Read La cacería Online

Authors: Alejandro Paternain

Tags: #Narrativa Historica

La cacería (24 page)

BOOK: La cacería
6.31Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Antes, ¿cuándo? Nadie respondía. Los paseantes se escudaban en las humazas de sus cigarros, apuraban el paso y desaparecían en calles con olor a tabaco, a café, a frituras y a carne asada. Recordé que Patrick me había hablado del aroma yodado que solía inundar las calles cuando soplaban vientos desde el estuario. Cerca de los embarcaderos yo había aspirado emanaciones de pescado, frutas en descomposición, estiércol de las caballerías, aguas servidas que las mujeres arrojaban con displicencia en mitad de la calzada, entre remolinos de líquidos espesos trascendiendo a lejía.

Ya de noche, nuestros huesos anclaron en una casa oscura y sucia, muy próxima a los atracaderos, que era a la vez tienda, café, taberna y agujero donde pernoctar. Su dueño, un criollo cejijunto, disimulaba mal su despecho y nos vigilaba de reojo. Pudimos obtener un periódico, el Argos de Buenos Aires, caído allí de las nubes, con retraso grande. Descifrando sus hojas ajadas adivinamos, con ayuda del posadero, que esa tierra se llamaba —desde pocas semanas atrás— Provincia Cisplatina, incorporada a Portugal por voluntad de sus habitantes, y que uno de los artífices de la incorporación, Jerónimo Pío Bianchi, era catalogado por el periodista del Argos como «nuevo Proteo, a un tiempo administrador de Aduana, síndico procurador, comandante de resguardo, caballero de Cristo, diputado representante y agente secreto del gobierno».

Tal vez no fuera riesgoso demorarnos en Montevideo. Era, en cambio, afrentoso. El posadero tuvo un gesto hospitalario y nos vinculó con un guía, reclamado desde que llegamos para que asistiese nuestra necesidad de viajar a tierras de Colonia. Con más precisión, a las puntas del Cufré. Horas antes, habíamos concebido el proyecto de cabotear. ¿Pero cómo conseguir lancha, gabarra o lo que fuese, y patrón condescendiente? Un despilfarro de tiempo. Nos recomendaron a un andaluz, a quien decían Pepe Onza, héroe de mil y una hazañas con sólo su canoa. Por elemental cautela, lo desechamos.

Encarar al patrón del Seeland, proponerle levar anclas para surcar un tramo mal conocido del río, hubiese equivalido a que nos cerrase la puerta de su cámara en las narices. Iríamos por tierra.

Dijimos que portábamos mensajes privados para las hermanas Gómez, hacendadas; y habiendo metido previamente, en bolsillos falsos de las casacas, nuestra carga más valiosa —onzas de oro en apretados envoltorios— que no dejábamos en parte alguna, ni siquiera en el ballenero, mostramos a quien quisiera el interior de las maletas, para evidenciar que no trasladábamos caudales, sino noticias de estricto carácter familiar. Treta acertada. Desalentamos a los posibles asaltantes, especialmente al guía, del que nos cuidábamos, pero al que, forzados y con apremio, aceptamos.

Ni Learthy ni yo éramos jinetes: nos despreciaron, y merecimos las burlas del posadero, aunque disfrazadas. Viajamos en carro. Al recorrer las afueras de Montevideo, luego de trasponer un portón de las murallas, vimos desolación, abandono, pobreza. Nos llamó la atención una zanja que vadeamos con trabajos, y que se perdía hacia el este y el oeste. «La zanja reyuna», quiso explicar el guía, «obra del Pacificador». Así nombraban muchos, con velada sorna, al general Lecor.

No habíamos cubierto una legua, y ya los campos ostentaban pasturas riquísimas, regadas con magnificencia, dilatándose hasta donde quisiera la vista, como pradera virgen. De tanto en tanto divisábamos, a lo lejos, algún vacuno esmirriado, huidizo. O ranchos de barro y paja, con una única abertura por donde asomaba una vieja, o un casal de individuos decrépitos, que nada decían si nos arrimábamos, negando obstinadamente con la cabeza y guareciéndose en la oscuridad de sus moradas. Veíamos volar, en parejas, unos pájaros graznando con estridencia, aguerridos, de hermoso plumaje. Serían los teros que embelesaban a Patrick y cuyas astucias para desorientar a los intrusos me relataba cuando orzábamos con la Intrépida en el oleaje del Mediterráneo. Nos pesó en el alma aquel paisaje, como si estuviese encantado, adormecido por las hadas malignas de que habló a menudo el irlandés, mezclando pájaros de la tierra oriental con las mitologías de su infancia. Respirábamos, con el aire helado, desgana, ausencia, opresión.

