Las mujeres de César (114 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Las mujeres de César
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—¡No! —gritó Lúculo, que se encontraba entre los consulares—. ¡No, no y no! ¿Y mis convenios en el Este? ¡Pompeyo no llevó a cabo la conquista, fui yo! ¡Lo único que el malvado Pompeyo hizo fue recoger la gloria! ¡Fui yo quien subyugó al Este, y yo tenía mi convenio preparado para llevarlo a cabo! ¡Te lo digo llanamente, Cayo César, no estoy dispuesto a permitir que esta Cámara ratifique ningún tipo de tratado concluido en nombre de Roma por un paleto sin antepasados procedente de Picenum! ¡Alguien que nos
domina
como si fuera un rey! ¡Alguien que se pasea por Roma con lujosas galas! ¡No, no y no!

César perdió la paciencia.

—¡Lucio Licinio Lúculo, ven aquí! —rugió—. ¡Ponte en pie delante de este estrado!

Nunca se habían tenido mutua simpatía, aunque habrían debido tenérsela: ambos eran grandes aristócratas y ambos habían estado comprometidos con Sila. Y quizás precisamente ésa fuera la causa, los celos por parte de Lúculo hacia aquel hombre más joven que era sobrino de Sila por matrimonio. Fue Lúculo el primero que había dado a entender que César era el efebo del viejo rey Nicomedes, fue Lúculo quien había puesto en marcha el rumor para que sapos como Bíbulo lo recogieran.

En aquellos días Lúculo era un gobernador y un general enjuto, elegante, extraordinariamente capaz y eficiente, pero el tiempo y la pasión por las sustancias soporíferas y que producen éxtasis —por no hablar del vino y de las comidas exóticas— habían causado terribles estragos, que se manifestaban en el cuerpo fláccido y barrigón, en el rostro abotargado, en los ojos grises que parecían casi ciegos. El Lúculo de antaño nunca habría respondido a aquella orden dada en forma de bramido; pero este Lúculo avanzó con paso inseguro por el suelo de mosaico para detenerse y mirar hacia arriba, a César, con la boca abierta.

—Lucio Licinio Lúculo —le dijo César con voz más suave, aunque no más bondadosa—, te aviso honradamente. ¡Retráctate de tus palabras o haré que la plebe te haga lo que le hizo a Servilio Cepión! Haré que te procesen bajo la acusación de fracasar en la misión que te fue encomendada por el Senado y el pueblo de Roma de que subyugases el Este y acabases con los dos reyes. Haré que te acusen y me encargaré de que seas enviado al destierro de por vida al pedazo de tierra más mezquino y más desolado que posea el Mare Nostrum, sin medios de vida ni para ponerte una túnica nueva sobre tu espalda. ¿Está claro? ¿Lo entiendes? ¡No me pongas a prueba, Lúculo, porque pienso hacer lo que te estoy diciendo!

La Cámara estaba en completo silencio. Ni Bíbulo ni Catón se movieron. De algún modo, cuando César se ponía así, no parecía que valiera la pena arriesgarse. Aunque este César señalaba el camino hacia aquello en lo que podía convertirse si no lo detenían. Más que un autócrata. Un rey. Pero un rey necesitaba ejércitos. Por ello a César no debía dársele nunca la oportunidad de tener ejércitos. Ni Bíbulo ni Catón tenían edad suficiente para haber participado en modo alguno en la vida política bajo el mandato de Sila, aunque Bíbulo lo recordaba; ahora era fácil reconocer a Sila en César, o lo que ellos creían que había sido Sila. Pompeyo no era nada, no tenía el linaje. ¡Oh, dioses, pero César sí!

Lúculo se desplomó en el suelo y empezó a llorar, moqueando y babeando, empezó a suplicar perdón como un vasallo le hubiera suplicado al rey Mitrídates o al rey Tigranes, mientras el Senado de Roma contemplaba aquel drama horrorizado. Aquello no era apropiado; era una humillación para todos los senadores que se hallaban presentes.

—Lictores, llevadlo a su casa —dijo César.

Nadie habló todavía; dos de los lictores de César de mayor categoría cogieron suavemente a Lúculo por los brazos, lo pusieron en pie y le ayudaron a salir de la Cámara, entre gemidos y lloros.

