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Authors: María de la Pau Janer

Las mujeres que hay en mí (24 page)

BOOK: Las mujeres que hay en mí
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—Tenemos ojos en la cara, mujer —por primera vez en su vida, Magdalena tenía la oportunidad de manifestar una cierta superioridad ante tía Ricarda y no pudo resistir la tentación.

—Yo también tengo ojos, querida. —Tía Ricarda no estaba dispuesta a dejarse vencer, así que se lanzó a la deriva—: Lo que pasa es que él... No lo sé. No me acaba de gustar.

—Lo suponía. No te gusta porque es el jardinero de la casa. Pues es un hombre muy bien plantado.

Se hizo el silencio. Las tres agacharon la cabeza y se imaginaron los brazos de Ramón. Tía Ricarda comprendió que había descubierto su secreto. Había sido demasiado fácil. Encogió la nariz, porque no le hacía gracia que Elisa se hubiese enamorado del jardinero.

Todas las mañanas, Ramón se levantaba temprano. Aprovechaba el primer claro del día para regar el jardín, antes de que el sol calentase con fuerza y el agua se evaporara al cabo de un instante, bebida por el aire. Se levantaba contento, con el ánimo alegre de los que viven un tiempo feliz. Se daba cuenta de que tenía que aprovecharlo intensamente, porque era la época más grata de su vida. No podía imaginarse un momento mejor. En las sábanas, aún perduraba el rastro de Elisa. Quedaba su olor. Encontraba un cabello rizado que recorría con la punta del dedo, y lo sujetaba en la palma de la mano hasta que de un soplo lo hacía volar. En alguna ocasión, descubría una pieza de ropa que ella se había olvidado. La guardaba como si fuese un tesoro. Cuando se despertaba, no saltaba de la cama en seguida. Le gustaba revolcarse entre las sábanas, abrir los brazos en cruz, abrazándola, aunque no estuviese, imaginar su cuerpo.

Se duchaba y desayunaba con la mirada fija en los cristales de la ventana. En aquellos momentos, el sol aún no quemaba con la intensidad de la mañana. Soplaba una brisa amable que las horas se encargaban de apagar, hasta la vuelta de la noche. A través de los árboles, intentaba verla. Se acercaba a la casa y, desde un trecho, se imaginaba que estaba en las terrazas, o en el patio, o cerca del almez. Tenía la impresión de que la vida había adquirido un significado nuevo, después de encontrarla. La vida, que era una sucesión de hechos idénticos, se transformaba en una sorpresa continua a su lado. Reconocía que le había robado el pensamiento, porque no podía borrarla de la memoria ni un instante. Se había convertido en una obsesión, en una imagen que no se nos escapa. Dejaba que la mañana pasara, entretenido en el trabajo, pero se movía distraído. Se dieron cuenta. No se concentraba ni en lo que hacía ni en lo que decían. Los comentarios de la gente de la finca lo dejaban indiferente. El hombre amable de antes se transformó en un hombre ausente. Acentuó el punto de distancia respecto al mundo que siempre lo había caracterizado y volvió a encerrarse en sí mismo. Sólo abría las puertas de par en par para Elisa. Las de su corazón y las de su casa.

Si ella se retrasaba por alguna razón, Ramón se imaginaba que aquella ausencia era definitiva. Aparecían los fantasmas del miedo a perderla, los temores de no poderla ver ni tocar. Entonces, en un instante, el mundo se convertía en un sitio hostil, un lugar imposible de habitar, donde todo sucedía en su contra. Nunca habría creído que fuese tan difícil controlar las emociones. Mientras se repetía que tenía que calmarse —una musiquilla inútil—, deseaba que el tiempo volara. ¿Por qué eran tan traidores los minutos, eternos cuando ella no llegaba, pero cortos si la tenía cerca? Abría la puerta una y diez veces, porque los sentidos lo engañaban y se la imaginaba incluso cuando estaba ausente. Falseaba su presencia tras el portillo de la entrada, convencido de que ya había llegado. Sólo encontraba el aire y el vacío, cuando se decidía a abrir. Le gustaba imaginarse su risa. Una risa ágil, que tenía sonidos de flauta y olía bien. ¿De qué tonalidad era? Se lo preguntaba, deseoso de capturarla entre sus dedos.

