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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Las mujeres de César (91 page)

BOOK: Las mujeres de César
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Luego, a principios de diciembre, Bona Dea volvía a dormir, pero no públicamente, no mientras hubiera sol en el cielo o una mujer romana corriente estuviera ausente de casa. Porque lo que ella soñaba en invierno era su secreto, los ritos estaban abiertos sólo a las mujeres romanas de más alta cuna. Todas las hijas de la diosa podían presenciar su resurrección, pero sólo las hijas de reyes podían contemplar su muerte. La muerte era sagrada. La muerte era santa. La muerte era íntima.

Que aquel año la Bona Dea fuera puesta a descansar en la casa del pontífice máximo era algo inevitable; la elección del lugar para dicha celebración les correspondía a las vestales, que estaban obligadas por el hecho de que dicho lugar había de ser la casa de un cónsul o de un pretor titular. Desde la época de Ahenobarbo, el pontífice máximo, no había habido ocasión de celebrar los ritos en la propia domus publica. Aquel año sí se presentaba esa ocasión. Se eligió la casa del pretor urbano César, y su esposa, Pompeya Sila, sería la anfitriona oficial. La fecha señalada sería la tercera noche de diciembre, y en dicha noche ningún hombre ni niño varón podía permanecer en la
domus publica
, incluidos los esclavos.

Naturalmente, César estaba encantado con que su casa hubiera sido la elegida, y contento de poder dormir en sus habitaciones del Vicus Patricii; quizás hubiera preferido utilizar el antiguo apartamento de la ínsula de Aurelia, sólo que ahora estaba ocupado por el príncipe Masintha de Numidia, cliente suyo y perdedor en un juicio a principios de año. ¡Desde luego, aquel mal genio suyo cada vez estallaba con más facilidad en los últimos tiempos! En un momento dado se había irritado tanto por las mentiras que el príncipe Juba estaba contando muy afanado, que Masintha había alargado la mano y había obligado a Juba a ponerse en pie agarrándolo por la barba. Como no era ciudadano romano, Masintha se enfrentaba a los azotes y al estrangulamiento, pero César consiguió sacarlo de allí y lo puso bajo los cuidados de Lucio Decumio; y todavía lo mantenía escondido. Quizás, pensó el pontífice máximo mientras subía paseando colina arriba hacia Subura, precisamente aquélla noche podría probar una de aquellas deliciosamente terrenales mujeres de Subura que el tiempo y la elevación de su posición habían arrebatado del disfrute de César. ¡Sí, qué idea más buena! Primero una cena con Lucio Decumio y luego le enviaría un mensaje a Gavia, a Apronia o a Scaptia…

Era ya noche cerrada, pero por una vez aquella parte de la vía Sacra que serpenteaba por entre el Foro Romano estaba iluminada por antorchas; lo que parecía un interminable desfile de literas y lacayos convergía en las puertas principales de la
domus publica
procedentes de todas direcciones, y el humeante manto de luz desprendía destellos de las túnicas de maravillosos colores, chispas de las fabulosas joyas, vislumbres de rostros emocionados. Gritos de saludo, risitas, pequeños retazos de conversación flotaban en el aire a medida que las mujeres se apeaban y pasaban al vestíbulo de la
domus publica
, sacudiéndose las prendas que les arrastraban por el suelo de tan largas como eran, colocándose el pelo, ajustándose un pendiente o un broche. Muchos dolores de cabeza y muchas rabietas habían tenido lugar mientras se decidía qué ponerse, porque aquélla era la mejor ocasión del año para enseñar a las iguales con cuánto gusto y a la moda sabía una vestirse, y cuán caros eran los tesoros que había en el joyero. ¡Los hombres nunca se fijaban! Las mujeres, siempre.