—Muy bien —dijo luego César—, ¿qué ha de ser? ¿Desea este cuerpo ratificar el convenio con el Este, o lo llevo a la plebe en forma de
lex Vatiniae?
—¡Llévalo a la plebe! —gritó Bíbulo.

—¡Llévalo a la plebe! —aulló Catón.

Cuando César pidió la votación, casi nadie pasó a la derecha; el Senado había decidido que cualquier alternativa era preferible a que César se saliera con la suya. Si el asunto iba a la plebe, sería mostrado como lo que era: una arrogancia cuyo autor era Pompeyo y otra arrogancia que poner a la puerta de César. A nadie le gustaba que le dieran órdenes, y la actitud de César aquel día tenía resabios de soberanía. Mejor morir que vivir bajo otro dictador.

—No les ha gustado, y Pompeyo está extraordinariamente disgustado —dijo Craso después de lo que había resultado ser una reunión muy breve.

—¿Qué otra elección me dejan, Marco? ¿Qué podía hacer? ¿Nada? —exigió César exasperado.

—Pues en realidad, sí —repuso el buen amigo sin esperar que César hiciera caso de sus palabras—. Ellos saben que a ti te encanta trabajar, saben que te gusta hacer cosas. Tu año va a degenerar en un duelo de voluntades. Odian que los empujen, no les gusta que se les diga que son un montón de viejas indecisas y detestan cualquier clase de fuerza que tenga un tufillo a autoritarismo. No es culpa tuya ser un autócrata nato, Cayo, pero lo que está ocurriendo poco a poco se parece a dos carneros en un campo dándose trompazos con la cabeza. Los
boni
son tus enemigos naturales. Pero, en cierto modo, estás enemistándote con toda la Cámara. Yo estuve observando las caras mientras Lúculo se humillaba a tus pies. El no tenía intención de poner un ejemplo, está demasiado ido para ser tan astuto, y, sin embargo, ha sido un ejemplo. Todos estaban viéndose a sí mismos allí abajo implorando tu perdón, mientras tú estabas de pie como un monarca.

—¡Eso no son más que tonterías!

—Para ti, sí. Para ellos, no. Si quieres un consejo, César; no hagas nada en lo que queda de año. Deja correr la ratificación del Este y deja correr el proyecto de ley de tierras. Recuéstate en tu asiento y sonríe, muéstrate de acuerdo con ellos y lámeles el culo. Entonces puede que te perdonen.

—¡Preferiría ir a reunirme con Lúculo en esa isla del Mare Nostrum que chuparles el culo a esta gente! —dijo César con los dientes apretados.

Craso suspiró.

—Sabía que dirías eso. En cuyo caso, César, que caiga sobre tu cabeza.

—¿Piensas abandonarme?

—No, soy demasiado buen negociante para eso. Tú significas ganancias para el mundo de los negocios, y por eso es por lo que conseguirás lo que quieras de las Asambleas. Pero será mejor que no pierdas de vista a Pompeyo, él está más inseguro que yo. Desea desesperadamente no estar fuera de lugar. Así pues, Publio Vatinio llevó a la Asamblea Plebeya la ratificación del Este en una serie de leyes que manaban de una ley inicial general que consentía en los convenios de Pompeyo. El problema fue que la plebe encontró aquella interminable legislación muy aburrida en cuanto se le pasó la excitación del principio, y obligó a Vatinio a darse prisa. Y, como carecía de la dirección por parte de César —el cual, tal como había dicho en el Senado, se negó a ofrecer cualquier clase de consejo a Vatinio—, el hijo de un nuevo ciudadano romano oriundo de Alba Fucentia no entendía nada de fijar tributos ni de definir las fronteras de los reinos. Así que la plebe avanzó dando palos de ciego ley tras ley, fijando sin parar unos tributos demasiado bajos y definiendo las fronteras de una manera excesivamente borrosa. Y, por su parte, los
boni
permitieron que todo ello ocurriese sin vetar ni un solo aspecto de la actividad de Vatinio, que duró todo un mes. Lo que querían era quejarse fuerte y prolongadamente cuando todo hubiese terminado, y utilizarlo como ejemplo de lo que ocurría cuando los cuerpos legislativos usurpaban las prerrogativas senatoriales.

