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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Las mujeres de César (85 page)

BOOK: Las mujeres de César
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Cinco hombres fueron a juicio en primer lugar, y todos ellos seguramente serían condenados: los hermanos Sila, Marco Porcio Leca y los dos que habían intentado asesinar a Cicerón, Cayo Cornelio y Lucio Vargunteyo. Para ayudar al tribunal, el Senado entró en sesión con Quinto Curio, el agente secreto de Cicerón, estableciendo la hora del interrogatorio de Curio de modo que coincidiera con el comienzo de las vistas de Novio Níger. Naturalmente, Novio Níger atrajo una congregación de público mucho mayor, pues se había instalado en la zona mayor del espacio que quedaba vacío en el Foro.

Un tal Lucio Vetio fue el primer informador… y el último. Siendo un caballero que apenas alcanzaba la posición de
tribunus aerarius
, acudió a Novio Níger y anunció que tenía información más que suficiente para ganar aquellos considerables cincuenta mil sestercios de recompensa. Al declarar ante el tribunal, confesó que en los primeros momentos de la conspiración había considerado la idea de unirse a ella. Pero…

—Yo sabía dónde debía poner mi lealtad —dijo suspirando—. Soy romano, no podía hacerle daño a Roma. Roma significa demasiado para mí.

Después de darle muchas vueltas a lo mismo, dictó una lista de hombres que juró que habían estado involucrados sin la menor sombra de duda.

Novio Níger suspiró también.

—¡Lucio Vetio, ninguno de estos nombres dice gran cosa! Me parece que las oportunidades de este tribunal de asegurarse pruebas suficientes para empezar con los procesamientos son muy escasas. ¿No hay nadie contra quien puedas presentar pruebas verdaderamente concretas? ¿Como una carta, o un testigo respetable aparte de ti mismo? —Pues. —dijo lentamente Vetio; luego, de pronto, se estremeció y dijo que no con la cabeza con mucho énfasis—. ¡No, nada! —aseguró en voz muy alta.

—Vamos, hombre, ahora estás bajo la completa protección de mi tribunal —le dijo Novio Níger, que empezaba a olerse algo—. Nada puede ocurrirte, Lucio Vetio. ¡Te doy mi palabra! Si realmente conoces alguna prueba concreta, ¡debes decírmelo!

—Un pez muy gordo —masculló Lucio Vetio.

—No hay pez demasiado gordo para mí y mi tribunal.

—Pues…

—¡Lucio Vetio, escúpelo de una vez!

—Sí que tengo una carta.

—¿De quién?

—De Cayo César.

El jurado se irguió en sus asientos, y los mirones empezaron a rumorear.

—De Cayo César. Pero, ¿a quién va dirigida?

—A Catilina. Está escrita por César, de su puño y letra.

Al oír aquello un pequeño grupo de clientes de Catulo que había entre el público empezó a vitorear, pero su júbilo fue ahogado por abucheos, mofas e invectivas. Pasó algún tiempo antes de que los lictores del tribunal pudieran establecer el orden y permitir que Novio Níger continuase con su interrogatorio.

—¿Por qué no nos has dicho antes ni una palabra de todo esto, Lucio Vetio?

—¡Porque tengo miedo, por eso! —dijo bruscamente el informador—. No me gusta la idea de ser responsable de que se incrimine a un pez gordo como César.

—En este tribunal, Lucio Vetio, yo soy el pez gordo, no Cayo César —le aseguró Novio Níger—; y tú has incriminado a Cayo César. No estás en peligro. Por favor, continúa.

—¿Con qué? —inquirió Vetio—. Ya he dicho que tengo una carta.

—Entonces debes presentarla en este tribunal.

—César dirá que es una falsificación.

—Sólo el tribunal puede decidir eso. Presenta la carta.

—Bueno…

En aquel momento todo el que se encontraba en el Foro inferior estaba alrededor del tribunal de Novio Níger o iba corriendo hacia allí; se estaba corriendo la voz de que, como siempre, César estaba en apuros.

