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Authors: María de la Pau Janer

Las mujeres que hay en mí (27 page)

BOOK: Las mujeres que hay en mí
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—No deberíamos entretenernos demasiado. Puede empezar a llover en cualquier momento.

—No lloverá —aseguró, convencida, Elisa—. Como mucho, cuatro gotas. Además, tú y yo estamos acostumbrados a la lluvia —era un intento de complicidad momentánea, mientras le recordaba el día en que se conocieron.

—¿Pretendes comparar la lluvia de donde venimos con la de estos parajes? Aquí puede ser torrencial. Creo que sería mucho más sensato volver atrás. Miguel ya ve los acantilados, el mar. No hace falta acercarse más.

—Eres demasiado sensato, Ramón. Te convendría un punto de locura de vez en cuando. Si ya estamos aquí, es absurdo no llegar hasta el final. Me gustaría asomarme a los acantilados, acercarme hasta el precipicio. ¿Estás de acuerdo, Miguel?

—No sé qué decirte. Yo no conozco este lugar. Sois vosotros los que tenéis que decidirlo. De todas formas, creo que no debemos exponernos a riesgos inútiles.

Se sintió molesta porque ambos le llevaran la contraria. Uno con determinación, el otro tranquilo pero firme. Sin quererlo, le despertaban el deseo de enfrentarse a ellos. ¿Cómo podían proponerle regresar? No faltaba tanto: un tramo de camino que descendía en espiral. Tenía la sensación de que el paisaje la acompañaba en su trayecto. El mar actuaba con una atracción poderosa. Adivinaba vuelos de gaviotas; el olor a sal. La impaciencia le humedecía las palmas de las manos. Se le soltaron un par de mechones que fueron a caerle en la frente. Los retiró con un gesto nervioso. Empezó a caer una lluvia fina. Las gotas eran casi imperceptibles. Costaba verlas entre las hojas de los árboles. Ramón insistió en ello.

—Ha empezado a llover. Deberías ser lo bastante prudente para dar media vuelta. No se nos ha perdido nada en este sitio —hablaba con dureza.

—Tiene razón —intervino Miguel—. La lluvia puede caer con más fuerza. Vamonos.

—Será muy poco tiempo. ¿No podéis concederme un deseo? Sólo necesito un instante. Quiero ver el acantilado del faro. Nada más.

Callaron los tres. Ella siguió con las manos en el volante, un gesto de determinación en los labios. Sólo se oía el ruido de la lluvia al caer. Las gotas golpeaban los cristales del coche. Entonces Ramón pensó que habría querido estrangularla. ¿Cómo podía ser tan terca? Estaba seguro de que no conseguiría convencerla para volver atrás. Se dio cuenta de que el ambiente en el interior del vehículo se había vuelto tenso. Su rostro estaba rígido como una máscara. Miguel tampoco parecía tranquilo. A pesar de su
carácter
mesurado, podía leerle cierta inquietud en la opacidad de las pupilas.

Ramón pensó que era una mujer de carácter difícil. Siempre tenía que salirse con la suya en lo que deseaba. Acababa imponiendo su voluntad. Si era posible, con una sonrisa. Si no, con una actitud de súplica. Le dio rabia comprobar que tenía muchos recursos y que los utilizaba según le resultara conveniente. En aquella ocasión, se obsesionaba por un absurdo. Habría sido sencillo hacerles caso. También él notaba la influencia del paisaje. La densidad de aquellos parajes le inquietaba. Le volvían al pensamiento imágenes que creía olvidadas. Pensaba, por ejemplo, en la insistencia con que le había rogado que hablara con su padre. Habría deseado que le permitiera no tener que vivir en secreto. Se lo pidió muchas veces, hasta que optó por no insistir. Lo mismo había sucedido con Miguel. Elisa tenía que saber por fuerza que él sufría, cuando el otro le contaba historias. Sufría por sus ojos inmensos, fijados en el rostro de Miguel. Le dolía cada una de las sonrisas que le dirigía.

