Las mujeres de César (39 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Las mujeres de César
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Bien, quizás Atilia hubiera dejado que César se le metiera en la cama y entre las piernas, pcro a Catón no lo había admitido en la cama después de aquello. Lo que la muerte de Cepión había puesto en marcha, la traición de Atilia lo había hecho terminar. ¡No querer a nadie! Nunca, nunca encariñarse con nadie. Encariñarse significaba incesante dolor.

No le hizo preguntas a Atilia. Se limitó a llamar al mayordomo a su despacho y a darle instrucciones para que empaquetara las cosas de ella y la echase de allí inmediatamente, que se la devolviese a su hennano. Unas cuantas palabras garabateadas en un papel y el hecho estaba consumado. Atilia quedaba repudiada y él no tendría que devolver ni un sestercio de la dote de una adúltera. Mientras esperaba en el despacho oyó la voz de ella a lo lejos, un quejido, un sollozo, un grito frenético llamando a sus hijos, y durante todo el tiempo la voz del mayordomo alzándose por encima de la de ella, el nido de los esclavos tropezándose ünos con otros al cumplir las órdenes del amo. Finalmente se oyó abrirse la puerta principal, y luego cerrarse. Después de lo cual el mayordomo llamó a la puerta.

—La señora Atilia se ha ido,
domine
.

—Envíame aquí a mis hijos.

Estos entraron poco después, desconcertados por el alboroto pero sin saber qué había ocurrido. No podía negarse que ambos eran suyos, ni siquiera ahora que la duda lo corroía. Porcia tenía seis años, era alta, delgada y angulosa, con el mismo pelo castaño que él pero en una versión más abundante y rizada, con los mismos ojos grises y separados que tenía él, con el mismo cuello largo, aunque la nariz era algo más pequeña. Catón Junior era dos años menor, un niño flaco que siempre le recordaba cómo habia sido él mismo en aquellos días en que aquel marso advenedizo, Silón, lo había sostenido colgado de la ventana y lo había amenazado con dejarlo caer sobre afiladas rocas; sólo que Catón Junior era tímido en vez de valiente y tenía tendencia a llorar con facilidad. Y, ay, ya estaba claro que la lista de los dos era Porcia, la pequeña oradora y filósofa. Dones inútiles en una niña.

—Hijos, me he divorciado de vuestra madre por infidelidad —les dijo Catón en tono normal con su acostumbrada voz ronca carente de toda expresión— Ha sido impura y ha demostrado no ser una adecuada esposa ni madre. He prohibido su entrada en esta casa, y no permitiré que ninguno de vosotros vuelva a verla.

El niñito apenas comprendió aquellas palabras adultas, sólo que algo horrible acababa de suceder, y que su madre era el centro de todo ello. Los grandes ojos se le llenaron de lágrimas; el labio le temblaba. No se puso a dar alaridos simplemente porque su hermana le dio de pronto un apretón en el brazo, que era la señal para decirle que debía controlarse. Y ella, aquella pequeña estoica que habría muerto con tal de complacer a su padre, se mantuvo erguida y con aspecto indómito, sin lágrimas ni temblores de los labios.

—Mamá se ha ido al exilio —dijo.

—Esa es una manera de expresarlo tan buena como cualquier otra.

—¿Sigue siendo ciudadana? —preguntó Porcia con una voz muy parecida.a la de su padre, sin ritmo ni melodía.

—No puedo privarla de eso, Porcia, y tampoco querría hacerlo. De lo que la he privado es de toda participación en nuestras vidas, porque no merece tomar parte en ellas. Tumadre es una mala mujer, una marrana, una puta, una ramera, una adúltera. Ha estado acostándose con un hombre llamado Cayo Julio César, y eso es todo lo que representa ser un patricio: ser corrupto, inmoral, anticuado —¿De verdad no volveremos a ver a mamá? —No mientras viváis bajo mi techo.

El propósito que había detrás de aquellas palabras adultas por fin hizo mella; el pequeño Catón Junior, de cuatro años, empezó a llorar desconsoladamente.

