Las mujeres de César (86 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Las mujeres de César
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—Lictor —le dijo a Fabio—, desata tus varas. —Y a Vetio, que aún apretaba la carta en la mano—: Lucio Vetio, tú has conspirado contra mí. ¿De quién eres cliente?

La multitud se agitaba y se removía emocionada; estaba asombrada y atemorizada, sin saber si mirar a César mientras se encargaba de Vetio, o a Fabio el lictor, agachado para desmembrar el atijo de varas de abedul atadas con correas de cuero rojo que formaban un dibujo ritual en zigzag. Delgadas y ligeramente flexibles, las treinta, por las treinta Curias, estaban atadas en el pulcro haz circular, porque habían sido recortadas y torneadas hasta que cada una estuvo tan redonda como el cilindro que formaban todas juntas atadas llamado
fasces
.

A Vetio se le habían agrandado los ojos; parecía no poder apartarlos de Fabio y las varas.

—¿De quién eres cliente, Vetio? —repitió César cortante.

Vetio respondió atemorizado.

—De Cayo Calpurnio Pisón.

—Gracias, es todo lo que necesito saber. —César se volvió para ponerse de cara a los hombres reunidos debajo de él; las filas delanteras estaban llenas de senadores y de caballeros—. Compañeros romanos —dijo elevando el timbre de su voz—, este hombre que está en mi tribunal ha presentado falso testimonio contra mí en el tribunal de un juez que no tenía derecho a admitir sus pruebas. Vetio es
tribunus aerarius
, él conoce la ley. Sabe que no ha debido hacerlo, pero estaba hambriento por poner la suma de dos talentos en su cuenta bancaria… más lo que su patrono Cayo Pisón le hubiera prometido además, desde luego. No veo aquí a Cayo Pisón para responder, lo cual es mejor para él. Si estuviera aquí, iría a reunirse con Lucio Novio en las Lautumiae. Tengo derecho como
praetor urbanus
a ejercer el poder de
coercitio
sobre este ciudadano romano llamado Lucio Vetio. Y así lo hago. No se le puede azotar con un látigo, pero se le puede pegar con una vara. Lictor, ¿estás dispuesto?

—Sí,
praetor urbanus
—dijo Fabio, a quien en toda su larga carrera como uno de los diez prefectos del Colegio de los Lictores nunca antes se le había ordenado que desatase las
fasces
.

—Elige la vara.

Como los hambrientos parásitos roían las varas por muy cuidadas que estuvieran —y dichas varas se encontraban entre los objetos más reverenciados que Roma poseía—, las
fasces
se retiraban cada cierto tiempo en medio de gran ceremonia para quemarlas ritualmente, y eran sustituidas por haces nuevas. Por eso Fabio no tuvo dificultad en desatar sus varas, ni necesitó elegir entre ellas para encontrar una más fuerte que las demás. Simplemente cogió la que estaba más próxima a su temblorosa mano y se puso en pie lentamente.

—Sujetadlo y quitadle la toga —les dijo César a otros dos lictores.

—¿Dónde? ¿Cuántos? —dijo Fabio en voz baja y con cierto nerviosismo.

César no le hizo caso. —Como este hombre es ciudadano romano, no rebajaré su posición despojándole de la túnica ni desnudándole la espalda. Lictor, seis golpes en la pantorrilla izquierda y seis golpes en la pantorrilla derecha. —Bajó la voz para imitar el mismo susurro de Fabio— ¡Y dale fuerte o después te tocará a ti recibir, Fabio!

Le arrancó la carta a Vetio, que ahora la sujetaba sin fuerza, y miró brevemente el contenido de la misma; luego se acercó al borde del tribunal y se la enseñó a Silano, que aquel día estaba sustituyendo a Murena —y deseando haber tenido el suficiente sentido común como para haberse quedado él también en cama con un cegador dolor de cabeza.

—Cónsul
senior
, te entrego esta prueba a ti para que la sometas a cuidadoso examen. La letra no es mía. —César adoptó una expresión de desprecio—. Ni está escrita en mi estilo: ¡es inmensamente inferior! ¡Me recuerda al de Cayo Pisón, que nunca ha sido capaz de hilar cuatro palabras seguidas!

Los azotes se administraron con gritos y brincos por parte de Vetio; el jefe de los lictores, Fabio, le había tenido una enorme simpatía a César desde los días en que le había servido cuando César era edil curul y luego cuando fue juez en el Tribunal de Asesinatos. Creía conocer a César. Pero lo de aquel día había sido una revelación, así que Fabio golpeó con fuerza.

Mientras se llevaba a cabo la paliza, César bajó con paso lento del tribunal y se adentró en la parte de atrás de la multitud, donde estaban, embelesadas, las personas de origen humilde. A todo aquel que llevaba una toga gastada o tejida en casa, hasta llegar a un total de veinte individuos, César le dio un golpecito en el hombro derecho, y luego se llevó consigo al grupo y les mandó esperar junto a la plataforma.

El castigo había terminado; Vetio bailaba y resoplaba a causa de dos clases de dolor, uno el de las magulladuras en las pantorrillas y el otro el de las magulladuras en su propia estima. Un abundante número de los que habían presenciado aquella humillación lo conocían, y habían estado animando a Fabio con delirio.

