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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Las mujeres de César (115 page)

BOOK: Las mujeres de César
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Cuando se llevó a cabo la votación, sólo Catón se puso a la derecha de Bíbulo; Metelo Escipión y los demás cedieron.

En vista de lo cual César regresó ante el pueblo y exigió una cláusula adicional para la
lex agraria
: que todo senador fuera obligado a prestar juramento de acatarla en el momento en que fuera ratificada, cuando hubieran transcurrido los diecisiete días de espera. Existían precedentes, entre los que se encontraba la negativa de Metelo Numídico, que habían tenido como consecuencia un exilio de varios años de duración.

Pero los tiempos habían cambiado y el pueblo estaba enojado; se veía al Senado como deliberadamente obstruccionista, y los veteranos de Pompeyo querían desesperadamente sus tierras. Al principio cierto número de senadores se negaron a jurar, pero César permaneció en sus trece, y uno a uno todos juraron. Excepto Metelo Celer, Catón y Bíbulo. Y cuando Bíbulo cedió sólo quedaron Celer y Catón, que no querían.

—Sugiero que convenzas a ese par para que presten juramento —le dijo César a Cicerón, y sonrió dulcemente—. Tengo permiso de los sacerdotes y augures para obtener una
lex Curiata
que permite a Publio Clodio ser adoptado por un plebeyo. Hasta el momento no he utilizado ese permiso. Espero no tener que hacerlo nunca. Pero a largo plazo, Cicerón, depende de ti.

Aterrado, Cicerón puso manos a la obra.

—He hablado con el Gran Hombre —les dijo a Celer y a Catón, sin darse cuenta de que había aplicado aquel término irónico refiriéndose a otro que no era Pompeyo—, y está dispuesto a despellejarnos vivos si no juráis.

—Yo estaría muy guapo colgado desollado en el Foro —le dijo Celer.

—¡Te lo quitará todo, Celer! ¡Lo digo en serio! Si no juras, ello significa tu ruina política. No hay ningún castigo que pueda aplicarse por negarse a jurar, él no es tan estúpido. Nadie puede decir que hayas hecho nada particularmente admirable al negarte, no te acarreará ninguna multa ni el exilio. Lo que significará es un odio tal en el Foro que nunca más serás capaz de dar la cara. Si no juras, el pueblo te condenará por obstruccionista sin motivo. Se lo tomarán como cosa personal, no como un insulto a César. Bíbulo nunca debió decir a gritos en una asamblea del pueblo en pleno que jamás conseguirían esa ley aunque la necesitasen desesperadamente. Lo interpretaron como despecho y malicia. Dejó a los
boni
en muy mala posición. ¿No comprendes que los caballeros están a favor, que no se trata simplemente de los soldados de Magnus?

Celer parecía inseguro.

—No puedo entender por qué los caballeros están a favor —dijo malhumorado.

—¡Porque están muy atareados recorriendo Italia de arriba abajo comprando tierras para vendérselas a los comisionados con grandes beneficios! —dijo Cicerón bruscamente.

—¡Son asquerosos! —gritó Catón, que hablaba por primera vez—. ¡Yo soy bisnieto de Catón el Censor, no bajaré la cabeza ante uno de estos aristócratas de pura raza! ¡Aunque tenga de su parte a los caballeros! ¡Que se pudran los caballeros!

Sabiendo que su sueño de concordia entre las órdenes era cosa del pasado, Cicerón suspiró y tendió las dos manos.

—¡Catón, querido colega, jura! ¡Comprendo lo que dices acerca de los caballeros, de verdad! Siempre quieren salirse con la suya, y ejercen presiones completamente carentes de escrúpulos sobre nosotros. Pero, ¿qué podemos hacer? Tenemos que aguantarlos porque no podemos prescindir de ellos. ¿Cuántos hombres hay en el Senado? Desde luego, no los suficientes como para hacer un gesto feo con el dedo
medicus
a los caballeros, y eso es lo que significa negarse a jurar. Estarías ofreciéndole un insulto anal a la
ordo equester
, y es demasiado poderosa para tolerar eso.

