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Authors: Alejandro Paternain

Tags: #Narrativa Historica

La cacería (7 page)

BOOK: La cacería
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Dejo de escribir, salgo a respirar, vuelvo a la toldilla. La Intrépida navega con alegría, y con más comodidad su tripulación. Somos ahora setenta hombres. En vano busco al Bom Suceso con el catalejo. Se ha perdido de vista. Sólo me cabe desearle buena singladura, sin encuentros desafortunados. El Espíritu Santo persistirá en sus patrullajes; obtendrá informes, hallará rastros de mis apresamientos; querrá quitarme de la boca cuanta presa voy haciendo, y tenderme la zarpa. Y no pudiendo lograr ni una cosa ni la otra —es lo que espero— se morderá los puños, enfurecido.

CUADERNO 4 El cazador renueva su equipaje

En la Navidad de 1819, bajo un calor del infierno, según murmura Basilio de Brito a espaldas del capellán, el brick Espíritu Santo entra en la bahía de Guanabara. Trae su capitán la cabeza confusa, el ánimo basculando entre la inquietud y el embeleso. Siempre ha sentido un arrobo indefinible al surcar esa bahía. Morros verdecidos, leve bruma celeste, sol clavado el día entero en un cielo límpido, aguas tersas, bruñidas como espejo, ¿dónde encontrarlos? Ninguna de las bahías conocidas superaba aquella hermosura; y las que restaban por conocer no igualarían ese abrigo donde sus antepasados portugueses tuvieron la maravillosa ocurrencia de fundar Río de Janeiro. Desea recorrer las orillas y pasearse de isla en isla dejando morir las horas sin acordarse de que debe desembarcar, rendir informes, dejar los papeles del brick en el despacho de la capitanía, hablar con el secretario del gobernador, hablar con el marqués tal, hablar con Su Excelencia cual, hablar, hablar.

Los chasquitos de las anclas quebrando la superficie pulida, aceitosa, del agua, y yéndose al fondo acompañadas del frotar de la maroma contra el escobén, barren los pensamientos de Basilio de Brito. Hay que atender todavía muchas tareas: dar de baja a un porcentaje considerable de la tripulación, pagar a esos hombres (o prometerles paga en una semana), acompañar a tierra a los pasajeros represados, gente de la lancha Itacuruçá, de las sumacas Pará y Bom Fim, del bergantín Bom Suceso, socorrer sus necesidades, buscarles hospedaje, sugerirles nuevos destinos, completar los informes, ahondar en los interrogatorios, ahuyentar de su cerebro, como quien espanta una mosca pegajosa, la imagen del capitán de la fragata inglesa Príamo. Fue este barco el que, tras recibir del Bom Suceso a los hombres apresados por el corsario, los trasbordó al Espíritu Santo. Un alcornoque el inglés, o un soberano hipócrita. ¡Si Basilio de Brito contase con una fragata como la Príamo\ Treinta y cuatro cañones, dos puentes, ciento cincuenta hombres, ángeles del cielo, y el inglés sin consentir en nada, sin aventurar nada, ¿corsarios?, insurgentes sudamericanos en lucha que no concierne a su majestad británica. El inglés cumplía un deber humanitario, una norma de hombres de mar, velando por quienes sufrían las consecuencias de la guerra. ¡Con qué pegajosa y fingida estolidez se excusó el míster de soltar la lengua y decir que sí, que había avistado corsarios en el litoral del norte brasileño, que sabía sus nombres, que conocía a sus capitanes!

