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Authors: Alejandro Paternain

Tags: #Narrativa Historica

La cacería (3 page)

BOOK: La cacería
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«Para eso viniste, negro de los diablos», pienso. Y con un asentimiento de cabeza le doy ánimos. Concluidas sus cuatro horas de descanso, y al comenzar su turno, Patrick Donagall llegó al compartimento del fogón, donde Bob trabaja, y le pidió algún caldo, algún cocido brujo con efectos saludables. Pero no para él, sino para el marinero Henry Dickinson, su vecino de coy en el sollado de proa. Patrick está convencido de que Dickinson padece del estómago, y de que los sacudones del mal tiempo y de la mar gruesa han agravado esos tormentos, según los ruidos que emite el marinero mientras duerme. No proceden de su aparato digestivo sino de pesadillas brutales que le hacen hablar alto en pleno descanso y rematar todo con alaridos espeluznantes. Ha soñado con garañones que lo persiguen arrojándole, vaya a saberse cómo, pedruscos como balas de un cañón de doce; con leones que clavan los colmillos en sus brazos; con lagartos traicioneros que lo atacan a orillas de algún arroyo sanguinolento. Pero lo peor, para Patrick, sobreviene cuando Dickinson grita en su oreja que capitanes sin entrañas lo azotan, lo desembarcan en una isla desierta, y que la isla, disolviéndose como azúcar, se lo lleva al fondo de los mares.

Concedo a Bob que prepare lo que juzgue conveniente, alguna de esas mixturas cuya fórmula heredó de sus antepasados jamaicanos, y que la haga beber a Dickinson repitiéndole que el capitán de la Intrépida no se parece en nada a los patrones de sus pesadillas. Y mientras Bob se retira, ya tengo pronto mi remedio, por si falla el del cocinero: encargar a Hoove que amenace a Dickinson con azotes verdaderos y a Patrick con descansos en la cala, para que uno calle y el otro duerma. La experiencia me dice que ambas medicinas son infalibles.

Niños: eso son, y eso han sido siempre, muchos marineros. Un niño Bob, al relatarme el episodio con cara de rogar autorización; un niño Dickinson, en quien afloran los miedos que reprime con tanta firmeza mientras trabaja, según me consta; y un niño Patrick, hecho a marinar en singladuras breves, pero no endurecido todavía en cruceros prolongados, metido en una goleta de ciento veinte pies de eslora y veintisiete de manga, sin espacio para estornudar, codo con codo con ochenta hombres, entre marineros y fusileros, vigilado por una docena de oficiales, un maestro carpintero de sólida fibra, un ir y venir de siete u ocho grumetes y un rígido dispositivo de turnos y guardias hasta la desesperación. Pero he apostado por él y espero que rinda en consonancia. Ben Gage lo ha visto garlopa y formón en mano: «Es bueno sin vueltas», me ha dicho, persuadido de que las maderas de la Intrépida agradecerán, llegado el caso, haber reforzado el equipo de carpinteros con este muchachón. Y yo descuento que su testimonio sonará en los oídos de los capitanes portugueses cuando los capture. Haré hablar a Patrick, y entonces sabrán qué tipo de invasión lleva adelante ese tal Lecor en la Provincia Oriental.

Me he puesto en contacto con Jack Learthy, lo he relevado momentáneamente de su labor con el velamen, y le he ordenado: «Las barricas, señor gaviero». Me ha saludado como siempre, llevándose la mano a la sien, la palma oculta y el dorso vuelto hacia mí. ¡Escrupuloso Learthy! Por nada mostraría su palma, sucia de brea por manipular los cabos; y su ejemplo disciplinado es seguido por todos los marineros que maniobran con la jarcia de labor. No hallaré hombre mejor educado que este neoyorquino Learthy, ni en mi Intrépida, ni en otro barco que resuelva comandar. Es tan respetuoso como Clark, pero con más imaginación y menos pesadez, como si odiase abrir la boca para decir cosas obvias. Me ha cortado la respiración verlo trabajar con la jarcia, dar órdenes sin aturullar a los subalternos, simulando fe en la inteligencia natural de los hombres, o sintiéndola quizás de veras. Calcula los ángulos de vergas y lonas con precisión de geómetra y mide los vientos con alma de meteorólogo. Y no tiene rival en el trajín de arrojar al agua las barricas de acuerdo con las distancias que exijo.