—¡Lucio Vetio, te ordeno que presentes la carta! —le dijo Novio Níger con voz irritada; luego continuó diciendo algo extremadamente tonto—: ¿Tú crees que los hombres como Cayo César están por encima del poder de este tribunal por el simple hecho de tener un linaje de mil años de antigüedad y multitudes de clientes? ¡Bueno, pues no! Si Cayo César le escribió una carta a Catilina de su puño y letra, yo lo juzgaré en este tribunal y lo declararé culpable!

—Entonces iré a mi casa a buscarla —le contestó Lucio Vetio convencido.

Mientras Vetio iba a hacer su recado, Novio Níger hizo un descanso. Todo aquel que no estaba hablando excitadamente —mirar a César se estaba convirtiendo en el mejor entretenimiento desde hacía años— corrió a comprar algo de comer o de beber; al jurado, que estaba cómodamente sentado, le sirvieron criados del tribunal, y Novio Níger se acercó paseando a charlar con el presidente del jurado, tremendamente complacido con aquella idea suya de pagar a cambio de información.

Publio Clodio estaba más ocupado. Atravesó el Foro y se dirigió hacia la Curia Flostilia, donde estaba reunido el Senado, y convenció a quien fuera para que lo dejasen entrar. No fue un asunto difícil para alguien que el año siguiente pasaría por aquellas puertas con pleno derecho.

Nada más entrar se detuvo, pues descubrió que el contralto de Vetio en el tribunal estaba en perfecta armonía con el barítono de Curio en el Senado.

—¡Te aseguro que lo oí de los propios labios de Catilina! —estaba diciéndole Curio a Catón—. ¡Cayo César era la figura central de toda la conspiración, desde el mismísimo principio al fin!

Sentado en el estrado curul —a un lado del cónsul que presidía, Silano, y un poco detrás de él—, César se puso en pie.

—Estás mintiendo, Curio —dijo con mucha calma—. Todos sabemos qué hombres de este reverenciado cuerpo son los que no se detendrían ante nada con tal de verme expulsado para siempre del mismo. ¡Pero, padres conscriptos, me permito deciros que yo nunca formé y nunca habría formado parte de un asunto tan espantosamente chapucero y furtivo! ¡Cualquiera que de crédito a la historia que cuenta este loco patético está más loco que él! ¿Yo, Cayo Julio César, consintiendo en asociarme con un montón de borrachos y cotillas? ¿Yo, tan escrupuloso en el cumplimiento del deber y en la atención a mi propia
dignitas
, rebajarme a maquinar un complot con hombres de la calaña de Curio, aquí presente? ¿Yo, el pontífice máximo, confabular para entregarle Roma a Catilina? ¿Yo, un Julio, descendiente de los fundadores de Roma, consentir en que Roma sea gobernada por gusanos como Curio y furcias como Fulvia Nobilioris?

Las palabras salían como el estallido de un látigo, y nadie trató de interrumpirle.

—Estoy muy acostumbrado al vilipendio de la política —continuó diciendo, todavía con aquella voz tranquila pero castigadora—, pero no me voy a quedar de brazos cruzados mirando cómo alguien le paga a gente de la calaña de Curio para que ponga mi nombre en boca de todos en relación con un asunto en el que yo no tomaría parte ni muerto! ¡Porque hay alguien que le está pagando! ¡Y cuando yo averigüe quién es, senadores, serán ellos los que me las paguen a mí! ¡Aquí estáis todos sentados, tan brillantes y maravillosos como una colección de gallinas en un gallinero, escuchando los sórdidos detalles de una presunta conspiración, pero aquí hay también algunas gallinas que conspiran con más malicia para destruirme a mí y a mi buen nombre! ¡Para destruir mi
dignitas
!