Hacía ver que no entendía el lenguaje de Basilio de Brito, y que él se manejaba mal con la lengua portuguesa. Y saludando con seca cortesía, ordenaba reanudar la navegación de su fragata. Pasada media hora, la Príamo era una figura pequeña y lejana, y el Espíritu Santo un hervidero de relatos caldeados por la fantasía, el temor o la congoja, de quejas, de lamentos, de voces indignadas que brotaban de cuarenta y cuatro bocas declarando al mismo tiempo y sin disimulo que también tenían sed y hambre. Los oficiales de presa corsarios habían racionado los alimentos con mano de hierro; una mano parecida tuvo el capitán inglés; y Basilio de Brito no pudo ser generoso, por más que hubiera querido: galleta agusanada y agua maloliente y de sabor nauseabundo cubriéndose de verdín en las pipas. Cien veces oyó De Brito un informe similar: el corsario cayendo sobre sus víctimas como halcón ante una paloma, izando un pabellón nunca visto, de tres franjas horizontales —azul, roja, blanca— y afirmándolo al tope con un cañonazo, enviando en un bote oficiales y fusileros que hablaban inglés como entre ladridos, con tono nasal, yanquis, qué duda cabía, armados hasta las orejas, ásperos, expeditivos, inmisericordes. Si los infortunados navegantes portugueses entendían, bueno; y si no, igual quedaban sin barco, sin carga, sin sus cofres, todo lo abrían, a hachazos, y todo lo incautaban aquellos bandidos, piratas, qué otra cosa decir, filibusteros renaciendo en tiempos civilizados, amparándose en leyes de guerra, argumentando que servían bajo la bandera del general Artigas, atacado en sus tierras por ejércitos lusitanos invasores, ¿qué tenían que ver los incautos patrones y marineros con una guerra de la cual no eran culpables?

Basilio de Brito procuraba calmar a los represados, encauzar las pesquisas, «vamos a ver, en orden, señores, toda palabra que ustedes digan puede ser preciosa para mí, pero una tras otra, respetando turnos, recordando días y si es posible latitudes y longitudes en que los sorprendieron los apresamientos». Divergían en fechas y posiciones, pero coincidían en un mismo corsario: la goleta Intrépida. Su capitán afirmaba llamarse John Blackbourne, esgrimía las letras patentes, «todo legal» repetían los represados tratando de imitar las vociferaciones, los gestos hoscos y los torvos semblantes que —según ellos— se complacían en revelar aquellos ladrones.

Basilio de Brito observa el perfil de los morros con el ceño fruncido, mientras el Espíritu Santo pone proa hacia la boca de la bahía. Escucha distraídamente a su segundo, quien insiste en que muy pocos capitanes hubiesen logrado tanto en una quincena. No hay adulación en las palabras de «seor Luis», como han empezado a decirle los marineros. Tampoco el afán estúpido de encubrir la realidad ante un hombre como su capitán. Sumaron dos cañones a los que ya tenía el brick, distribuyéndolos en cuatro por banda; añadieron otro pedrero al de proa, robusteciendo la capacidad de fuego en esa parte del barco; obtuvieron, de donantes que no quisieron dar sus nombres, velas nuevas, de lona fuerte; reforzaron y calafatearon en regla; se proveyeron de catalejos con lentes potentísimos, transferidos por un almirante inglés para fomentar en aguas sudamericanas la ciencia náutica. ¡Los ingleses! Alegan neutralidad, y bajo cuerda, tienden una mano, no muy abierta, es cierto, pero de algo servirá. Y se abastecieron de pólvora y de armas portátiles. «Declararme insatisfecho», ha escrito a su esposa antes de partir, «sería injusto para con los cielos, y para con la diligencia de mis oficiales. Pero ¿qué decir cuando me he visto empujado a remover tierra y cielo en busca de pertrechos, avíos de guerra, individuos que se parezcan —aunque fuese a una legua— al tipo de marino que ha glorificado por centurias los gallardetes de la flota real? Es media noche; estoy cansado, deshecho por el calor, que ni a estas horas afloja. No he recibido ahora misivas perentorias, ni frases compulsivas al estilo de "zarpar sin demora". Me haré a la vela otra vez, muy pronto, comandando el Espíritu Santo, pero por decisión personal (previas consultas indispensables, anuencias, exhortos, consejos, etcétera). Respondo a dos razones terminantes. Una, el creciente clamor en puertos y en cubiertas, para que se actúe con celeridad, sin miramientos, contra quienes paralizan nuestro comercio y provocan daños tremendos entre la gente de mar. La otra: he comprometido mi honor ante Dios y el Rey en cortar el vuelo a una goleta de los anárquicos artiguistas, de nombre Intrépida. Sobre ella recae la culpabilidad de las muchas tropelías cometidas entre la isla de Santa Catarina y Cabo Frío. Besa a María da Gloria en mi nombre, y reza por mí, por mi barco, y por los corajudos que me acompañan en empresa tan gravosa. 8 de enero de 1820.»