No he concluido aún de vestirme, y ya oigo los chasquidos del agua, las voces de Learthy, las pisadas de los fusileros en cubierta, el ruido de las armas cargándose, la orden de «¡fuego!». Imagino las barricas flotando a diez yardas una de otra, con un vástago vertical, y al tope de cada vástago, un gallardete bermejo. Salgo a la toldilla, y mientras el viento arrastra fuera del barco las nubes de la fusilería, observo cinco o seis barricas deshechas, dispersas sus tablillas a merced del oleaje. Interpelo al teniente Kingsbury. «Sin velas a la vista», responde. Y ordeno que los hombres se mantengan durante un par de horas en ese ejercicio de tiro al blanco. Robustece la disciplina, templa los oídos, hace arder las narices con el olor a pólvora. Pasado el mediodía, los entretengo con simulacros de abordaje, prometo doble ración de grog a quien no tropiece con los cabos adujados, los conmino a cargar y descargar los cañones, a limpiar después los fusiles, a tener a mano las municiones tras quitarle todo rastro de herrumbre o salitre, a coordinar movimientos entre los fusileros y artilleros de babor con los de estribor. Grito, repiten mis gritos los oficiales y voy convirtiendo a los tripulantes en individuos capaces de soportar retrocesos de culatas, peso de las balas, bandazos de la goleta, dolor en brazos y lomos, irritación de los ojos por la humareda, cansancio, hambre, sed.

Promediada la tarde, dispongo toque de atención; y a una seña convenida, puestos de acuerdo el jefe artillero David Smith y el jefe de gavieros Learthy, suena un cañonazo sin bala y dos manos robustas izan en el pico de la cangreja el pabellón tricolor. Desde la toldilla informo que ésa será la maniobra al avistar cualquier barco de Portugal, contra el que estamos en guerra bajo bandera del general Artigas. Y al tiempo que desciende el pabellón, agrego que navegaremos, por elemental precaución, sin enseña, o con otra cualquiera, en caso de cruzarnos con naves neutrales. Espero de cada hombre máximo esfuerzo, alerta permanente y sujeción total a los mandos. Cruzaremos las rutas de los barcos portugueses y ninguno de sus capitanes ignora que pueden sufrir las bordadas intempestivas de los corsarios.

CUADERNO 2 El capitán y el hormiguero

Representa cuarenta años, y ha de tenerlos, según delatan las sienes encanecidas, el cabello que ralea en entradas profundas, y las arrugas de sus ojos, que recorren con preocupación dos cartas desplegadas sobre un escritorio, en la capitanía de puerto de Desterro. Fija la atención en el párrafo de una de ellas donde lee: «Un hormiguero de corsarios tiene obstruidas las comunicaciones de este puerto con los del Brasil, con grande pérdida para el comercio nacional por los muchos mercantes que por cierto caen en manos de los cruzados». Está fechada en febrero de 1818, en Montevideo y firmada por Carlos Federico Lecor. Hay más párrafos escritos por el generalísimo, sin que aporten nada nuevo, en un continuo machacar señalando cómo se ve privado, por mar, de pertrechos, ropas, medicinas, periódicos y notas en respuesta a sus demandas, y reclamando, airadamente, barcos de guerra contra esa peste de piratas.

«Podría oír desde aquí sus gritos», piensa mientras recorre, frunciendo el ceño, la otra misiva, rubricada por Cándido Fernández Lima, de la capitanía y refrendada por el Ministro de Gobierno, Thomas Antonio de Vila Nova.

Dirigida al capitán de corbeta Basilio De Brito, con asiento en los apostaderos de Santa Catalina, dice en tono conminatorio, ahorrando palabras: «Deberá usted equipar el brick Espíritu Santo, convertirlo en nave de guerra y zarpar sin demora en procura de una goleta de los piratas artiguistas que perturba la navegación atlántica entre Cabo Frío y la boca del Plata».