—Prefiero hacer frente al temporal —dijo Celer.

—Lo mismo digo —dijo Catón.

—¡No seáis infantiles! —exclamó Cicerón—. ¿Hacer frente al temporal? ¡Os hundiréis hasta el fondo, los dos! Pensadlo bien. Si juráis, sobreviviréis, pero si os negáis a jurar tendréis que aceptar la ruina política. —No veía ningún signo de rendición en ninguno de los dos rostros; Cicerón se preparó para luchar y continuó—: ¡Celer, Catón, jurad, os lo suplico! Al fin y al cabo, ¿qué es lo que está en juego, mirándolo friamente? ¿Qué es más importante, complacer al Gran Hombre esta única vez en una cosa que no os afecta personalmente, o caer en el olvido para siempre? Si os suicidáis políticamente, no estaréis para continuar la lucha, ¿no es cierto? ¿No veis que es más importante permanecer en la arena que no que os saquen de ella sobre un escudo con un aspecto maravilloso, pero muertos?

Y más, y más. Incluso después de que Celer se avino, el acosado Cicerón tardó otras dos horas, llenas de argumentos, en conseguir que el testarudísimo Catón cediera. Pero cedió. Celer y Catón prestaron juramento, y después de haberlo hecho no abjurarían de ello; César había aprendido de
Cinna
, y se había asegurado de que ninguno de los dos hombres tuviera una piedra metida en el puño para que el juramento fuera en vano.

—¡Oh, qué año tan espantoso es éste! —le dijo Cicerón a Terencia con auténtico dolor en la voz—. Es como contemplar a un equipo de gigantes golpeando con martillos una pared que es demasiado gruesa para romperla. ¡Ojalá no estuviera yo aquí para verlo!

Ella le dio unas palmaditas en la mano.

—Marido, pareces absolutamente agotado. ¿Por qué te quedas? Si lo haces, te pondrás enfermo. ¿Por qué no te vienes conmigo a Ancio y Formia? Podríamos tomarnos unas deliciosas vacaciones y no regresar hasta mayo o junio. ¡Piensa en las rosas tempranas! Sé que te encanta estar en Campania para el principio de la primavera. Y podríamos acercarnos a Arpinum a ver cómo van los quesos y la lana.

Aquella perspectiva se le hacía deliciosa a Cicerón, pero dijo que no con la cabeza.

—¡Oh, Terencia, daría lo que fuera por ir! Pero no es posible. Híbrido ha vuelto de Macedonia, y media Macedonia ha acudido a Roma para acusarlo de extorsión. El pobre hombre fue un buen colega en mi consulado, digan lo que digan. Nunca me causó ningún problema serio. Así que voy a defenderlo. Es lo menos que puedo hacer.

—Entonces prométeme que en cuanto se pronuncie el veredicto, te pondrás en camino —le pidió ella—. Yo me adelantaré, con Tulia y Pisón Frugi; a Tulia le gusta mucho ver los juegos en Ancio. Además, el pequeño Marco no se encuentra bien, se queja de dolores cada vez más fuertes y temo que haya heredado mi reumatismo. Todos necesitamos unas vacaciones. ¡Por favor!

Era tal novedad oír a una Terencia suplicante que Cicerón accedió. En el momento en que acabase el juicio de Híbrido, iría a reunirse con ellos.

El problema era que el hecho de que César le hubiera obligado a convencer a Celer y a Catón ocupaba todavía la parte principal de la mente de Cicerón cuando emprendió la defensa de Cayo Antonio Híbrido. Le escocía haber actuado como lacayo de César; aquello le sentaba mal a alguien cuyo valor y decisión había salvado a su patria.