La lista de invitadas era más larga de lo acostumbrado porque el local era muy espacioso; César había entoldado el jardín peristilo principal para ocultarlo de las miradas curiosas de la vía Nova, lo cual significaba que las mujeres podían congregarse allí, así como en el atrio, en el amplísimo comedor del pontífice máximo, en su sala de recepciones. Las lámparas brillaban con luz trémula por todas partes, las mesas estaban cargadas de los más suntuosos y exquisitos manjares, las mieleras de leche parecían no tener fondo y la leche en sí misma era de soberbia cosecha. Grupos de mujeres músicos estaban sentadas o paseaban tocando caramillos, flautas y liras, pequeños tambores, castañuelas, panderetas, cascabeles plateados; las criadas pasaban constantemente de un grupo a otro de invitadas con bandejas de exquisitos manjares y más leche. Antes de que empezasen los solemnes misterios, el estado de ánimo debía ser el correcto, lo cual significaba que la fiesta tenía que haber sobrepasado la etapa de la comida, la leche y la conversación. Nadie tenía prisa; había que ponerse al día en muchas cosas, pues se reconocían y se saludaban caras que hacía mucho tiempo que no se veían, y las amigas íntimas se apiñaban para intercambiar los últimos cotilleos.

Las serpientes no tomaban parte en los actos de poner a dormir a la Bona Dea; el soporífero que usaba en invierno era el látigo parecido a una serpiente, un objeto maligno que terminaba en un racimo de correas parecido a la Medusa, que se enrollaban alrededor de la carne de una mujer tan amorosamente como cualquier reptil. Pero la flagelación vendría más tarde, cuando el altar de invierno de la Bona Dea se iluminase y se hubiera bebido suficiente leche como para aliviar el dolor, y lo elevase en cambio a una especial clase de éxtasis. Bona Dea era un ama dura.

Aurelia había insistido en que Pompeya se pusiera junto a Fabia a la puerta para cumplir con su obligación de dar la bienvenida a las invitadas, y se alegró profundamente de que las señoras del club de Clodio estuvieran entre las últimas en llegar. ¡Pero bueno, cómo no iban a ser de las últimas! A unas furcias de mediana edad como Sempronia Tuditani y Pala debía de haberles llevado horas ponerse todas aquellas capas de pintura en la cara… ¡aunque habrían tardado sólo unos instantes en introducir aquellos fibrosos cuerpos suyos en tan poca ropa! Las Clodias, Aurelia tenía que admitirlo, estaban exquisitas: unos vestidos preciosos, exactamente las joyas adecuadas —y no demasiadas—, sólo unos ligeros toques de
stibium
y carmín. Fulvia, como siempre, iba un poco a su aire, desde la túnica de color fuego hasta varias vueltas de perlas negruzcas; tenía un hijo que contaba ya casi dos años, pero la figura de Fulvia no había sufrido, desde luego.

—¡Sí, sí, ahora puedes irte! —le dijo su suegra a Pompeya cuando Fulvia soltó un chorro de efusivos saludos; y sonrió agriamente para sus adentros cuando la frívola esposa de César se escabulló del brazo de su amiga, charlando feliz.

No mucho después Aurelia decidió que todas habían llegado ya y abandonó el vestíbulo. Su ansiedad por asegurarse de que todo iba bien no la dejaría descansar, así que se movía constantemente de un lugar a otro y de habitación en habitación, con los ojos moviéndose como dardos de acá para allá, contando a las criadas, comprobando el volumen de los alimentos, catalogando a las invitadas y los lugares donde se habían instalado. Incluso en medio de semejante caos, aunque un caos controlado, el ábaco que tenía por mente le advertía de esto y de aquello, y todo encajaba en su sitio. Pero había algo que no hacía más que darle la lata… ¿Qué era? ¿Quién faltaba? ¡Alguien faltaba! Dos mujeres músicos pasaron paseando a su lado; se refrescaban entre pieza y pieza. Llevaban los caramillos sujetos alrededor de la cintura, para tener las manos libres y poder sujetar la leche y los pasteles de miel.

—Chryse, ésta es la mejor Bona Dea que se haya celebrado nunca —dijo la más alta de las dos.

