Las mujeres de César (87 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Las mujeres de César
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—Pues yo sí. Mi suerte proveerá, Marco —dijo César tranquilamente—. Yo quiero la Hispania Ulterior porque fui cuestor allí y la conozco bien. ¡Los lusitanos y los galaicos es lo único que necesito! Décimo Bruto Galaico, ¡con qué facilidad otorgan esos títulos vanos! apenas si tocó los límites del noroeste de Iberia. Y del noroeste de Iberia, por si lo has olvidado aunque no deberías, pues tú has estado en Hispania es de donde procede todo el oro. Salamantica ha sido despojada, pero quedan lugares, como Brigantium, que todavía no han visto un romano. ¡Pero a este romano lo verán, eso te lo prometo!

—Así que te lo juegas todo en el sorteo de las provincias. —Craso movió la cabeza de un lado a otro—. ¡Qué tipo tan raro eres, César! Yo no creo en la suerte. En toda mi vida no le he ofrecido ni un don a la diosa Fortuna. Cada hombre forja su propia suerte.

—Estoy de acuerdo de forma incondicional. Pero también creo que la diosa Fortuna tiene a sus favoritos entre los hombres romanos. Ella amaba a Sila. Y me ama a mí. Algunos hombres, Marco, tienen la suerte que les concede la diosa, aparte de lo que hagan por sí mismos. Pero nadie tiene la suerte de César.

—¿Incluye tu suerte a Servilia?

—¿Te ha caído por sorpresa, ¿eh?

—Tú ya lo insinuaste una vez. Pero eso es jugar con una tea ardiendo.

—¡Ah, Craso, es maravillosa en la cama!

—¡Bah! —gruñó Craso. Apoyó los pies en una silla cercana y miró con mala cara a César—. Supongo que no cabe esperar otra cosa de un hombre que habla en público con su ariete. Incluso así, tendrás campo para ejercitar tu ariete en los meses venideros. Te pronostico que personas como Bíbulo, Catón, Cayo Pisón y Catulo se estarán lamiendo las heridas durante mucho tiempo.

—Eso es lo que dice Servilia —convino César con ojos centelleantes.

Publio Vatinio era un marso de Alba Fucentia. Su abuelo había sido un hombre humilde que había tomado la muy sabia decisión de emigrar de las tierras de los marsos mucho antes de que estallase la guerra italiana. Lo cual tuvo como consecuencia que su hijo, que entonces era un hombre joven, no fuese llamado a empuñar las armas contra Roma y, consecuentemente, al concluir las hostilidades pudo solicitar al
praetor
peregrinus
la ciudadanía romana. El abuelo murió y su hijo volvió a Alba Fucentia en posesión de una ciudadanía tan poco importante que apenas valía lo que el papel en el que estaba escrita. Más tarde, cuando Sila se convirtió en dictador, distribuyó a todos esos nuevos ciudadanos entre las treinta y cinco tribus, y Vatinio Senior fue admitido en la tribu Sergia, una de las más antiguas de todas. La fortuna familiar prosperó rápidamente. Lo que había sido un pequeño negocio de comercio se convirtió en un gran latifundio, porque la región marsa alrededor del lago Fucino era rica y productiva, y Roma estaba lo bastante cerca, yendo por la vía Valeria, como para proporcionar un buen mercado para las frutas, verduras y gordos corderos que la propiedad de Vatinio producía. Después de lo cual Vatinio Senior se metió en la producción de uva, y fue lo bastante astuto como para pagar una enorme cantidad por unas cepas que daban un soberbio vino blanco. Cuando Publio Vatinio cumplió los veinte años, las tierras de su padre valían muchos millones de sestercios y no producían otra cosa más que el famoso néctar fucentino.