Hay situaciones que se producen sin que podamos evitarlas. ¿Quién sabe detener la lluvia? ¿Quién es capaz de convertir los acantilados en un jardín? ¿Quién puede cambiar la determinación de otra persona, cuando es firme como las rocas del mar? En aquellos momentos, Ramón estaba cegado por la ira. Miguel, que lo intuía, permanecía callado. Intentaba pasar desapercibido para no enrarecer aún más el ambiente. Tampoco Elisa parecía contenta. Estaban nerviosos, a punto de saltar por cualquier comentario. Cuando llegaron al faro, Elisa aparcó el coche al borde del camino. No se entretuvo en esperarlos, sino que saltó del vehículo hacia los parajes abiertos.

Ella caminaba delante, a una cierta distancia de los otros. Se diría que corría, temerosa de que intentasen pararla. No podía avanzar con mucha rapidez porque soplaba un fuerte viento. Rachas de viento que golpeaban los árboles y sus cuerpos. Desde donde estaban ellos, podían ver un vestido color cereza que se pegaba a sus piernas, empujado por el aire. Ramón intentó seguirla. No es que tuviese muchas ganas de hacerlo, pero le daba miedo verla correr sola. Miguel se quedó atrás, sacando el abrigo del coche. Actuaba con una lentitud intencionada, deseoso de no interferir en aquel momento de tensión. Si hubiese sido posible, habría querido desaparecer. Le parecía que no había sido buena idea haber subido por aquella carretera estrecha, llena de curvas. Elisa había forzado la situación. Se preguntaba por qué. Quizá sólo había querido imponer una decisión que creía acertada. Tal vez había cierto desafío en su actitud. Quién sabe si era la consecuencia de un simple capricho o el resultado de una voluntad firme. Se preguntó qué connotaciones tenía aquel lugar para ella. Había insistido mucho en ir. Era una paisaje que tenía una fuerza indudable. Atraía como un imán. También por eso le parecía peligroso: el mar abierto hasta el infinito, el abismo. La vida humana parecía perdida entre el paisaje, como si no tuviera valor alguno.

Elisa miró atrás y vio a Ramón a pocos metros de distancia. Vio su rostro crispado. El viento la obligaba a tensar los músculos. Levantó un brazo hacia él, en señal de complicidad, pero no detuvo el paso. Se acercó a las profundidades. Asomó su cuerpo y se dio cuenta de que el mar era inmenso y terrible. Le gustaba aquella sensación. Por un instante, sintió un cierto respeto por aquel lugar imponente. No era exactamente miedo, sino la percepción de la propia pequenez. Estuvo a punto de gritar, para que los otros se diesen prisa en ir. Volvió a dirigir un gesto a Ramón. El parecía avanzar a cámara lenta. Vio cómo le devolvía el gesto, y se tranquilizó. En seguida lo tendría a su lado. Se dio cuenta de que Miguel también caminaba hacia donde ella estaba. Su paso era deliberadamente lento. Quería que se encontraran ellos dos primero, junto a las rocas y el mar.

Cuando Ramón estuvo al lado de Elisa, notó su pelo en el rostro. El viento lo había soltado, y volaba libre. También percibió su olor. Un aroma conocido que llevaba grabado en el cerebro. Ambas cosas le dieron cierta paz. Quería decirle que tenía razón, que era un lugar de una belleza extraordinaria, pero el viento y las olas le impedían hablar. Los elementos enmudecían las palabras. Vio cómo Elisa hacía esfuerzos por hacerse oír, pero las frases le llegaban confusas, incomprensibles. Unas pocas palabras que se perdieron y que nunca más pudo recuperar. Elisa volvió a asomarse al precipicio. En pie, el cuerpo en tensión contra el viento, parecía una criatura débil. Quiso decírselo. El pañuelo se desprendió de su cuello y voló por los acantilados, hasta el mar. Era una visión insignificante que se perdía entre las olas. Ramón le dijo: «Tenemos que marcharnos», pero cada palabra no era más que un sonido minúsculo. En aquel momento, Miguel llegó a su lado. Puso una mano en el hombro de Ramón. Este le miró un segundo. Una ráfaga de viento hizo perder el equilibrio a Elisa. Instintivamente, extendió la mano hacia Ramón, pero él no se dio cuenta. En un segundo: visto y no visto. Se la llevaba el viento. Ramón gritó, y su grito, que parecía el de una gaviota, fue apagado por el aire. Miguel saltó, ágil, e intentó detener el cuerpo. En el impulso, sólo pudo abrazar la nada. Elisa estaba entre los roquedales. Tenía la cabeza abierta. El color de su vestido se confundía con el de la sangre.

