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Authors: Alejandro Paternain

Tags: #Narrativa Historica

La cacería (2 page)

BOOK: La cacería
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»Vi arribar la lancha, descender al cabo, a dos marineros, a Donagall y a los toneleros con sus pipas. Caminaron tierra adentro, junto al curso del Cufré, y se perdieron tras unos médanos. Pasaron diez, quince minutos; se cumplió la media hora sin nada digno de anotarse, como no sea el celo que ponían en su guardia los marineros que quedaron en custodia de la lancha. Habría transcurrido una hora cuando sentí disparos de fusil que provenían más allá de los médanos. Los guardias de la lancha prepararon sus armas y se escudaron con la embarcación. Yo alcé mi mano derecha, seña convenida con David Smith para que encendiese la mecha de uno de los cañones; oí que los hombres de la lancha abrían fuego y vi que reaparecían, moviéndose con gran trabajo, el cabo, sus dos escoltas y los toneleros, cargando pipas y haces de leña, sin tiempo para repeler el ataque de cuatro o cinco jinetes que hostigaban a mi gente. Por los uniformes y el tipo de cabalgaduras, quedaba claro que se trataba de una patrulla imperial; y me quedó claro, también, que no atropellaban contra la lancha, pues llevaban sus cabalgaduras de un lado a otro, como si hubiese surgido un elemento de diversión.

»Así era en efecto. El aludido Patrick Donagall corría en zig zag, se entreparaba, disparaba su fusil, y volvía a correr alejándose de la lancha, atrayendo a los agresores y permitiendo que todos mis hombres, alcanzada su embarcación, tuviesen posibilidades de fuga exitosa. Fue un acto de valentía y sacrificio que me impresionó. Donagall parecía dispuesto a canjear su libertad —y su salud— por el retorno de nuestros hombres, a salvo, y con la leña y el agua. David Smith soltó un cañonazo y yo un juramento, instando a Hoove para que en uno de los botes acudiese con ocho fusileros al rescate del irlandés. Jamás me hubiera perdonado dejarlo en aquella ribera hostil.

»No habían pegado los remeros de Hoove cinco golpes de remos, cuando ya la acción en la costa había cambiado. Fuese por el fuego empeñoso de los tripulantes de la lancha —que aún no se había movido—, fuese (y es lo que creo) por el cañonazo de Smith, que, acertando en una orilla del Cufré, levantó arena y agua a pocas yardas de dos de los jinetes, o por descubrir el bote de Hoove dirigiéndose a tierra con respetable refuerzo de fusileros, volvieron rienda los imperiales portugueses y librando el escenario se perdieron tierra adentro.

»Pudo Patrick Donagall juntarse con la lancha, y ésta abandonar con presteza la orilla. Pero los gritos de Hoove, quien persistía en su apoyo, alertaron al cabo y a varios hombres de la lancha para que diesen cara a tierra, porque la partida imperial, desmontando en la línea misma de la orilla, apuntaba sus carabinas.

»No tuvieron oportunidad de hacer daño. Dos nuevos cañonazos asestados por David Smith los convencieron de que el paseo de primavera por las costas no beneficiaría sus imperiales pellejos. Y así, ya sin enemigos a la vista, retornaron a la Intrépida el bote y la lancha, completamos la carga de leña, y sobre todo, la de agua, y asistió el cirujano Hill a quienes habían recibido heridas, un marinero con un hombro rasguñado por bala de carabina, y Patrick Donagall con un sablazo en el antebrazo izquierdo. Nada grave, en ninguno de los dos casos. Kingsbury concedió ración doble de grog a los hombres de la lancha; y yo, menciones honoríficas en el cuaderno de bitácora y un reconocimiento especial a Patrick Donagall, a quien invité con un trago de brandy en mi cámara. Apuró de un sorbo su jarro de estaño, y sin querer extenderse sobre el asunto, y sin que le importase la herida, prolijamente vendada por el cirujano, saludó con cortesía y regresó a su puesto. Había aprendido, sin duda, la primera lección que oyó de mis labios cuando acepté su solicitud de enrolamiento: "Las plazas no se piden, se ganan". Era seguro que no habría de pedirme más nada mientras durase el crucero de la Intrépida.»