—¿Verdad que sí? —convino la otra, que mascullaba con la boca llena—. Ojalá todos nuestros contratos fueran la mitad de buenos que éste, Doris.

¡Doris! ¡Doris! ¡Esa era quien faltaba, Doris, la doncella de Pompeya! La última vez que Aurelia la había visto había sido hacía una hora. ¿Dónde estaría? ¿Qué tramaría? ¿Estaría llevando a escondidas leche al personal de la cocina, o habría engullido ella misma tanta leche que andaría durmiendo o vomitando por algún rincón?

Aurelia se fue, sin hacer caso de los saludos e invitaciones para unirse a diversos grupos, y siguió con el olfato un rastro que sólo ella era capaz de seguir.

En el comedor no estaba y tampoco la vio en ninguna parte del peristilo, ni en el atrio ni en el vestíbulo. Lo cual sólo dejaba por registrar la sala de recepción antes de empezar a buscar en otro territorio. El toldo de color azafrán que César había puesto en el peristilo era tal novedad que quizás por eso la mayor parte de las invitadas habían decidido congregarse allí, y las demás se habían instalado cómodamente en el comedor o en el atrio, que daban ambos directamente al jardín. Lo cual significaba que la sala de recepción, enorme y difícil de iluminar a causa de su tamaño, estaba completamente desierta. La
domus publica
había demostrado una vez más que doscientas visitantes y cien criadas no podían llenarla por completo.

¡Ahá! ¡Allí estaba Doris de pie a la puerta principal de la casa del pontífice máximo franqueándole la entrada a una mujer músico! ¡Pero qué músico! Una estrafalaria criatura ataviada con la más cara seda de Cos con hilos dorados, fabulosas joyas alrededor del cuello y entrelazadas entre un cabello asombrosamente amarillo. En la doblez del brazo llevaba acomodada una soberbia lira de concha de tortuga con incrustaciones de ámbar, cuyas clavijas eran de oro. ¿Acaso Roma poseía una mujer músico capaz de permitirse un vestido, unas joyas o un instrumento como los de aquella mujer? ¡Desde luego que no, pues de lo contrario habría sido famosa!

Y en Doris también había algo raro. La muchacha ponía posturas y sonreía embobada, tapándose la boca con la mano y volviendo los ojos hacia la mujer músico en una agonía de júbilo conspiratono. Sin hacer ningún ruido, Aurelia avanzó muy despacio hacia las dos con la espalda pegada a la pared, donde las sombras eran más densas. Y cuando oyó hablar al músico con voz de hombre, dio un brinco y atacó.

El intruso era un individuo ligero de mediana estatura, pero tenía la fuerza y la agilidad de un hombre joven. ¡Quitarse de encima a una mujer de avanzada edad como la madre de César no le supondría ninguna dificultad! ¡Aquel viejo
cunnus
! ¡Eso les enseñaría a ella y a Fabia a atormentarle a él! ¡Pero aquélla no era una mujer anciana! ¡Aquello era Proteo! Por mucho que él se retorcía y daba vueltas, Aurelia seguía colgada de él.

Aurelia tenía la boca abierta y gritaba:

—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Es una profanación! ¡Socorro, socorro! ¡Están profanando los misterios! ¡Socorro, socorro!

Acudieron mujeres corriendo de todas partes, moviéndose automáticamente para obedecer a la madre de César como le había obedecido la gente toda su vida. La lira de la mujer músico cayó al suelo y produjo un sonido discordante; le aprisionaron los dos brazos al músico y lo vencieron simplemente porque eran superiores en número. En ese momento, Aurelia lo soltó y se volvió para quedar de cara a las presentes.

—Esto es un hombre —dijo con dureza.

Ahora ya se habían reunido allí la mayoría de las invitadas, que contemplaron horrorizadas cómo Aurelia le arrancaba la peluca dorada, le rasgaba la tenue y costosa túnica y dejaba al descubierto el peludo pecho de un hombre. Publio Clodio.