—¡Yo quiero a mi mamá! ¡Yo quiero a mi mamá! ¡Yo quiero a mi mamá!

—Creía que Zenón no prohibía el amor, solamente las acciones malas —dijo la hija—. ¿No es una buena acción amar a todo lo que es bueno? Tú eres bueno, pater. Yo debo amarte, Zenón dice que eso es una acción buena.

¿Cómo responder a aquello?

—Pues entonces modera tus sentimientos con cierto distancia— miento, y nunca dejes que el amor te gobierne —le indicó Catón—. No debes dejarte gobernar por nada que envilezca la mente, y las emociones lo hacen.

Cuando los niños se fueron, Catón salió de la habitación. En el pórtico, no lejos, se encontraba Atenodoro Cordilión con una jarra de vino, buenos libros y todavía mejor conversación. Desde aquel día en adelante, el vino, los libros y la conversación tendrían que llenar todos los huecos.

¡Ah, pero a Catón le costó caro enfrentarse con el brillante y festejado edil curul mientras éste se ocupaba de sus deberes tan asombrosamente bien, y con tanta aptitud!

—Se porta como si fuera el rey de Roma —le comentó Catón a Bíbulo.

—Pues yo opino que se cree que es el rey de Roma al ir por ahí repartiendo grano y espectáculos circenses. Todo a lo grande, desde esas maneras fáciles que adopta con la gente corriente hasta su arrogancia en el Senado.

—Es mi enemigo reconocido.

—Es el enemigo de todo hombre que quiera la adecuada
mos maiorum
, que ningún hombre sobresalga un ápice por encima de sus iguales —dijo Bíbulo—. ¡Lucharé contra él hasta que me muera!

—Es otro Cayo Mario —dijo Catón.

Pero Bíbulo pareció despreciativo.

—¿Mario? ¡No, Catón, no! Cayo Mario sabía que no podría ser nunca rey de Roma, no era más que un hacendado de Arpinum, como su igualmente bucólico primo Cicerón. César no es ningún Mario, créeme. César es otro Sila, y eso es mucho peor. —Las lágrimas no son una acción correcta cuando se derraman por motivos que no las merecen —le dijo el padre—. Te comportarás como un verdadero estoico y dejarás ese llanto tan poco varonil. No puedes tener a tu madre, y se acabó. Porcia, llévatelo de aquí. La próxima vez que lo vea, confio en ver a un hombre, no a un bebé mocoso y llorón.

—Yo haré que lo comprenda —dijo Porcia mirando a su padre con ciega adoración—. Mientras estemos contigo, pater, todo está bien. Es a ti a quien amamos más, no a mamá.

Catón se quedó petrificado.

—¡No améis nunca a nadie! —gritó—. ¡Nunca, nunca améis! ¡Un estoico no ama! ¡Un estoico no necesita que le amen!

En julio de aquel año Marco Porcio Catón fue elegido cuestor, y le tocó en suerte ser el
senior
de los tres cuestores urbanos; sus dos colegas eran el gran aristócrata plebeyo Marco Claudio Marcelo y un tal Lolio, un miembro de aquella familia picentina que Pompeyo el Grande estaba introduciendo felizmente en el meollo de la influencia romana del Senado y los Comicios.

Con algunos meses por delante antes de asumir el cargo de hecho, y antes de que le estuviera permitido asistir a las sesiones del Senado, Catón dedicó sus días a estudiar comercio y derecho mercantil; contrató a un tenedor de libros del Tesoro jubilado para que le enseñase cómo los
tribuni aerarii
que estaban al frente de aquel terreno realizaban la contabilidad, y se estudió laboriosamente todo aquello que no le entraba de un modo natural hasta que supo tanto acerca de las finanzas del Senado como sabía César, sin dar se cuenta de que lo que a él le costaba tanto esfuerzo, su enemigo reconocido lo había comprendido casi al instante.

