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Authors: Alejandro Paternain

Tags: #Narrativa Historica

La cacería (17 page)

BOOK: La cacería
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Un silencio fúnebre cae sobre quienes rodeamos el coy de Hoove: el teniente Kingsbury, el bueno de Learthy —compungido y tenso—, Lewis Clayton y yo. «Cuando abordamos la goleta, vio Patrick el barullo que Gattiery soportaba a bordo. Un cañón se había destrincado, y ya saben ustedes la calaña de esos brutos corriendo a gusto por cubierta. Embistió de babor a estribor, arrastró cabos adujados, reventó la puerta del fogón, aplastó un pie del maestro carpintero y tumbó a los tres ayudantes del maestro que tuvieron el propósito idiota de apresar a la fiera. ¡Quién podía con ella! Gattiery lamentó las heridas y los magullones, ¿por qué pensar lo contrario? Pero un capitán es capitán ante todo, y le dolió su barco, ¡mal rayo, hasta mi abuelita se daría cuenta! El cañón, enloquecido por los bandazos, la persecución de los marineros, los gritos y las maldiciones, aflojó las tablas de las amuradas, yendo en zigzag endemoniado, como dije, de babor a estribor y a la inversa, y sólo paró cuando chocó contra el palo mayor. Retembló la goleta, desde los topes hasta la cala, y si el palo no cayó fue porque tuvo un dios aparte. Pero quedó rajado, apoyándose sobre el propio cañón; y el muy bestia, después de tanto destrozo, se acurrucó contra la base del palo, como un ternero inocente refugiándose entre las tetas de su madre, con miedo de lo que llovía sobre él: masteleros quebrados, cabos de la jarcia de labor, con sus motones convertidos en proyectiles, astillas de las vergas. ¡Casi nada! Trabajo severísimo para Patrick, y para mí, que lo ayudé, y para mis remeros, entreverados con la marinería de la goleta en fajina de limpieza. Nuestro bote iba a remolque y yo pensé más de una vez que no habríamos de necesitarlo, tanto era el quehacer junto a los hombres de Gattiery. Lo saben de sobra: reparar lleva tiempo largo al mejor de los carpinteros. Pero Patrick ha sido más que mejor. Un diablo, no añado una pulgada a la verdad, el más listo que conocí garlopa en mano, dueño del macetazo aplicado con mayor destreza en cuanta cubierta pisé durante mi maldita vida, que se arrastra, sin merecerlo, por más de treinta años. Ahora reniego de esa celeridad y me pregunto si la destreza no es, a veces, un castigo. Gattiery admiró el trabajo de Patrick, y aunque nada dijo, yo lo notaba. Por más capitán que fuese, no acertaba a disimular. Había estimado que las reparaciones insumirían, por lo menos, tres días. Y tan sólo en quince horas, la Argentino tuvo sus maderas tan sin roturas como mi madre cuando era virgen, porque alguna vez lo fue, ¿qué han pensado?

»Preso en su sitio el cañón, trincado como en mortaja, con vigilancia permanente; compuestas las tablas de las amuradas, renvalsada la puerta del fogón, acondicionadas las vergas, y devueltos los masteleros a sus fundones, Gattiery lanzó un hurra estrepitoso, coreado por la marinería, Patrick tomó aliento, un poco, nada más, como para hacernos creer que se había cansado. ¡Rayos y truenos! Hubiera seguido en obra ocho horas más, tan fresco y bienhumorado como cuando ustedes lo veían aquí, durante los ranchos. Aún le sobró aliento para andar sobre manos y rodillas de popa a proa, tanteando las tablazones, y para trepar después a la arboladura, comprobando cómo se portaban sus arreglos en la navegación, ya reemprendida. Compararlo con una ardilla sería ridículo, tratándose de un muchachón como él. Un lagarto, quizás, por su forma de moverse en cubierta; o un águila, un albatros, de los muchos que vi en mis travesías, al treparse por la jarcia y ponerse a mirar los horizontes. Faltó poco para que fuera el primero en avistar las velas tras las que se empeñaba Gattiery. Avistó, sin embargo, otra cosa, y en eso fue primero, estoy tan seguro como del calor que está largando esta hermosa muchacha debajo de mi brazo, y a la que seguiré cumplimentando con mis besos. " ¡Tormenta!", gritó Patrick encaramado en la cofa más alta del palo mayor. Así exclamó, sin sutilezas ni precisiones, ¿cómo pedirle tanto? No señaló de dónde venía el mal tiempo, ni con qué calibres de rayos y truenos estaban preñadas las nubes del infierno. Apenas le dio tiempo para bajar por los obenques, saltando de flechaste en flechaste como un mono. Descendió del lado de barlovento, de modo que el ventarrón, ya desatado, lo empujase hacia la cabullería, sin riesgo de ser arrancado del barco. Si eso no es de buen marinero, que lo diga el diablo. Carpintero de primera, ¡vaya que sí! Pero ante todo, hombre de mar, del paño más puro y mejor cortado.