—¡Tengo entendido que Lucio Vetio es una especie de aficionado a los muebles! —dijo César a continuación—. Ser apaleado con una vara no deja el recuerdo duradero de haber obrado mal, y Lucio Vetio tiene que recordar el día de hoy durante mucho tiempo. Por lo tanto, ordeno que parte de sus propiedades sean confiscadas. Esos veinte
quirites
que he tocado en el hombro están autorizados a acompañar a Lucio Vetio de regreso a su casa y a elegir cada uno de ellos un mueble. No se puede tocar ninguna otra cosa: ni esclavos, ni vajilla, ni oro, ni estatuas. Lictores, escoltad a este hombre hasta su casa y encargaos de que mis órdenes se cumplan.

Y allá se fue el quejumbroso y renqueante Vetio bajo vigilancia, seguido de veinte beneficiarios encantados de la vida, que ya iban riéndose alegremente entre ellos y repartiéndose los despojos. ¿A quién le hacía falta una cama, a quién un canapé, a quién una mesa, a quién una silla, quién tenía sitio para poner en su casa un escritorio?

Uno de los veinte hombres volvió hacia atrás cuando César bajaba de su tribunal.

—¿Podemos coger también los colchones de las camas? —le preguntó a gritos.

—¡Una cama de nada sirve sin colchón, eso nadie lo sabe mejor que yo,
quirites
! —repuso César riéndose—. Los colchones van con las camas y los almohadones van con los canapés, pero no la ropa que los cubre. ¿Entendido?

César se marchó a casa, pero sólo para ocuparse de su persona; había sido un día azaroso, el tiempo había pasado volando y él tenía una cita con Servilia.

Una Servilia en éxtasis era una experiencia agotadora. Lamía y besaba con frenesí, se abría y trataba de abrirlo a él, lo agotaba y luego exigía más.

Aquélla era la mejor y única manera de eliminar la torrencial tensión que le provocaban los días como aquél, pensó César tendido de espaldas mientras la mente se le enfriaba y se sumía en el sueño.

Pero aunque estaba saciada de momento, Servilia no tenía intención de dejar dormir a César. Era un fastidio que él no tuviera vello púbico del cual tirarle; como alternativa, le pellizcó la piel floja del escroto.

—Eso te ha despertado, ¿eh?

—Eres una bárbara, Servilia.

—Quiero hablar.

—Yo quiero dormir.

—¡Luego, luego!

Suspirando, César se volvió de lado y le echó una pierna por encima a ella para mantener la columna vertebral derecha.

—Habla.

—Creo que los has vencido —le dijo Servilia; y después de una pausa, añadió—: Por lo menos de momento.

—De momento ya está bien. Ellos nunca se darán por vencidos.

—Lo harían si no los humillases, si les dejases sitio a ellos también para su
dignitas
.

—¿Y por qué habría de hacer eso? Ellos no conocen el significado de la palabra
dignitas
. Si quieren conservar su propia
dignitas
, que dejen la mía en paz. —Hizo un ruido que era a la vez de desprecio y de exasperación—. Es una cosa detrás de otra, y cuanto más viejos se hacen, más de prisa tengo que correr yo. El genio se me crispa con demasiada facilidad.

—Eso creo. ¿No puedes arreglarlo?

—Ni siquiera sé si quiero hacerlo. Mi madre solía decir que eso y mi falta de paciencia eran mis dos peores defectos. Mi madre era un crítico despiadado, y muy estricta en cuanto a la disciplina. Cuando me fui al Este creí haber vencido ambos defectos. Pero entonces aún no había conocido a Bíbulo y a Catón, aunque sí que me encontré con Bíbulo poco después. Con él sólo no me las arreglaba mal. Pero aliado con Catón, resulta mil veces más intolerable.

—Catón está pidiendo que lo maten.

—¿Y dejarme a mí sin esos formidables enemigos? ¡Mi querida Servilia, yo no les deseo la muerte ni a Catón ni a Bíbulo! Cuanta más oposición tiene un hombre, mejor le trabaja la mente. A mí me gusta la oposición. No, lo que me preocupa está dentro de mí mismo. Es el mal genio.

—Yo creo que tú tienes una clase de mal genio muy peculiar, César —dijo Servilia acariciándole la pierna—. A la mayoría de los hombres los ciega la rabia, mientras que tú en ese estado parece que pienses con más lucidez. Es una de las razones por las que te amo. Yo soy igual.

—¡Tonterías! —dijo César riéndose—. Tú tienes la sangre fría, Servilia, pero tus emociones son fuertes. Crees que estás haciendo planes con lucidez cuando se provoca tu mal genio, pero esas emociones se interponen en tus proyectos. Un día tramarás, planearás y programarás algo para conseguir un fin u otro y te encontrarás con que, después de haberlo logrado, las consecuencias son desastrosas. El truco está en llegar exactamente hasta donde sea necesario, y ni una fracción ni una pulgada más. Haz que el mundo entero tiemble del miedo que siente por ti, y luego muestra clemencia y justicia. Eso es algo duro de entender para los enemigos de uno.

