Las mujeres de César (73 page)

Read Las mujeres de César Online

Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Las mujeres de César
6.58Mb size Format: txt, pdf, ePub

Una respuesta que —,¿se habría dado cuenta Celer?— también hacía de menos a Pompeyo el Grande, su pariente de matrimonio. No obstante, ya que ninguno era lo bastante estúpido como para mencionarlo, aquello bien podía ignorarse convenientemente.

—¿Qué puedes hacer tú, Cayo? —le preguntó Lucio César.

—Mucho. Labieno, me perdonarás que haga una recapitulación de lo que te expliqué anoche. A saber, qué fue exactamente lo que hizo Cicerón. La ejecución de ciudadanos sin juicio previo no es el meollo de la cuestión, sino más bien algo que deriva de ella. El verdadero crimen está en la interpretación que hace Cicerón del
senatus consulturn de re publica defendenda
. Yo no creo que este decreto último haya tenido nunca intención de ser una protección general que capacite al Senado o a cualquier otro cuerpo de hombres romanos para hacer lo que le plazca. Y ésa precisamente es la interpretación de Cicerón.

»El decreto último se ideó para actuar en caso de un disturbio civil de corta duración, el de Cayo Graco. Lo mismo puede decirse de su uso durante la revolución de Saturnino, aunque sus deficiencias fueron más obvias entonces que cuando se utilizó por primera vez. Fue invocado por Carbón contra Sila cuando éste desembarcó en Italia, y contra Lépido también. En el caso de Lépido se vio reforzada por la constitución de Sila, que dio al Senado plenos y transparentes poderes en todos los asuntos relativos a la guerra, aunque no en lo referente a disturbios civiles. El Senado decidió considerar a Lépido como un enemigo de guerra.

»Eso no es así ahora —continuó diciendo César con seriedad—. El Senado está obligado una vez más por los tres Comicios. Y ninguno de los cinco hombres a los que se ejecutó anoche habían conducido tropas armadas contra Roma. De hecho, ninguno de ellos había levantado siquiera un arma contra ningún romano, a no ser que consideremos como tal cosa la resistencia que ofreció Cepario a lo que quizás él creyó que era un simple asalto en el puente Mulvio en mitad de la noche. No se les declaró enemigos públicos. Y, por muchos argumentos que se den para probar sus intenciones de traición, incluso ahora que están muertos sus intenciones siguen siendo sólo eso: ni más ni menos que intenciones. ¡Intenciones, no acciones concretas! Las cartas simplemente expresaban intenciones, estaban escritas antes de los hechos.

»¿Quién puede ver lo que la llegada de Catilina a las puertas de Roma habría causado en aquellas intenciones? Y con Catilina ausente de la ciudad, ¿qué fue de sus intenciones de matar a los cónsules y a los pretores? Se dice que dos hombres, ¡ninguno de los cuales formaba parte de los cinco que murieron anoche!, intentaron entrar en casa de Cicerón para asesinarlo. ¡Pero nuestros cónsules y nuestros pretores siguen sanos y fuertes hasta el día de hoy! ¡No tienen ni un rasguño! ¿Es que ahora vamos a ser ejecutados sin juicio a causa de nuestras intenciones?

—¡Oh, ojalá hubieras dicho eso ayer! —suspiró Celer.

—Ojalá. Sin embargo, dudo mucho que ningún argumento hubiera tenido el poder de conmoverlos una vez que Catón se lanzó. Porque a pesar de sus buenas palabras acerca de que hiciéramos discursos cortos, Cicerón ni siquiera intentó detener la palabrería de Catón. Ojalá hubiera continuado hasta la puesta de sol.

—Échale la culpa a Servilia de que no fuera así —dijo Lucio César haciendo mención de lo que no se podía mencionar.

—No te preocupes, ya se la echo —repuso César apretando los labios.

—Bueno, si tienes planeado asesinarla, asegúrate de no decírselo en una carta —intervino Celer con una sonrisa en los labios—. La intención es lo único que hace falta en estos días.

