La cacería

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Authors: Alejandro Paternain

Tags: #Narrativa Historica

BOOK: La cacería
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Ésta es una novela singular, insólita en la literatura actual en lengua española. Relata las peripecias y combates de una goleta corsaria uruguaya entre 1819 y 1821, durante la campaña naval que abarca el período de las invasiones portuguesas. Su autor, Alejandro Paternain, ha sido calificado como un clásico vivo, en quien se dan feliz cita la literatura, la Historia y la aventura. Pero esta vez ha hecho algo más que escribir una novela sobre el mar. Su gran logro es trasladar al lector a la cubierta de esas embarcaciones, con todo el trapo arriba, el viento en la jarcia, y en la boca el sabor de la sal y el aroma del peligro. Eso es lo que me hizo admirar sin reservas estas páginas desde el momento que cayeron en mis manos, en noviembre de 1996, en su primitiva edición uruguaya. Digna de figurar junto a los mejores relatos navales de Patrick O'Brian y C. S. Forester, La cacería es una epopeya ruda e inolvidable. Nos devuelve al tiempo en que una raza especial de hombres aún surcaba los mares en busca de gloria, de fortuna y de libertad.

Alejandro Paternain

La cacería

ePUB v1.2

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6.01.12

ALFAGUARA

© 1997, Alejandro Paternain

© De esta edición: 1999, Grupo Santillana de Ediciones, S. A.

Torrelaguna, 60. 28043 Madrid

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Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara S. A.

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Distribuidora y Editora Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A.

Calle 80 N° 10-23 Santafé de Bogotá, Colombia

ISBN: 84-204-2993-7

Depósito legal: M. 11.789-1999

Impreso en España — Printed in Spain

© Ilustración de cubierta: Carlos Puerta

Anotación

Corsario: Dícese del que manda una embarcación armada en corso con patente de su gobierno.

Corso (del latín cursus, «carrera»): Campaña que hacen por mar los buques mercantes con patente de su gobierno para perseguir a los piratas o a las embarcaciones enemigas.

(Del Diccionario de la Real Academia Española)

«Las Indias Occidentales están llenas de corsarios.»

Times (Londres, 16 de abril de 1817)

Corsarios uruguayos

Ésta es una novela singular, insólita en la literatura actual en lengua española. Relata las peripecias y combates de una goleta corsaria artiguista entre 1819 y 1821, durante la campaña naval que abarca el período de las invasiones portuguesas. A bordo de embarcaciones ligeras y audaces como ésa, marinos norteamericanos y de otras nacionalidades pelearon bajo el pabellón tricolor por la independencia de Uruguay, constituyendo la primera Marina de guerra de ese país. No es casual, por tanto, que el día 15 de noviembre se celebre el nacimiento de la Armada nacional uruguaya; en esa misma fecha, año de 1817, el jefe de los orientales firmó la patente oficial de presas para John Murphy, capitán de La fortuna.

El escenario de la lucha naval contra los portugueses no se redujo a las aguas cercanas. Se extendió por mares y océanos, en atrevidas singladuras, cacerías y enfrentamientos en que uno y otro bando tuvieron variada suerte. Esta novela cuenta uno de esos dramáticos episodios: una persecución prolongada, implacable, bajo la forma de un apasionante duelo en el mar entre el capitán Brito, al mando del brick portugués Espíritu Santo, y la goleta corsaria Intrépida, mandada por el capitán John Blackbourne.

El autor, Alejandro Paternain, ha sido calificado a sus 65 años como un clásico vivo, en quien se dan feliz cita la literatura, la Historia y la aventura. Pero esta vez ha hecho algo más que escribir una novela sobre el mar. Su gran logro es trasladar al lector a la cubierta de esas embarcaciones, con todo el trapo arriba, el viento en la jarcia, y en la boca el sabor de la sal y el aroma del peligro. Eso es lo que me hizo admirar sin reservas estas páginas desde el momento en que cayeron en mis manos, en noviembre de 1996, en su primitiva edición uruguaya. Digna de figurar junto a los mejores relatos navales de Patrick O'Brian, C. S. Forester y Alexander Kent, La cacería es una epopeya ruda e inolvidable. Nos devuelve al tiempo en que una raza especial de hombres aún surcaba los mares en busca de gloria, de fortuna y de libertad.