Sin embargo, De Brito no está demasiado convencido de que en su rol abunden corajudos. Retuvo a Manuel Pinto, a Juan Miranda, al ceremonioso Araújo, invalorable en sus consejos y en su arte para escuchar tras los mamparos, para meterse en el sollado y sorprender descontentos entre la marinería, para amedrentar y conservar la disciplina con sólo trazar una cruz en el aire. Y por supuesto, a Luis de Almeida. Ésa es toda su plana mayor, a la que puede añadirse Paulo Silva, cirujano graduado en Coimbra, de cuya lanceta deberán cuidarse todos, y cuya lengua habrá de cuidar el capitán, no por murmurador, sino porque tiene sensibilidad delicadísima para detectar los rincones de la cámara donde se esconden los licores. Pero la marinería no pasa de cincuenta individuos. Diez son portugueses, con breve estancia en Río de Janeiro, y a ellos ha encomendado las responsabilidades de la maniobra; los restantes fueron enganchados como de costumbre. Abriendo celdas, visitando fondas, arreando a chicotazos o cargando con muchachos mareados a fuerza de aguardiente. Hubo que convertirlos en tripulantes de un barco de guerra durante diez días de feroz instrucción. Negros, zambos, mulatos, caboclos: buenos en principio para muy pocas cosas, salvo como carne sobre la cual ensayar el rigor. Luis de Almeida no es tan escéptico, o es, tal vez, más indulgente. En la cámara, durante las noches, en presencia de Araújo, conversa con el capitán en voz baja, mientras crujen las maderas del brick, zarandeado por las olas del océano, en navegación con rumbo nornoroeste. Han hecho sólo una jamada, sin novedades. Luis de Almeida cree oportuno refutar, cortésmente, las aprensiones y las desconfianzas de Basilio de Brito, quien por respeto al pálido Araújo, beberá despaciosamente su café sin ofuscarse ni porfiar en sus pareceres.

La charla se ha centrado en un punto: los métodos de Manuel Pinto para obligar a un caboclo a treparse por el trinquete, alcanzar el mastelero y destrabar el quinal, enredado por el viento. El caboclo tuvo miedo, y Pinto, violencia en demasía: insultos, empujones, sopapos, comenta el capitán. «Pero no culpo a Pinto, cumplió con lo suyo. Me culpo a mí mismo, he reclutado pingajos.» Luis de Almeida señala que ni buscando con candiles, entre rapaces de buena familia, criados con austeridad por el puño paterno, habrían alcanzado resultados irreprochables. Nada responde De Brito, metiendo su nariz en el jarro de café; nada dice Araújo, metiendo sus manos en las mangas de su negra y holgada casaca. Luis de Almeida, dueño de la palabra, prosigue su discurso, conteniendo el tono, eligiendo los vocablos, jugueteando con su jarro vacío. Opina que nunca, a esa altura del siglo, se obtendrán mejores hombres, ni en los puertos del Brasil, ni en los de Portugal, que siempre fue así, y que así será mientras haya necesidad de salir a los mares en misiones de riesgo, tras la estela de los bandoleros, sin otro aliciente que una paga exigua, de cobranza tardía, o algunos pelos de la piel de los jaguares que iban a cazar. Vale decir, cofres, ropas, tal vez medallones, dijes, amuletos, caravanas, que llevasen pegados a sus cueros los corsarios. Pero antes, había que atraparlos.