Ahora bien:

—¡No vengáis gritándome a mí! —fue lo que dijo César—. Tuvisteis vuestra oportunidad y os negasteis a aprovecharla. Quejaos a la plebe. O mejor aún, puesto que habéis renunciado a los deberes que os son propios, enseñadle a la plebe cómo se estructuran los tratados y se fijan los tributos. Por lo visto ellos serán quienes lo hagan a partir de ahora. Se ha sentado el precedente.

Todo lo cual palideció ante la perspectiva del voto en la Asamblea Popular del proyecto de ley de tierras de César. Como ya había transcurrido bastante tiempo y se habían celebrado
contiones
suficientes, César convocó la reunión para votar de la Asamblea Popular el día decimoctavo de febrero, a pesar del hecho de que Bíbulo tenía las
fasces
.

Para entonces habían llegado todos los veteranos elegidos a dedo por Pompeyo para votar, y le dieron a la
lex Iulia agraria
el apoyo que le hacía falta para ser aprobada. La multitud que se reunió era tan grande que César no hizo intento alguno por celebrar la votación en el Foso de los Comicios; se instaló sobre la plataforma adyacente al templo de Cástor y Pólux y no perdió tiempo en preliminares. Con Pompeyo actuando como augur y él mismo dirigiendo las plegarias, mandó que se llevase a cabo el sorteo para ver en qué orden votarían las tribus no mucho después de que el sol salió por encima del Esquilmo.

En el momento en que a los hombres de la tribu Cornelia se les llamó a votar en primer lugar, los
boni
atacaron. Con los lictores que portaban las
fasces
precediéndole, Bíbulo se abrió paso entre la masa de hombres que rodeaban la plataforma acompañado de Catón, Ahenobarbo, Cayo Pisón, Favonio y los cuatro tribunos de la plebe que controlaba, con Metelo Escipión en cabeza. Los lictores se detuvieron al pie de los escalones de la parte de Pólux; Bíbulo se abrió paso entre ellos y se puso en pie en el primer escalón de abajo.

—¡Cayo Julio César, tú no posees las
fasces
! —chilló—. ¡Esta asamblea queda invalidada porque yo, el cónsul que ostenta el cargo este mes, no he dado mi consentimiento para que se celebre! ¡Disuélvela o haré que te procesen!

Apenas había salido de su boca la última palabra cuando la multitud bramó y arremetió hacia adelante, con demasiada rapidez como para que ninguno de los cuatro tribunos de la plebe pudiera interponer el veto, o quizás voceando tan fuerte que hizo imposible que se oyera veto alguno. Como Bíbulo era un blanco perfecto por el lugar donde se encontraba, recibió una verdadera lluvia de inmundicia, y cuando sus lictores avanzaron para protegerlo, sus sagradas personas fueron sujetadas; magullados y apaleados, tuvieron que contemplar cómo sus
fasces
eran aplastadas y hechas pedazos por cien pares de brazos desnudos y manos fornidas. Luego esas mismas manos se volvieron para arremeter contra Bíbulo y abofetearlo en vez de darle puñetazos, y Catón recibió el mismo tratamiento, mientras que el resto se batió en retirada. Después de lo cual alguien vació un enorme cesto de inmundicia sobre la cabeza de Bíbulo, aunque guardó un poco para Catón. Mientras la muchedumbre aullaba de risa, Bíbulo, Catón y los lictores se retiraron.

La
lex lulia agraria
fue aprobada y puesta en vigor como ley contundente, pues las primeras dieciocho tribus votaron todas a favor, y la reunión luego dedicó su atención a votar a los hombres que Pompeyo sugirió para que formasen la comisión y el comité. Una colección impecable: entre los comisionados se encontraban Varrón, el cuñado de César; Marco Acio Balbo y aquella gran autoridad en la cría de cerdos: Cneo Tremelio Scrofa; los cinco consulares que formaban el comité fueron Pompeyo, Craso, Mesala Niger, Lucio César y Cayo Cosconio —que no era consular, pero había que agradecerle los servicios prestados—.