—Ahí quiero ir a parar yo, precisamente. Cicerón ha convertido el
senatus consultum ultimum
en un monstruo que puede volverse contra cualquiera de nosotros.

—Pues no logro ver qué es lo que podemos hacer nosotros a posteriori.

—Podemos hacer que ese monstruo se vuelva contra Cicerón, quien sin duda en estos momentos está planeando hacer que el Senado ratifique su reclamación del título de pater patriae —dijo César curvando los labios—. Dice que ha salvado a la patria, pero yo mantengo que este país no se encuentra verdaderamente en peligro, a pesar de Catilina y de su ejército. Si alguna vez una revolución ha estado condenada al fracaso, es ahora. Lépido Fue lo bastante catastrófico. Yo diría que Catilina es un auténtico chiste, si no fuera porque algunos buenos soldados romanos tendrán que morir para vencerlo.

—¿Y qué intenciones tienes? —le preguntó Labieno—. ¿Qué puedes hacer?

—Pienso desprestigiar todo el concepto del
senatus consultum ultimum
. Ya ves, pienso juzgar por alta traición a alguien que actuó bajo la protección de dicho decreto —dijo César.

Lucio César ahogó una exclamación.

—¿A Cicerón?

—A Cicerón no, ciertamente… ni a Catón, por lo que a eso se refiere. Es demasiado pronto para intentar tomar represalias contra cualquiera de los hombres implicados en esta última utilización. Si lo intentásemos, nos encontraríamos con el cuello roto. Ya llegará el momento para eso, primo, pero todavía no. No, iremos a por alguien de quien es de todos sabido que actuó de forma criminal amparándose en un
senatus consultum ultimum
anterior. Cicerón fue lo bastante clarividente como para nombrar a nuestra presa en la Cámara. Cayo Rabirio.

Tres pares de ojos se abrieron mucho, pero ninguno de los tres hombres habló durante un rato.

—Seguramente querrás decir por asesinato —dijo al fin Celer—. Cayo Rabirio fue indiscutiblemente uno de los hombres que se subieron al tejado de la Curia Hostilia, pero eso no fue traición, sino que fue asesinato.

—Eso no es lo que dice la ley, Celer. Piénsalo. El asesinato se convierte en traición cuando se comete para usurpar las prerrogativas legales del Estado. Por lo tanto el asesinato de un ciudadano romano al que se tiene preso en espera de juicio acusado de alta traición es en sí mismo una traición.

—Empiezo a comprender adónde vas a parar —dijo Labieno, cuyos ojos se habían puesto brillantes—, pero nunca conseguirás llevarlo ante un tribunal.

—El
perduellio
no es un delito que se juzgue en un tribunal, Labieno. Debe ser juzgado en la Asamblea de las Centurias —le recordó César.

—Tampoco llegarás allí, aunque Celer sea el pretor urbano.

—No estoy de acuerdo. Hay una manera de llevar el caso ante las Centurias. Empezamos con un proceso judicial mucho más antiguo que la República, pero que es una ley no menos romana que cualquiera de las leyes de la República. Está todo en los documentos antiguos, amigo mío. Ni siquiera Cicerón será capaz de discutir la legalidad de lo que hagamos. Podrá contrarrestarlo remitiéndolo a las Centurias, pero nada más.

—Ilumíname, César; no soy ningún estudioso de las leyes antiguas —dijo Celer empezando a sonreír.

—Tú tienes renombre de ser un pretor urbano que ha cumplido escrupulosamente sus edictos —le dijo César, que optó por mantener a su audiencia sobre ascuas un poco más de tiempo—. Uno de tus edictos dice que accederás a juzgar a cualquier hombre si su
accusator
actúa dentro de la ley. Mañana al amanecer, Tito Labieno se presentará ante tu tribunal y exigirá que Cayo Rabirio sea juzgado
perduellionis
por los asesinatos de Saturnino y Quinto Labieno en la forma que se estableció durante el reinado del rey Tulo Hostilio. Tú estudiarás el caso, y, ¡qué perspicaz por tu parte!, casualmente tendrás debajo del brazo una copia de mi disertación acerca de los procesos antiguos por alta traición. Eso confirmará que la solicitud de Labieno de acusar a Rabirio
perduellionis
por esos dos asesinatos se atiene a la letra de la ley.