Por ello no fue tan inexplicable que cuando llegó el momento de pronunciar el discurso final, antes de que el jurado se manifestase a favor o en contra de su colega Híbrido, Cicerón no lograra el control necesario para ceñirse al tema. Hizo su labor bien, como siempre, alabó a Híbrido, lo puso por las nubes y dejó claro para el jurado que aquel brillante ejemplo de nobleza romana nunca le había quitado las alas a una mosca cuando era niño, y mucho menos había cometido niuguno de los crímenes de que le acusaba la mitad de la provincia de Macedonia.

—¡0h, cuánto echo de menos los días en que Cayo Híbrido y yo éramos cónsules juntos! —suspiró mientras subía el tono de su perorata—. ¡Qué lugar tan decente y honorable era Roma! Sí, teníamos a Catilina acechando al fondo, dispuesto a demoler nuestra hermosa ciudad, pero Híbrido y yo supimos arreglarlo, ¡él y yo salvamos a nuestra patria! Pero, ¿para qué, caballeros del jurado? ¿Para qué? ¡Ojalá yo lo supiera! ¡Ojalá pudiera deciros por qué Cayo Híbrido y yo permanecimos en nuestros puestos y soportamos aquellos impresionantes acontecimientos! Todo para nada, si uno mira ahora a Roma en este terrible día durante el consulado de un hombre que no es adecuado para vestir la
toga praetexta
. Y no, no me refiero al gran y buen Marco Bíbulo. ¡Me refiero a ese lobo feroz que es César! El ha destruido la concordia entre las órdenes, se ha mofado del Senado, ha contaminado el consulado! ¡Nos frota por las narices la inmundicia que sale de la cloaca Máxima, nos la refriega desde nuestro trasero hasta los dedos de los pies, nos la tira por encima de nuestras cabezas! ¡En cuanto este juicio termine, yo me marcho de Roma, y no pienso regresar durante mucho tiempo porque, sencillamente, no puedo soportar mirar cómo César defeca sobre Roma! Me voy a la costa, y luego me iré en barco a ver lugares como Alejandría, puerto de saber y buen gobierno…

Terminado el discurso, el jurado votó. CONDEMNO. Cayo Antonio Híbrido se marchó al exilio en Cefalonia, un lugar que conocía bien… y que le conocía a él demasiado bien. En cuanto a Cicerón, hizo su equipaje y abandonó Roma aquella misma tarde; Terencia ya se había marchado antes.

El juicio había terminado por la mañana, y César había permanecido discretamente detrás de la multitud para oír a Cicerón. Se había marchado antes de que el jurado emitiera el veredicto, y había enviado mensajeros en varias direcciones.

Había sido un juicio interesante para César en varios aspectos, empezando por el hecho de que él mismo había intentado derribar a Híbrido bajo cargos de asesinato y mutilación mientras fue comandante de un escuadrón del calvario de Sila en el lago Orcomenes, en Grecia. También había fascinado a César el joven acusador de Híbrido en esta ocasión, porque se trataba de un protegido de Cicerón que ahora tenía el valor de enfrentarse a éste desde el lado opuesto de la valla de la ley. Marco Celio Rufo, un individuo muy guapo y bien plantado que había preparado una brillante actuación y había arrojado por completo a Cicerón a las sombras.

Al cabo de unos momentos de haber iniciado Cicerón su discurso en defensa de Híbrido, César sabía que éste estaba acabado. La reputación de Híbrido era demasiado bien conocida para que nadie creyera que no le había arrancado las alas a una mosca cuando era niño.

Luego vino la digresión de Cicerón.

