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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Las mujeres de César (18 page)

BOOK: Las mujeres de César
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Ninguno de los dos hacía lo que habría hecho la mayoría de los hombres, por ejemplo, acercarse a un famoso establecimiento de comidas y comprar sabrosa carne de cerdo con especias envuelta en un hojaldre deliciosamente ligero hecho a base de cubrir la pasta de harina con manteca fría, doblarla y enrollarla para luego ponerle más manteca, y repetir así el proceso muchas veces. César, como de costumbre, no tenía hambre, y Craso consideraba un despilfarro comer en ningún sitio que no fuera su propia casa. En lugar de ello encontraron una pared para apoyarse entre una concurrida escuela de niños de ambos sexos que recibían lecciones al aire libre y un puesto de granos de pimienta.

—Muy bien, ahora estamos a salvo de oídos curiosos —dijo Craso al tiempo que se rascaba el cuero cabelludo, que se había hecho de pronto visible después de que durante el año que había pasado como cónsul de Pompeyo se le cayera la mayor parte del pelo, hecho que Craso atribuía a la preocupación de tener que ganar mil talentos extra para reponer lo que se había gastado en asegurarse de que acabaría siendo el cónsul con mejor reputación entre el pueblo. Ni siquiera se le pasaba por la cabeza que lo más probable era que la calvicie se debiera a su edad, pues aquel año cumpliría cincuenta. Para él era algo irrelevante. Marco Craso le echaba la culpa de todo a las preocupaciones por el dinero.

—Pronostico que esta tarde recibirás una visita nada menos que de nuestro querido Quinto Lutacio Catulo —dijo César con los ojos fijos en una adorable niñita morena que asistía a aquella clase improvisada.

—¿Ah, sí? —repuso Craso con la mirada fija en el exorbitante precio que estaba escrito con tiza en una tabla apoyada contra un tarro de cerámica vidriada de pimienta de Taprobane—. ¿Qué flota en el aire, César?

—Deberías haber abandonado tus libros de cuentas y haber venido a la reunión de la Asamblea Plebeya que se ha celebrado hoy —le dijo César.

—¿Ha sido interesante?

—Fascinante, aunque no inesperada, al menos para mí. Tuve una pequeña conversación con Magnus el año pasado, así que ya estaba preparado. Dudo que nadie más lo estuviera, salvo Afranio y Petreyo, quienes me acompañaban en las gradas de la Curia Hostilia. Me atrevería a decir que pensaron que alguien podía oler de qué parte soplaba el viento si se quedaban en el Foso de los Comicios. Cicerón también me acompañaba, pero a él le movía sólo la curiosidad. Tiene un olfato maravilloso para presentir a qué reuniones merece la pena asistir.

Como no era tonto, políticamente hablando, Craso apartó la mirada de los carísimos granos de pimienta y la fijó en César.

—¡Vaya! ¿Qué pretende conseguir nuestro amigo Magnus?

—Gabinio le propuso a la plebe que legislase conceder un
imperium
ilimitado, y todo lo demás también absolutamente ilimitado, a un solo hombre. Naturalmente, no nombró a ese hombre. El objeto de todo ello es acabar con los piratas —dijo César, que sonrió cuando vio cómo una niña le estampaba la pizarra encerada en la cabeza al niño que tenía a su lado.

—Un trabajo ideal para Magnus —dijo Craso.

—Desde luego. Por cierto, tengo entendido que ha estado haciendo los deberes durante más de dos años. No obstante, esa misión no gozará de popularidad en el Senado, ¿no crees?

—No entre Catulo y sus muchachos.

—Ni entre la mayoría de los miembros del Senado, pronostico yo. Nunca le perdonarán a Magnus que les obligase a legitimar su deseo de ser cónsul.

—Yo tampoco —dijo Craso con aire lúgubre. Tomó aire—. Así que tú crees que Catulo me pedirá que me presente yo para ese trabajo en oposición a Pompeyo.

