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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Las mujeres de César (26 page)

BOOK: Las mujeres de César
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Probablemente había motivos parecidos detrás del asedio a Fabia por parte de Catilina y de Clodio. A ambos hombres les gustaba hacer maldades, retorcerle la remilgada nariz a Roma, provocar el furor. Pero en el hombre de mundo de treinta y cuatro años que era Catilina y el inexperto Clodio, de dieciocho, radicaba el éxito del uno y el fracaso del otro. No es que Catilina le hubiera puesto asedio al himen de Fabia; aquella reverenciada membrana permanecía intacta, y por tanto Fabia continuaba siendo técnicamente casta. Sin embargo, la pobre muchacha se había enamorado locamente de Catilina, y le había entregado todo lo demás. Al fin y al cabo, ¿qué había de malo en unos cuantos besos, en descubrirse los pechos para recibir unos cuantos besos más, incluso en la aplicación de un dedo o de la lengua en sus deliciosamente sensibles partes pudendas? Mientras Catilina le susurraba al oído, a ella le parecía que aquello era algo bastante inocente, y el éxtasis resultante una cosa que ella guardaría como un tesoro durante todo el tiempo que había de servir como vestal, e incluso después.

La vestal jefe era Perpenia, que por desgracia no era una rectora estricta. Y además el pontífice máximo, Metelo Pío, no residía en Roma, ya que se dedicaba a hacer la guerra contra Sertorio en Hispania. La segunda vestal en importancia era Fonteya, después de ella iba Licinia, de veintiocho años, luego Fabia, de dieciocho, seguida de Arruntia y Popilia, ambas de diecisiete. Perpenia y Fonteya eran casi de la misma edad, alrededor de los treinta y dos, y estaban deseando retirarse en los próximos cinco años. Por ello lo más importante que las dos vestales mayores tenían en mente era el retiro, el descenso del valor del sestercio y la consiguiente preocupación por si lo que habían sido sabrosas fortunas les servirían de consuelo en la vejez; ninguna de las dos mujeres consideraba la posibilidad de casarse después de cumplirse su servicio como vestales, aunque el matrimonio no le estaba prohibido a ninguna mujer que hubiese sido vestal, sólo se consideraba que traía mala suerte.

Y ahí fue donde entró en escena Licinia. Era, de las seis, la tercera en edad, la mejor situada económicamente y, aunque estaba emparentada más de cerca con Licinio Murena que con Marco Licinio Craso, el gran plutócrata, no obstante éste era primo y amigo suyo. Licinia lo llamaba para que fuera a verla a fin de consultarle las cuestiones financieras, y las tres vestales más veteranas se pasaban muchas horas en su compañía hablando con él de negocios, de inversiones y padres descuidados en lo referente a dotes que les asegurasen unas ganancias más provechosas.

Mientras Catilina se divertía practicando juegos amorosos con Fabia delante de las narices de Clodio, éste también lo intentaba. Al principio Fabia no comprendía qué se proponía el joven, porque comparado con la suave pericia de Catilina, las aproximaciones de Clodio eran torpemente inexpertas. Y luego, cuando Clodio la atacó con murmuradas ternezas y le llenó el rostro de besitos, ella cometió el error de echarse a reír ante aquella situación tan absurda, y lo despidió mientras el sonido de su risa le resonaba a Clodio en los oídos. Aquél no era el modo adecuado de tratar a Publio Clodio, que estaba acostumbrado a conseguir siempre lo que quería, y del que nunca, en toda su vida, nadie se había reído. Tan enorme fue el insulto a la imagen que Clodio tenía de sí mismo que tomó la determinación de vengarse inmediatamente.

Eligió un método muy romano de venganza: el pleito. Pero no el tipo de pleito relativamente inofensivo que Catón, por ejemplo, había elegido cuando Emilia Lépida le dio calabazas a los dieciocho años. Catón había alegado rotura de promesa. Publio Clodio interpuso acusaciones de impureza, y para una comunidad que en conjunto aborrecía la pena de muerte para los crímenes, incluso contra el Senado, aquél era un crimen que todavía llevaba consigo una automática pena de muerte.

