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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Las mujeres de César (27 page)

BOOK: Las mujeres de César
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Los nueve comisarios enviados desde Roma antes de que su poder allí disminuyese estaban dispersos por todo el Ponto y Capadocia, incluido el hombre que Lúculo quería más en el mundo ahora que Sila estaba muerto: su hermano menor, Varrón Lúculo. Pero los comisarios no poseían tropas, y por el tono de las cartas que había traído Publio Clodio, daba la impresión de que no durarían mucho en el empleo. Por ello Lúculo decidió que no tenía otra elección que dejar dos de sus cuatro legiones en el Ponto como guarnición por si Mitrídates intentaba recuperar su reino sin ayuda de Tigranes. El legado que más estimaba estaba reparando los estragos causados en la isla de Delos, y aunque sabía que Sornacio era un buen hombre, Lúculo no estaba seguro de que sus capacidades militares fueran suficientes como para dejarlo sin alguien más a su lado. El otro legado
senior
, Marco Fabio Adriano, tendría que quedarse también en el Ponto.

Después de haber decidido que dos de sus legiones debían permanecer en el Ponto, Lúculo también teníá claro cuáles habían de ser esas dos legiones… lo que no era una perspectiva halagadora. Las legiones pertenecientes a la provincia de Cilicia se quedarían en el Ponto. Eso le dejaba a él solo en marcha hacia el Sur con las dos legiones de fimbrianos. ¡Unas tropas
maravillosas
! Las aborrecía por completo. Llevaban ya en el Este dieciséis años, y estaban sentenciadas a no volver nunca a Roma ni a la península Itálica porque tenían tal historial de amotinamientos y asesinatos que el Senado se negaba a permitirles que regresaran a casa. Siempre a punto de estallar, eran hombres muy peligrosos; pero Lúculo, que los había utilizado de vez en cuando a lo largo de varios años, había conseguido manejarlos azotándolos sin piedad durante las campañas y concediéndoles todos los caprichos sensuales durante los descansos invernales. De manera que le servían con bastante buena disposición, e incluso le admiraban a regañadientes. Aunque preferían denominarse a sí mismos como las tropas de su primer jefe, Fimbria, y de ahí el nombre de fimbrianos. A Lúculo aquello no le parecía nada mal. ¿Es que acaso él deseaba que se les conociera por el nombre de licinianos o luculianos? Decididamente no.

Clodio se había enamorado hasta tal punto de Amisus que decidió quedarse en el Ponto con los legados Sornacio y Fabio Adriano; ir de campaña había perdido todo atractivo para Clodio en el momento en que Lúculo planeó una marcha de mil millas.

Pero debía ser así. Las órdenes que tenía eran que acompañase a Lúculo formando parte de su séquito personal. ¡Oh bueno, pensó Clodio, por lo menos viviré con relativo lujo! Luego descubrió la idea que tenía Lúculo acerca de lo que eran las comodidades en campaña. A saber, que no existía ninguna. El epicúreo sibarita que Clodio había conocido en Roma y Amisus había desaparecido por completo; durante la marcha al frente de los fimbrianos Lúculo no disfrutaba de mayores ventajas que cualquier soldado raso, y si no las disfrutaba él tampoco iba a hacerlo ningún miembro de su personal privado. Iban caminando, no a caballo; los fimbrianos caminaban, no iban a caballo. Comían gachas y pan duro; los fimbrianos comían gachas y pan duro. Dormían en el suelo con una
laena
para cubrirse y un poco de tierra amontonada a modo de almohada; los fimbrianos dormían en el suelo con una
laena
para cubrirse y tierra amontonada a modo de almohada. Se bañaban en arroyos bordeados de hielo o, si lo preferían, apestaban; los fimbrianos se bañaban en arroyos bordeados de hielo o, si lo preferían, apestaban. Lo que era bueno para los fimbrianos era bueno para Lúculo.

Pero no para Publio Clodio, quien a no muchos días de distancia de Amisus se aprovechó de su parentesco con Lúculo y presentó una amarga queja.

