—Parece ideal —dijo César, seguro de que no le escuchaban.
Y así fue. Julia habló.
—Mi león y yo hemos hecho un trato —dijo sonriéndole a Pompeyo como si compartieran muchos miles de secretos—. Yo elegiré los materiales y los decorados para el teatro, y mi león los del peristilo, la columnata y la nueva Curia.
—Y detrás vamos a construir una modesta villa, junto a los cuatro templos —añadió Pompeyo—, por si alguna vez vuelvo a quedarme plantado en el Campo de Marte durante nueve meses. Estoy pensando en presentarme a cónsul otra vez cualquier día de estos.
—Las grandes mentes piensan igual —dijo César.
—¿Eh?
—Nada.
—¡Oh,
tata
, deberías ver el palacio albano de mi león! —exclamó Julia con la mano dentro de la de Pompeyo—. Es verdaderamente asombroso, exactamente igual que la residencia de verano del rey de los partos, dice él. —Se volvió hacia su abuela—.
Avia
, ¿cuándo vas a venir allí a pasar una temporada con nosotros? ¡Tú nunca sales de Roma!
—¡Su león, por favor! —bufó Aurelia cuando habló con César después de que la dichosa pareja se marchó al recién decorado palacio de las Carinae—¡Lo adula de un modo desvergonzado!
—La técnica de Julia no se parece en nada a la tuya, mater —le dijo César con gravedad—. Dudo que yo te haya oído alguna vez dirigirte a mi padre por ningún otro nombre que no fuera el suyo: Cayo Julio. Ni siquiera lo llamabas César.
—Las palabras de amor son una tontería.
—Estoy tentado de apodar a Julia Leo Domitrix.
—La domadora de leones. —Eso hizo que por fin Aurelia sonriera—. ¡Bueno, desde luego está claro que es ella la que blande el látigo y la silla!
—Pero con mucha ligereza,
mater
. Se adviene en ella el carácter de los Césares, su descaro es realmente muy sutil. Ha convertido a Pompeyo en su esclavo.
—Hicimos un buen trabajo el día que los presentamos. Pompeyo te guardará bien las espaldas cuando tú estés ausente en campaña.
—Eso espero. Y también confio en que logre convencer a los electores de que Lucio Pisón y Gabinio deberían ser cónsules el año que viene.
Y se convenció a los electores; Aulo Gabinio salió elegido cónsul
senior
, y Lucio Calpurnio Pisón su colega
junior
. Los
boni
habían trabajado desesperadamente para evitar el desastre, pero César había estado en lo cierto. Tan firmemente a favor de los
boni
en
quintilis
, la opinión pública ahora estaba a favor de los hombres del triunvirato. Ni todos los bulos del mundo acerca de los matrimonios de hijas vírgenes con hombres lo bastante viejos como para ser sus abuelos pudieron hacer cambiar de opinióna los votantes, que prefirieron cónsules triunvirales a los sobornos, probablemente porque Roma estaba vacía de votantes rurales, que eran quienes tendían a contar con los sobornos para tener más dinero que gastar durante los juegos.
Aun careciendo de pruebas consistentes, Catón decidió procesar a Aulo Gabinio por corrupción electoral. Esta vez, no obstante, no tuvo éxito; aunque acudió a todos los pretores que simpatizaban con su causa, ninguno accedió a celebrar el juicio. Metelo Escipión le sugirió que lo llevase directamente ante la plebe y que reuniese una Asamblea para solicitar, y obtener, una ley que acusase a Gabinio de soborno.
—¡Como ningún tribunal ni pretor está dispuesto a acusar a Aulo Gabinio, es deber de los Comicios el hacerlo! —gritó Metelo Escipión a la multitud agrupada en el Foso de los Comicios.