Publio Vatinio era hijo único, y la Fortuna no parecía favorecerle. De muchacho había sucumbido a la llamada «enfermedad estival», y salió de ella con todos los músculos por debajo de las rodillas de ambas piernas tan deteriorados que el único modo en que podía caminar era apretando con fuerza los muslos y echando la parte inferior de las piernas a cada lado; es decir, caminando recordaba a un pato. Luego le salieron unos hinchados bultos en el cuello que a veces se convertían en abscesos, se reventaban y le dejaban terribles cicatrices. Por ello no ofrecía un aspecto agradable. Sin embargo, lo que le habíá sido negado en el aspecto físico, le había sido concedido en cambio a su carácter y a su mente. Tenía un carácter verdaderamente delicioso, porque era ingenioso, alegre, y resultaba muy difícil conseguir que se alterase. Tenía una mente tan aguda que ya a muy temprana edad se había percatado de que su mejor defensa era llamar la atención hacia sus repugnantes enfermedades, así que hacía bromas de sí mismo y permitía que los demás las hicieran también.

Como Vatinio Senior era relativamente joven para tener un hijo tan mayor, a Publio Vatinio en realidad no se le necesitaba en casa, y además tampoco podía recorrer las propiedades a grandes zancadas, como hacía su padre. De manera que Vatinio Senior se concentró en preparar a parientes más lejanos para que se ocupasen del negocio y envió a su hijo a Roma para que se convirtiera en un caballero.

Las amplias convulsiones y trastornos que vinieron a continuación como consecuencia de la guerra italiana habían creado una situación de «antes de y después de» que dejó a aquellas familias de nuevos ricos —y eran muy numerosas— sin patrono. Todo senador emprendedor y todo caballero de las Dieciocho estaba buscando clientes, pero los abundantes clientes que podía haber en perspectiva pasaban inadvertidos. Como había ocurrido con la familia de los Vatinios. Pero no fue así una vez que Publio Vatinio, que estaba un poco viejo a los veinticinco años, llegase por fin a Roma. Después de adaptarse y de instalarse en unas habitaciones del Palatino, miró a su alrededor en busca de patrono. Que su elección recayera en César decía mucho acerca de sus inclinaciones y de su inteligencia. Lucio César era de hecho el miembro de más categoría de la rama familiar, pero Publio Vatinio acudió a Cayo porque su infalible olfato le dijo que Cayo iba a ser quien en el futuro tendría auténtica influencia.

Por supuesto, a César le había caído bien al instante, y lo había admitido como cliente de gran valía, lo cual significó que la carrera de Vatinio en el Foro comenzó de la manera más satisfactoria. El siguiente paso era encontrarle esposa a Publio Vatinio, ya que, como decía el mismo Vatinio: «Las piernas no me funcionan demasiado bien, pero a lo que cuelga entre ellas no le pasa nada malo.»

La elección de César recayó en la hija mayor de su prima Julia Antonia, la única hija hembra, Antonia Crética. Dote no poseía ninguna, pero por su cuna podía garantizarle a su marido prominencia pública y la admisión entre las filas de las Familias Famosas. Por desgracia ella no era una fémina muy atractiva y tampoco era brillante ni inteligente. Su madre siempre se olvidaba de que la chica existía, tan dedicada estaba a sus tres hijos varones, y quizá también el tamaño y el tipo de Antonia Crética provocaban la vergüenza de su madre. Con seis pies de estatura, Antonia Crética tenía unos hombros casi tan anchos como los de sus hermanos más jóvenes, y aunque la naturaleza le dio un tonel a modo de pecho, se le olvidó añadirle los senos. La nariz y el mentón luchaban por encontrarse por encima de la boca, y tenía el cuello tan robusto como el de un gladiador.

¿Acaso le preocupó algo de todo eso al lisiado y diminuto Publio Vatinio? ¡En absoluto! Desposó a Antonia Crética con entusiasmo el año en que César fue edil curul, y a continuación engendró en ella un hijo y una hija. Además amaba a su enorme y fea esposa, y llevaba con perpetuo buen humor las oportunidades que tan estrafalaria unión ofrecía a los chistosos del Foro.

«Estáis todos verdes de envidia —solía decir él riéndose—. ¿Cuántos de vosotros os subís a la cama sabiendo que vais a conquistar la montaña más alta de Italia? jYo os digo que cuando llego a la cima, estoy tan lleno de triunfo como lo está ella conmigo!»