»El mal tiempo nos separó, es canción conocida para ustedes. Dejamos de ver a la Intrépida, se nos perdió entre los turbiones, los chubascos en cataratas y toda esa porquería. También ustedes nos perdieron, pero ni Patrick ni yo ni los remeros dimos por el pito más de lo que valía. Suele ocurrir en esta profesión; y aunque Patrick me recordaba los vaticinios negros de Peter Talsitt, o los de una criolla del Plata, una tal Inocencia, yo trataba de taparle la boca asegurándole que en cuanto escampase estaríamos en la cubierta de la Intrépida, porque Blackbourne, siguiendo las aguas, no tenía rival.

»Hacerlo callar, ¡qué pretensión!, Patrick se largaba a cantar cosas de su Irlanda, sin decidirse nunca entre Erin o Hibernia; lo hacía con una voz opaca, llena de altos y bajos, como un mar con oleaje grueso, en el que aparecían hadas, las buenas y las malas, dioses a los que nombraba Fomores, cantos como arrancados del abismo, me erizaban la piel, lo juro, y me habrían castañeteado los dientes si los tuviese completos, ¡triste de mí! No hubo nadie en la goleta que lo redujese a silencio, ni los oficiales, ni los contramaestres, ni el sanguíneo Gattiery, pero sí, me olvido, hubo uno, un muchacho apenas, no pasaría de los diez y ocho años, integrante de la tropa, muy hábil con la cuchilla, según sus compañeros, quien le dijo: "Carpintero, el cantar del solista trae ruina, mejor hacemos dúo". Desapareció, volvió con un violín, y recostándose en la base de un mástil, se puso a tocar con alegría contagiosa. Eran tonadas de bailes, músicas portuarias, pegadizas, ligeras como el cabrilleo de la luna sobre el mar en calma. Si manejaba la cuchilla como el arco del violín, no dudaba yo que ante su brazo caerían cabezas como hojas de robles durante los otoños de mi Maryland querida. Quedamos embelesados oyéndolo; y Patrick metió violín en bolsa, como se dice, mientras el violín del muchacho seguía avante, haciendo contraste inolvidable con la música desacompasada de las lonas infladas por el viento. Me llamó la atención, desde el vamos, el aspecto del músico cuchillero, mejor dicho, su cabeza. Era individuo de piel muy blanca, un rubio casi albino; pero un oficial me informó que su pelo estaba blanco, que encaneció de un modo increíble. El propio muchacho lo explicaba así: había nacido en hogar de colonos escandinavos, a orillas de los grandes lagos. Un atardecer tocaba el violín en la orilla, sin sospechar nada, tanta era la paz del ambiente. De pronto, un oso delante. Descomunal, fiero, balanceándose hambriento. El muchacho siguió tocando. No tenía fusil, ni el hacha que le habían enseñado a usar los cazadores chippewas; sólo un cuchillo, del que no podía echar mano. Prosiguió con el arco, resbalándolo sobre las cuerdas, muerto de miedo. Y el oso, en lugar de atacarlo con zarpa y colmillo, quedó inmóvil, como si admirase la música. Pero el pelo del violinista se puso blanco, desde la raíz hasta la punta, muy blanco, parecía nieve de las cumbres de Vermont. Estuve no sé cuánto oyéndolo tocar al pie del mástil, y afirmo por mi madre que su violín metía unas ganas enormes de paz. Quiso Patrick retribuirle; pidió el muchacho la navaja de mi amigo; negó Patrick tal pedido, y ofreció su gorra azul y roja. La aceptó de buen humor el músico y al ponerse la gorra, formó, con su pelo blanco, la más curiosa insignia tricolor que hayan visto mis cansados ojos. De ese modo le nombró Patrick: Tricolor; y ya todos, sin preocuparnos por respetar su nombre verdadero, le dijimos Tricolor, una música; Tricolor, un aire de baile; Tricolor, fuerte con el violín; Tricolor, está nublado, queremos alegría, dale al arco, llueve mucho, a ver si al fin escampa y volvemos a poner los ojos en las velas de la Intrépida.