No se contentó con vengarse de Fabia. Además de presentar cargos de impureza contra Fabia —con Catilina—, también los presentó contra Licinia —con Marco Craso— y Arruntia y Popilia —las dos con Catilina—. Se establecieron dos tribunales, uno para juzgar a las vestales, con el propio Clodio como acusador de las mismas, y otro para juzgar a los amantes, en el que el amigo de Clodio, Plocio —que también había popularizado su nombre, de Plaucio a Plocio—, acusaba a Catilina y a Marco Craso.

Todos los acusados fueron absueltos, pero los juicios causaron gran revuelo, y el siempre presente sentido del humor romano se regocijó muchísimo cuando Craso salió libre simplemente porque declaró que él no había ido tras la virtud de Licinia, sino más bien tras su pequeña y coquetona propiedad en los suburbios. ¿Creíble? El jurado, desde luego, lo consideró así.

Clodio se esforzó todo lo que pudo para conseguir que se declarase culpables a las mujeres, pero se enfrentaba a un abogado defensor particularmente capaz y culto, Marco Pupio Pisón, al cual le ayudaba un pasmoso séquito de abogados jóvenes. La juventud y la falta de pruebas consistentes por parte de Clodio lo derrotaron, en particular después de que una larga lista de exaltadísimas matronas de Roma testificaron que las tres vestales acusadas eran
virgo intacta
. Para aumentar aún más las aflicciones de Clodio, tanto el juez como el jurado la habían tomado con él; el engreimiento de que hacía gala y su feroz agresividad, poco corrientes en un hombre tan joven, hicieron que todos tomaran partido en contra. Se esperaba que los acusadores jóvenes fueran brillantes, pero también humildes, y la palabra «humilde» no figuraba en el vocabulario de Clodio.

«Abandona toda actividad como acusador —fue el consejo de Cicerón, quien se lo dio con buena intención, cuando todo había terminado. Cicerón, desde luego, se encontraba formando parte del equipo encabezado por Pupio Pisón, porque Fabia era hermanastra de su esposa—. Tu malicia y tus prejuicios resultan demasiado evidentes. Carecen de la objetividad necesaria para una carrera exitosa como acusador.»

Cicerón no se granjeó las simpatías de Clodio con aquel comentario, pero Cicerón era un pez muy pequeño. Clodio rabiaba por hacérselas pagar a Catilina, tanto porque lo había vencido en lo referente a Fabia como porque había logrado eludir la pena de muerte.

Para empeorar más las cosas, una vez que acabaron los juicios, las personas de las que cabía esperar que ayudasen a Clodio le hicieron el vacío. Además tuvo que soportar una bronca de su hermano mayor, Apio, que estaba muy irritado y avergonzado.

«Se considera que ha sido por puro despecho, pequeño Publio —le dijo el hermano mayor, Apio—, y yo no puedo hacer cambiar de opinión a la gente. Tienes que comprender que hoy en día la gente retrocede horrorizada ante la idea de cuál va a ser el destino de una vestal a la que se considere culpable. ¿Enterrarla viva con una jarra de agua y un pan? ¿Y el destino de los amantes? ¿Atarlos a una estaca en forma de horquilla y azotarlos hasta morir? ¡Es espantoso, sencillamente espantoso! Para lograr que se declarase culpable a alguno de ellos habrían hecho falta un buen montón de pruebas irrefutables. ¡Y tú no has podido presentar prácticamente ninguna! Esas cuatro vestales están emparentadas todas ellas con poderosas familias con las que tú acabas de enemistarte para siempre. No puedo ayudarte, Publio, pero sí que puedo ayudarme a mí mismo marchándome de Roma durante unos cuantos años. Me marcho al Este con Lúculo. Y te sugiero que tú hagas lo mismo.»