Durante el año del consulado de Cicerón fue elegido cuestor y entró en el Senado. De los veinte candidatos que ganaron él había quedado el último en número de votos, lo cual no resultaba sorprendente dado que carecía de antepasados, y en el sorteo le correspondió el deber de supervisar todos los puertos de Italia excepto Ostia y Brundisium, que tenían sus propios cuestores. Se le envió a Puzol para impedir la exportación ilegal de oro y plata, y había desempeñado su cometido de forma muy respetable. Así, cuando al ex pretor Cayo Cosconio le fue concedida la Hispania Ulterior para que la gobernase, había solicitado personalmente como legado a Publio Vatinio.

Estaba todavía Publio Vatinio en Roma esperando a que Cosconio partiera para su provincia, cuando Antonia Crética resultó muerta en un espantoso accidente en la vía Valeria. Había llevado a los niños a ver a sus abuelos a Alba Fucentia, y regresaba a Roma cuando el carruaje en el que viajaba se salió de la carretera. Mulas y vehículo rodaron y dieron vueltas de campana por una empinada pendiente rompiéndolo todo.

—Trata de ver el lado bueno, Vatinio —le dijo César, que se sentía impotente ante tan genuino dolor—. Los niños iban en otro carruaje, todavía los tienes a ellos.

—¡Pero no la tengo a ella! —Vatinio lloraba desconsoladamente—. Oh, César, ¿cómo voy a poder vivir?

—Marchándote a Hispania y manteniéndote ocupado —le dijo su patrono—. Es el destino, Vatinio. Yo también me marché a Hispania después de perder a mi amada esposa, y eso fue mi salvación. —Le dio al pobre Vatinio otra copa de vino—. ¿Qué quieres que se haga con los niños? ¿Preferirías que se fueran con sus abuelos a Alba Fucentia, o que se quedasen aquí en Roma?

—Yo preferiría que se quedasen en Roma —dijo Vatinio enjugándose las lágrimas—, pero necesitan un pariente que los cuide, y yo no tengo parientes en Roma.

—Está Julia Antonia, que también es su abuela. No ha sido una buena madre, quizá, pero es muy adecuada para poner a su cuidado a unas criaturas tan pequeñas. Y eso le proporcionaría a ella algo que hacer.

—Lo que tú me aconsejes, entonces.

—Yo creo que es lo mejor… al menos de momento, mientras tú estés en la Hispania Ulterior. Cuando vuelvas a casa, creo que sería conveniente que te casaras otra vez. No, no estoy ofendiendo tu dolor, Vatinio. Nunca reemplazarás a esta esposa, no funciona así. Pero tus hijos necesitan una madre, y sería mejor que forjases otra unión con una nueva esposa y engendrases más hijos. Afortunadamente, tú puedes permitirte tener familia numerosa.

—Tú no has engendrado más hijos con tu segunda esposa.

—Cierto. Sin embargo, yo no estoy enamorado, mientras que tú sí eres dado a ser un marido enamorado. He observado que te gusta la vida hogareña. También tienes la afortunada habilidad de llevarte bien con una mujer que no está a tu altura mentalmente. La mayoría de los hombres son así por naturaleza. Yo no, supongo.

—César le dio unas palmaditas en el hombro a Vatinio—. Vete a Hispania de inmediato, y quédate allí por lo menos hasta el invierno que viene. Pelea en alguna guerrita si puedes… Cosconio no está por la labor, ése es el motivo por el que se lleva un legado. Y averigua cuanto puedas acerca de cómo está la situación en el noroeste.

—Como desees —dijo Vatinio mientras se ponía en pie con un esfuerzo—. Y, desde luego, tienes razón. Debo casarme de nuevo. ¿Me buscarás tú a alguien?

—Puedes estar seguro de que lo haré.

Llegó una carta de Pompeyo, escrita después de que Metelo Nepote hubiera llegado al redil de Pompeyo.