ARTURO PÉREZ-REVERTE

CUADERNO 1 Primavera en la costa

Azotan chubascos desde la mañana, sale el sol en intervalos, refresca el viento. No había imaginado primavera tan desapacible ni pamperos que soplasen con tanta energía a mediados de octubre. Una razón más para no confiar en los manuales de navegación, o para rectificarlos hora tras hora. El teniente Kingsbury me ha sugerido tomar varias manos de rizo y evitar el ángulo crítico de las escoradas. ¡Precavido Kingsbury! No hallaré segundo mejor aunque rebusque por los siete mares. Cuida antes que nada el bienestar de la tripulación y sabe que las escoradas revolverán el estómago a más de cuatro. Pero no tomé manos de rizo; ni una sola. Y Kingsbury, siempre flemático, se contentó ante mi negativa. Por suerte no tuve que gastarme en explicaciones y me entendió sin que yo despegase los labios, salvo para gritar, desde la toldilla: «¡Con todo el trapo!». ¿Cómo dominar a ochenta individuos sin demostrarles que el capitán tiene los cojones bien puestos? Navegamos a quince nudos; y me gustaría que la corredera marcase más, aunque la goleta lleve su amurada de babor semisumergida. Sé que pronto asomará en la puerta de mi cámara el negro Bob, y que, con todo su aparatoso respeto, me dirá: «Señor capitán, hay seis marineros de descanso en el sollado, con mareos y vómitos, ¿no cree que debiera verlos el cirujano?». Y yo, fingiendo que he oído mal por culpa del viento, que silba ante la puerta entreabierta, responderé: «No traigo cirujano para curar flojos. Prepáreles uno de esos caldos con que resucita muertos».

Y me acercaré después a la puerta para ver a Robert Ficht trasladando su gordura por la cubierta inclinada y metiéndose por la escotilla en derechura al fogón. Buen hombre este jamaicano, de lo más noble y leal que llevo a bordo. Si es cierto que los dos pilares del poder en un barco son el capitán y el cocinero, comparto gustoso el privilegio con ese Bob que me acercó Lewis Clayton, dos jornadas antes de zarpar de Baltimore, en los muelles de Fells Point, subrayando que si el cocinero no me servía, renunciaría a su función de oficial de reclutamiento. Ni Clayton renunció, ni Bob me defraudó durante la travesía hasta Buenos Aires, ni en la estadía en ese puerto, ni después, cuando fondeamos en la costa de la Provincia Oriental, quince millas al oeste de Colonia.

Salgo de mi cámara, me acerco a la corredera, pregunto «Señor Clark, ¿cuántos nudos?»; y el piloto, sin ocultar su emoción, responde «¡Dieciséis!». Es más de lo que hubiese supuesto. Mis informes catalogaban al Plata como zona de navegación riesgosa: bancos traicioneros, canales veleidosos, con el agravante de una defectuosa señalización de las cartas, oleaje corto y despiadado que golpetea repetidamente, sin tregua, y arranca crujidos del casco y de las cuadernas con chasquidos de costillas rotas. Por fortuna, la goleta se comporta dócilmente al timón, y parece más ágil que nunca. Tendrá mala fama el pampero, pero nos hace volar sobre el oleaje; y los chubascos, que nos empapan de pies a cabeza, cierran los horizontes y nos protegen, encubriéndonos.