Arrecian los bandazos. Persiste el pampero. Suspendo las anotaciones. Prefiero evocar la figura de Patrick Donagall al irrumpir con arrogancia en la goleta, fondeada aún en Buenos Aires. Es buena forma de entretener esta navegación, cuya marcha nos ha hecho rebasar Maldonado sin que ninguna molestia, salvo la pamperada y el oleaje, se haya interpuesto hasta ahora. El teniente Kingsbury avistó por dos veces, con intervalo de cinco horas, las velas que me causaron inquietud y que por lo visto no desisten en su empeño de alcanzar la Intrépida. Si no afloja el pampero, les será difícil. Y yo tendré por fortuna inapreciable que se mantengan a la misma distancia, pues me repugnaría ver de cerca los cañones con que las naves de Buenos Aires pretenden castigar a quien han galardonado con el título de pirata. Pero así suele ocurrir en estas empresas.

«Lecor nos llamó bandidos, y también los señores de Buenos Aires»: con estas palabras se había presentado ante mí Patrick Donagall. Lo traía Lewis Clayton, experto oficial, ducho en reclutamientos. «Llegó en un bote construido por él, desde Colonia. Remó toda la noche, se deslizó de madrugada por el fondeadero, se amadrinó a la goleta y gritó "¡ah, del barco!". Tendimos una escala, lo dejamos subir, y aquí lo tiene, señor capitán. Dice que quiere servir, yo le he advertido que el capitán Blackbourne no gusta de bisoños. Pero insistió, ya lo ve usted. ¿Qué hago? ¿Lo tiro por la borda, o lo cruzamos hasta Colonia?»

Contuve la dureza de Clayton, y luego de una seña, me dejó frente a frente con el recién llegado. Semblante de polizón no tenía; de chiflado o de perseguido por la justicia, tampoco. Me fui con él hasta la puerta de la cámara, saqué una libreta y sentándome sobre una escotilla cerrada, con un cajón de municiones por pupitre, remojé la pluma en mi tintero de bronce, y empecé a interrogar al muchachón, alto y huesudo, manteniéndolo de pie.

«Nombre, ciudad, oficio», hablé.

«Patrick Donagall, veinticuatro años, carpintero.»

«¿De ribera?»

«Y también a bordo.»

«¿Por qué llegó hasta la goleta?»

«Quiero servir.»

«¿Sabe usted cuál es la bandera de mi barco?»

«Norteamericana. Han llegado varios a Colonia y a Buenos Aires.»

«¿Quién le informó de nuestro arribo?»

«Un muchacho que vino de Baltimore y a quien usted licenció. Dijo llamarse Anthony Fields.»

Lo miré fijamente. Decía la verdad y conocía que en la Intrépida había una plaza vacante.

«¿Qué más le informó Fields?»

«Que salieron de Baltimore como barco de carga y pasaje, y que en alta mar sacaron armas, hicieron ejercicios de tiro, y adiestraron a la tripulación.»

Dejé de escribir y levanté la vista. De nada valía andar con rodeos. Si había remado toda una noche no era por lograr puesto en un mercante ni para satisfacer sus deseos de viajar, propios de la juventud impetuosa, o incauta. Entre tantos hombres como había enrolado Clayton, a la fuerza o con maña, la presencia de un voluntario me halagaba. Resolví proseguir el interrogatorio con mayor exigencia, disimulando mi halago, y probando sus reacciones. Su acento, cerrado y áspero, no me engañaba. Sin embargo, le pregunté:

«¿Nacido en Inglaterra?»

«No, señor. En Skerries, cerca de Dublín. Soy tan irlandés como Campbell, de quien habrá oído hablar.»

Su insolencia acicateó mi curiosidad. Había oído de Campbell, por cierto; el teniente Kingsbury, hombre informado, se había referido a aquel irlandés, individuo legendario, europeo juzgado por la revolución contra las monarquías de Europa en las regiones platenses.