Alguien empezó a chillar que aquello era un sacrilegio. Los lamentos, gritos y chillidos fueron subiendo de tono hasta alcanzar tal magnitud que toda la vía Nova se asomó a las ventanas en seguida; las mujeres salieron huyendo en todas direcciones, aullando que los ritos de Bona Dea habían sido contaminados y profanados, mientras las esclavas se iban a sus aposentos a toda prisa, las mujeres músicos se postraban, se arrancaban el cabello y se arañaban el pecho, y las tres vírgenes vestales adultas se pusieron los velos por delante de los asombrados rostros para ocultar el dolor y el terror que sentían de todas las miradas excepto de la mirada de la propia Bona Dea.

Ahora Aurelia le estaba frotando el rostro a Clodio, que reía como un demente, con un pedazo de túnica que, al mancharse de negro, blanco y rojo, se convirtió en un color marrón barro.

—¡Presenciad esto! —rugió Aurelia con una voz que nunca antes había poseído—. ¡Os llamo a todas para que seáis testigos de que esta criatura varón que se atreve a violar los misterios de Bona Dea es Publio Clodio!

Y de pronto se le acabó la diversión. Clodio dejó de carcajearse, miró fijamente aquel pétreo y hermoso rostro que tan cerca estaba del suyo y experimentó un miedo terrible. Volvía a encontrarse en aquella anónima habitación de Antioquía, sólo que esta vez lo que tenía que perder no eran los testículos, sino que lo que estaba en juego era su vida. El sacrilegio seguía siendo punible con la pena de muerte a la antigua usanza, y ni siquiera todo un olimpo compuesto por los mejores abogados que Roma hubiera dado al mundo en toda la historia sería bastante para hacer que saliera absuelto. La luz se hizo en él en un paroxismo de horror: ¡Aurelia era la Bona Dea!

Reunió hasta el último vestigio de fuerza que poseía, se liberó de los brazos que lo aprisionaban y salió huyendo precipitadamente por el pasillo que corría entre las habitaciones del pontífice máximo y el
triclinium
. Más allá estaba el jardín peristilo privado, y la libertad lo llamaba desde el fondo de un elevado muro de ladrillo. Como un gato se lanzó de un salto hacia la parte superior del mismo, escarbó y arañó para conseguir subirse a él, retorció el cuerpo para seguir a los brazos y cayó por encima del muro al suelo vacío.

—¡Traedme a Pompeya Sila, a Fulvia, a Clodia y a Clodilla!

dijo Aurelia con brusquedad—. ¡Son sospechosas y quiero verlas!

—Hizo un rollo con el vestido de tejido dorado y la peluca y se los entregó a Polixena—. Guárdalos a buen recaudo; son pruebas.

La gigantesca esclava manumitida gala se encontraba de pie, en silencio, en espera de órdenes, y se le pidió que se ocupase de que las señoras se marchasen de la casa con la mayor rapidez que fuera posible. Los ritos no podían continuar, y Roma ahora se hallaba sumida en la más grave crisis religiosa que se pudiese recordar.

—¿Dónde está Fabia?

Apareció Terencia, con una expresión que a Publio Clodio no le habría gustado ver.

—Fabia se está recuperando, pronto estará mejor. ¡Oh, Aurelia, esto ha sido espantoso! ¿Qué podemos hacer?

—Intentaremos reparar el daño, si no por nosotras mismas, por el bien de todas las mujeres romanas. Fabia es la vestal jefe, la Diosa Buena está a su cargo. Ten la bondad de decirle que vaya a los libros y averigüe qué podemos hacer para evitar el desastre. ¿Cómo podemos enterrar a Bona Dea a menos que expiemos este sacrilegio? Y si Bona Dea no es enterrada, no volverá a resucitar en mayo. Las hierbas curativas no brotarán, no nacerán bebés libres de malformaciones, todas las serpientes se marcharán o morirán, la semilla perecerá y perros negros se comerán los cadáveres en las cunetas de esta ciudad maldita.

BOOK: Las mujeres de César
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