—Tomó aliento—. Sin mi dignidad, yo no soy nada. Y os advierto solemnemente a todos y cada uno de vosotros: ¡no juguéis con mi
dignitas
! ¡Con tal de defenderla, yo sería capaz de echar abajo esta venerable Cámara alrededor de vuestros oídos! ¡Sería capaz de poner la montaña de Pelión encima de la de Ossa y le robaría el trueno a Zeus para golpearos con él a todos vosotros y daros así muerte! ¡No pongáis a prueba mi paciencia, padres conscriptos, porque os digo ahora que yo no soy Catilina! ¡Si yo conspirase para sacaros de vuestras sillas, seguro que iríais al suelo! —Se dio la vuelta y miró hacia Cicerón—. Marco Tulio Cicerón, ésta es la última vez que voy a hacerte esta pregunta: ¿te proporcioné o no te proporcioné yo ayuda para llegar a descubrir esta conspiración?

Cicerón tragó saliva; la Cámara estaba en absoluto silencio. Nadie había visto ni oído nada semejante a aquel discurso, y nadie quería llamar la atención. Ni siquiera Catón.

—Sí, Cayo Julio, sí que me ayudaste —reconoció Cicerón.

—En ese caso —dijo César con la voz menos acerada ahora—, exijo que esta Cámara se niegue a pagarle a Quinto Curio ni un solo sestercio del dinero que se le había prometido como recompensa. Quinto Curio ha mentido, por lo tanto no se merece ninguna consideración.

Y tal era el miedo que había dentro de cada senador que la Cámara acordó por unanimidad no pagarle a Quinto Curio ni un sestercio de la recompensa prometida.

Clodio se adelantó.

—Nobles padres —dijo en voz alta—, suplico vuestro perdón por ser un intruso, pero debo pedirle al noble Cayo Julio que me acompañe al tribunal de Lucio Novio Níger en cuanto pueda hacerlo.

César estaba a punto de sentarse y, en lugar de hacerlo, miró a Silano, que estaba mudo de asombro.

—Cónsul
senior
, por lo visto me necesitan en otra parte, y sospecho que por un asunto parecido. En cuyo caso, recordad lo que he dicho. ¡Recordad hasta la última palabra! Y ahora os ruego que me excuséis.

—Estás excusado —susurró Silano—, y todos los demás también.

Así que cuando César se marchó de la Curia Hostilia con Clodio trotando a su lado, toda la compañía de senadores fue en pos de ellos en tropel. —Ése ha sido absolutamente el mejor rapapolvo que he oído en mi vida! —dijo Clodio, que jadeaba sin parar—. Debe de haber mierda por todo el suelo de la Cámara del Senado.

—No digas tonterías, Clodio, y cuéntame lo que está pasando en el tribunal de Níger —le conminó César, cortante.

Clodio le complació. César se detuvo.

—¡Lictor Fabio! —dijo llamando al jefe de sus lictores, que les metía prisa a sus cinco compañeros para que se mantuviesen por delante de César en formación.

Los tres pares de hombres se detuvieron y recibieron las órdenes oportunas.

Luego César descendió hacia el tribunal de Novio Níger, haciendo que los mirones se dispersasen en todas direcciones al pasar directamente entre las filas del jurado hasta donde Lucio Vetio se encontraba de pie con una carta en la mano.

—¡Lictores, detened a este hombre!

Con carta y todo, Lucio Vetio fue puesto bajo custodia y lo sacaron a paso de marcha del tribunal de Novio Níger en dirección al tribunal del pretor urbano.

Novio Níger se puso en pie con tanta rapidez que su muy apreciada silla de marfil se volcó.

—¿Qué significa esto? —preguntó con voz chillona.