Los ojos de color gris pálido del general lo miraron inexpresivos de arriba abajo, unos ojos tan fríos como el paisaje en deshielo que el ejército atravesaba en aquellos momentos.

—Si quieres comodidades, Clodio, vete a casa —le recomendó.

—No quiero irme a casa, sólo deseo algunas comodidades! —dijo Clodio.

—Una cosa o la otra. Conmigo nunca tendrás las dos a la vez —le dijo su cuñado; y le volvió la espalda con desprecio.

Aquélla fue la última conversación que Clodio mantuvo con él. Ni tampoco la austera y pequeña banda de legados y tribunos militares que rodeaban al general alentaron aquella clase de compañía de la que ahora Clodio no podía prescindir. La amistad, el vino, las mujeres y las travesuras; eran las cosas por las que Clodio suspiraba mientras los días pasaban para él tan lentos como si fueran años y el paisaje continuaba tan inhóspito y árido como Lúculo.

Se detuvieron brevemente en Eusebia Mazaca, donde Ariobarzanes Filoromaios, el rey, dotó al convoy de las provisiones que pudo y le deseó a Lúculo buena suerte. Luego continuaron y se adentraron en un paisaje roto por abismos y desfiladeros de todos los colores del arco iris, sobre todo del extremo más cálido del espectro, una masa caída de torres de toba y pedruscos en precario equilibrio sobre frágiles cuellos de roca. Rodear aquellos desfiladeros hizo que la longitud de la marcha casi se duplicase, pero Lúculo continuó avanzando lenta y trabajosamente, pues insistía en que su ejército cubriese un mínimo de treinta millas al día. Aquello significaba que tenían que marchar de sol a sol, que montaban el campamento cuando ya estaba cayendo la noche y lo levantaban cuando aún no había aparecido el día. Y cada noche había que montar un campamento como es debido, excavado y fortificado contra… ¿quién? ¿QUIEN? Clodio tenía ganas de hacerle la pregunta a gritos al pálido cielo que flotaba por encima de ellos a una altura mayor que aquella a la que cualquier cielo tiene derecho. Y esa pregunta iba seguida de un ¿POR QUE? formulado a gritos más fuertes que los truenos de aquellas interminables tormentas primaverales.

Por fin llegaron al Éufrates, en Tomisa, y al acercarse a él se encontraron con que sus misteriosas aguas, de un azul lechoso, estaban convertidas en una furiosa masa de nieves derretidas. Clodio dejó escapar un suspiro de alivio. ¡Ahora no había elección! El general tendría que descansar mientras esperaba que el río descendiese de nivel. Pero, ¿lo hizo así? No. En el mismo momento en que el ejército se detenía, el Éufrates empezó a calmarse y a correr con más lentitud, empezó a convertirse en una vía de agua manejable y navegable. Lúculo y los fimbrianos lo cruzaron en barca hasta Sophene, y en cuanto que hubo pasado el último hombre, el río volvió a convertirse en un torrente espumoso.

—Tengo suerte —dijo Lúculo complacido—. Es un buen augurio.

Ahora la ruta atravesaba un paisaje ligeramente más amable, en el que las montañas eran algo más bajas, había buenos pastos, los espárragos silvestres cubrían las laderas y los árboles crecían en pequeños bosquecillos donde bolsas de humedad proporcionaban subsistencia a sus raíces. Pero, ¿qué significaba todo aquello para Lúculo? ¡La orden de que en un terreno fácil como aquél y con espárragos para poder mascar el ejército debía avanzar más de prisa! Clodio, acostumbrado a ir andando a todas partes, siempre se había considerado en tan buena forma y tan ágil como cualquier romano. Pero ahí estaba Lúculo, con casi cincuenta años, que era capaz de caminar hasta dejar agotado al Publio Clodio de veintidós.