CARLOTA
XXI

Me llamo Carlota y vivo en una casa grande, con ventanas y balcones. De mi padre apenas sé nada. Tan sólo que tenía el pelo rojizo y que apareció brevemente en la vida de mi madre. De ella sí tengo un retrato. Un cuadro que me acompaña en noches insomnes y que me recuerda que nos parecemos. Soy heredera de sus ojos y de sus labios. Ahora puedo decir, cuando han pasado años desde su muerte, que fue una mujer extrañamente bella. Poseía una rara belleza, lejos de los estereotipos que establecen los cánones. Me gusta mirar el rostro del lienzo, observarla en silencio, sin que nadie interfiera. Ya he dicho antes que mi abuela también era una mujer atractiva, de rasgos poco mesurados. Ambas recuerdan el esbozo de un pintor que hubiese querido pintar a una dama. Son pruebas un punto exageradas, intentos de recrearse en unos ojos, en los pómulos marcadamente altos, en el perfil que es una mezcla de características judías y rasgos árabes. Tiempo atrás, llegué a la conclusión de que soy una suma de ellas. Saberlo me inquieta y me agrada. Es el afán por saber si el destino me reservará también una suerte trágica. Es la satisfacción de cerrar un triángulo. ¿Hemos sido mujeres tristes? No lo diría. Un final duro no significa necesariamente una vida difícil. La mía fue plácida hasta hace unos meses. La de ellas puedo intuir que osciló entre una aparente calma y épocas de emociones secretas. No tengo pruebas de ello, pero me resulta suficiente espiar sus ojos en los retratos. Tendremos más cosas en común, más allá de los retratos. Me gustaría adivinar cuáles son. He aprendido a observar a la gente. Cuando voy por la calle o cuando estoy en los pasillos de la facultad, me concentro en los rostros de los que pasan. Cada uno lleva escrita su propia historia, grabada la vida en la frente y en los ojos. Muchas veces, me he entretenido en imaginar vidas. A partir de un fragmento de conversación, que me llega con el aire, de la mesa de al lado en una cafetería, o del banco que estájunto al mío en el jardín adonde voy a repasar los apuntes, o desde la sombra de los árboles en una plaza cualquiera, puedo crear relatos. Me invento las causas de los pasos apresurados de una mujer que vuela en vez de andar. Me imagino las razones que dejan un rastro de tristeza en los ojos de un adolescente. Me invento por qué sonríe el hombre que fuma un cigarrillo y no habla con nadie. Es sencillo cerrar los ojos, en los que queda impresa una imagen recién retenida, mientras dejamos volar el pensamiento. Entonces construyo un mundo de palabras y de gestos. Resulta un ejercicio magnífico buscar razones que nos expliquen un rictus nervioso en el rostro de otra persona. Atreverse a buscar motivos que justifiquen una actitud determinada o unas palabras que se escapan en un suspiro.