»¡Rayos y truenos!, escampó, claro que sí, pero de la Intrépida ni rastros. Ante el catalejo de Gattiery se presentaron otras velas. Ricas presas, como para que corriese saliva por la boca de aquel corsario. ¡Presas malditas, cebos en el rumbo de la goleta, bellaquerías de los condenados que capitanea Lucifer! Vino el buen tiempo, con calma relativa, y vino el infierno, el horror, había que tener hígados para encararlo, como hay que tenerlos para recordar. Permitan, caballeros, que dé otro beso a esta amiga de mis entrañas.»

«Gattiery acosaba a un bergantín mercante que iba de Barcelona hacia Málaga. Casi al mismo tiempo, se le atravesó un lucre, bien cargado, navegando pesadamente. Loco Gattiery, tan loco por la captura como yo por el brandy. Gran espíritu el suyo, quiero ser justo; pero desmedido, ardiente, hecho de fuego, con afán de coronarse campeón, amontonar presas y mantener en un puño a sus muchachos. ¡Había que ver cómo le obedecían, y qué silbidos y hurras estallaban en la goleta cada vez que su capitán pisaba la toldilla! No se chuparon el dedo, contra lo que pudiera achacárseles. Ni la tripulación ni Gattiery habían enceguecido; y mientras estuve en la Argentino no hallé a nadie sin sesos. Sabían muy bien qué estaba ocurriendo; y tenían sospechas bien fundadas. Tarde o temprano, enfrentarían algo más que las furias del mar. ¿Gattiery le había olvidado, capitán Blackbourne? ¿Había borrado a la Intrépida? ¿Quería para él solo las presas? Despacio, capitán; despacio, señor Clayton; y tú, Learthy, basta de fruncir las cejas y de renegar de la fortuna. Escuchen, ésta es mi suposición: Gattiery confió en su ímpetu y en su gente; y antes que nada, confió en que podría cumplir con su deber sin aguardar a la Intrépida, no quiso ser ese crío que espera al hermano mayor para arrancar manzanas. ¿Cuál fue su deber? Ahí está el nudo, ¡por el infierno! Cada quien lo interpretará a su modo. Para Gattiery, su deber fue dejar en paz al lucre, desviarse del bergantín y singlar en línea recta hacia un nuevo objetivo.

»Un intruso, diría yo, un colado en el baile, un aguafiestas que avanzaba con intención canalla. Cualquier corsario hubiese tomado el partido lógico, el acostumbrado: abandonar las presas y huir. El intruso era polacra bien armada, con nombre de santo, pero tenía tanta santidad como yo ganas de tirar por la borda esta muchacha de mis amores y mis besos. ¿Qué santo era? ¡Yo qué sé! ¿Cómo quieren que me acuerde? San Belcebú, o san Carajo, con el perdón de ustedes. Gattiery cumplió con los cánones, aunque a medias. Soltó las presas, y hasta ahí, nadie reprocharía nada, ni siquiera los marineros de agua dulce. Pero no huyó, y en eso consistió su espíritu robusto. No huir y aceptar el duelo: de ese modo concibió su deber. ¿Quién de ustedes lo reprobaría?

