Las mujeres de César (22 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Las mujeres de César
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En contraste, Lucio Licinio Lúculo había soportado un año atroz en el campo de batalla, pues había sufrido derrotas, motines y desastres. Todo lo cual lo situaba a él y a sus agentes en Roma en una posición que en manera alguna podía contrarrestar las pretensiones y argumentos de Manilio de que Bitinia, Pontus y Cilicia le fueran entregadas a Pompeyo, inmediatamente, y de que Lúculo fuera despojado por completo del mando y se le ordenase volver a Roma con deshonra. Glabrio perdería el control sobre Bitinia y Pontus, pero ello no podría estorbar el nombramiento de Pompeyo, puesto que Glabrio, actuando de forma avariciosa, se había apresurado a marcharse para gobernar su provincia en cuanto empezó a ejercer el consulado, con lo que no le hizo ningún servicio a Pisón. Y tampoco Quinto Marcio Rex, el gobernador de Sicilia, había obtenido logros notables. El Este era el blanco para Pompeyo el Grande.

No es que Catulo y Hortensio no lo intentasen. Libraron una batalla oratoria en el Senado y en los Comicios, oponiéndose todavía a aquellos mandos extraordinarios que lo abarcaban todo. Manilio iba a proponer que se le concediera a Pompeyo
imperium
maius
otra vez, lo cual lo colocaría por encima de cualquier gobernador, y también quería proponer que se incluyera una cláusula que permitiría a Pompeyo hacer la guerra y la paz sin necesidad de preguntar o consultar ni al Senado ni al pueblo. No obstante, aquel año César no habló sólo en apoyo de Pompeyo. Como ahora era pretor en el Tribunal de Extorsión, Cicerón tronó en la Cámara y en los Comicios; y lo mismo hicieron los censores Publícola y Lentulo Clodiano, y Cato Escribonio Curión, y —¡un auténtico triunfo!— los consulares Cayo Casio Longino y… ¡nada menos que el propio Publio Servilio Vatia Isáurico en persona! ¿Cómo podían resistirse el Senado o el pueblo? Pompeyo obtuvo el mando y fue capaz de derramar una lágrima o dos cuando recibió la noticia mientras recorría Cilicia. ¡Oh, qué enorme peso el de aquellas despiadadas misiones especiales! ¡Oh, cómo deseaba volver a casa, a una vida de paz y tranquilidad! ¡Oh, qué agotamiento!

Servilia dio a luz a su tercera hija a primeros de setiembre, una niña pequeñita de cabello rubio cuyos ojos prometían permanecer azules. Como Junia y Junilla eran mucho mayores, y por lo tanto acostumbradas ya a sus nombres, esta Junia se llamaría Tercia, que significaba tercera y tenía un sonido agradable. El embarazo había transcurrido lentamente de un modo terrible desde que César decidiera no verla a mediados de mayo, cosa que se vio agravada por el hecho de que cuando más pesada se encontraba era cuando el tiempo resultaba más caluroso, y a Silano no le pareció prudente abandonar Roma para irse a la costa a causa del estado de gestación en que ella se hallaba y a su edad. Silano había continuado mostrándose bueno y considerado. Nadie que los observase habría podido sospechar que las cosas no andaban bien entre ellos. Sólo Servilia detectó una expresión nueva en la mirada de su marido, una mirada en parte herida y en parte triste, pero como la compasión no formaba parte de su naturaleza, Servilia no le concedió más importancia que cualquier otro hecho de la vida y no suavizó su actitud hacia él.