Pero Clodio no estaba dispuesto a permitir en modo alguno que nadie decidiese el futuro rumbo de su vida, ni siquiera su hermano mayor, Apio. Así que sonrió con desprecio, le volvió la espalda y se sentenció a sí mismo por ello a pasar cuatro años deambulando por aquella ciudad que lo despreciaba sin piedad, mientras su hermano Apio llevaba a cabo hazañas en el Este que le demostraban a toda Roma que él, en lo concerniente a cometer maldades, era un verdadero Claudio. Pero como sus maldades contribuyeron en gran parte al desconcierto del rey Tigranes, Roma las admiraba —y lo admiraba a él— enormemente.

Ante la imposibilidad de convencer a nadie de que era capaz de acusar a delincuentes y rechazado por los delincuentes que necesitaban defensor, Publio Clodio lo pasó espantosamente mal. En otros el desprecio quizás hubiera hecho que realizasen un examen de conciencia que diera algún fruto positivo en lo concerniente a dominar el carácter, pero en Clodio sirvió para que se debilitase. Ello le privó de poder adquirir experiencia en el Foro y lo dejó confinado a la compañía de un pequeño grupo de nobles jóvenes comúnmente rechazados como casos perdidos. Durante cuatro años Clodio no hizo más que beber en tabernas de mala muerte, seducir a muchachas de todas las esferas sociales, jugar a los dados y compartir sus insatisfacciones con otros jóvenes que, como él, támbién guardaban rencor a la Roma noble.

Al final fue el aburrimiento lo que lo empujó a hacer algo constructivo, porque en realidad Clodio no tenía temperamento para contentarse con una ronda diaria sin ningún propósito. Como se consideraba diferente, sabía que tenía que sobresalir en algo. De lo contrario moriría igual que estaba viviendo, olvidado y despreciado. Y aquello, sencillamente, no era bastante bueno para él. No era lo bastante grandioso. Para Publio Clodio el único destino aceptable era acabar siendo llamado el Primer Hombre de Roma, aunque no sabía cómo iba a conseguirlo. Sólo que un día se despertó con dolor de cabeza a causa de la resaca y con la bolsa vacía a fuerza de perder jugando a los dados, y decidió que el grado de aburrimiento era demasiado alto como para seguir aguantándolo ni un segundo más. Lo que necesitaba era acción, y se marcharía adonde fuera para encontrarla. Se iría al Este y se uniría al personal privado de su cuñado Lucio Licinio Lúculo. ¡Oh, pero no para ganarse una reputación de soldado brillante y valiente! Los esfuerzos militares no atraían a Clodio lo más mínimo. Pero una vez que formase parte del personal de Lúculo, ¿quién sabe qué oportunidades se le presentarían? Su hermano mayor, Apio, no se había ganado la admiración de Roma haciendo de soldado, sino causándole a Tigranes tantos problemas en Antioquía que el rey de reyes había lamentado aquella decisión suya de querer poner a Apio Claudio Puicher en su lugar y tenerlo esperando varios meses para concederle una audiencia.

Y Publio Clodio se fue hacia el Este no mucho antes de que su hermano mayor, Apio, tuviera pensado regresar; era a principios del año inmediatamente posterior al consulado conjunto de Pompeyo y Craso. El mismo año que César partió para llevar a cabo su labor de cuestor en la Hispania Ulterior.

Tras elegir cuidadosamente una ruta que evitara que se encontrase cara a cara con su hermano mayor, Apio, Clodio llegó al Helesponto y descubrió que Lúculo se estaba ocupando de pacificar el Ponto, el recién conquistado reino del rey Mitrídates. Después de cruzar el angosto estrecho y llegar a Asia, emprendió la travesía del país en pos del cuñado Lúculo, a quien Clodio conocía: un aristócrata urbano y puntilloso con auténtico talento para el entretenimiento, una inmensa riqueza, que sin duda ahora estaba aumentando rápidamente, y un legendario amor a la buena comida, al buen vino y a la buena compañía. ¡Exactamente la clase de superior que a Clodio le apetecía! Hacer campaña en el séquito personal de Lúculo con toda seguridad tenía que ser un asunto de lujo.