Los cuestores se tomaban su obligación a la ligera y nunca se molestaban preocupándose demasiado con una vigilancia auténtica de lo que ocurría en el Tesoro; la parte importante del trabajo para el cuestor urbano corriente era la coordinación con el Senado, que debatía y luego delegaba adónde debía destinarse el dinero del Estado. Era práctica aceptada echar una mirada por encima a los libros que los funcionarios del Tesoro les dejaban ver de vez en cuando y aceptar las cifras del Tesoro cuando el Senado estudiaba las finanzas de Roma. Los cuestores también les procuraban favores a sus parientes y amigos, siempre que esas personas estuviesen en deuda con el Estado, haciendo la vista gorda ante el caso conbreto u ordenando que los nombres en cuestión se borrasen de los archivos oficiales. En resumen, los cuestores con destino en Roma se limitaban a permitir que el personal fijo del Tesoro se ocupara de sus asuntos e hiciera su trabajo. Y, ciertamente, ni el personal fijo del Tesoro ni Marcelo ni Lolio, los otros dos cuestores urbanos, tenían la más remota idea de que las cosas iban a cambiar radicalmente.

Catón no tenía intención de comportarse con laxitud. Pensaba ser más concienzudo dentro del Tesoro que Pompeyo el Grande en el Mare Nostrum. Al alba del quinto día de diciembre, el día que iba a tomar posesión del cargo, allí estaba Catón llamando a la pucrta lateral del sótano del templo de Saturno, nada complacido al enterarse de que el sol tenía que estar bien alto antes de que nadie acudiese allí a trabajar.

—La jornada de trabajo empieza al amanecer —le indicó Catón al jefe del Tesoro, Marco Vibio, cuando este personaje llegó sin aliento después de que un preocupado empleado le había enviado aviso con urgencia.

—No hay ninguna norma a tal efecto —repuso suavemente Marco Vibio—. Nosotros trabajamos dentro de un horario que establecemos nosotros mismos, y es un horario flexible.

—¡Tonterías! —dijo Catón con desprecio—. Yo soy el guardián electo de estos locales, y pienso encargarme de que el Senado y el pueblo de Roma le saquen jugo hasta el último sestercio del dinero de los impuestos. ¡Esos impuestos sirven para pagarte a ti y al resto de las personas que trabajan aquí, no lo olvides!

No fue un buen comienzo. A partir de entonces las cosas fueron empeorando cada vez más para Marco Vibio. Se le había echado encima un fanático. Cuando en el pasado, en algunas raras ocasiones, se había encontrado maldecido por algún cuestor protestón, Marco Vibio había procedido a poner al tipo en cuestión en su lugar ocultándole todo el conocimiento especializado del trabajo; como no tenían conocimientos del Tesoro, los cuestores sólo podían hacer lo que se les permitía hacer. Desgraciadamente, aquello no detuvo a Catón, quien demostró que conocía tanto acerca del funcionamiento del Tesoro como el propio Marco Vibio. ¡Y posiblemente más!

Catón había llevado consigo varios esclavos y se había ocupado de que se les entrenase en distintos aspectos de las actividades del Tesoro, y cada día se presentaba allí al alba con su pequeño séquito para sacar completamente de sus casillas a Vibio y a sus subalternos. ¿Qué era esto? ¿Qué era aquello? ¿Dónde estaba esto y lo otro? ¿Cuándo habían ocurrido tal cosa y tal otra? ¿Cómo es que ocurría cualquier cosa? Y así sucesivamente. Catón era persistente hasta el punto de resultar insultante, era imposible sacárselo de encima con respuestas convincentes y resultaba insensible a la ironía, al sarcasmo, a los improperios a la adulación, a las excusas y a los síncopes.

«Me siento como si todas las furias me estuvieran acosando más duramente de lo que nunca acosaron a Orestes! —decía jadeante Marco Vibio al cabo de dos meses de sufrir aquello, cuando hizo acopio de valor para buscar solaz y ayuda en su patrón, Catulo—. No me importa lo que tengas que hacer para que Catón se calle y se mande mudar. ¡Sólo quiero que lo hagas! He sido tu cliente leal y devoto durante más de veinte años, soy
tribunus aerarius
de primera clase, y ahora me encuentro con que tanto mi cordura como mi puesto están en peligro. ¡Líbrame de Catón!»