Como sabía que las habladurías le harían llegar a César la noticia del nacimiento de su hija, Servilia no intentó ponerse en contacto con él. Un asunto difícil de todos modos, empeorado ahora por la nueva esposa de César. ¡Qué impresión le había causado aquello! Parecía que de pronto una bola de fuego hubiera salido de la nada desde un cielo despejado para aplastarla, para matarla, para reducirla a cenizas. Los celos la corroían noche y día, porque ella, naturalmente, conocía a la joven señora. Nada de inteligencia, ninguna profundidad… ¡pero tan hermosa con aquel cabello rojo y aquellos ojos verdes tan vivos! Además nieta de Sila, muy rica y con todas las relaciones convenientes y un pie en cada bando del Senado. ¡Qué inteligente por parte de César gratificar los sentidos al tiempo que fortalecía su posición política! Porque al no tener manera de comprobar el estado de ánimo de su amado, Servilia supuso automáticamente que aquél era un matrimonio por amor. ¡Bueno, pues que se pudriera! ¿Cómo podría vivir ella sin César? ¿Cómo podría vivir sabiendo que alguna otra mujer significaba más que ella misma para César? ¿Cómo podría seguir viviendo?

Bruto, naturalmente, veía a Julia con regularidad. A los dieciséis años y convertido ya oficialmente en hombre, a Bruto le revolvía la idea del embarazo de su madre. El, un hombre, tenía una madre que todavía… que todavía… ¡Oh, dioses, qué vergüenza! ¡ Qué humillación!

Pero Julia veía las cosas de un modo diferente, y así se lo dijo a Bruto.

—Qué bonito para ella y Silano —le había dicho la niña de nueve años sonriendo con ternura—. No debes enfadarte con ella, Bruto, de verdad. ¿Qué pasaría si después de haber estado casados durante veinte años o así nosotros tuviéramos un hijo más? ¿Comprenderías tú el enojo de tu hijo mayor?

Bruto tenía la piel peor de lo que la había tenido un año atrás: siempre en estado de erupción, llagas amarillas y granos rojos, úlceras que picaban o quemaban, que necesitaban rascarse, comprimirse o arrancarse. El odio hacia sí mismo había avivado el odio hacia la condición en que se hallaba su madre, y ahora le era dificil guardárselo ante aquella pregunta razonable y caritativa. Puso mala cara y gruñó, pero luego repuso de mala gana:

—Comprendería su enojo, sí, porque yo lo siento ahora. Pero también comprendo lo que quieres decir.

—Pues eso no está mal, para empezar —dijo la pequeña sabia—. Servilia ya no es lo que se dice una niña,
avia
me lo explicó y me dijo que necesitaría mucha ayuda y comprensión.

—Lo intentaré por ti, Julia —dijo Bruto.

Y se fue a casa dispuesto a intentarlo.

Todo lo cual se redujo a la insignificancia cuando a Servilia se le presentó la oportunidad menos de dos semanas después de haber dado a luz a Tercia. Su hermano Cepión fue a visitarla con interesantes noticias.

Como era uno de los cuestores urbanos, a principios de aquel año lo habían destinado a la reserva para ayudar a Pompeyo en su campaña contra los piratas, pero nunca había pensado que necesitaran que saliera de Roma.

—¡Pero me han mandado llamar, Servilia! —le comunicó a gritos con la felicidad asomándole en los ojos y en la sonrisa—. Cneo Pompeyo quiere que se le envíen dinero e informes a Pérgamo, y es a mí a quien corresponde hacer el viaje. ¿No es maravilloso? Podré atravesar por Macedonia y así visitaré a mi hermano Catón. ¡Lo echo muchísimo de menos!

—Me alegro por ti —dijo Servilia con apatía, sin que le interesase lo más mínimo la pasión que Cepión sentía por Catón, ya que había formado parte de la vida de todos ellos durante veintisiete años.

—Pompeyo no me espera hasta diciembre, así que si me pongo en camino inmediatamente puedo pasar bastante tiempo con Catón antes de continuar el viaje —siguió diciendo Cepión, todavía en aquel estado de ánimo de felicidad por lo que le aguardaba—. El tiempo se mantendrá sin cambios hasta que me marche de Macedonia, y podré continuar por carretera. —Se estremeció—. ¡Odio el mar!

