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Authors: Alejandro Paternain

Tags: #Narrativa Historica

La cacería (8 page)

BOOK: La cacería
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Un grito resuena, pero sin destemplanzas ni anuncios temidos. Desde la cofa del mayor, el vigía, recién instalado, pregona la presencia de una vela. «Por la amura de babor», repite sin que la voz le tiemble, como si entonase una vieja canción.

Es vela pequeña, El catalejo la descubre hundiéndose y emergiendo tras el alzamiento y la caída de las olas. Vela única, aparejada a una entena, como de lanchón. ¿Pescadores arrastrados mar afuera por la tormenta? ¿Caboteadores procurando poner distancia entre su barca y las rompientes, y sorprendidos por el mal tiempo? ¿Pero qué patrón no sabe leer en los cielos y en las nubes? El Espíritu Santo ha arriado la vela de capa y ha soltado velacho y gavia, para caminar con más brío; y el timonel, acatando las órdenes del capitán, evita aproximarse de proa, para no pasar de través a una minúscula embarcación, de la cual sólo sigue siendo visible su vela castigada.

«¡Dos botes!», exclama el vigía. «¡En remolque!» El brick, presentando su banda de babor, tiende todo el velamen y queda al pairo. De Brito y su segundo, apuntando sus catalejos, ya pueden descubrir lo que las olas escondían: el bote que iza la vela remolca a otro de similar diseño y tamaño. No proceden de la costa, no son barcas pesqueras ni caboteadoras, sino botes de un mismo barco, arriados en maniobras de salvamento, «Preparen rescate de náufragos», indica De Brito. Hay cinco o seis hombres en cada bote. «Todos juntos hubieran cabido en uno solo», piensa. Rara manera de sobrellevar un naufragio, desperdiciando espacio, viajando con holgura, y con buen surtido de provisiones.

«Desgracia con suerte», murmura De Brito. Ninguno de los ocupantes de ambos botes tiene trazas de haber pasado las calamidades comunes de los náufragos. Están arropados, cubiertos con gorras las cabezas, y llevan lonas para protegerse de lluvias y soles. En cada bote hay cajas de víveres, pipas de agua, vergas de repuesto, bicheros, aparejos de pesca, y hasta una bocina, empuñada por quien parece capitanear al bote de la vela y a su remolque.

Antes que le llegue la voz amplificada por la bocina, Basilio de Brito tiene tiempo de leer, en las dos embarcaciones, el nombre que señala el vínculo con el barco naufragado: Paquete do Gavião.

Percibe, por fin, las palabras bocinadas. Son abundantes, y en portugués; pero el acento del litoral brasileño no se le escapa. El hombre que habla a través de la bocina no ha nacido en la vieja península, sino en Natal o en Pernambuco. Saluda al comandante del Espíritu Santo dando gracias a la Virgen, a los apóstoles y a los dioses —y diosas— del mar por haber colocado en su desamparado rumbo tan lindo barco, y con bandera de gloria. Dice que viaja con sus compañeros de trabajo, «gente humilde y laboriosa», pide autorización para amadrinarse, abordar el brick y obtener remolque para sus dos botes, «la única riqueza que me queda en este mundo», y se presenta como el capitán Geraldino.

