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Authors: Alejandro Paternain

Tags: #Narrativa Historica

La cacería (25 page)

BOOK: La cacería
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Tuvo el guía la discreción de salir, con la excusa de atender los caballos. Para Learthy, no fue discreción, sino castigo. Ni él ni Lewis se atrevían a declarar por qué venían. El mal español de ambos empeoraba la situación. Learthy, amante empedernido de la verdad, soltó el nombre que le quemaba las entrañas: «Patrick», tartajeó, «Patrick Donagall». La mujer sonrió, pero con tal levedad, que hizo callar a los dos. Dejaron pasar los minutos. Sólo se oía el viento en los campos chocando contra las paredes de barro, colándose por la puerta, y helándolos. «El irlandés...», deslizó Lewis. «No volvió», le contestó de pronto Inocencia, sirviendo más aguardiente, «nadie ha vuelto». Ella no bebió. Mordisqueó media galleta, con pereza, y tiró la otra mitad al perro. «Yo sólo espero», agregó.

Jack Learthy se incorporó, impetuoso. Quería contener a Lewis, quien había metido la mano derecha en el bolsillo interior de su casaca, donde reposaba la cruz de roble. «Qué ganamos», dijo rápidamente a su compañero en cerrado inglés. Apelando a su memoria, reflotando a la fuerza su mal español, midiendo sus palabras, cubriéndose de cualquier imprudencia y fundándose en que eran ciudadanos extranjeros amparados bajo pabellón neutral, declaró al fin: «Patrick está bien, sí, muy bien; anda lejos, demorará en llegar, navegó como un valiente, un marino como he visto pocos, honró su bandera, ahora es dueño de un barco, siempre se acuerda de Inocencia...».

La mujer se llevó la mano a la boca. Jack esperó la convulsión, el llanto. Pero los ojos de la anfitriona permanecieron secos. Se había llevado la mano a la boca para mordisquear, absorta, otro pedazo de galleta. Miró hacia la puerta y clavó la vista en el trozo de cielo gris que se vislumbraba desde el interior.

Lewis se dedicó a observarla: así testimonió Learthy. ¿Qué pensaba encontrar en ella? ¿Vigor, frescura, y ese perfume a pastizales, a ropas lavadas con jabón sobre las piedras de algún río, la mujer silvestre sin corpiño, suelta de pechos y caderas, y tan libre en sus pasiones como un potro en las pampas? Fantasías irlandesas de Patrick, amasadas con sus once años de vida criolla, de días guerreros y sangrientos, seguidos de noches de mimos, caña y asado. Madre, madrina, cocinera, costurera para el muchachito desertor y desamparado; años después, su hembra, dicho con franqueza. Y ahora, delante de Lewis, tronco sin ramas ni hojas, raigón asomando a duras penas en una tierra arrasada, mujer envejecida y solitaria, remediándose con las gallinas y lecheras que sobrevivieron al vendaval de invasiones, combates, derrotas. En sólo tres años. Una mujer ensimismada, taciturna, rudamente hospitalaria, que esperaba todavía, pero con la quietud impenetrable de quien espera lluvias, soles, y otra vez lluvias. Todos podemos echar cartas en esta historia, y yo tengo la mía: Inocencia adivinó las cosas en cuanto los vio llegar. Después, se tragó la lengua, evitó revolver recuerdos, y dando por bueno cuanto ellos decían, no halló nada mejor, salvo mirar a través de la puerta. Y no hubiera alterado esta actitud, si Jack Learthy no le hubiese dicho: «Amigos, somos amigos de Patrick. El ha confiado en nosotros. Tenga usted». Y descosiendo con su navaja el bolsillo falso de su casaca, hizo brillar a la débil luz que entraba por la puerta un puñado de onzas de oro, las envolvió en un pañuelo, y en lugar de colocar el envoltorio sobre la única mesa, entre las galletas y el porrón de aguardiente, lo puso con delicadeza en las manos de Inocencia. «Valen mucho, en cualquier tierra. Que no se las roben. Patrick las envía.»

También Lewis rasgó su bolsillo falso, y escondiendo la cruz, agregó otro puñado de oro al envoltorio que Inocencia, trémula y silenciosa, había empezado a apretar contra el pecho.

Los plazos se acortaban, el Seeland zarparía pronto, el guía —que esperaba a diez pasos— desearía concluir la encomienda, y cobrar. Se fueron.

En el trayecto, Jack no habló. Tampoco Lewis. Volvían con ropa de recambio en las maletas, con los haberes destinados a contentar al guía, a mercar un trozo de tasajo por el camino, a compensar al posadero montevideano. Y con la cruz. Nada más. Habían dado a Inocencia las ganancias —pequeñas o grandes— obtenidas en los últimos cruceros con pabellón tricolor.

John Blackbourne, entrañable y viejo amigo: ¿justificarás la reticencia de Lewis? ¿Quiso respetar la modestia de Jack Learthy? Ya ves cómo el cielo —o una dama irlandesa— descubren verdades por la boca de ese mismo hombre modesto. ¿O pretendió envolver a Inocencia con las velas desplegadas de su piedad? Las mejillas de la dama irlandesa eran amapolas, tomates, carbones encendidos por algún soplo todopoderoso cuando me contaba ese episodio. Tiene a Jack, a Lewis, a ti mismo y a cuantos compartieron los cruceros, como comunidad, cofradía, o logia, imantados por un solo espíritu o un solo centro: el del corsario. No sé si dice verdades, o si le sobra fervor. Me consta, en cambio, que sufre pensando en los mares como sepultura de tantos muchachos, sin rastros, lápidas, flores y esas cosas. Y ha insinuado que ustedes se desvelan en las noches por la misma causa, aunque nada digan. De lo contrario, ¿habrían rendido culto a la memoria de Patrick Donagall, hombre en apariencia sin patria?