A veces nos cruzábamos con gente a caballo, vagos del desierto, o piquetes criollos comandados, en humillante combinación, por un sargento portugués y un cabo nativo, o al revés. Y nos dejaban la sensación de ser cómplices deseosos, en cualquier atajo, de coserse a puñaladas. Les preguntaba el guía, de nuestra parte, si tenían noticias de la familia de las Gómez, y de Inocencia, su prima. Se encogían de hombros, respondían contradiciéndose y embarullándonos. Unos decían que las hermanas Gómez se fueron a Entre Ríos, amancebadas con ganaderos de la otra banda; hubo quienes insinuaron que la tristeza, la pura tristeza, se llevó a Inocencia, cansada de esperar el regreso de hijos, sobrinos o entenados. Decían más, pero el guía desfiguraba las cosas a su antojo, mencionando lodazales, caminos tapados por las aguas, ríos y arroyos desbordados, «de tanto llover en este puto invierno cisplatino», montes en las riberas, reductos de los mozos dispersados por la guerra y convertidos en salteadores. Para remate, hizo a un lado las mañas, echó pestes contra los extranjeros, agregó que, por las crecidas, no se podía seguir en carro sino en carreta tirada por bueyes, y reclamó paga doblada. «Hasta donde podamos», habíamos convenido con Learthy. Me adelanté a su parecer, expresando que nunca alcanzaríamos las puntas del Cufré. Y ordené el regreso. Para que nuestras almas no se hiciesen pedazos, nos envalentonamos diciendo que la Cisplatina no podía durar. ¿Quién mezclaba agua con aceite? Sólo un indiferente o un sonámbulo recorrería aquella parte del mundo sin darse cuenta de que, tarde o temprano, brotarían conspiraciones.

Pasaríamos los últimos momentos en la posada, atendiendo con paciencia de apóstoles al «viejo de la ginebra», un anciano bebedor que se hacía entender por señas y guiñadas, y que nos recordaba al Seeland por lo apestoso y vetusto. De cuando en cuando desenfundaba unos papeles y nos mostraba dibujos. Eran las sucesivas banderas que él había visto ondear en Montevideo: española, inglesa, española otra vez, bonaerense, artiguista, portuguesa... ¿cuántas más?, sugería gesticulando. ¡Ciudad desventurada!

Zangoleteados por el carro, nos pusimos a pensar que algún día estaríamos hamacándonos sobre nuevas goletas armadas en Baltimore para reanudar la lucha contra los monárquicos. El ensueño alentó hasta que avistamos las murallas de Montevideo, cuyos bastiones oscuros nos devolvieron al presente. Como alucinaciones encarnizadas, los años por vivir corrieron dentro de nosotros, impulsados por los vientos del tiempo, más veloces que los que moverían a las imaginadas embarcaciones.

No habría goletas de gavia; no gozaríamos viendo los cascos recién pintados de negro, ni la banda blanca, de popa a proa, naciendo a la altura de los imbornales e interrumpida por las portas de los cañones, ni el barniz de cubiertas y mástiles brillando como cristal. Tan sólo la arboladura tosca, la jarcia pringosa, el maderamen despintado y sucio, la silueta sin gracia del Seeland, en el que zarpamos cuando el capricho del patrón lo determinó, sin que lo amedrentase la fuerza del pampero. Navegamos con cansancio, aporreados por el trabajo y los sacudones del viejo ballenero. Si Patrick hubiese vivido, habría jurado, riéndose, que sufríamos el purgatorio reservado por su santo patrono a los marinos pecadores. Hablé de eso con Learthy, pero no logré sacarlo de su mutismo. Si mal no recuerdo, me extendí sobre los amores de Patrick, en plural, dado que su historia no se reducía a Inocencia, según confidencias. Y aun esa mujer, ¿qué fue para él? Nunca endulzó esos temas; no le conocí tapujos sino una franqueza con la que hacía saltar verdades, como las doladuras bajo los golpes de su segur, y en las que exponía, amistosamente, una sensualidad restallando sin tasa, libre de morbideces o melancolías. Pero su mandato había sido concluyente: «La cruz, a Inocencia».