¡Sigo teniendo problemas con los judíos, César! La última vez que te escribí estaba planeando reunirme con los dos hijos de la reina en Damasco, cosa que hice la primavera pasada. Hircano me impresionó y me pareció más apropiado que Aristóbulo, pero no quise que supieran a cuál de los dos prefería yo hasta que me hubiera ocupado de ese viejo granuja, el rey Aretas de Nabatea. Así que envié a los hermanos de vuelta a Judea bajo órdenes estrictas de mantener la paz hasta que supieran cuál era mi decisión: no quería que el hermano perdedor empezase a intrigar a mis espaldas mientras yo marchaba sobre Petra.

Pero Aristóbulo supuso cuál era la respuesta correcta, que yo pensaba entregarle el lote a Hircano, así que decidió prepararse para la guerra. No es muy listo, pero claro, supongo que todavía no me tenía tomadas las medidas. Pospuse la axpedición contra Petra y marché hacia Jerusalén.
Monté el campamento para rodear por completo la ciudad, que está muy
bien fortificada y naturalmente bien situada para la defensa: valles rodeados de precipicios alrededor de la ciudad y otros accidentes del terreno por el estilo.

No bien hubo visto Aristóbulo aquel magnífico ejército de romanos acampado en las colinas que rodean la ciudad, vino corriendo a ofrecerme la rendición. Junto con varios asnos cargados hasta los topes con bolsas llenas de monedas de oro. Muy amable por su parte el ofrecérmelas, le dije, pero, ¿no comprendía que había echado a perder mis planes de campaña y le había costado a Roma una cantidad de dinero mucho mayor que la que contenían sus bolsas? Le expliqué que se lo perdonaría todo si él accedía a pagarme los gastos que supone trasladar tantas legiones hasta Jerusalén. Eso, le dije, haría que yo no tuviera que saquear el lugar para encontrar dinero con que sufragar dichos gastos. Me complació de muy buen grado.

Envié a Aulo Gabinio a recoger el dinero y a ordenar que abrieran las puertas de la ciudad, pero los seguidores de Aristóbulo optaron por resistirse. No quisieron abrirle las puertas a Gabinio e hicieron algunas cosas muy groseras encima de las murallas, un modo como cualquier otro de decir que iban a desafiarme. Yo retuve a Aristóbulo e hice avanzar al ejército. Aquello hizo que la ciudad se rindiera, pero no una parte de ella, donde se alza ese imponente templo, aunque más bien habría que llamarlo fortaleza. Unos cuantos miles de intransigentes se hicieron fuertes allí y se negaron a salir. Es un lugar difícil de tomar, y a mí nunca me ha entusiasmado el asedio. Sin embargo había que darles una lección, y se la di. Resistieron durante tres meses, luego me aburrí y tomé el lugar. Fausto Sila fue el primero en pasar por encima de las murallas; muy bonito en un hijo de Sila, ¿verdad? Buen chico. Pienso casarlo con mi hija cuando volvamos a casa, ella ya tendrá edad suficiente para cuando llegue ese momento. ¡Qué capricho tener al hijo de Sila como yerno! He subido en el mundo de lo lindo.

El templo era un lugar interesante, nada parecido a los nuestros. Ni estatuas ni nada de eso, y parece que te gruña cuando estás dentro. ¡Te digo que me puso los pelos de punta! Lenco y Teófanes —echo de menos terriblemente a Varrón— querían ir detrás de esa cortina y entrar en lo que ellos llaman el
Sancta Sanctorum.
También querían entrar Gabinio y algunos otros. Seguro que está lleno de oro, decían. Bueno, lo estuve pensando, César, pero al final dije que no. Nunca puse los pies allí dentro, ni dejé que los pusiera nadie. Pero para entonces ya les había tomado las medidas yo a ellos. Un pueblo realmente muy extraño. Como para nosotros, la religión forma parte del Estado también para ellos, pero son muy diferentes de nosotros en ese aspecto. Yo diría que son fanáticos religiosos, en realidad. Así que di órdenes para que nadie los ofendiera en cuestión de religión, desde los soldados rasos hasta mis legados de más categoría. ¿Por qué remover un avispero cuando lo que yo quiero de una punta a la otra de Siria es paz, orden y reyes clientes obedientes a Roma, sin trastocar las costumbres locales ni las tradiciones? Cada lugar tiene su
mos maiorum
.

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