Quizás porque aquel día hacía mucho frío y lloviznaba, había poca concurrencia, pero de lo que no se percataron ni Metelo Escipión ni Catón fue de que Publio Clodio pensaba utilizar aquella reunión como un ensayo de su organización, que estaba fructificando rápidamente, para convertir a los colegios de encrucijada en tropas de Clodio. El plan era utilizar sólo a aquellos miembros que tenían aquel día libre en sus trabajos, y limitar su número a menos de doscientos. Decisión que significaba que Clodio y Décimo Bruto habían necesitado proveerse únicamente de dos colegios, uno el que atendía Lucio Decumio y el otro el que atendía su más íntimo aliado.
Cuando Catón se adelantó para dirigirse a la Asamblea, Clodio bostezó y estiró los brazos, gesto que aquellos que llegaron a percibirlo interpretaron como que a Clodio le encantaba ser ahora miembro de la plebe y podía estar en el Foso de los Comicios durante una reunión de la plebe.
Pero no significaba nada parecido. En cuanto Clodio hubo terminado de bostezar, unos ciento ochenta hombres saltaron a la tribuna y arrancaron de ella a Catón, lo arrastraron al fondo del recinto y empezaron a apalearlo sin piedad. El resto de los setecientos miembros de la plebe captaron la indirecta y desaparecieron, dejando a un espantado Metelo Escipión con los otros tres tribunos de la plebe dedicados a la causa de los
boni
. Ningún tribuno de la plebe poseía lictores ni ninguna otra clase de guardaespaldas personales; horrorizados e indefensos, lo único que los cuatro podían hacer era mirar.
Las órdenes eran darle un buen escarmiento a Catón, pero dejarlo de una pieza, y éstas se obedecieron al pie de la letra. Los hombres desaparecieron entre la suave lluvia después de haber hecho bien su trabajo; Catón yacía inconsciente y ensangrentado, pero sin ningún hueso roto.
—¡Oh, dioses, creí que habían acabado contigo! —le dijo Metelo Escipión a Catón cuando Ancario y él consiguieron que Catón volviera en sí.
—Pero, ¿qué he hecho? —preguntó Catón, a quien le zumbaba la cabeza.
—Has desafiado a Gabinio y a los triunvires sin tener nuestra inviolabilidad tribunicia. Hay un mensaje en todo esto, Catón: deja en paz a los triunvires y a sus marionetas —le dijo Ancario con aire lúgubre.
Mensaje que también recibió Cicerón. Cuanto más se acercaba el momento de que Clodio entrase en posesión de su cargo, más aterrorizado se sentía Cicerón. Las constantes amenazas de Clodio acerca de que iba a procesarle le llegaban regularmente, pero todas sus apelaciones a Pompeyo sólo encontraron ausentes afirmaciones de que Clodio no iba en serio. Privado de Ático —que se había marchado a Epiro y a Grecia—, Cicerón no pudo encontrar a nadie que se interesase por él lo suficiente como para ayudarle. Así que cuando Catón fue agredido en el Foso de los Comicios y se corrió la voz de que Clodio era el responsable, el pobre Cicerón perdió todas las esperanzas.
—¡La Belleza va a atraparme y a Sampsiceramus ni siquiera le importa! —se quejó a Terencia, cuya paciencia se iba agotando tanto que estuvo tentada de coger el objeto contundente más ccrcano y ponérselo por corona—. ¡No entiendo nada a Sampsiceramus! Siempre que hablo con él en privado me cuenta lo deprimido que está… pero luego lo veo en el Foro con esa infantil esposa suya colgada del brazo y se deshace en sonrisas.
—¿Por qué no pruebas a llamarle Pompeyo Magnus en lugar de ese ridículo nombre? —dijo Terencia en tono exigente—. Si sigues así, con esa lengua que tienes en la boca, un día seguro que se te va a escapar.
—¿Y qué importa? ¡Estoy acabado, Terencia, acabado! ¡La Belleza me mandará al exilio!
—Me sorprende que no te hayas puesto de rodillas para besarle los pies a esa ramera de Clodia.