—Estoy seguro.

—Tentador —dijo Craso, cuya atención se vio atraída hacia la escuela porque el niño estaba llorando y el pedagogo intentaba evitar una riña general entre sus pupilos.

—Pues no te sientas tentado de aceptar, Marco —le dijo César con suavidad.

—¿Por qué no?

—No saldría bien, Marco. Créeme, no saldría bien. Si Magnus está tan preparado como creo que está, permite que le den a él el trabajo. Tus negocios sufren los efectos de la piratería tanto como cualquier otro negocio. Si eres inteligente te quedarás en Roma y recogerás los beneficios que supone el hecho de que las vías marítimas estén libres de piratas. Ya conoces a Magnus. Hará el trabajo, y lo hará bien. Pero todos los demás estarán esperando a ver qué pasa. Puedes sacar partido de este escepticismo, aunque dure muchos meses, pues ello te permitirá estar preparado para cuando lleguen los buenos tiempos, que seguro que vendrán —dijo César.

Aquél era, como bien sabía César, el argumento más convincente que se podía esgrimir ante Craso.

Este asintió y se incorporó.

—Me has convencido —dijo; y miró fugazmente al sol—. Es hora de trabajar un poco más en mis libros de contabilidad antes de que me vaya a casa a recibir a Catulo.

Los dos hombres se abrieron paso despreocupadamente entre el caos que había caído sobre la escuela, y César, al pasar junto a la niña, le dedicó una sonrisa cómplice a la causante de todo ello.

—¡Adiós, Servilia! —le dijo.

Craso, que estaba a punto de marcharse en la otra dirección, pareció sobresaltado.

—¿La conoces? —le preguntó—. ¿Es una Servilia?

—No, no la conozco —respondió César desde cierta distancia, ya a quince pies—. Pero me recuerda vivamente a la futura suegra de Julia.

Y así fue como, cuando Pisón el cónsul convocó al Senado al amanecer del día siguiente, las lumbreras principales de aquel colectivo no habían podido encontrar un rival digno de proponer para que se opusiera a Pompeyo; la entrevista de Catulo con Craso había fracasado.

La noticia que flotaba en el aire se había ido corriendo desde las gradas posteriores, de unas a otras, y la oposición se había endurecido desde todos los frentes, con gran deleite por parte de los
boni
. El fallecimiento de Sila era demasiado reciente para que la mayor parte de aquellos hombres hubiesen olvidado cómo había tenido al Senado sometido a chantaje, a pesar de sus favores; y Pompeyo había sido su mascota, su ejecutor. Pompeyo había matado a demasiados senadores de entre los seguidores de Cinna y Carbón, también había matado a Bruto y había obligado al Senado a consentir que él fuese elegido cónsul sin haber sido siquiera senador. Y este último crimen era el más imperdonable de todos. Los censores Lentulo Clodiano y Publícola todavía ejercían gran influencia en favor de Pompeyo, pero sus empleados más poderosos, Filipo y Cetego, ya no estaban; uno se había retirado y llevaba una vida voluptuosa y el otro había cumplido con los trámites de la muerte.

No era pues tan sorprendente que cuando aquella mañana entraron en la Curia Hostilia con las togas de censores de color púrpura puestas, Lentulo Clodiano y Publícola decidieran, tras mirar tantas caras serias, que aquel día no hablarían en favor de Pompeyo el Grande. Ni tampoco lo haría Curión, otro empleado de Pompeyo. En cuanto a Afranio y el viejo Petreyo, sus habilidades retóricas eran tan limitadas que tenían órdenes estrictas de no intentarlo siquiera. Craso se encontraba ausente.

—¿No va a venir Pompeyo a Roma? —le preguntó César a Gabinio cuando se percató de que Pompeyo no estaba allí.

—Ya está en camino —le respondió Gabinio—, pero no comparecerá hasta que su nombre se mencione en la plebe. Ya sabes cómo odia al Senado.