Nota del autor

El corso supone, en primer término, aspectos políticos, sociales, filosóficos, económicos y militares que se entrelazaron para desencadenar la agresión contra Artigas; en segundo lugar, hombres de nacionalidades diversas, que habían luchado muchos de ellos en la marina norteamericana y que actuaron después de modo particular, y en quienes recayeron —desde el bando enemigo— los títulos de filibusteros, facinerosos, bandidos. Pueyrredón declaró pirata a John Danels; Lecor habló siempre de «goletas dedicadas a la piratería». No puede sorprender: también de Artigas, de sus capitanes y de sus gauchos se habló en términos similares.

Pero el corso supone, además, conflictos con intereses imperiales europeos; apoyos en el creciente poderío naval de una nación con cuatro décadas de vida republicana independiente: Estados Unidos; litigios y debates judiciales en las cortes de Maryland; reclamaciones de los estados que se creían perjudicados; con largas secuelas de vaivenes diplomáticos; a su vez, reclamaciones de los capitanes corsarios, que resonaron varios años después de jurada la Constitución de nuestra república; acciones por latitudes y puertos lejanos; informes sobre el desarrollo de la técnica naval que permitió la construcción de las famosas goletas de gavia, cuya unidad pionera bien pudiera ser la Chasseur de Thomas Boyle —en la guerra contra los ingleses de 1812 y 1815— y proclamada Pride of Baltimore («Orgullo de Baltimore»). Supone, en definitiva, una enciclopedia. ¿Enumerar las fuentes históricas? Tarea abrumadora para el autor; y para con el lector, una descortesía.

El texto hubiera podido tener el triple de páginas: no agotaría el tema. ¿La novela total? No entraré en su análisis; mucho menos, en su valoración. ¿Una sucesión de novelas —a modo de capítulos— siempre posibles, desde ópticas narrativas diversas? Cada barco es un mundo; y el corso artiguista presenta —reconocibles, identificados— más de una treintena de barcos. ¿Habría narradores que sostuviesen, al mismo tiempo, una treintena de mundos?

Prefiero ceñirme a un agradecimiento y a una mención. Agradecimiento para la Licenciada Cristina Montalbán, del Centro de Estudios Históricos, Navales y Marítimos, quien me atendió cordialmente cuantas veces acudí al Museo Naval. Y mención para un libro: Los corsarios de Artigas, de Agustín Beraza. Sin propósito de dictaminar en materia que no es de mi competencia, confieso que dicha obra resultó incitadora, fermental, generosa en sus indicaciones bibliográficas, notas, nóminas y diagramas. Barcos, comandos y tripulaciones de mi texto responden al trabajo de la imaginación y combinan datos aportados por Beraza. En algunos «Cuadernos» he aprovechado fragmentos documentales que el citado investigador transcribe (por ejemplo, el parte del capitán de la polacra española San Antonio). Hubo capitanes de Baltimore que sirvieron a la causa artiguista, primero, y a la bolivariana, después, como el legendario John Danels, al mando de su goleta Irresistible. Sobre ellos vertebré la invención del capitán John Blackbourne al mando de la Intrépida.

No estimo indispensable proporcionar la lista completa de las figuras históricas aludidas. Varias de ellas son de conocimiento público; otras pertenecen al pasado norteamericano. Preble, Decatur, Lawrence, Hull, Bainbridge. Los comandantes artiguistas que menciono (con excepción de John Blackbourne) aparecen en las páginas de Beraza, quien señala la existencia de un número crecido de corsarios no identificados todavía. Y en ese rumbo, fértil para la ficción, me orienté, sin cuidarme porque la historia no consigne hasta ahora —sobre las cubiertas corsarias de alta mar— hombres nacidos en la Banda Oriental. De dos cosas estoy seguro. La primera: desde su título, no tiene mi libro una línea escrita sin haber puesto el pensamiento, de modo indeclinable, en quien estableció el reglamento de corso y firmó las patentes: José Artigas. La segunda: muchos capitanes norteamericanos (y de otros países, pues los hubo), peleando en corso por convicción y por ganancia material, me resultan más leales a Artigas que ciertos orientales recibiendo en Montevideo al portugués Lecor bajo palio. Sin barcos, sin marinos, y sin puertos cuando la invasión culminó sus propósitos, Artigas buscó, según advierte Beraza, fuerza de mar donde la había. ¿Ha de extrañar que capitanes nacidos en el extranjero sirviesen al jefe oriental en su resistencia contra la monarquía portuguesa? Recorriendo el litoral brasileño, llegando ante las costas lusitanas, entrando en el Mediterráneo, aquellos marinos —muchos de ellos anónimos para nosotros— dijeron al mundo que, entre convulsiones y padecimientos, una nueva colectividad proclamaba su derecho a la vida y lo afirmaba enarbolando el pabellón tricolor.

A. P.

BOOK: La cacería
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