Antes era un hombre tranquilo. No tenía prisa para que sucediesen las cosas, ya que en la India había aprendido que no hay que forzar el tiempo, que todo llega. El tiempo de la vida y de la muerte. El de la calma y el del afán. Le dijeron que había un tiempo para amar y no lo acababa de creer. Él había amado a una mujer que vivía en una ventana. Ésta era la impresión que tenía del amor. Luego vino una época de sequía para el corazón. Sus prioridades no pasaban en absoluto por el amor. Tenía que andar un largo camino, viajar por los rincones del mundo, perderse por lugares que no conocía. Comprendió que la vida se escribe en un paisaje o en un libro. Aún no había aprendido que también se puede escribir en un rostro, en la piel que nos gusta. Lo entendió con Elisa. Entonces ya no hubo posibilidad de volver atrás: nada podría borrar el descubrimiento. Se hizo lector de su cuerpo. Recorría sus líneas con la punta de los dedos, con las palmas abiertas, con los ojos. Iba aprendiéndoselas de memoria. Se acostumbró a esperar tras la puerta. El tiempo jugaba con su espera, pero ella siempre llegaba.

Cruzaba el portal y le miraba. Llevaba el pelo recogido en la nuca, las manos húmedas. Eran los signos del calor y de un cierto nerviosismo que le acompañaban durante el camino. Acababa de salir de casa, de atravesar senderos. Tardó un tiempo en darse cuenta de que tía Magdalena y tía Antonia le facilitaban la huida. Desaparecían en el momento oportuno, alejaban las presencias inconvenientes, distraían a su padre. Sin su ayuda, la habría descubierto mucho antes. Lo comprendió cuando adivinó sonrisas cómplices a su espalda. La certeza de saberlo la hacía vivir más tranquila, pero no podía evitar un punto de inquietud. Caminaba de prisa, casi corría.

Cuando llegaba se reía. Era una forma de celebrar el encuentro y de liberarse de la tensión vivida. Con aquella risa volvía a robarle el corazón. Un día y otro. Se abrazaban y él le desabrochaba los botones de la blusa. Saltaba cada botón como si fuese las cuentas de un collar. Las manos se perdían en el escote, en la fina cintura, se clavaban en las caderas. Rodaban por el suelo, muertos de hambre y de dolor. Era el dolor del deseo insatisfecho que se clava en el estómago. Ella le abría la camisa. Volaba la falda del traje. Las piezas de ropa se mezclaban en el suelo, en una confusión de colores. Ramón tenía la piel muy morena; la de Elisa era más clara. Parecían el sol y la luna al encontrarse, tras buscarse durante días y noches. Respiraban de prisa.

La abrazaba hasta dejarla sin aliento. Entonces la volvía a recorrer entera. Se entretenía en el rincón del vientre, en la curva de la cintura. Iniciaban un movimiento acompasado, de gestos que se acoplan. ¿Quién tomaba al otro? No habrían sabido responder. En un giro del cuerpo, él la cubría. Ella se volvía y le tapaba el pecho. A veces, se miraban cara a cara. Se arrodillaban con los ojos perdidos en otros ojos. Les parecía que no tendrían tiempo suficiente para saborear el amor. Por eso se daban prisa. Creían que tenían que devorar el tiempo que la existencia les concedía. Eran unos ignorantes felices. No sabían que la vida les daría muy poco.

Pasó aquel verano que parecía que nunca terminaría. Casi imperceptiblemente, los días se acortaron. Primero un paso de gallo, que casi no se percibe. Después a pasos agigantados. Se fueron los días cálidos, las tardes de calor pesado, las noches con las ventanas y los balcones abiertos. Como había sido un verano de descubrimientos, las tres tías miraban a Elisa de reojo. Le espiaban la expresión y los gestos. Habrían querido preguntarle cómo estaba, si era feliz, pero no se atrevían. Tía Magdalena y tía Antonia no habrían desvelado el secreto por nada del mundo. Respetaban su silencio y se hacían cómplices, mientras espiaban sus movimientos. Tía Ricarda la censuraba, indignada.