«Curvé mis lomos en esta profesión, y nadie me dijo que fuese cosa mala. Pero mi barco, señor De Brito, lo vi nacer, como quien dice, y tuve que dejarlo ir por esos mares de la Virgen purísima. ¿Me entiende? Oiga, mi barco no tiene una cámara como ésta, ni tres palos, como el Espíritu Santo, ¡que Dios lo bendiga, qué bien se está en él!, sólo dos palos, un cubículo que he compartido con mi segundo y mi piloto, y una bodega como cualquier otra. ¿Cómo pensar que despertaría codicia? Desde que fue mío el Paquete do Gavião no despertó codicia de nadie, me hubiera gustado que le echara un vistazo. ¿No podrá? No ha de estar lejos aún, si hace sólo dos días. ¿Por qué no fuerza velas, señor capitán, y da rumbo al Caribe, pues para allá se va mi Paquete? Yo lo ayudaré, mis hombres son gente de mar y muy capaces, sin ofender a nadie, de bracear vergas como la dotación de cualquier barco de guerra, ¡Justo a mí, ocurrirme tal desgracia! A mí, que sé tanto de guerras como usted, con mis respetos, de lo que pasa en el reino del Gran Turco. He sido patrón tolerante, nunca alcé el látigo contra mis marineros, ellos se lo pueden decir, siempre consagré mis días al trabajo. Y de golpe, me largan que soy perverso, que hago tareas indignas. ¿En qué se transforman ahora los mares? ¿En tribunas de jacobinos? ¿Adonde iremos a parar? Diez años en cubierta, recorriendo océanos, viajando de este a oeste, volviendo de oeste a este, sin una protesta, con estoicismo, ésa es la palabra, estoicismo, y tenacidad, para que me vengan a dar cátedra, a refregarme en las narices no sé qué derechos, o qué razones, y dejarme, junto con mis subordinados, en mitad del charco, sin mi embarcación, y con sólo dos botes, como un cachetazo, o una burla. ¿No hubiese sido más caballeresco que me fusilasen? Ya no puede uno ganarse el pan decentemente, ni mantener mujercita y rapaces, como todo el mundo, como usted, señor capitán, ¿alguien ha pensado que Geraldino y sus hombres habrían de vivir del aire, paseando de costa a costa, esperando que cayesen en cubierta peces voladores para asarlos mansamente? Repito que el Paquete do Gavião era mío, y mío cuanto había a bordo; y ahora soy dueño de dos botes, nada más. ¿Qué me importa que haya en ellos provisiones, agua y otros enseres? Habría durado una semana, diez días, y aún pude pescar, pero ¿quién se mete en el pellejo de un hombre arruinado, como soy ahora?

»Escuche bien, y lleve después un informe a las autoridades de Bahía o de Pernambuco. Lo hará, claro que lo hará, como portugués que ha nacido, y quien dice portugués, dice corazón justo y honrado. Yo venía de las costas de África, que conozco como las palmas de mis manos, desde Dakar a las bocas del río Congo. Diez años, sí, diez años tratando con mucha gente en esas riberas. ¿Haciendo qué? Pues comercio, como tantos, quehaceres en los que se gana y se pierde, alternativamente, pero con los que se sobrevive. Gané amigos, gané crédito, gané monedas, no lo voy a negar, gané favores o los compré, da lo mismo, en aquellas riberas africanas había señores con quienes era posible hacer convenios, señores cuyos nombres el mundo no conocerá, pero que cumplen la palabra empeñada, tienen poder, y tienen agallas para meter en cintura a los desocupados, a los haraganes, a los que andan con el afán de dañar al prójimo, y agallas para apresarlos, ¡lo merecen, sí, señor De Brito!, y enlazarlos y depositarlos en las costas diciéndoles "váyanse de estos reinos, que aquí están de más". ¿Y dónde habrían de meterse esos desgraciados, como no fuese en barcos como el mío? Yo los recibía, adentro, adentro, pasen, en la bodega hay sitio, caben diez, veinte, cincuenta... En cien, yo paraba. No hay por qué abarrotar la bodega. Por otra parte, yo sólo dejaba entrar a los jóvenes, los fuertes, los sanos. Con más de veinticinco años, y menos de veinte dientes, ¿a quién serán útiles? Los dejaba entrar: no miento, señor capitán. Se venían solitos a mi barco, les gustaba, sin duda, ¡lo que puede el afán por viajar! con amargura impedía yo el paso de los débiles, los flacos, los viejos, diciéndoles con buenos modales —siempre fui comedido y cortés— "atrás, atrás, todavía no es tiempo de que ustedes conozcan el Brasil, aquí en África encontrarán todavía algo por hacer". Y cuando ya tenía a los elegidos en la bodega, sentaditos en largos bancos que hice construir con amor para ellos, y con alguna cadenita que otra, con ánimo de que no extrañasen sus dijes selváticos, levaba anclas y a viajar por el Atlántico, hacia mi querido Brasil. Pero no quiero ser injusto: África también era amada por mí, pues allí cosechaba obsequios de los reyezuelos exportadores, casi iguales a los que obtenía de los importadores brasileños. Así, durante diez años, más estoico con cada año que pasaba, ajeno a disputas de coronas, a flotas armadas hasta las cofas, a ingleses que simulaban escandalizarse, a franceses que sólo soñaban con la grandeza de Bonaparte, a españoles atragantados con la sublevación de sus colonias, a portugueses —con mil perdones— atragantados con las caballerías de Napoleón, y que hubieran requisado mi barco para huir en él hacia Brasil, sin asco del hedor de mi bodega.