Encontró a Lúculo en Amisus, una magnífica ciudad a orillas del mar Euxino, en el corazón del Ponto. Amisus había sufrido asedio y había salido de él destrozada; ahora Lúculo estaba muy ocupado intentando reparar los daños y poner a bien a sus habitantes con el gobierno de Roma en vez de con el gobierno de Mitrídates.

Cuando Publio Clodio se presentó en el umbral de la puerta, Lúculo le cogió la cartera de cartas oficiales —todas las cuales Clodio había abierto por la fuerza y había estado leyendo con júbilo—, y luego procedió a olvidarse de la existencia de Clodio. El único tiempo que Lúculo le dedicó a su cuñado pequeño fue el que tardó en darle la indicación de que se pusiese a disposición del legado Sornacio; luego regresó a aquello que ocupaba la mayor parte de sus pensamientos: la próxima invasión que iba a llevar a cabo en Armenia, el reino de Tigranes.

Furioso por esta descortés despedida, Clodio se apresuró a marcharse, pero no para ir a ponerse a disposición de nadie, y mucho menos de alguien como Sornacio. Y así, mientras Lúculo ponía en marcha su pequeño ejército, Clodio se dedicó a explorar los caminos apartados y los callejones de Amisus. La lengua griega que hablaba era, desde luego, bastante fluida, así que no encontró impedimentos para hacer amistad con aquellos que encontraba en su deambular, y conoció a muchos que se sentían intrigados por aquel individuo tan poco corriente, tan igualitario y tan extrañamente antirromano como Clodio pretendía ser.

También recogió mucha información acerca de una parte de Lúculo que desconocía por completo: su ejército y las campañas que había llevado a cabo hasta la fecha.

El rey Mitrídates había huido dos años antes a la corte de su yerno Tigranes, cuando se vio incapaz de combatir contra la falta de escrúpulos romana en la guerra y sintió la vergüenza de aquel cuarto de millón de curtidos soldados que había perdido en el Cáucaso en una inútil expedición de castigo contra los salvajes albanos que habían atacado Colchis. Veinte meses le había costado a Mitrídates convencer a Tigranes de que lo recibiera, y todavía tardó más en convencerlo de que lo ayudase a recuperar sus tierras perdidas del Ponto, Capadocia, Armenia Parva y Galacia.

Naturalmente Lúculo tenía sus espías, y sabía perfectamente bien que ambos reyes se habían reconciliado. Pero en lugar de esperar a que invadieran el Ponto, Lúculo había decidido pasar a la ofensiva e invadir la propia Armenia, para así asestar un golpe a Tigranes e impedir que ayudase a Mitrídates. En un principio su intención había sido no dejar ninguna clase de guarnición en el Ponto, pues confiaba en que Roma y la influencia romana mantendrían el Ponto tranquilo. Pero acababa de perder el cargo de gobernador de la provincia de Asia, y ahora se había enterado, por las cartas que le había llevado Publio Clodio, de que la enemistad que había hecho surgir en los pechos de la
ordo equester
, allá en Roma, iba creciendo a pasos agigantados. Cuando las cartas le comunicaron no sólo que el nuevo gobernador de la provincia de Asia era un tal Dolabela, sino que además ese Dolabela tenía que «supervisar» también Bitinia, Lúculo comprendió muchas cosas. Estaba claro que los caballeros romanos y sus senadores domesticados preferían la incompetencia al éxito en la guerra. ¡Publio Clodio, concluyó severamente Lúculo, no era un presagio de buena suerte!

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