Cruzaron el Tigris, empresa que pareció de poca importancia después de haber cruzado el Éufrates, porque no era tan ancho ni tan veloz como éste; luego, después de haber marchado y haber recorrido más de mil millas en dos meses, el ejército de Lúculo divisó Tigranocerta.

Treinta años antes no existía. El rey Tigranes la había mandado construir para satisfacer sus sueños de gloria y poder; era una espléndida ciudad de piedra con altas murallas, ciudadelas, torres, plazas y patios, jardines colgantes, exquisitos azulejos vidriados de colores verde mar, amarillo fuerte y rojo vivo, inmensas estatuas de toros alados, leones, reyes de rizadas barbas bajo altas tiaras. El emplazamiento había sido elegido teniendo todo en cuenta, tanto que dispusiera de una fácil defensa como que hubiera fuentes internas de agua, e incluso un cercano afluente del Tigris se llevaba el contenido de los extensos alcantarillados que Tigranes había construido a la manera de Pérgamo. Naciones enteras habían caído para financiar la construcción de la ciudad; la riqueza resultaba evidente incluso a lo lejos, cuando los fimbrianos pasaron sobre un promontorio y la vieron: Tigranocerta. Extensa, elevada, hermosa. Porque el rey de reyes, como anhelaba un reino helenizado, había empezado a construirla al estilo griego, pero todos aquellos años de influencia parta de su infancia y juventud resultaban demasiado fuertes; cuando la perfección dórica y jónica palidecían, añadía los vidriados azulejos de colores chillones, los toros alados, los soberanos monolíticos. Luego, todavía insatisfecho con todos aquellos edificios griegos de escasa altura, añadió los jardines colgantes, las torres cuadradas de piedra, los pilones y la fuerza de su educación parta.

Nadie en veinticinco años había osado llevarle al rey Tigranes malas noticias; nadie quería que le cortasen la cabeza o las manos, y ésa era habitualmente la reacción del rey para el portador de malas noticias. Alguien, no obstante, tenía que informarle de que un ejército romano se aproximaba rápidamente procedente de las montañas del Oeste. De manera comprensible, los efectivos militares —comandados por un hijo de Tigranes llamado príncipe Mitrabarzanes— decidieron enviar un oficial inexperto con aquella sorprendentemente mala noticia. El rey de reyes se dejó llevar por el pánico… pero no antes de hacer colgar al mensajero. Luego huyó con tanta prisa que dejó atrás a la reina Cleopatra junto con las demás esposas, las concubinas, los hijos, los tesoros y una guarnición bajo el mando de Mitrabarzanes. Los avisos salieron desde las costas del mar Hircanio hasta las costas del mar Medio, es decir, a todos los lugares donde gobernaba Tigranes, para que le enviasen tropas,
cataphracti
, o beduinos del desierto si no podían encontrar otros soldados. Porque nunca se le había pasado por la cabeza a Tigranes que Roma, tan asediada, pudiera invadir Armenia para llamar a las puertas de su recién estrenada capital.

Mientras su padre vagaba escondido en las montañas entre Tigranocerta y el lago Thospitis, Mitrabarzanes guiaba las tropas de que disponía para salir al encuentro de los invasores romanos, ayudado por algunas cercanas tribus de beduinos. Lúculo los derrotó con facilidad y se situó ante Tigranocerta para asediarla, aunque su ejército era demasiado pequeño, con mucho, para poder abarcar la longitud completa de las murallas; se concentró en las puertas y en las patrullas vigilantes. Como además era muy eficiente, muy poco tráfico consiguió pasar desde el interior de las murallas al exterior, y nada en absoluto en sentido contrario. No era, de eso estaba seguro, que Tigranocerta no pudiera aguantar un largo asedio; con lo que él contaba era con la falta de disposición de Tigranocerta para aguantar un largo asedio. El primer paso era derrotar al rey de reyes en un campo de batalla. Y ello le llevaría a un segundo paso, la rendición de Tigranocerta, un lugar lleno de gente que no le tenía ningún amor —aunque sí un gran terror— a Tigranes. Este había poblado esta nueva capital con gente del norte de Armenia y de la antigua capital de Artaxata, con griegos importados en contra de su voluntad desde Siria, Capadocia y Cilicia oriental; era parte vital del programa de helenización que Tigranes estaba decidido a imponer a sus pueblos, de raza meda. Ser griego en cultura y en idioma era ser civilizado. Ser meda en cultura y analfabeto en griego era algo inferior, primitivo. La solución de Tigranes fue secuestrar griegos.