»Pero todos me dejaban pasar, hasta que un día... siempre hay un día aciago, entienda usted, hablo de ese día como si hubiese quedado lejos en el tiempo, y fue apenas hace cuarenta y ocho horas, ¡Dios de los ejércitos!, es como si mi vida estuviese partida en dos, por un lado, un ayer que se me antoja distante, provechoso aunque rutinario, y un hoy de miseria, humillación y corajina. Mediarían entre Pernambuco y mi barco dos o tres días de navegación, ya creía culminar con fortuna una travesía de tantas, ya me imaginaba de vuelta en mi hogar, oyendo la risa de mi mujer y el bullicio encantador de mis chiquitos, cuando me salió al cruce, sin que supiese yo cómo ni por qué, esa goleta que ojalá trague Satanás. Se me cruzó a proa, me disparó un cañonazo, izó una bandera que nunca vi, ni vio hombre alguno de los míos, un trapo medio desflecado ¡si la habrá izado de veces ese hijo de puta! con tres colores —rojo, blanco, azul— me forzó a detenerme, y se me vino la noche.

»La del alma, ¿me entiende?, la que difícilmente concede amaneceres. Mandó un bote la goleta, llegó el bote hasta mi barco, vi aparecer por el portalón un oficial, casaca roja con vivos azules y blancos, pistola al cinto y un sable cuyo brillo calentó mi corazón. No tendría el oficial más de veintidós años, un rapaz, ¿se da cuenta?

»Un impertinente, rugiendo en inglés, escoltado por cinco marineros con fusiles amartillados, ¡suerte malvada!, cada vez que me acuerdo, se me eriza la piel. Algo de inglés he aprendido en tantos años, y entendiendo que el oficial decía pertenecer a un buque con bandera de rebeldes sudamericanos en guerra con Portugal, y como mi nave siempre enarboló enseña lusitana, me llevó a empellones a su bote, me trasbordó al barco agresor y me hizo comparecer ante otros tres oficiales, con más armas que penas tengo ahora en mis entrañas. Pregunté quién era allí el capitán, y me contestaron, a grito pelado, "es mucho un capitán para un negrero de mierda". ¿Mide usted tamaña grosería? Pensé que me colgarían de una verga, o que me harían pedazos sin más trámites con sus enormes sables, o cuchillas, o qué sé yo, ¿quién distingue esos detalles cuando el cuerpo se afloja y nos corre por pecho y espaldas el sudor del susto? Claro que sí, tuve miedo, mucho miedo, yo estaba a merced de esas fieras, y mi barco y mis muchachos también, y podían arrancarnos las venas en cualquier momento. No le extrañe, capitán De Brito, que haya visto a la ligera aquella goleta por dentro, había mucha gente armada en su cubierta, mucho cañón, mucho saco de pólvora, ¡mi Dios! y lucían sus maderas como nuevas y quizás lo fueran, en qué astillero la construyeron, dónde la botaron, son cosas que le debo, discúlpeme, el capitán Geraldino estaba más muerto que vivo, lo interrogaron a fondo, preguntaron cuanto se les antojó, le comunicaron que el Paquete, con todos sus negritos dentro —un platal, le aseguro— eran presas del capitán artiguista, que sería marinado a Juan Griego, Guadalupe o la isla Amelia, y que allí los esclavos dejarían de serlo, y yo habría de dedicarme a pescar a la caña en algún peñón de la costa brasileña, adonde me permitirían llegar. Me devolvieron al Paquete do Gavião, custodiado por cinco fusileros, con un oficial al frente, "oficial de presas de la Intrépida", eso dijo, de nombre Sam Erwood, es el único nombre de esos individuos que atiné a memorizar. El maldito yanqui pisó mi barco en compañía de un irlandés, ayudante de carpintero, porque yo lo solicité, dado que había filtraciones en la bodega, y un viaje no calculado al Caribe podría determinar que la mitad de la carga fuese arrojada al agua, con cadenas y todo, para evitar hundimientos. Eso les dije, comprenda usted si soy humanitario, o no. Así se hizo, pero el carpintero irlandés, tan perverso como sus demás compinches, empezó a martillar por aquí, por allá, golpeando mamparos, tanteando tablazones, hasta que metió su mano a través de un enjaretado y halló lo que nunca pensé que hallaría, y que remachó los clavos de mi infortunio: un lote abultado de fusiles y pistolas, nuevecitos, de fabricación francesa, comprados por Portugal, o por mí —a precios de risa— para trasladar con sigilos al Brasil, como corresponde, y hacerlos arribar, cabotaje va, cabotaje viene, a las tropas riograndenses que se preparan para auxiliar las posiciones lusitanas en el Plata. ¡En tales circunstancias, un hallazgo de ese lustre! No sólo el carpintero estuvo en un tris de quitarme la cabeza de los hombros, sino que el propio Sam Erwood me insultó en todos los colores y terminó vociferando que el plan trazado por su capitán —quien no se incomodó en interpelarme, ni en abandonar su cubil en la Intrépida— era el más equitativo de cuantos se pudiesen urdir. ¡Equitativo! Que el mar se abra ante sus proas, y los engulla, y no los vomite ni cuando suenen las trompetas del juicio. Se las dieron de generosos, de observadores sin mácula de las normas navales, de pechos magnánimos. Piratas, eso son, ¿verdad que sí, señor De Brito?, o peor todavía, hipócritas, pues más de una vez llegó a mis oídos que capitanes yanquis, con goletas parecidas a la Intrépida, me hacían la competencia cruzando el Atlántico y desembarcando en los puertos norteamericanos de ese litoral... pues, cargas al estilo de la que mi Paquete do Gavião conducía, quizás con más holgura y hacia climas más benignos.