—Últimamente libre de piratas, según he oído decir.

—Gracias, pero prefiero la tierra firme.

Luego Cepión quiso conocer a la pequeña Tercia; le dijo ternezas e hizo chasquidos con la lengua, movido tanto por el auténtico cariño como por obligación, y comparó a la hija de su hermana con su propia criatura, una niña tambien.

—Una carita preciosa —dijo cuando se disponía a marcharse—. Unos huesos realmente muy distinguidos. Me pregunto de dónde los habrá sacado.

«Oh —pensó Servilia—. ¡Y yo aquí engañándome a mí misma y diciéndome que soy la única que ve el parecido con César!» Sin embargo, aunque su sangre era la de los Porcio Catón, Cepión carecía de malicia, de manera que aquel comentario había sido del todo inocente.

La mente le cambió de ese pensamiento a otro que era su continuación habitual, la actitud indigna y manifiesta de Cepión para heredar los frutos del Oro de Tolosa, seguida de un ardiente resentimiento al pensar que su propio hijo, Bruto, no pudiera heredar nada. Cepión, el cuco en el nido de su familia. El hermano de padre y madre de Catón, no de ella.

Hacía meses que Servilia era incapaz de concentrarse en nada que no fuera la perfidia de César al casarse con aquella joven boba y deliciosa, pero aquellas reflexiones sobre el destino del Oro de Tolosa fluían ahora hacia un horizonte completamente diferente que no estaba nublado por las emociones que le producía César. Porque miró por la ventana abierta y vio que Sinón bajaba haciendo ágiles piruetas por la galería situada en el lado más alejado del jardín peristilo. A Servilia le encantaba aquel esclavo, aunque aquel sentimiento no era casual. Había pertenecido a su marido, pero poco después de casarse, ella le había pedido dulcemente a Silano que le traspasase la propiedad de Sinón. Una vez cumplimentada la escritura de traspaso, Servilia había llamado a su presencia a Sinón y le había informado de su cambio de situación; pensaba que el esclavo se horrorizaría, aunque albergaba esperanzas de que no fuese así. Y no se había horrorizado, sino que había recibido la noticia con júbilo, por lo que ella, desde entonces, lo amaba.

—Hace falta que cada cual se conozca a sí mismo —había comentado él descaradamente.

—Si es así, Sinón, has de tener presente que yo soy tu superior, yo tengo el poder.

—Comprendo —contestó él esbozando una sonrisa satisfecha—. Eso está bien, ¿sabes? Mientras Décimo Junio era mi dueño siempre existía la tentación de llevar las cosas demasiado lejos, y eso bien hubiera podido dar como resultado mi perdición. Contigo por dueña, nunca se me olvidará mirar dónde piso. ¡Muy bien, muy bien! Pero recuerda,
domina
, que soy tuyo para lo que ordenes.

Y en efecto, Servilia le había dado algunas órdenes de vez en cuando. Catón, ella lo sabía desde la infancia, no le temía absolutamente a nada excepto a las arañas grandes y peludas, que lo dejaban sumido en un pánico que lo hacía hablar de forma ininteligible. De modo que a Sinón se le permitía de vez en cuando salir de ronda por los alrededores de Roma en busca de arañas grandes y peludas, y se le pagaba extraordinariamente bien por introducirlas en casa de Catón, en la cama, en el canapé o en los cajones del escritorio. Y además ni una sola vez lo habían descubierto haciéndolo. La hermana de padre y madre de Catón, Porcia, que estaba casada con Lucio Domicio Ahenobarbo tenía un horror permanente a los escarabajos gordos, por lo que Sinón los cazaba y los introducía en aquella casa. A veces Servilia le daba instrucciones para que descargase miles de gusanos, pulgas, moscas, grillos o cucarachas en alguna de las dos residencias, y enviaba notas anónimas que contenían maldiciones con gusanos o pulgas o la maldición que viniera al caso. Esas actividades habían mantenido entretenida a Servilia, pero desde que César había entrado en su vida habían dejado de ser necesarias, y Sinón había dispuesto de todo el tiempo sólo para él. No se mataba a trabajar excepto para procurar aquellas plagas de insectos, pues el manto de la señora Servilia lo envolvía.