El mal genio de César se desató por completo. Se sentó en su despacho de la
domus publica
y se mordió los labios mientras esperaba que aparecieran aquellos a quienes había mandado llamar. De modo que Cicerón se creía inmune, ¿eh? ¿Así que Cicerón creía que podía decir exactamente lo que le diera la gana sin miedo a las represalias? ¡Bueno, Marco Tulio Cicerón, pues ahora se te avecina otra cosa! Te voy a hacer la vida muy difícil, y te lo mereces. Todas las proposiciones que te he hecho me las tiras a la cara, incluso ahora que tu amado Pompeyo te ha indicado que le gustaría que me apoyases. Y toda Roma sabe por qué amas a Pompeyo: porque te ahorró tener que empuñar una espada durante la guerra italiana cubriéndote con el manto de su protección cuando ambos erais cadetes que servíais a las órdenes del padre de Pompeyo, el Carnicero. Ni siquiera por Pompeyo pondrás tu confianza en mí. Así que me encargaré de utilizar a Pompeyo para que me ayude a tirar de ti y hacérte caer. Ya te puse en evidencia con lo de Rabirio pero más que eso, al juzgar a Rabirio, te demostré que tu propio pellejo no está a salvo. Ahora estás a punto de descubrir qué se siente al mirar a la cara el exilio.

¿Por qué parece que todos piensan que pueden insultarme con total impunidad? Bueno, quizás lo que estoy a punto de hacerle a Cicerón les haga comprender que no pueden hacerlo. No me falta poder para tomar represalias. El único motivo por el que no lo he hecho hasta ahora es que temo que, una vez que empiece, no voy a ser capaz de parar.

Publio Clodio llegó el primero, lleno de curiosidad; cogió la copa de vino que César le entregó y se sentó. Luego se puso en pie de un salto, volvió a sentarse, se movió inquieto.

—¿Es que no puedes estarte quieto, Clodio? —de preguntó César.

—Lo odio.

—Inténtalo.

Clodio presintió que había alguna clase de buena noticia en perspectiva, así que intentó tranquilizarse, pero cuando logró controlar el resto de sus apéndices, la barba de chivo continuó moviéndosele mientras el mentón le oscilaba al sacar y meter el labio inferior. Imagen que, por lo visto, César encontró muy divertida, pues acabó por estallar en carcajadas. Lo raro de César y su regocijo, sin embargo, era que no molestaba a Clodio del mismo modo que —por ejemplo— le molestaba a Cicerón.

—¿Por qué te empeñas en llevar ese ridículo mechón? —le preguntó César cuando la guasa se lo permitió.

—Todos lo llevamos —dijo Clodio, como si eso lo explicase.

—Ya me había fijado. Excepto mi sobrino Antonio, claro está.

Clodio soltó una risita.

—Al pobre Antonio no le funcionó, le rompió el alma. En lugar de salir hacia afuera, la barba le salía de punta hacia arriba y le hacía cosquillas en la nariz.

—Me permites que adivine por qué os dejáis crecer todos la barba al final de la cara?

—Oh, creo que ya lo sabes, César.

—Para fastidiar a los
boni
.

—Y a cualquier otro que sea lo bastante tonto como para molestarse.

—Insisto en que te la afeites, Clodio. Inmediatamente.

—¡Dame una buena razón para ello! —le preguntó Clodio con agresividad.

—Ser excéntrico puede resultar apropiado para un patricio, pero los plebeyos no son suficientemente antiguos. Los plebeyos tienen que seguir la
mos maiorum
.

Una enorme sonrisa de deleite se extendió por el rostro de Clodio.

—¿0uieres decir que has obtenido el consentimiento de los sacerdotes y de los augures?

—Oh, sí. Firmado, sellado y entregado.

—¿Incluso con Celer aún entre ellos?

—Celer se portó como un corderito.

Clodio se bebió el vino y se puso en pie de un salto.

—Será mejor que vaya a buscar a Publio Fonteyo, mi padre adoptivo.

—¡Siéntate, Clodio! Ya he mandado llamar a tu nuevo padre.

—¡Oh, puedo ser tribuno de la plebe! ¡Seré el más grande que haya habido en la historia de Roma, César!

Un Publio Fonteyo que también lucía aquella barba de chivo llegó mientras aún resonaban las palabras de Clodio y sonrió, fatuo, cuando le informaron de que él, a los veinte años, se convertiría en padre de un hombre de treinta y dos.

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