—Ojalá hubieras sido tú el padre de Bruto.

—Si hubiera sido yo su padre, él no sería Bruto.

—A eso me refiero.

—Déjalo en paz, Servilia. Suéltalo un poco más. Cuando tú apareces, él palpita como un conejo, pero no es del todo un muchacho débil, para que lo sepas. Oh, tampoco es ningún león, pero creo que tiene algo de lobo y algo de zorro. ¿Por qué verlo como un conejo porque en tu presencia se comporte como un conejo?

—Julia ya tiene catorce años —dijo Servilia saliéndose por la tangente.

—Cierto. Debo enviarle una nota a Bruto agradeciéndole el regalo que le ha hecho. A ella le ha encantado, ¿sabes?

Servilia se sentó en la cama atónita.

—¿Un manuscrito de Platón?

—¿Cómo, a ti te parece un regalo inapropiado? —César sonrió y la pellizcó con tanta fuerza como Servilia lo había pellizcado a él antes—. Yo le he regalado unas perlas, y le han gustado mucho. Pero no tanto como el manuscrito de Platón de Bruto.

—¿Celoso?

Eso hizo reír a César con ganas.

—Los celos son una verdadera maldición —dijo de pronto poniéndose serio—. Comen, corroen. No, Servilia, yo soy muchas cosas, pero no soy celoso. Estuve encantado de que a ella le gustase el regalo de Bruto, y a él le estoy muy agradecido. La próxima vez le regalaré yo algo de un filósofo. —Los ojos de César, llenos de malicia, escudriñaron a Servilia—. Además sale mucho más barato que las perlas.

—Bruto fomenta a la vez que cuida de su fortuna.

—Algo excelente en el joven más acaudalado de Roma —concedió César con solemnidad.

Marco Craso regresó a Roma, tras una larga ausencia para supervisar sus diversas empresas de negocios, justo después de aquel memorable día en el Foro; vio a César con nuevos ojos llenos de respeto.

—Aunque no puedo decir que yo lamente haber encontrado una buena excusa para ausentarme cuando Tarquinio me acusó en la Cámara —dijo—. Estoy de acuerdo en que ha sido un interludio interesante el que me he perdido, pero mi táctica es muy diferente de la tuya, César. Tú te tiras al cuello. Yo prefiero marcharme despacito y arar mis surcos como el buey al que siempre han dicho que me parezco.

—Con el heno bien atado en su sitio.

—Naturalmente.

—Bueno, como técnica ciertamente funciona. El que quiera hacerte caer a ti es un tonto, Marco.

—Y también es un buen tonto el que intente hacerte caer a ti, Cayo. —Craso carraspeó—. ¿A cuánto ascienden tus deudas?

César frunció el entrecejo.

—Si hay alguien que lo sepa, aparte de mi madre, ése eres tú. Pero si insistes en oír la cifra en voz alta, aproximadamente dos mil talentos. Es decir, cincuenta millones de sestercios.

—Ya sé que tú sabes que yo sé cuántos sestercios hay en dos mil talentos —dijo Craso con una sonrisa.

—¿Adónde quieres ir a parar, Marco?

—A que vas a necesitar una provincia realmente lucrativa el año que viene, a eso voy. No te permitirán amañar el sorteo, eres un hombre demasiado conflictivo. Por no mencionar que Catón andará revoloteando como un buitre por encima de tu cadáver. —Craso arrugó la frente—. Con toda franqueza, Cayo, no sé cómo te las vas a arreglar por mucho que la suerte te sea favorable en el sorteo de las provincias. ¡Todo está muy pacífico ahora! Magnus ha acobardado al Este, Africa ya no constituye peligro desde… oh, desde Yugurta. Las dos Hispanias están aún sufriendo a causa de Sertorio.

Y los galos tampoco tienen mucho que ofrecer.

—Y Sicilia, Cerdeña y Córcega ni siquiera vale la pena mencionarlas —dijo César haciendo bailar los ojos.

—Por supuesto.

—¿Has oído decir que piensan apremiarme legalmente para que pague mis deudas?

—No. Lo que sí he oído decir es que Catulo, que se encuentra mucho mejor, según dicen, y en breve volverá a dar la lata en el Senado y en los Comicios, está organizando una campaña para prorrogar en sus puestos a todos los gobernadores actuales durante el año próximo, lo que significa que dejará a los pretores de este año sin provincia alguna.

—¡0h, comprendo! —César parecía pensativo—. Sí, yo debí haber tenido en cuenta una jugada así.

—Y podría conseguir que se aprobase.

—Desde luego, aunque lo dudo. Entre mis colegas hay unos cuantos pretores a los que no les sentaría nada bien que les privasen de gobernar una provincia, en particular Filipo, que puede que sea un epicúreo indolente, pero sabe muy bien lo que vale. Por no hablar de mí mismo.

—Estás advertido, eso es todo.

—Lo estoy, y te lo agradezco.

—Lo cual no te libra de tus dificultades, César. No acierto a ver cómo vas a poder empezar a pagar tus deudas porque estés en una provincia.

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