Aunque los dos grandes reyes se habían reconciliado, Mitrídates era demasiado cauteloso como para estar al lado de Tigranes; en cambio, se encontraba con un ejército de apenas diez mil hombres al norte y al oeste del lugar donde Tigranes había huido; no tenía una elevada opinión de Tigranes en cuanto a militar. Con Mitrídates se encontraba el mejor de sus generales, su primo Taxiles, y cuando se enteraron de que Lúculo había asediado Tigranocerta y de que Tigranes estaba reuniendo una inmensa fuerza para romper el cerco, Mitrídates envió a su primo Taxiles a ver al rey de reyes.

«¡No ataques a los romanos!», fue el mensaje de Mitrídates.

Tigranes se inclinó por hacer caso de este consejo a pesar de haber reunido ciento veinte mil soldados de infantería procedentes de lugares tan alejados como Siria y el Cáucaso, y veinticinco mil de los muy temidos soldados de caballería conocidos como
cataphracti
, caballos y hombres ataviados de la cabeza a los pies con malla de cadena. Se encontraba a más de cincuenta millas de su capital en un recóndito y acogedor valle, pero tenía que moverse. La mayoría de las provisiones de que disponía se guardaban en los graneros y almacenes de Tigranocerta, así que sabía que tenía que establecer contacto con la ciudad si quería que sus numerosos efectivos comieran, y eso, razonó, no tenía que ser demasiado difícil si era cierto que, tal como le habían informado sus espías, el ejército romano no tenía fuerzas suficientes para abarcar todo el perímetro de un lugar tan grandioso como Tigranocerta.

Sin embargo, no se había creído los informes que decían que el ejército romano era diminuto. Hasta que él mismo subió a caballo a la cima de una alta colina situada detrás de la capital y pudo ver por sí mismo de qué tamaño era el mosquito que tenía la suficiente desfachatez de picarle a él.

«Demasiado grande para ser una embajada, pero demasiado pequeño para ser un ejército», fue como lo expresó Tigranes; y dio órdenes de atacar.

Pero los inmensos ejércitos orientales no eran entidades que un Mario o un Sila hubieran deseado tener ni por un momento, ni siquiera en el caso de que alguna vez se les hubiera ofrecido tamaña grandeza militar. Las fuerzas militares debían ser pequeñas, flexibles y con capacidad de maniobra: fáciles de abastecer, fáciles de controlar, fáciles de desplegar. Lúculo disponía de dos legiones de soldados soberbios, si bien de mala fama, que conocían la táctica militar de Lúculo tan bien como él mismo, más un contingente de dos mil setecientos soldados de caballería procedentes de Galacia que llevaban con él varios años.

El asedio no se había llevado a cabo sin pérdidas por parte de los romanos, pérdidas causadas principalmente por un misterioso fuego de Zoroastro que poseía el rey Tigranes. Los griegos lo llamaban nafta, y procedía de una fortaleza persa que se encontraba situada en algún punto al sudoeste del mar Hircanio. Pequeños grumos luminosos de aquel fuego coleaban en las alturas y acababan aterrizando sobre las torres de asedio, y algunos pedazos volaban por el aire en llamas produciendo un gran estruendo y salpicaban al aterrizar, lanzando hacia arriba llamaradas tan calientes y tan incandescentes que nada podía apagarlas, ni tampoco apagar los incendios que producían, que se extendían por todas partes. Quemaban y mutilaban; pero lo peor de todo era que aterrorizaban. Nadie había experimentado nada igual antes.

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