Sí, yo llevaba, bien custodiada, la cruz tallada en roble, y la tanteaba de continuo mientras el Seeland procuraba abrigo en la ensenada de Maldonado, en espera de que el viento amainase. Yo nada esperé. Llamé a Learthy, y de codos sobre la regala, en la banda que se orientaba hacia tierra, convidé a mi amigo a contemplar las serranías, la línea de la playa esfumada por la bruma del oleaje, las aguas de un verde oscuro, sembradas de espumas. «Un impulso violento trajo a Patrick hasta aquí», dije, «otro impulso lo llevó. Y un acto, tal vez de caridad, puede oficiar como restitución».

Y desnudando la cruz de su envoltorio, y lastrándola con munición que até a sus brazos con un delgado cabo de cáñamo, la arrojé a las aguas, mudos los dos, viendo cómo el crucificado de roble se hundía en busca de paz.

(Del periodista Charles Weimberg a su amigo John Blackbourne)

Nueva York

Diciembre de 1821

Viejo John: ayer proclamaste honorable a Lewis Clayton; hoy le diría escamoteador. O mentiroso. ¿Lo sufrirás? Nos hizo creer que no hallaron a Inocencia, y estuve a punto de imprimirlo, jurando a mis lectores por tus barbas, las mías y las de él, que expresaba verdad. Pero me contuve: mi profesión exige corroborarlo todo. ¿Tantas millas para no dar con esa mujer, o con su tumba? Lewis sabrá de barcos, derrotas, mareas; pluma en mano, resulta un bisoño, por decir lo más liviano.

Hace apenas una hora me visitó en la redacción una dama, vecina de esta ciudad, esposa en segundas nupcias de un banquero achacoso y resignado, madre de dos muchachos, y por más señas, irlandesa. Nombró a Patrick Donagall, impresionada por su destino; y rojas las mejillas —de emoción, te juro— agitando la piel de zorro con que abrigaba su cuello, se desahogó con un sonoro: «El señor Clayton dijo la verdad a medias». Elegancia irlandesa para darme a entender que Lewis mintió.

Te explico. La ruborosa señora contrató a un caballero como preceptor de sus chicos. Ex marino, empobrecido, prendado de la ciencia, del buen leer (y de la irlandesa, aunque con circunspección excusable). Su nombre: Jack Learthy. ¿Lo imaginabas todavía en el Seeland, sin hartarse de ver destazar ballenas, del olor nauseabundo a sangre y a grasa?

Tus hombres se dispersaron al arribar a Juan Griego, como empujados por vientos de todos los cuadrantes, según tus cartas, que me han impresionado, y a las que contesto ahora. ¿Es cierto que Joseph Kingsbury se enroló en una fragata de guerra? ¿Que Dan Armstrong y David Smith retornaron a Nantucket, y que aún no han resuelto sus destinos? ¿Que Jonathan Hoove, dando bordadas de taberna en taberna, zurce con sus inventos la realidad del combate en que hirieron de muerte a Patrick Donagall? De Simbad nada te pregunto, pues todo es posible en su vida, sin excluir la sibila de los corales. Tampoco de Bob, a quien deseo un buen viaje hasta Kingston, donde hallará mulatas que cocinen para él hasta que se le caigan los dientes. Ni de Peter Talsitt, con proyectos de envejecer como pescador, repitiendo un enigmático «fuimos más allá de lo que esperaban de nosotros».

Admiro a Clark, el piloto, y a Hill, el cirujano, que permanecieron contigo, junto con once marineros curtidos, de esos con barbas tupidas, caras como talladas a hachazos, cicatrices honrosas. Advierto que al mando de ese puñado, más los que se avengan a acompañarte, reparada la goleta, con otro nombre quizás, pondrás tu experiencia, y tu vida, en el tapete de la insurgencia bolivariana. Si Luis Brion, Aury o Arismendi son tal cual me los pintas, no sé cómo sobrellevarás tus cruceros. Has tenido un secuaz, aunque es difícil que se reúna contigo: el citado Jack Learthy.