Clark, el piloto, me avisa que hemos rebasado Montevideo, y que a la madrugada rebasaremos la ensenada de Maldonado. Espero que los barcos de guerra portugueses no me salgan al cruce por avante ni me den trabajo antes de tiempo. Bastante preocupación me han causado las dos velas avistadas a popa por Kingsbury, hace dos horas, y cuyas presencias yo mismo comprobé, apareciendo unos instantes, iluminadas por el sol entre nubes y desapareciendo tras los chubascos repentinos y las reverberaciones de la luz sobre el oleaje. «Sin novedad», me indica Kingsbury, imperturbable, ojeando con el catalejo. Su tranquilidad me pone, curiosamente, intranquilo. Ordeno a Jack Learthy, jefe de gavieros, que no desmaye en el trabajo, que mantenga a sus hombres en permanente maniobra. La velocidad es, por ahora, nuestra arma de mayor eficacia. Porque si las velas avistadas responden al pabellón que sospecho, no habría contrariedad peor para mis planes. Y no sé si pudiera llevarlos adelante con los doce cañones de la goleta.

Vuelvo a mi cámara. Los bandazos han puesto todo en desorden. Rebusco mi libreta, mi tintero de bronce, y trabajo en mi diario, con varias páginas en blanco. Retraso explicable. Anoto: «El 15 de octubre de 1819 devolví la patente librada por el Directorio. El embajador en Buenos Aires, Thomas Halsey, me suministró, en su lugar, letras patentes firmadas por el general Artigas; y me comprometí a prestar servicios bajo su bandera. Remití mi parte a Halsey, quien a su vez lo trasladará a Artigas para que este jefe sepa qué barco y qué capitán se ha sumado a su lucha: goleta Intrépida, doscientas cincuenta toneladas, ochenta y un hombres, doce cañones. Comandante: John Blackbourne».

«El 17 de octubre debí zarpar de Buenos Aires, a punto de completar el rol, con leña insuficiente y con varias pipas sin agua potable. El motivo: fui declarado pirata por el gobierno de dicha ciudad. De haber demorado dos horas en zarpar, habría sufrido prisión, junto con mis oficiales. Desde uno de los barcos surtos en el puerto me dispararon con cañones de dieciocho libras. Ningún tiro hizo blanco, y logré salir sin otros contratiempos. Deben mis hombres, y debo yo, toda la suerte a la ductilidad de la goleta para utilizar la brisa y alcanzar la mitad del Plata en un tiempo que promovió gran contento en la tripulación y la furia entre las autoridades del puerto bonaerense. Crucé a la orilla opuesta, con riesgo de aproximarme a Colonia, donde habría alguna polacra o un par de pedreros portugueses. Una racha favorable me permitió esquivar la zona dominada por ese puerto; y costeando hacia el oeste, busqué un fondeadero donde pudiese completar mi provisión de leña y de agua fresca. La operación sería igualmente peligrosa; pero forzado por la necesidad, tomé la decisión, ordenando al jefe de artilleros, David Smith, que se cargasen las piezas, y al contramaestre Jonathan Hoove, de agallas probadas, que alistase a los fusileros; y dejando a mi segundo, Kingsbury, en vigilancia permanente dirigí la delicada expedición.

»Escogí seis hombres, buenos con el remo, los armé de fusiles, puse al mando a un cabo de cubierta, ordené arriar la lancha y completé su dotación con dos toneleros a cargo de cuatro pipas. Llevaban hachas, sierras, cuchillos y bandera de señales. La costa estaba desierta; la mañana era calma aunque nublada. La Intrépida había fondeado a un cuarto de milla, dando la proa a tierra, por venir de allí el viento. Observé durante varios minutos la ribera, todo a lo largo. Nada se movía; no se distinguía un alma, ni la silueta de animal alguno. Casi en línea con el bauprés, veía yo la desembocadura de un curso de agua mediano y las líneas amarillentas de la barra arenosa. Eran las bocas del Cufré. Lo sabía no por las cartas, con muchas carencias, por desgracia, sino a través de un tripulante enrolado en Buenos Aires como ayudante de carpintero, pues ése era su oficio declarado. Dijo llamarse Patrick Donagall, irlandés de nacimiento, con once años de residencia en la Provincia Oriental y conocimiento sobrado de la costa septentrional, especialmente de la que iba entre Colonia y Montevideo. Lo hice embarcar también en la lancha, di la señal de partida y, catalejo en mano, atendí la maniobra.

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