Suspende Basilio De Brito la lectura, toma su tricornio, que descansa en una saliente de su respaldo, y comienza a darse aire para sobrellevar el calor de esa primavera. Zarpar sin demora: ¿qué entienden allá en Río de Janeiro por demora? ¿Diez días, veinte? ¿Un mes? Equipar el brick llevará dos semanas; convertirlo en nave de guerra, con diez y ocho cañones de a doce, jarcia renovada, lonas sin roturas, otro tanto. Y para lograr singladura exitosa, necesitará ochenta hombres con el doble de fusiles, municiones y pólvora en cantidades respetables, provisiones para un par de meses, por lo menos. Zarpar sin demora: las autoridades no tolerarían más de ocho días de aprestos. Y con plazo tan exiguo, el Espíritu Santo no se haría a la vela como él quería. Ayer había examinado el brick en su fondeadero: no era sólido el maderamen; y el aparejo, aunque resistiese ráfagas fuertes, no garantizaría velocidad. Por fortuna el casco estaba limpio, y su diseño prometía cortar las aguas a diez u once nudos. Pero había navegado en misiones comerciales, sin que sus capitanes anteriores, sometiéndolo a operaciones de riesgo, lo hubiesen confrontado con las goletas de gavia de esos diablos yanquis de Baltimore. Su segundo, Luis de Almeida, le informó que en la cubierta sólo cabrían tres piezas de a doce por banda, más un pedrero a proa. Y sus dos oficiales de confianza, Manuel Pinto y José Miranda, se comprometían a reclutar treinta y cinco o treinta y seis hombres, «marineros cabales, la mitad», había dicho Pinto, «la otra mitad, negros y mulatos bravos, pero en el mar, ¿quién ponía las manos en el fuego por ellos?».

«Zarpar sin demora», fue la respuesta del capitán De Brito, «como sea, en el término de ocho días». Y dejó a sus oficiales, y a su segundo Luis de Almeida, con una pulga en la oreja, como decían los ingleses.

De Brito sigue echándose aire con el tricornio, mientras su puño izquierdo, crispado con indignación, golpea la mesa del escritorio. «Saldré, por los clavos de Cristo, saldré, y en menos de ocho días», masculla, mientras observa expectante la puerta del despacho. Por allí entrarán, de un momento a otro, el armero con la buena nueva de que ha conseguido veinte fusiles de chispa, cinco pistolas, quince sables; y el sobrecargo, excusándose con su voz cavernosa: «De la pólvora apalabrada, apenas un tercio, pero demos gracias a Dios». Un alma de cántaro, poca pólvora, y todavía agradece. Y entrará en diez minutos, Luis de Almeida. Pondrá cara de matasiete, meterá mano en su bolsillo, sacará su cajita de rapé, aspirará con ganas, entrecerrando los ojos, y dirá: «Mi capitán, esta noche incorporo catorce reclusos al rol de Espíritu Santo. Catorce ángeles desvalidos, que no teniendo dónde dormir ni qué comer, consintieron, hace un año, en alojarse en el celdario. Ya verá usted si resultan». Después relatará su patrullaje por las calles aledañas al desembarcadero, en compañía de una guardia armada, y su revisión cuidadosa de tabernas, burdeles y «otros templos», donde convenció a varios parroquianos de que la cubierta del Espíritu Santo era más saludable, y de que la leva —según métodos tradicionales— no resultaba tan mal negocio. «Algunos moretones, algunas narices rotas, algunas espaldas acariciadas por planazos, y ¡a bordo!»

Todo lo tendría el capitán De Brito: armas, municiones, pólvora, hombres de combate, marineros. No vendrían las cosas en las proporciones deseadas, pero ¿con qué razones pedir más? La orden no admitía negligencias. Zarparía sin demora, y lo que faltase sería suplido por la pericia y el arrojo de sus oficiales subalternos, cinco en total, de sus dos hombres de confianza, Pinto y Miranda, de su segundo, compañero de promoción, experimentado y leal, y de él mismo, hecho al mar desde que cumplió quince años, cuando salió de su Sintra natal hacia la escuela de la Real Armada, en Lisboa.