La audiencia estaba fascinada; César apuró lo que le quedaba del agua con vinagre, ya tibia, y continuó.

—El procedimiento, en el único juicio que ha llegado hasta nosotros, durante el reinado de Tulo Hostilio, el de Horacio por el asesinato de su hermana, exige una vista ante dos jueces solamente. Ahora bien, actualmente sólo hay cuatro hombres en Roma que estén cualificados para ser jueces, porque descienden de familias instaladas entre los padres en la época en que el juicio tuvo lugar. Yo soy uno de ellos y tú eres otro, Lucio. El tercero es Catilina, oficialmente declarado enemigo público. Y el cuarto es Fabio Sanga, que en estos momentos está de camino hacia las tierras de los alóbroges en compañía de sus clientes. Por tanto tú, Celer, nos nombrarás a Lucio y a mí jueces, y ordenarás que el juicio se celebre inmediatamente en el Campo de Marte.

—¿Estás seguro de todo lo que estás diciendo? —le preguntó Celer arrugando la frente—. Hay testimonios de que los Valerios datan de aquella época, y ciertamente los Servilio y los Quintilios vinieron de Alba Longa cuando la ciudad fue destruida, igual que los Julios.

Lucio César optó por responder.

—El juicio de Horacio tuvo lugar mucho antes de que Alba Longa fuera saqueada, Celer, lo cual descalifica a los Servilios y a los Quintilios. Los Julios emigraron a Roma cuando Numa Pompilio estaba todavía en el trono. Fueron desterrados de Alba por Cluilo, que les usurpó la monarquía albana. En cuanto a los Valerios —aquí Lucio César se encogió de hombros—, eran sacerdotes militares de Roma, lo cual también los descalifica.

—¡Me doy por corregido —dijo Celer al tiempo que dejaba escapar una risita entre dientes, inmensamente divertido—, pero lo único que yo puedo alegar es que, al fin y al cabo, no soy más que un mero Cecilio!

—A veces vale la pena escoger a los antepasados, Quinto —dijo César encajando la pulla—. Es una suerte para César que nadie, desde Cicerón hasta Catón, pueda discutir tu elección de los jueces.

—Provocará furor —dijo Labieno con satisfacción.

—Así será, Tito.

—Y Rabirio seguirá el ejemplo de Horacio y apelará.

—Desde luego. Pero primero daremos un maravilloso espectáculo al exhibir todas las antiguas galas: la cruz hecha de un árbol de mal agüero; la estaca en forma de horquilla para los azotes; tres lictores que transporten las varas y las hachas en representación de las tres tribus de los orígenes de Roma; el velo para la cabeza de Rabirio y las ataduras rituales para las muñecas. ¡Todo un soberbio teatro! Spinther se morirá de envidia.

—Pero no harán más que encontrar excusas para retrasar la apelación de Rabirio en las Centurias hasta que el resentimiento público se apacigüe —dijo Labieno, que ahora se había puesto lúgubre—. Nunca se celebrará la vista de Rabirio mientras alguien recuerde el destino de Léntulo Sura y de los demás.

—No pueden hacer eso —intervino César—. La ley antigua se impone, así que la apelación hay que celebrarla de inmediato, exactamente igual que la apelación de Horacio se celebró en seguida.

—Deduzco que nosotros condenamos a Rabirio —dijo Lucio César—, pero no lo entiendo, primo. ¿Para qué?