—Conseguí que Ático lo hiciera por mí, pero fue inútil. Clodia dice que no tiene poder sobre su hermanito.
—Porque preferiría que le besases los pies tú personalmente, ése es el motivo.
—¡Terencia, no estoy y nunca he estado metido en un asunto con la Medea del Palatino! Tú que siempre eres tan sensata, ¿por qué insistes en seguir adelante con esa tontería? ¡Mira a sus amigos! Todos son lo bastante jóvenes como para ser sus hijos… ¡mi queridísimo Celio! ¡Aquel muchacho tan agradable! ¡Ahora contempla extasiado a Clodia y se le cae la baba por ella igual que la mitad de las mujeres de Roma se extasían y babean al contemplar a César! ¡César! ¡Otro patricio ingrato!
—Probablemente él tenga más influencia sobre Clodio que Pompeyo —le ofreció ella—. ¿Por qué no acudes a él?
El salvador de la patria se puso en pie.
—¡Preferiría pasarme el resto de mi vida en el exilio! —dijo entre dientes.
Cuando Publio Clodio asumió su cargo el décimo día de diciembre, toda Roma esperaba con el aliento entrecortado. También estaban así los miembros del círculo más íntimo del club de Clodio, en particular Décimo Bruto, que era el general de las tropas de los colegios de encrucijada de Clodio. El Foso de los Comicios no era lo bastante grande para dar cabida a la enorme multitud que se congregó en el Foro aquel primer día para ver lo que Clodio iba a hacer, así que éste trasladó la reunión a la plataforma del templo de Cástor y anunció que legislaría que cada ciudadano romano varón recibiera cinco
modii
de trigo gratis al mes. Sólo la parte de la multitud —una parte diminuta— perteneciente a los colegios de encrucijada que Clodio había reclutado sabía lo que se avecinaba; la noticia cayó por completa sorpresa en los oídos que escuchaban.
El clamor que se levantó se oyó hasta en las colinas y en las puertas Capena, y ensordeció a los senadores que estaban de pie en las escaleras de la Curia Hostilia al tiempo que captaban con la mirada la extraordinaria vista de miles de objetos que se lanzaban al aire: gorros de la libertad, zapatos, cinturones, trozos de comida, cualquier cosa que la gente, presa de júbilo, pudiera lanzar hacia arriba. Y el vitoreo continuó y continuó, y parecía que no cesaría nunca. De algún lugar aparecieron flores en todas las manos; Clodio y sus deslumbrados nueve colegas tribunos de la plebe quedaron de pie en la plataforma del templo de Cástor bajo una lluvia de flores; Clodio, radiante, apretaba las manos por encima de la cabeza. De pronto se agachó y empezó a arrojar las flores a la multitud, riéndose como un loco.
Catón lloraba; todavía mostraba las marcas de la brutal paliza recibida.
—Esto es el principio del fin —dijo entre lágrimas—. ¡No podemos permitir pagar todo ese trigo! Roma quedará en la bancarrota.
—Bíbulo está contemplando el cielo —dijo Ahenobarbo—. Esta nueva ley del grano de Clodio será nula, como todas las demás que se han aprobado este año.
—¡Oh, a ver si aprendes a tener sentido común! —le dijo César, que se encontraba lo bastante cerca para oírlo—. Clodio no es ni la décima parte de estúpido que tú, Lucio Domicio. El lo mantendrá todo en
contio
hasta el día de año nuevo. Nada irá a votación hasta que acabe diciembre. Además, sigo albergando mis dudas acerca de la táctica de Bíbulo en lo que se refiere a la plebe. Sus reuniones no se celebran bajo los auspicios.
—Me opondré —dijo Catón mientras se secaba los ojos.
—Catón, si lo haces estarás muerto muy pronto —le dijo Gabinio—. Quizás por primera vez en su historia Roma tiene un tribuno de la plebe sin los escrúpulos que ocasionaron la caída de los hermanos Graco ni la soledad que llevó a la muerte a Sulpicio. No creo que nada ni nadie pueda acobardar a Clodio.