El barómetro marca mal tiempo; el calor derrite la brea de las junturas y atormenta a los hombres; el mar se tiende ondulado y pardusco; el horizonte reverbera con relámpagos cárdenos entre nubarrones oscuros; el viento sopla en rachas; la corredera indica siete nudos. En tres o cuatro horas, habrá tormenta. Pero el capitán De Brito navega con alegría rumbo al norte. ¿Pernambuco? ¿Natal? ¿Por qué no Bahía? Tal vez pueda recalar unas pocas jornadas, desembarcar, abrazar a Amelia y a María da Gloria. Ha costeado desde Cabo Frío, se ha puesto al pairo regularmente, cada setenta y dos horas, escrutando desde un punto fijo, ha reanudado la marcha, ha interceptado embarcaciones de cabotaje —lanchones, urcas, pinazas— y los patrones han respondido, con invariable acento, las mismas dos palabras: «Sin novedad».

Luis de Almeida y el capellán se vuelven locuaces y emiten hipótesis contradictorias, o complementarias: el corsario ha huido, ha sido apresado por la policía de mar que ejerce Inglaterra, ha vuelto a sus puertos de origen, ha derivado al Caribe y ha metido sus uñas en la trifulca entre bolivarianos y españoles, o se ha desplazado al sur, recorriendo la anchura del Plata, donde esperaría mejores presas. Basilio de Brito cierra la boca. Décadas de navegación le enseñaron a no calentar la cabeza con hipótesis. Ridículo conjeturar en los mares. Ridículo dar por bueno que el corsario haya cambiado de escenario. No vale emperrar el pensamiento en un rumbo o en otro. Ya dirán los días la verdad; entretanto, nada mejor que distraerse evocando a su mujer y a su hija y soñando con una dichosa escala bahiana. ¿Acaso hay daño? No lleva en sus papeles ninguna indicación en contrario; no hay en el litoral brasileño puerto cerrado para el Espíritu Santo. ¿La tormenta se opondrá? Durará muy poco; y bastará con capearla alejado de la costa para tener el camino franco hacia el fondeadero deseado. ¿Cuántas veces ha atravesado el mal tiempo de los trópicos? Un rato con vendavales y lluvias furiosas, como si los cielos se vinieran abajo, y agitación de las aguas, más asustadoras que peligrosas; y enseguida, nubes abriéndose y sol abrazador que seca en minutos las ropas, las lonas, los coys, empapados por el aguacero y los rociones.

Con vela de capa y a veinte millas de las rompientes, el «Espíritu Santo» corre bajo el temporal con hidalguía. La única inquietud del capitán es la costalada de algún marinero de guardia que no haya sabido todavía conservar el equilibrio en cubierta, y el alarido fatídico de Pinto o de Miranda, jefes de estribor y babor, imponiéndose sobre el bramar de los vientos para anunciar: «¡Hombre al agua!». Quien caiga, jamás retornará al brick, lo tragarán las olas, no habrá tiempo ni espacio para arriesgar la maniobra de rescate; y la moral de la tripulación se resquebrajaría, anulando el penoso trabajo aleccionador empeñado desde el día en que zarparon de Río de Janeiro.

Pone el oído en ese posible grito, asomándose por la puerta de la cámara, sin importarle que se moje su tricornio sujeto con barbijo. Asido al pasamanos, bordea la cámara, observa al timonel, firme bajo la lluvia, ojea rápidamente la vela de capa: todo anda bien, si es posible pensar así en una atmósfera que parece convulsionada por los demonios. Retorna a la cámara, se quita el tricornio, lo arroja a un rincón, sin molestarse por enjugarlo, y suspira aliviado, pues el grito temido no resonó, y tal vez no resuene mientras la tormenta se digne importunar. Con él están Luis de Almeida y el jesuíta Araújo, moviendo su labios en un rezo maquinal y mudo. Esperarán, no cabe otra cosa.

Sólo veinte minutos, menos de lo que había calculado. El barómetro indica otra vez tiempo bueno. Sale a cubierta, sacudiendo el tricornio, ansioso de los primeros rayos de sol. Cesa la lluvia, amaina el viento, se rasgan las nubes; pero el mar continúa revuelto, con oleaje verdinegro y crestas de turbias espumas.

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