—En primer lugar, nuestro juicio es muy diferente de un juicio moderno como lo establece Glaucia. Visto con ojos modernos parecerá una farsa. Los jueces determinan qué pruebas quieren oír y deciden cuando ya han oído bastante. Cosa que decidiremos nosotros una vez que Labieno haya expuesto el caso ante nosotros. Nos negaremos a permitir que el acusado presente prueba alguna en su propia defensa. ¡Es vital que se vea que no se hace justicia! Porque, ¿qué justicia recibieron esos cinco hombres ejecutados ayer?

—¿Y en segundo lugar? —preguntó Lucio César.

—En segundo lugar, la apelación se hace acto seguido, lo que significa que las Centurias todavía estarán en ebullición. Y Cicerón se verá invadido por el pánico. Si las Centurias condenan a Rabirio, el cuello de Cicerón está en peligro. Y Cicerón no es estúpido, ya sabéis, sólo un poco obtuso cuando su vanidad y su certeza de que tiene razón se llevan la mayor parte de su buen criterio. En el momento en que oiga lo que estamos haciendo, comprenderá exactamente por qué lo hacemos.

—En cuyo caso —dijo Celer—, y si tiene algo de sentido común, irá derecho a la Asamblea Popular y procurará hacer una ley que invalide el procedimiento antiguo.

—Sí, supongo que así es como lo abordará. —César le echó una mirada a Labieno—. Me fijé en que Ampio y Rulo votaron con nosotros ayer en el templo de la Concordia. ¿Crees que cooperarían con nosotros? Necesito un veto en la Asamblea Popular, pero tú estarás muy atareado en el Campo de Marte con Rabirio. ¿Crees que estarían dispuestos Ampio o Rulo a ejercer su derecho al veto en nuestro beneficio?

—Ampio seguro que sí, porque tiene relación conmigo y ambos la tenemos con Pompeyo Magnus. Y creo que Rulo también cooperaría. Haría cualquier cosa que imagine que hará sufrir a Cicerón y a Catón. Les echa la culpa a ellos del fracaso de su proyecto de ley sobre los terrenos.

—Entonces Rulo, y Ampio le apoyará. Cicerón le pedirá a la Asamblea Popular una
lex rogata plus quam perfecta
para poder castigarnos legalmente por instituir el procedimiento antiguo. Y tendrá que invocar a su precioso
senatus consultum ultimum
para que la ley se apruebe apresuradamente y entre en vigor, añado yo; así tendrá que centrar la atención pública en el decreto último cuando precisamente lo que él estará deseando será quemarlo para que se olvide. Después de lo cual Rulo y Ampio interpondrán sus vetos. Y después quiero que Rulo se lleve aparte a Cicerón y le proponga un pacto. Nuestro cónsul
senior
es un alma tan tímida que se agarrará a cualquier proposición que tenga probabilidades de impedir la violencia en el Foro… siempre que ello le permita salirse con la mitad de lo que se propone.

—Deberías oír lo que cuenta Magnus que hacía Cicerón durante la guerra italiana —dijo Labieno con desprecio—. Nuestro heroico cónsul
senior
se desmayaba al ver una espada.

—¿Qué trato ha de proponerle Rulo? —preguntó Lucio César mientras fruncía el entrecejo al mirar a Labieno, a quien consideraba un mal necesario.

—Primero, que la ley que Cicerón se procure no nos haga susceptibles de ser procesados más tarde. Segundo, que la apelación de Rabirio ante las Centurias tenga lugar al día siguiente para que Labieno pueda continuar como acusador mientras siga siendo tribuno de la plebe. Tercero, que la apelación se lleve a cabo según las normas de Glaucia. Cuarto, que la sentencia de muerte sea sustituida por el exilio y una multa. —César lanzó un suspiro, a sus anchas—. Y quinto, que se me nombre a mí juez de apelación en las Centurias, con Celer como mi
custos
personal.

Other books

Discovery by T M Roy
The Terror Time Spies by DAVID CLEMENT DAVIES
Hoot by Carl Hiaasen
Giant's Bread by Christie, writing as Mary Westmacott, Agatha
Bedeviled by Sable Grace
Trust in Me by Dee Tenorio