«¿Desde cuándo vive en la Provincia Oriental?»

«Desde 1807.»

«¿Con quiénes llegó tan joven al Plata?»

«Con la escuadra del comodoro Popham. Yo era aprendiz de carpintero en la fragata Encounter, de catorce cañones.»

«¿Cómo se desvinculó?»

«Abandoné el servicio cuando la escuadra estaba fondeada en Maldonado, semanas después de la toma de esa ciudad.»

Levanté otra vez la vista. Había calma en el puerto. Avanzaba la tarde, el cielo se cubría de un nublado parejo y espeso, presagiando cambios bruscos en el clima. Flotaba un olor en que se mezclaban los múltiples aromas portuarios y los de las frutas y los alimentos que mis hombres acarreaban en la Intrépida. Golpeando con la pluma la hoja de mi libreta, susurré la palabra bajo cuyo efecto había visto enmudecer y acobardarse a tantos: «Desertor».

Me miró con altanería y reprimiendo a duras penas sus ganas de alzar la voz, me contestó con un torrente de palabras, diciendo que cortar lazos con los ingleses no era, para él, deserción; que no había podido sufrir las tropelías de la gente de Backhouse en Maldonado ni el saqueo de tres días y tres noches contra un poblado indefenso, ni las hipocresías de una nación que se tenía por la más civilizada de la tierra. Mientras descargaba su odio contra los ingleses, yo lo escudriñaba procurando adivinar cómo había vivido desde entonces en una comarca azotada por tumultos, revoluciones, invasiones. O se había recluido en el interior, sobreviviendo por gracia de la caridad pública, o de su oficio, o había formado su carácter endureciéndose, como Campbell, en continuos combates. Pero Campbell era hombre hecho y derecho, si los datos de Kingsbury acertaban; y Patrick Donagall, apenas un jovencito durante esos años sangrientos.

«No estamos jugando», le dije con severidad, «la Intrépida no es barco de recreo, ni traslada señoritas. Me interesa, por sobre todo, un punto: ¿qué experiencia de mar ha hecho? Necesito hombres que sepan saborear el agua salada, y que hayan olfateado de cerca la pólvora».

«Serví en el bergantín Nancy, al mando de Richard Leech, en 1814; y el Nancy integraba la flota de Brown.»

«Cualquier espía de Lecor puede decir lo mismo», lo interrumpí con aspereza.

Entonces abrió su camisa desnudó un brazo, un hombro y enseñándome las cicatrices, me habló de que, poco antes del combate del Buceo, el Nancy luchó contra el español Romarate en las inmediaciones de la isla Martín García, y que allí fue herido. «Ocurrió conmigo lo que con tantos marineros, las maderas reventadas por las balas saltan por todas partes, hechas astillas, son como dardos, se clavan en la carne, desgarran, cortan tendones y músculos, y si uno no se va en sangre, pasa meses llagado, entre dolores que no deseo a nadie. ¿Qué hombre de mar está libre de esa peste? Nadie lo ignora, y usted menos que nadie, señor capitán.»

Mantuve silencio, observándolo con sosiego y procurando que en mis ojos asomase un destello de comprensión. Le escuché relatarme cómo lo trasladaron, medio muerto, a Colonia; que en aquella ciudad, los patriotas lo cuidaron; y que una familia, apiadándose, lo condujo semanas después a una casa de campo, en las afueras, donde demoró casi un año en sanar, pues le costó mucho recuperar los movimientos de su brazo. Pasó el año 15, y el 16 lo encontró aún convaleciente, sin poder enrolarse en la goleta corsaria República Oriental, al mando de Richard Leech, su antiguo capitán. Pero esta vez tenía una nueva oportunidad, y no quería por nada del mundo quedarse en tierra, donde no era tan bueno como en cubierta. «Póngame a prueba, señor capitán; y si no soy apto, lárgueme en cualquier puerto.»

Le respondí que conocería su destino en el término de una hora, previa consulta con mi segundo, el teniente Kingsbury, y con Lewis Clayton, oficial de reclutamiento. Y encomendando a un marinero que lo custodiase pistola al cinto, hice restallar en sus oídos aquello de «las plazas, ganarlas, no pedirlas», cerré la libreta, recogí los enseres de escribir y volví a mi cámara.