Convencidos de que podían ganar después de aquella asombrosa demostración de violencia pública durante una reunión convocada ilegalmente, los
boni
intentaron hacer caer a César al día siguiente. Bíbulo convocó al Senado a una sesión cerrada y le mostró sus heridas a la Cámara, junto con las magulladuras y vendajes que lucían sus lictores y Catón cuando caminaron arriba y abajo lentamente por el centro para que todos vieran qué les había pasado.

—No intento en modo alguno que Cayo Julio César sea acusado ante el Tribunal de Violencia por dirigir una asamblea ilegal! —le gritó Bíbulo a la nutridísima concurrencia—. Hacerlo sería inútil, pues nadie lo declararía culpable. ¡Lo que pido es mejor y más fuerte! ¡Quiero un
senatus consultum ultimum
! ¡Pero no en la forma en que se inventó para resolver el asunto de Cayo Graco! Yo quiero que se declare inmediatamente el estado de emergencia. ¡Y quiero que se me nombre dictador hasta que la violencia pública se haya erradicado de nuestro amado Foro Romano, y este perro rabioso de César sea expulsado de Italia para siempre! ¡No quiero ninguna medida a medias, como la que tuvimos que soportar mientras Catiina ocupaba Etruria! ¡Quiero que se haga todo como es debido! ¡Yo mismo quiero ser legalmente elegido dictador, con Marco Porcio Catón como mi segundo en el mando! Cualquier paso que se de será responsabilidad mía: a nadie de esta Cámara se le podrá acusar de traición, ni se le podrán pedir cuentas al dictador de lo que haga o de aquello que su segundo en el mando estime conveniente. ¡Pediré una votación!

—Sin duda la tendrás, Marco Bíbulo —dijo César—, aunque ojalá no fuera así. ¿Para qué ponerte en evidencia a ti mismo? La Cámara no te dará esa clase de autoridad a menos que consigas crecer unas cuantas pulgadas. No podrías ver por encima de las cabezas de tu escolta militar, aunque supongo que podrías reclutar enanos. La única violencia que brotó fue la que tú provocaste. No hubo disturbios. En el momento en que el pueblo te demostró lo que pensaba de tu intento de interrumpir sus procedimientos legalmente convocados, la asamblea recuperó la normalidad y se procedió a la votación. Fuiste maltratado, pero no herido de gravedad. El insulto principal fue un cesto de inmundicia, y ése fue un tratamiento que te merecías de sobra. El Senado no es soberano, Marco Bíbulo, pero el pueblo sí lo es. Tú intentaste destruir esa soberanía en nombre de menos de quinientos hombres, la mayoría de los cuales están sentados hoy aquí. La mayoría de los cuales espero que tengan el sentido común de negarte lo que pides, porque es una petición irrazonable y sin fundamento. Roma no está en peligro de malestar civil. No hay el menor atisbo de revolución que asome por el límite del horizonte más lejano que uno pueda alcanzar a ver desde la cima del Capitolio. Eres un hombrecito malcriado y vengativo que quiere salirse con la suya y no puede soportar que se le contradiga. Y en cuanto a Marco Catón, es más tonto que remilgado. Me fijé en que tus otros seguidores no se entretuvieron ayer para proporcionarte otra excusa más que este débil pretexto basándote en el cual exiges ser nombrado dictador. ¡El dictador Bíbulo! ¡Oh, dioses, qué chiste! Recuerdo demasiado bien tu comportamiento en Mitilene como para palidecer ante la idea del dictador Bíbulo. No serías capaz ni de organizar una orgía en el templo de Venus Erucina ni una bronca en una taberna. ¡Eres un incompetente y engreído gusanillo! ¡Adelante, pide tu votación! ¡De hecho, yo la pediré! Aquellos ojos tan parecidos a los de Sila pasaron de un rostro a otro, y se detuvieron en Cicerón con el fantasma de una amenaza que no sólo Cicerón percibió. ¡Qué poder tenía aquel hombre! Irradiaba de él, y apenas hubo ningún senador allí presente que no comprendiera que lo que funcionaría con cualquier otro, incluso con Pompeyo, no podría detener nunca a César. Si le pillaban en un farol, todos sabían que luego resultaría no ser tal farol. Era algo más que simplemente peligroso. Era el desastre.

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