El primer intento fracasó de un modo miserable. Catulo le propuso a la Cámara que se le encomendase a Catón una tarea especial, la comprobación de las cuentas del ejército, ya que era tan brillante verificando cuentas. Pero Catón se mantuvo firme en sus trece y recomendó los nombres de cuatro hombres a los que podía emplearse temporalmente en un trabajo que a ningún cuestor electo debería solicitársele que hiciera. Gracias, él seguiría haciendo aquello para lo que estaba allí.

Después Catulo pensó en tácticas más astutas, ninguna de las cuales dio resultado. Mientras tanto, la escoba que barría hasta el último rincón del Tesoro no se cansaba ni se desgastaba nunca. En marzo empezaron a rodar cabezas. Primero uno, luego dos, luego tres, cuatro y cinco funcionarios del Tesoro se encontraron con que Catón había puesto fin a sus ocupaciones y les había vaciado los escritorios. Y en abril dejó caer el hacha; Catón despidió a Marco Vibio y añadió el insulto al daño producido al hacer que lo procesaran por fraude.

Limpiamente atrapado en aquella trampa, a Catulo no le quedó otro remedio que defender en persona a Vibio ante el tribunal. Con sólo un día de airear las pruebas, Catulo tuvo bastante para saber que iba a perder el caso. Era hora de apelar al sentido de la oportunidad de Catón, a los preceptos clásicos del sistema que existía entre cliente y patrón.

—Mi querido Catón, debes detenerte —le dijo Catulo cuando el tribunal levantó la sesión por aquel día—. Ya sé que el pobre Vibio no ha sido tan cuidadoso como quizás debería haberlo sido. ¡Pero es uno de nosotros! Despide a todos los empleados y tenedores de libros que quieras, pero deja al pobre Vibio en su empleo, por favor! Te doy mi solemne palabra como consular y antiguo censor de que de ahora en adelante Vibio tendrá una conducta impecable. ¡Pero detén este horrible procesamiento! ¡Déjale algo a ese hombre!

Todo esto lo había dicho con suavidad, pero Catón sólo tenía un volumen de voz, y era hablar a voz en grito. Voceó la respuesta en aquel acostumbrado tono estentóreo suyo, lo que detuvo cualquier movimiento a su alrededor. Todos los rostros se volvieron; todas las orejas se aguzaron para escuchar.

—¡Quinto Lutacio, deberías avergonzarte de ti mismo! —chilló Catón—. ¿Cómo podrías ser tan ciego para tu propia
dignitas
como para tener la frescura de recordarme que eres consular y antiguo censor, y luego intentar engatusarme para que no cumpla con el deber que he jurado? Bien, permite que te diga que me sentiré avergonzado si me veo obligado a llamar a los alguaciles de la corte para que te echen por intentar interferir en el curso de la justicia romana. ¡Porque eso es precisamente lo que estás haciendo, interferir en la justicia romana!

Tras lo cual se marchó con paso majestuoso, dejando a Catulo plantado, desprovisto de habla y tan perplejo que, cuando el caso se reanudó al día siguiente, ni siquiera apareció para ejercer la defensa. En cambio trató de exculparse de su deber de patrón convenciendo al jurado para que emitiera un veredicto de ABSOLVO aunque Catón lograse presentar más pruebas condenatorias de las que presentara en su día Cicerón para hallar culpable a Verres. No recurriría al soborno; hablar era más barato y más ético. Uno de los miembros del jurado era Marco Lolio, el colega de Catón en el cargo de cuestor, quien accedió a votar en favor del perdón. Se encontraba, sin embargo, extremadamente enfermo, de manera que Catulo hizo que lo llevasen al juicio en una litera. Cuando se emitió el veredicto, fue ABSOLVO. El voto de Lolio había empatado al jurado, y un empate en la votación del jurado significaba el perdón.

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