—¿Qué se le ocurrirá a continuación? —preguntó Lucio César, que tenía la cara blanca.
A continuación se le ocurrió un proyecto de ley para restablecer la completa legalidad a los colegios, hermandades, fraternidades y clubs de Roma. Aunque no gozó de tanta popularidad entre la multitud como lo del grano gratis, fue tan bien recibido que después de aquella reunión los hermanos de los colegios de encrucijada, que gritaban hasta quedarse roncos, sacaron a Clodio en hombros en medio de grandes vítores. Y después Clodio anunció que él haría completamente imposible que alguien como Marco Calpurnio Bíbulo molestase al gobierno nunca más. Las leyes Aelia y Fufia habían de ser enmendadas para permitir que se celebrasen reuniones del pueblo y de la plebe y la aprobación de leyes mientras un cónsul permaneciera en su casa contemplando el cielo; para invalidar esas leyes, o reuniones, el cónsul tendría que demostrar la aparición de un auspicio adverso dentro del día en que la reunión tuviera lugar. Los asuntos no podrían suspenderse debido a la posposición de las elecciones. Ninguno de los cambios sería retroactivo, no protegían al Senado ni a sus deliberaciones y tampoco afectaban a los tribunales.
—Está reforzando las Asambleas a costa del Senado —dijo Catón con tristeza.
—Sí, pero por lo menos no ha ayudado a César —repuso Ahenobarbo—. ¡Apuesto a que será una decepción para los triunvires!
—¡Nada de decepción! —intervino bruscamente Hortensio—. ¿No habéis reconocido todavía el sello de César en esa legislación? La ley llega lo bastante lejos, pero no más allá de lo que permite la tradición y las costumbres. César es mucho más listo que Sila. No hay impedimentos para que un cónsul se quede en su casa contemplando el cielo, sólo se define la manera de pasar por encima cuando lo haga. ¿Y qué le importa a César la supremacía del Senado? ¡En el Senado no es donde radica el poder de César, nunca fue así y nunca lo será!
—¿Dónde está Cicerón? —preguntó de pronto Metelo Escipión—. No lo he visto en el Foro desde que Clodio asumió su cargo.
—Y sospecho que no lo verás —dijo Lucio César—. Está convencido de que si va oirá cómo se le acusa.
—Lo cual es muy posible —dijo Pompeyo.
—¿Tú estás de acuerdo en que se le acuse, Pompeyo? —preguntó el joven Curión.
—No levantaré mi escudo para impedirlo, de eso puedes estar seguro.
—¿Por qué no estás ahí abajo lanzando vítores, Curión? —le preguntó Apio Claudio—. Creía que mi hermanito y tú erais uña y carne.
Curión suspiró.
—Me parece que estoy haciéndome mayor —repuso.
—Probablemente retoñarás como una alubia muy pronto —dijo Apio Claudio con una sonrisa agria.
Comentario que Curión comprendió en la siguiente reunión convocada por Clodio, en la que éste anunció que iba a modificar las condiciones bajo las cuales funcionaban los censores de Roma: el padre de Curión era censor.
Ningún censor, dijo Clodio, podrá borrar de las listas del censo a ningún miembro del Senado ni a ningún miembro de la primera clase sin un juicio completo y como es debido, y ha de existir además el consentimiento por escrito de los dos censores. El ejemplo que Clodio puso fue de mal agüero para Cicerón: afirmó que el padrastro de Marco Antonio, Léntulo Sura —quien se tomó considerables molestias en señalar que había sido ejecutado ilegalmente por Marco Tulio Cicerón con el consentimiento del Senado—, había sido borrado del censo senatorial por el censor Léntulo Clodiano por razones que se basaban en la venganza personal. «¡No habría más purgas senatoriales y ecuestres!”, exclamó Clodio.