Los que me conocen dicen que soy una mujer distraída. No estoy muy de acuerdo. Lo justifican aludiendo al aire de ausencia que me caracteriza, a este aspecto de no estar nunca del todo ahí. Mi mirada pasa de largo por aquello que no me resulta ni sugestivo ni curioso. Pero no debemos confundir la distracción con una mente ocupada. Yo la tengo siempre, sobre todo, desde que era una niña que descubría los rincones de la casa donde vivo. Me he tenido que acostumbrar a las sonrisas cómplices de la gente, cuando se dan cuenta de que no estoy siguiendo el hilo de una conversación. Sucede que probablemente me he quedado concentrada en un punto de la historia, donde las palabras han conseguido conmoverme. Prisionera como un pájaro en la red, no consigo escaparme. Tengo que darle vueltas y más vueltas, hasta que puedo comprender el sentido de las palabras que me han emocionado. No es fácil provocar la emoción. Cuando se despierta, vale la pena recrearse.

No discutiré con nadie sobre el grado de atención de que soy capaz. Tampoco creo que haya mucha gente que conozca los rincones de mi alma, aquella parte que me gusta ocultar a ciertas miradas. Es extraño: me interesan los demás, pero no me gusta ser el centro de su interés. Sólo hay tres personas a las que haya permitido escrutarme a fondo. El abuelo Mateo, que me esperaba siempre sentado en un banco del jardín de la casa, bajo el almez; la abuela Margarita, que se ha vuelto una estratega de las complicidades; y él, el hombre que conocí y de quien hablaré más adelante. Los tres han mirado mi alma desde perspectivas muy diferentes. El abuelo, con la mirada borrosa por las telarañas del pasado; la abuela Margarita, llena de paciencia; él, sin prejuicios.

Cuando el abuelo enfermó era invierno. Caía la lluvia un día tras otro, soplaban vientos del norte y los malos aires se filtraban por los resquicios de la casa. Si una ventana cerraba mal, aprovechaban el punto en el que la madera no ajustaba y se adentraban por ahí. El resultado eran corrientes de aire que nos hacían andar medio encogidos. El único refugio era la chimenea de la sala principal, donde todos buscábamos resguardo. La enfermedad no se presentó de repente, sino que fue un largo proceso. Una mañana, al despertarse, tosía un poco. Pensó que tenía la garganta irritada y no le dio más importancia. La tos se volvió persistente y apareció de nuevo al día siguiente. Llegó a formar parte de su existencia. Nos acostumbramos a oír aquella tos quebrada que le anunciaba, antes de que llegara. Por la noche, aumentaba de intensidad. Desde mi habitación podía oír su eco que se esparcía por toda la casa. Más adelante, no puedo calcular con precisión el tiempo que pasó, empezó a tener unas décimas de fiebre. Tenía el aspecto de un hombre cansado, con ojeras oscuras dibujándole la cuenca de los ojos. Adelgazó. Él, que tenía los hombros anchos y el cuerpo que me recordaba a los troncos de los árboles, se convirtió en la sombra de lo que había sido. Claro que la abuela Margarita y yo nos preocupamos. Le insistíamos para que nos permitiera avisar a un médico, mientras nos contestaba con expresión tensa que, en casa, ya había un médico, que era él.

El día en que no se pudo levantar de la cama, vencido por una subida de fiebre, tuvo que claudicar. Un colega suyo, conocido de toda la vida, vino a visitarle. Me dijo que habíamos dejado pasar demasiado tiempo, que lo que debió de ser un simple resfriado había derivado en una neumonía, que era una situación delicada, que debíamos prepararnos para lo peor. La verdad es que no llegué a creer lo que me decía. No me podía imaginar la vida sin el abuelo. Ni tampoco aquella casa en la que vivíamos los tres. La primera reacción fue pensar que el médico había exagerado. Me decía que probablemente había querido asustarnos, para que no fuéramos tan inconscientes a la hora de pedir ayuda médica. Habíamos tardado demasiado en recurrir a sus servicios. Yo misma sabía que el abuelo padecía del corazón desde hacía años. Un corazón débil no podía ayudarlo mucho a salir del estado en el que se hallaba. Parecía que tenía todos los elementos en su contra, pero yo continuaba convencida de que no nos podía dejar. ¿Cómo podía abandonar a la abuela Margarita, que le amaba en silencio? ¿Cómo podía dejarme a mí, cuando aún teníamos tantas conversaciones pendientes?

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