—¡Sinón! —le llamó ella.

Sinón se detuvo, se dio la vuelta, se acercó dando saltos por la galería y dobló la esquina hacia el cuarto de estar de Servilia. Era un tipo bastante guapo, tenía cierta gracia y despreocupación que lo hacían agradable a aquellos que no le conocían bien; Silano, por ejemplo, seguía teniendo muy buen concepto de él, y también Bruto. De complexión ligera, era una persona morena, de piel oscura, ojos y pelo castaño claro, y orejas, barbilla y dedos puntiagudos. No era de extrañar que muchos de los sirvientes hicieran la señal para protegerse del mal de ojo cuando aparecía Sinón. Tenía cierto aire de sátiro.


¿Domina?
—preguntó al tiempo que saltaba por el alféizar de la ventana.

—Cierra la puerta, Sinón, y luego cierra también las contraventanas. —¡Oh, qué bien! ¡Trabajo! —dijo él obedeciendo.

—Siéntate. Sinón se sentó y se quedó mirándola con una mezcla de curiosidad y descaro. ¿Arañas? ¿Cucarachas? ¿Acaso su dueña ascendería y se graduaría en serpientes?

—¿Qué te parecería tu libertad, Sinón, acompañada de una abultada bolsa de oro? —le preguntó Servilia.

Eso no se lo esperaba. Durante un momento el sátiro se desvaneció para dejar al descubierto otro aspecto casi humano y menos atractivo que había debajo, cierto ser salido de una pesadilla infantil. Luego eso también desapareció, y Sinón se limitó a permanecer alerta y a mostrar interés.

—Me gustaría muchísimo,
domina
.

—¿Tienes idea de lo que yo te pediría que hicieras para poder ganarte esa recompensa?

—Un asesinato por lo menos —respondió él sin vacilar.

—Así es —dijo Servilia—. ¿Te resulta tentador?

Sinón se encogió de hombros.

—¿A quién en mi posición no le resultaría tentador?

—Hace falta valor para cometer un asesinato.

—Soy consciente de eso. Pero yo tengo valor.

—Tú eres griego, y los griegos no tenéis sentido del honor. Con ello quiero decir que no cumplís lo pactado.

—Yo cumpliría,
domina
, si lo único que tuviera que hacer fuera asesinar y luego pudiera desaparecer con una bolsa de oro bien repleta.

Servilia estaba reclinada en un canapé, y no cambió de postura lo más mínimo durante toda la conversación. Pero, una vez que hubo obtenido la respuesta de él, se incorporó; los ojos se le habían puesto absolutamente fríos y tranquilos.

—No puedo confiar en ti porque no me fío de nadie —le dijo—, pero éste no es un asesinato que haya que cometer en Roma, ni siquiera en Italia. Tendrá que cometerse en algún lugar entre Tesalónica y el Helesponto, un lugar ideal desde el que se pueda desaparecer. Pero hay maneras de mantenerte en mi poder, Sinón, no lo olvides. Una es pagarte parte de tu recompensa ahora y enviarte el resto a un destino en la provincia de Asia.

—Sí,
domina
. Pero, ¿cómo sé yo que mantendrás tu parte del trato? —preguntó Sinón con cautela.

A Servilia se le ensancharon los orificios nasales a causa de una inconsciente altivez.

—Soy una patricia Servilio Cepión —dijo.

—Aprecio eso en lo que vale.

—Es la única garantía que necesitas de que yo mantendré mi parte del trato.

—¿Qué tengo que hacer?

—Antes de nada tienes que procurarte un veneno de la mejor clase. Con eso me refiero a un veneno que no falle, a un veneno que no despierte sospechas.

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