»Anochecía, y fue como si las penumbras hubiesen redoblado el coraje de Gattiery. Ordenó zafarrancho de combate, soltar todo el paño y caer por la popa de la polacra con mucha fuerza. Rodearon los artilleros sus piezas, las cargaron, cebaron las mechas; detrás de ellos, se aprontaron los fusileros, culata al hombro; el grueso de la marinería, en la que se destacaba Tricolor, liberada de las maniobras, desnudó las cuchillas de abordaje; y los oficiales los imitaron, blandiendo sus espadas, pistola al cinto y repitiendo a gritos las órdenes de un Gattiery que, con su espada aún en la vaina, repartía su atención entre la gente de tropa y los marineros que cazaban, fiaban y braceaban las vergas. Patrick, los remeros del bote y yo sólo portábamos dagas y navajas. Nos dieron cuchillas de empuñadura gruesa y nos colocaron en el centro de crujía, como pequeño cuerpo de reserva, y entre todos, iban y venían los grumetes sacando las balas de las chileras o acarreando sacos de pólvora. El trajín de siempre, no es novedad para nadie. La novedad, ¡trueno de Dios!, surgió de otra fuente.

»Cuando tuvimos la polacra a tiro, viramos presentándole nuestro través y soltándole una andanada. Aún percuten en mi cabeza los disparos; y más que los disparos, los hurras de los hombres de la Argentino, sin excluir a Gattiery. Hurras tremendos y profundos; a la vez, alegres, como vociferados por muchachos en juegos de pelota, o como las melodías de Tricolor. La noche había cerrado. El capitán español contó con la oscuridad, apostando a las dificultades con que la artillería corsaria apuntaría. Hubo un momento en que, por efecto de los virajes, tuvimos la polacra de través, según mostraban la luces de posición, la sombra alargada que se divisaba sobre las aguas y la gran mancha de nieve de su velamen, como si fuese una colina delante de nosotros, recortándose contra un cielo con resplandor crepuscular aún. ¡Un blanco magnífico! ¿Quién tuvo dudas en la goleta? Gattiery bramaba de alegría; y clamando que con la primera andanada arrasaría las baterías enemigas, mandó descargar una segunda lluvia de fuego y metralla, reforzándola con tiroteos de la fusilería. Tronaron los cañones de babor, viró la goleta, hizo retumbar las piezas de estribor; y cada andanada fue celebrada con hurras de tanta potencia, y tan enardecedores, que ni Patrick ni yo (ni los remeros) pudimos quedar mudos.

»No eran muchas las bocas de artillería, no vayan a creer, ¡audaz Gattiery!, habría cuatro o cinco por banda, pero como la polacra no contestaba el fuego, pensamos que sería nuestra en cuestión de minutos. ¡Pensamiento fatídico! Ahí brotó la novedad; el capitán español nos dejaba acercar ahorrando tiros y con propósito —claro al fin, en medio de la noche iluminada fantásticamente por nuestros disparos— de juntar una de sus bandas con la goleta y derramar en nuestra cubierta una marinería embravecida, revestida con camisas blancas para que no se confundiese con la nuestra y los oficiales lograsen saber dónde metían el pie sus hombres.

»Ni el diablo hubiese previsto la artimaña. ¿No era privilegio de corsarios abordar cuchilla en mano? Maldita la hora en que nací: el enemigo nos tundía con nuestros expedientes y volvía —como si dijéramos— contra nosotros los propios cañones. No pude ver si Patrick había palidecido, a pesar de que estábamos hombro con hombro. Yo sí debía tener la cara como la de un muerto. Nada me gustaba aquello, lo confieso. O los artilleros de la goleta, desorientados, dispararon con gran margen de error, o el capitán de la polacra era sujeto de envergadura, de esos que aprenden en la mejor escuela, la de la práctica, cómo arremeter contra un corsario. Sentí el cuerpo de Patrick pesar sobre mi flanco, mientras me hablaba: "Españoles otra vez, ya les di salsa sabrosa en el Plata, no me asustan". No tuvo tiempo de decirme mucho más, apenas indicarme que llevaría la cuchilla al cinto y que con su navaja sería un león.

BOOK: La cacería
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