Asoma muy de mañana, por la puerta entreabierta, un sol potente, que convida a vivir. Asoma también otro sol, regordete y pecoso: el rostro del piloto Clark para comunicarme longitud y latitud y rematar su informe con un entusiasmado «¡el Atlántico!». Noble muchacho. Como si no supiera yo en qué mar navegamos. Este balanceo acompasado, este silbido del viento en la jarcia, este aroma cargado de yodo, son oceánicos. Además, el simple cómputo de las jornadas bastaría: el estuario del Plata quedó atrás y no volveremos a él hasta dentro de muchos meses. ¿Volveremos, en realidad? Pregunta que Clark, sin duda, no se ha hecho. Su mundo se compone de cartas de marear, sextante, altura del sol, posición de las estrellas, informes que está obligado a rendirme de mañana y al atardecer, órdenes mías que debe transmitir al timonel, lecturas asiduas de los manuales: tiene, sin duda, bastante. Y me parece que alivia tanto peso comunicándome cuanto pasa por su cabeza, sin excluir lo obvio ni los más chicos detalles. «Un piloto de primera», me dijo el comodoro Bainbridge cuando me lo recomendó. «No ha surcado todavía el Atlántico Sur, pero es como si lo conociera desde que nació. Puede dar la vuelta al mundo con él, amigo Blackburne, y lo traerá a puerto como si hubiese hecho un paseo por la bahía de Chesapeake. Es disciplinado, jamás olvida qué lugar ocupa; y aunque no brilla por su imaginación ni demuestra ambiciones excesivas, puede usted estar seguro de dos cosas: detesta el alcohol y no pierde la cabeza en el peligro.»

Hasta ahora, comprobé la primera virtud: Clark ha resistido toda tentación, es abstemio de ley. Para comprobar la segunda, faltarán, tal vez, una o dos jornadas. Cuando Bainbridge plantó cara a los ingleses, desde el año 12 al 15, tuvo oportunidades soberbias de pulsar los nervios del piloto. Y aunque Clark nunca me habló de aquellas acciones, ni de las fragatas de Bainbridge o de Isaac Hull, sé muy bien que la Intrépida lo deslumbró con sólo verla fondeada en Fells Point. Un colaborador de oro en esta empresa.

Bob, en persona, me trae el desayuno: té, galletas, queso, dulce. Me trae, al mismo tiempo, dos mensajes, «muy serios, capitán», me advierte abriendo desmesuradamente los ojos. Por algo no ha confiado en el ayuda de cámara. Sosteniendo con admirable equilibrio la bandeja, tras recorrer media cubierta entre cabeceos y bandazos, agacha su motosa cabeza al entrar, me acerca delicadamente el servicio y me comunica, creyendo candidamente que lo ignoro, que el señor Kingsbury, en guardia permanente la noche entera, avistó luces de posición de dos barcos a popa, como si nos siguieran las aguas; y que al amanecer, por haber bruma, horizonte con cerrazones, «y todos esos menjunjes», explica Bob estirando hacia delante sus labios carnosos, no ha divisado nada, y no puede saber de qué barcos se trata, ni si son los mismos que anduvieron tras nuestro husmo al salir del Plata.

Mordisqueando sin apetito una galleta, lo interrogo con la mirada. «Patrick Donagall, el irlandés», añade enronqueciendo la voz. «¿Indisciplina?», le pregunto. «Que se encargue el contramaestre Hoove, él sabe poner en vereda a la gente.» Bob abre aún más los ojos y mueve las manos como para calmarme. «No señor, nada de eso. Buen chico, Patrick, sí, estoy en lo cierto. En Jamaica conocí irlandeses, son irritables, tercos, andan a puñetazos con todo el mundo, pero Patrick no es así. Ben Gage, el maestro carpintero, le ha cobrado aprecio, usted, señor, con mis respetos, lo sabe. El asunto es diferente. ¿Me permite hablar?»

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