«Sólo pasaron cinco días, y ya el brick es otro», comenta Luis de Almeida, recorriendo el embarcadero con su capitán. No es así, por cierto. El optimismo del segundo altera la realidad. Queda mucho por hacer: las velas, arrolladas sobre la piedra del embarcadero, tienen más remiendos que fastidios el alma de Basilio de Brito; los sacos de pólvora continúan en escasez indignante; y los marineros no se matan por ver quién trabaja con mayor celeridad. No importa. Aprenderán a bordo lo que son trabajos. Sabrán cómo se llaman el capitán, el segundo, los oficiales; y al término de la campaña, no olvidarían esos nombres.

«Cinco días más, y nos pondremos en franquía para los primeros de noviembre», comenta De Almeida, «entonces habrán quedado completas la pintura del casco y el barnizado de mástiles y vergas».

De Brito frena de golpe su caminata, se quita el tricornio, lo pone bajo su axila sudada, y aspirando a pleno pulmón una bocanada de aire oceánico, mira a su segundo quietamente. De nada valdría sulfurarse; la firmeza del buen metal no se prueba con escándalos. Los veinticinco años de su carrera enseñaron a De Brito que no se llega a puerto pegando alaridos ni descargando sobre los oficiales el ofuscamiento. Seca con un amplio pañuelo blanco el sudor de su frente y dice en voz baja: «Primeros días de noviembre, eso es un disparate. Los filibusteros insurgentes se reirían de nosotros y meterían las proas de sus goletas en las aguas de todos nuestros puertos».

Luis de Almeida permanece mudo, tragando su contrariedad, esperando, para su alivio, que el capitán establezca el día y hasta la hora en que levarán anclas. «¿Pintura del casco, barnizado de los palos?», pregunta como para sí mismo De Brito, «¿el Espíritu Santo es una damisela?, ¿tiene que hacerse las uñas y enjalbegarse los mofletes?». Y guardando el pañuelo y encasquetándose el tricornio, levanta por única vez el tono para rematar su discurso: «En menos de dos días estaremos viendo cómo se pierde el embarcadero de Desterro, o caerán sobre el Espíritu Santo los diablos de un consejo de guerra».

Esa misma tarde haría inspección final; y en cuanto pusiese un pie en cubierta, deberá estar a bordo, formada, la tripulación, con vestimenta limpia; revisaría el barco de popa a proa, y todo habría de hallarse en su sitio: los cabos adujados como Dios manda, la jarcia fija, tensada y pronta; la de labor, con sus motones y vigotas engrasados; el velamen, con remiendos o sin ellos, aferrado o suelto según lo dicten los vientos; los cañones, trincados. Bajaría después al sollado, miraría uno por uno los coys y los petates, y cuidado con que alguien llevase escondida cualquier cosa que prohiban las ordenanzas. Fiscalizaría la cocina, los pañoles de alimentos, de velas, de vergas; observaría cómo fueron llenadas las pipas de agua; se haría acompañar del carpintero y del calafate y no quedaría tabla mal ajustada ni juntura sin su correspondiente estopa embreada; y vuelto a popa, entraría en el compartimento del piloto, repasaría las cartas, vería cómo andan el compás, el barómetro, los dos cronómetros; y bien puesto el tricornio, y con espada al cinto, se presentaría otra vez en cubierta y arengaría a los hombres. Serían sesenta almas, quizás algunas más. Les hablaría en voz medida, ni destemplada ni débil, pero con acentos de ligera amistad, con ánimo de ganar voluntades. Habría tiempo en abundancia para revelar todas las durezas indispensables, las que en su cuarto de siglo de marinaje recibió en carne propia y las que proyectó después en la carne a menudo rebelde —y pecadora— de sus subalternos. Diría algo así: «Zarpamos al amanecer, en misión de guerra contra el corso de los facciosos artiguistas. Limpiaremos la zona, ahuyentaremos o apresaremos filibusteros, malos marinos y peor gente, pero feroces. No habrá cuartel para ellos ni perdón para el que no cumpla con su deber en el Espíritu Santo. La gloria y la honra de nuestra bandera nos ampara, y la generosidad de su Majestad Fidelísima compensará los sacrificios. ¡Viva el rey de Portugal!».

BOOK: La cacería
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