»En conclusión, y para no abusar de su hospitalidad, le diré que Sam Erwood y la cáfila que lo secundaba nos obligó a cargar dos botes de mi barco con provisiones de boca, agua, avíos de pesca, lonas, vergas, cabos de remolque, una brújula; nos pusieron a culatazos en los botes —alguno de mis muchachos tiene moretones todavía—, arriaron los botes y gritándonos "ya conocen el rumbo al Brasil", arrancó el Paquete do Gavião escoltado por la goleta, y allí quedamos, juguetes de las olas, valiéndonos de nuestra pericia y nuestras resistencias, morales y físicas. Poco nos hubieran asistido, porque la tormenta se interpuso; y si su brick no nos hallaba, difícilmente habríamos alcanzado la costa. Ahora permítame callar, señor capitán, y póngame en manos del reverendo Araújo. Si he pecado, él me absolverá. Y lo hará gustoso. ¿Cómo se entiende, si no, que Dios haya conservado mi existencia?»

CUADERNO 5 Fuga través de la calma

Retrasado en razón del barco de los esclavos, enfrento, por fin, el caso del fusilero.

No ha de haber asunto que incomode más a cualquier capitán, así lleve por corazón una piedra. Hacerlo venir desde la cala, con un guardia armado; ver cómo entrecierra los ojos, encandilado por el sol del mediodía, recostado al palo mayor; repetirle la cartilla ante media tripulación; recordarle mis normas disciplinarias, el respeto debido a los prisioneros, las sanciones merecidas a quien los robe, o intente hacerlo; gritarle, al fin, que hago la guerra, no el pillaje, han de estar entre las funciones que pasaría por alto, si no fuese indispensable que cada individuo, a bordo, ponga sus barbas a remojar. Me han informado, además, que Patrick Donagall se comportó como un bruto con el patrón del Paquete do Gavião. Dos conductas reprobables, aunque distintas. El fusilero atropelló los bolsillos de un pasajero del Bom Suceso, un civil que nada entendía de lo que estaba pasando; y Donagall atropello los oídos de quien —un día u otro— habría de recoger cuanto ha sembrado. Para el primero, un día más de arresto; para el segundo, una reprimenda a cargo de Kingsbury. Y para todos, sin excluir oficiales, mis bufidos, la demostración de que no amenazo en vano, y de que el corso está sujeto a reglamentos sin los cuales deja de serlo y se convierte en lo que ninguno de estos muchachos —estoy seguro— desea.

BOOK: La cacería
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