todos los esfuerzos posibles por tener al pueblo informado de las novedades. Así que después de despedir a los padres conscriptos, reunió al pueblo y le informó de lo que había ocurrido. Y al día siguiente hizo llevar a Vetio a la tribuna para someterlo a un interrogatorio público.
Esta vez la lista de conspiradores que dio Vetio fue completamente diferente. No, Bruto no había estado involucrado. Sí, se le había olvidado que Paulo estaba en Macedonia, a lo mejor estaba equivocado en cuanto al hijo de Spinther, puede que se tratase del hijo de Marcelino… al fin y al cabo Spinther y Marcelino eran ambos Cornelios Léntulos, y también futuros candidatos consulares. Procedió a sacar a relucir nuevos nombres: Lúculo, Cayo Fanio, Lucio Ahenobarbo y Cicerón. Todos
boni
o personas que coqueteaban con los
boni
. Asqueado, César devolvió a Vetio a las Lautumiae.
No obstante, a Vatinio le pareció que había que tratar a Vetio con más dureza, así que lo llevó otra vez a la tribuna y lo sometió a una inquisición despiadada. Esta vez Vetio insistió en que tenía los nombres correctos, aunque añadió dos más: nada menos que aquel pilar, completamente respetable, del sistema, el yerno de Cicerón, Pisón Frugi, y el senador Juvencio, conocido básicamente por su vaguedad. La reunión se disolvió después de que Vatinio propuso presentar un proyecto de ley en la Asamblea Plebeya a fin de llevar a cabo una investigación formal de lo que estaba rápidamente dándose en llamar el caso Vetio.