Dijo adiós al ballenero antes de lo previsto, se despidió con pesadumbre de Clayton y enfiló como pudo a las costas venezolanas para engancharse con los rebeldes, con John Danels tal vez, cuya excelente foja conoces. Dejó Learthy por esos mares su ambición de capitanear goletas en singladuras pacíficas y volvió a combatir por la libertad republicana. La empresa le valió galardones, heridas, cabeza cargada de recuerdos, bolsillos vacíos. De retorno a este país, el socorro de la dama irlandesa le permitió comer, aunque debió afrontar un trabajo con el que nunca soñó. Lleva una quincena deslumbrando a los niños (y a la señora). Relató a aquéllos sus cruceros, los días de calma, las noches de luna, la estratagema de los remos, las pesadillas de Dickinson, los cuentos de Simbad; y a la madre, la misión que cumplió en la Provincia Oriental del Plata. Su visión del mundo cisplatino coincide con la de su acompañante, como la sombra con su cuerpo, tal como leíste en el informe de Lewis. Pero de pronto la sombra se emancipó y dio testimonio diferente.

Fue justo al vadear un arroyo, ni tan crecido ni tan peligroso como el guía anunciaba. La búsqueda pareció irracional a Lewis, y así lo expuso, proponiendo el regreso. Para Learthy, nada había —ni hay— de irracional en este siglo. «Lo único irracional es la renuncia», dijo. Y persuadió al guía, y sobre todo a Lewis, para proseguir. Hallaron un vado, traspusieron un arroyo ensoberbecido, y luego otros, y otros más. ¿Qué eran aquellos hilos de agua para quienes habían atravesado los mares? Aguantaron chubascos, embarrados, tensos, pernoctando a la intemperie, bajo el carro. Al cuarto día, el guía indicó que estaban próximos a las puntas del Cufré, a media legua de la estancia de las Gómez. «No han de quedar cristianos allí», completó.

Por su aspecto, el casco de la estancia parecía ruina abandonada. Golpearon las manos, gritó el guía «Ave María purísima», esperaron. Ladró un perro, desde los fondos. Rodearon la edificación y alcanzaron un cobertizo de paja y barro, hecho según costumbres de la zona. Salía humo por la puerta; tras el humo, apareció un perro flaco y viejo, ladrando, también por costumbre. Detrás, una mujer, pelo suelto, lacio, mechones canosos, secándose las manos con un delantal. Preguntó el guía por las hermanas Gómez, y movió un brazo la mujer, sugiriendo que esas personas se habían ido hacia tiempo, pero no dijo adonde. Presentó el guía a Jack Learthy y a Lewis Clayton como viajeros del norte, «de un país muy grande, una lejura bárbara», comerciantes, «gente de la mar», que deseaban encontrar a doña Inocencia para transmitirle un mensaje.

«Yo soy», dijo la mujer. Y observó a los dos con serenidad obstinada, como si todo el frío del invierno se hubiese guarecido en sus ojos. No demostró interés por conocer de dónde venían, ni qué habrían de comunicarle. «Mensajes», murmuró, «¿quién se molestaría?». Hizo pasar a los tres a su rancho, los invitó a sentarse en sillas derrengadas, «restos de un pasado mejor» pensó Learthy, ofreció lo poco que tenía: aguardiente y galletas. La habitación era paupérrima. En un rincón, sobre un brasero humeante, un caldero tiznado. Demoraron en hablar, turbados por el fardo que traían en sus almas y por la serenidad implacable con que Inocencia los miraba. «Nos estudiaba», comentó Learthy, «como un geólogo cuando examina una par de piedras, con la débil esperanza de averiguar a qué terrenos pertenecen».

BOOK: La cacería
6.31Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

A Is for Abstinence by Kelly Oram
Double Down by Katie Porter
Midnight Hour by Debra Dixon
Strangeways to Oldham by Andrea Frazer
The Emperor of Lies by Steve Sem-Sandberg
The Adjacent by Christopher Priest
Family by Robert J. Crane
The Lion of Midnight by J.D. Davies