—¿QUIEN TE CREES QUE ERES? —rugió César. Todo el mundo se echó hacia atrás; el jurado se removió, incómodo, y sintió un estremecimiento—. ¿Quién te crees que eres? —repitió César con más suavidad, pero con una voz que podía oírse desde el medio del Foro—. ¿Cómo te atreves tú, un magistrado con mero rango de edil, a aceptar pruebas en tu tribunal que conciernen a alguien superior a ti en jerarquía? ¿Pruebas, además, de boca de un informador pagado? ¿Quién te crees que eres? Si tú no lo sabes, Novio, te lo diré yo. Tú eres un ignorante de las leyes que no tiene más derecho a presidir un tribunal romano que la puta más sucia que pregona su entrepierna a la puerta del templo de Venus Erucina. ¿No comprendes que no se ha oído nunca que un magistrado de rango inferior actúe de un modo que pudiera tener como resultado el juicio de su superior? ¡Lo que le has dicho, estúpido, a ese pedazo de basura de alcantarilla llamado Vetio se merece un proceso de incapacitación contra ti! ¿Que tú, un mero magistrado edilicio, intentarías que se me declarase culpable a mí, el pretor urbano, en tu tribunal? Valientes palabras, Novio, pero imposibles de cumplir. Si tienes un motivo para creer que un magistrado de rango superior a ti está implicado criminalmente en un proceso que se lleva a cabo en tu tribunal, entonces estás obligado a suspender tu tribunal inmediatamente y a llevar todo el asunto ante los iguales de ese magistrado superior. Y puesto que yo soy el
praetor urbanus
, tú vas al cónsul que tiene las
fasces
. Este mes, Lucio Licinio Murena; pero hoy Décimo Junio Silano. La ávida muchedumbre no se perdía palabra mientras Novio Níger permanecía en pie, con el rostro ceniciento, viendo cómo sus esperanzas de llegar a ser cónsul en el futuro se desmoronaban alrededor de sus incrédulos oídos.

—¡Tú vas a llevar todo el asunto ante los iguales de tu superior, Novio —continuó diciendo César—, no te atreverás a continuar con el caso en tu tribunal! ¡No te atraverás a continuar admitiendo pruebas sobre tu superior, sonriendo de oreja a oreja! ¡Tú me has puesto en evidencia ante este colectivo de hombres como si tuvieras derecho a hacerlo! Y no lo tienes. ¿Me oyes? ¡No lo tienes! ¡Qué glorioso precedente sientas! ¿Es esto lo que han de esperar los magistrados superiores de sus inferiores en el futuro?

Novio extendió una mano, suplicante, se humedeció los labios e intentó hablar.


¡Tace, inepte!
—le gritó César—. Lucio Novio Níger, con el fin de recordarte a ti y a todos los demás magistrados de categoría inferior cuál es vuestro lugar en el esquema. de los deberes públicos de Roma, yo, Cayo Julio César,
praetor urbanus
, te sentencio aquí a un período de ocho días en las celdas de las Lautumiae. Ese tiempo debería ser suficiente para que pienses cuál es el lugar que te corresponde, y para pensar en cómo lograrás convencer al Senado de Roma de que debería permitir que continuases siendo
íudex
en este tribunal especial. No abandonarás tu celda ni por un momento. No se te permitirá llevar comida de tu casa, ni recibir visitas de tu familia. No se te permitirá tener material de lectura ni de escritura. Y como soy consciente de que ninguna celda en las Lautumiae tiene puerta de ninguna clase, y mucho menos puerta con cerradura, harás lo que te digo. Cuando los lictores no te estén vigilando, media Roma lo estará haciendo. —Les hizo una brusca indicación con la cabeza a los lictores del tribunal—. Llevad a vuestro amo a las Lautumiae, y ponedlo en la celda más incómoda que podáis encontrar. Os quedaréis de guardia hasta que yo envíe lictores a relevaros. Pan y agua, nada más, y nada de luz después de oscurecer.

Luego, sin volver la vista atrás, cruzó hasta el tribunal que correspondía al pretor urbano, donde Lucio Vetio esperaba en lo alto de la plataforma con un lictor a cada lado. César y los cuatro lictores que permanecían con él para asistirle subieron los escalones, seguidos ahora ávidamente por todos los miembros del tribunal de Novio Níger, desde el jurado a los escribas pasando por los acusados. ¡Oh, qué divertido! ¿Qué podía hacer César con Lucio Vetio salvo ponerlo en la celda contigua a la de Novio Níger?

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