Una vez que se efectuaron los augurios y que Metelo Pío, el pontífice máximo, hubo dirigido las plegarias, Pisón —que ostentaba las
fasces
durante febrero porque Glabrio se había marchado hacia el Este— dio comienzo a la reunión.

—En primer lugar, me doy cuenta —dijo desde la silla curul que ocupaba, situada sobre la elevada plataforma que quedaba al fondo de la cámara— de que la reunión de hoy no está, según estipula la legislación reciente de Aulo Gabinio, tribuno de la plebe, relacionada con los asuntos que han de tratarse en febrero. Ahora bien, puesto que concierne a un mando extranjero, sí que lo está. Todo lo cual viene al caso. ¡Nada en esa
lex
Gabinia
puede impedir que la reunión de este cuerpo trate asuntos urgentes de cualquier tipo durante el mes de febrero! —Se puso en pie; era un Calpurnio Pisón típico, pues era alto, muy moreno y poseía unas cejas muy pobladas—. Este mismo tribuno de la plebe, Aulo Gabinio, de Picenum —señaló con un gesto de la mano la parte posterior de la cabeza de Gabinio, que se encontraba más abajo que él en el extremo de la izquierda del banco tribunicio—, ayer, sin notificárselo primero a este cuerpo, convocó la Asamblea de la plebe y les dijo a sus miembros, o a los pocos que se encontraban presentes, qué había que hacer para librarnos de la piratería. ¡Sin consultarnos, sin consultar a nadie! ¡Dijo que pusiésemos imperio ilimitado, dinero y fuerzas en el regazo de un solo hombre! No mencionó ningún nombre. Pero, ¿quién de nosotros puede dudar de que sólo había un nombre dentro de esa cabeza picentina suya? Este Aulo Gabinio y su compañero picentino, Cayo Cornelio, el tribuno de la plebe que no pertenece a ninguna familia distinguida, a pesar de su
nomen
, ya nos han ocasionado a nosotros, los que hemos heredado Roma como responsabilidad nuestra, más problemas de los necesarios desde que entraron en posesión de sus cargos. Yo, por ejemplo, me he visto obligado a redactar una contralegislación contra los sobornos que tienen lugar en las elecciones curules. Yo, por ejemplo, he sido astutamente privado de un colega en el consulado de este año. Yo, por ejemplo, he sido acusado de innumerables crímenes relacionados con los sobornos electorales.

»Todos los aquí presentes hoy sois conscientes de la gravedad de esta nueva
lex Gabinia
propuesta ahora, y también sois conscientes de hasta qué punto infringe cualquier aspecto de la
mos maiorum
. Pero no es deber mío abrir este debate, sólo conducirlo. De modo que, como es demasiado pronto en el año como para que ningún magistrado electo se halle presente, procederé a llamar primero a los pretores de este año y pediré un portavoz.

Como el orden del debate ya había sido establecido, ningún pretor se ofreció voluntario, y tampoco ningún edil, ni curul ni plebeyo; Cayo Pisón pasó a las filas de los consulares, situados a ambos lados de la Cámara. Eso significaba que la más poderosa pieza de artillería oratoria dispararía primero: Quinto Hortensio.

—Honorable cónsul, censores, magistrados, consulares y senadores —empezó a decir—. ¡Es hora de que acabemos de una vez para siempre con las llamadas misiones militares especiales! Todos sabemos por qué el dictador Sila incorporó esa cláusula en su enmienda a la constitución: para poder utilizar los servicios de un hombre que no pertenecía a este augusto y venerable cuerpo; un caballero de Picenum que tuvo la presunción de reclutar y acaudillar tropas al servicio de Sila cuando contaba poco más de veinte años, y que, una vez que hubo probado la dulzura de la descarada inconstitucionalidad, continuó adhiriéndose a ella… ¡aunque se negó a adherirse al Senado! Cuando Lépido se sublevó, él ocupó la Galia Cisalpina, y tuvo incluso la temeridad de ordenar la ejecución de un miembro de una de las mejores y más antiguas familias de Roma:

Marco Junio Bruto, cuya traición, si es que realmente puede considerarse como tal, la determinó este cuerpo al incluir a Bruto en el decreto que ponía a Lépido fuera de la ley. ¡Un decreto que no le daba a Pompeyo el derecho de hacer que un secuaz le cercenase la cabeza a Bruto en el mercado de Regium Lepidum! ¡Ni de incinerar la cabeza y el cuerpo, y luego enviar las cenizas desenfadadamente a Roma con una nota breve y semianalfabeta de explicación!

»Después de lo cual, Pompeyo mantuvo sus preciadas legiones picentinas en Módena hasta que obligó al Senado a que le encomendara a él, ¡que no era senador ni magistrado!, la misión de ir a Hispania con
imperium
proconsular, gobernar la parte de la provincia más cercana en nombre del Senado y hacer la guerra contra Quinto Sertorio. Cuando durante todo el tiempo, padres conscriptos, teníamos en la provincia ulterior un hombre eminente de adecuada familia y circunstancias, el buen Quinto Cecilio Metelo, pontífice máximo, que ya combatía contra Sertorio. ¡Un hombre que, añado, hizo más por derrotar a Sertorio de lo que nunca hiciera este extraordinario y no senatorial Pompeyo! ¡Aunque fuese Pompeyo quien se llevó la gloria, quien recogió los laureles!

Hortensio, que era un hombre guapo de imponente presencia, se dio la vuelta despacio describiendo un círculo; dio la impresión de que miraba a cada uno de los presentes a los ojos, un truco que ya había utilizado con anterioridad y que había causado efecto en los tribunales de justicia durante más de veinte años.

—Y luego, ¿qué hace este don nadie picentino, Pompeyo, cuando regresa a nuestro amado país? ¡Contra lo estipulado en la constitución, trae a su ejército a través del Rubicón y entra en Italia, donde lo asienta y procede a chantajeamos para que permitamos que se presente a cónsul! No tuvimos otra elección. Pompeyo se convirtió en cónsul. ¡Y aun hoy, padres conscriptos, me niego con todas las fibras de mi ser a otorgarle ese abominable nombre de Magnus que él mismo se concedió! ¡Porque él no es grande! ¡Es un forúnculo, un carbúnculo, una pútrida llaga infectada en el maltratado pellejo de Roma!

»¿Cómo se atreve Pompeyo a dar por supuesto que puede volver a chantajear a este cuerpo de nuevo? ¿Cómo osa poner en esto a su secuaz Gabinio, ese lameculos? Imperio ilimitado, fuerzas ilimitadas y dinero ilimitado. ¡Por favor! ¡Cuando durante todo este tiempo el Senado tiene un comandante muy capaz en Creta que está haciendo un excelente trabajo! Repito, ¡un excelente trabajo! ¡Excelente, excelente! —El estilo asiánico de la oratoria de Hortensio estaba ahora en pleno apogeo, y la Cámara se había instalado cómodamente, sobre todo porque estaba de acuerdo con cada palabra que él decía, para escuchar a uno de sus mejores oradores de todos los tiempos—. Yo os digo, colegas miembros de esta Cámara, que nunca consentiré en que se otorgue ese mando. ¡No importa el nombre que quiera dársele! ¡Sólo en nuestra época ha tenido Roma que recurrir al
imperium
ilimitado, al mando sin límites! ¡Son anticonstitucionales, desmedidos e inaceptables! ¡Nosotros limpiaremos el mar Nuestro de piratas, pero lo haremos al estilo romano, no al estilo picentino!

En este punto Bíbulo empezó a vitorear y a mover rítmicamente los pies, y toda la Cámara se unió a él. Hortensio se sentó, sonrojado a causa de la dulce victoria.

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