Elisa y Ramón sintieron que se acabara el verano. Era un sentimiento absurdo que no se detenían en comentar. Ocultaba el deseo de que no cambiase nada. Habrían pretendido detener el tiempo, sólo para que todo fuese siempre idéntico. Las transformaciones no les apetecían, ya que ningún nuevo elemento tenía que interferir en el paraíso en el que vivían. Si hubiesen podido detener la luz en medio del cielo, evitar los días breves, se habrían sentido contentos. Se habían encontrado en días calurosos y les habría gustado prolongarlos: borrar de los calendarios otoños e inviernos. A él, le gustaba abrir la puerta y encontrar a Elisa rodeada de luz. Estaba convencido de que la luminosidad del día se sumaba a la felicidad de encontrarse. Ella se había acostumbrado a recorrer un camino que le mostraba el sol cuando iba a su casa.

Los días menguaron. La rueda de las estaciones siguió con su ciclo. Un ciclo que se había entretenido demasiado en el buen tiempo. Fue un verano largo. El otoño invadió los senderos de una coloración nueva. Aparecieron los verdes que se apagan como cerillas, los amarillos que se vuelven ocre, los ocres que tienen reflejos dorados. Empezaron las lluvias. Había goteos de agua recorriendo los canalones de las casas. Dejaban en las fachadas un rastro de humedad, una capa que el sol de la mañana no acababa de secar del todo. Vino el invierno y con él se desnudaron las ramas en el jardín. En seguida oscurecía. Elisa se acostumbró a las sombras. Tenía que recorrerlas para encontrar a Ramón. El paisaje había cambiado: los árboles, las piedras, las plantas, cosas concretas que podía ver y alcanzar, se convirtieron en presencias intuidas. Además, hacía frío. El viento volvía a convertirse en una fuerza que la empujaba. Llegó a acostumbrarse. Se habituó a aquel paréntesis de intemperie, antes de encontrar el mejor refugio del mundo.

Una tarde de invierno, justo después de cruzar el portal de la casa de Ramón, intuyó que sucedía algo. Se conocían lo suficiente para poder leerle la mirada. Le sonrió, como hacía siempre, y él le devolvió la sonrisa. Le dijo:

—Elisa, hay novedades.

—Lo imaginaba. Sólo con mirarte, me ha parecido verte diferente. ¿Qué ocurre?

—No sé si te he hablado demasiado de mi estancia en la India. Tengo la impresión de que no sabes mucho sobre ello.

—Me has explicado pequeñas historias, pero siempre como fragmentos aislados. Quizá más sensaciones que hechos concretos. Esto es muy propio de ti, amor.

—¿Qué quieres decir?

—Prefieres explicar un olor a entretenerte en cualquier anécdota.

—Tendrás razón. Te he hablado, supongo, de Miguel.

—Sí, claro: tu amigo. No conozco muchos detalles, pero recuerdo que te has referido a él a menudo. Te escribe y te manda libros.

—Sí. No ha perdido la costumbre, a pesar de los años. Es un personaje peculiar. Ya te darás cuenta.

—¿Me daré cuenta?

—Acabo de recibir carta suya. Llegará dentro de un par de semanas. Quiere pasar una temporada conmigo.

—¿Una temporada en esta casa? —Elisa no pudo evitar el gesto de disgusto—. ¿Y qué haremos nosotros?

—Exactamente lo mismo que ahora. Es mi amigo, Elisa. Estará encantado de conocerte.

No hicieron más comentarios. A ella no le hizo ninguna gracia la perspectiva de compartir aquel espacio con otro hombre. Tenía un sentimiento de exclusividad que no le gustaba demostrar. Las paredes, el techo, el portal de la entrada, las habitaciones eran suyas. Les pertenecían, porque eran el único refugio de que disponían. En aquel lugar ella se sentía protegida de las interferencias, de los elementos exteriores. ¿Cómo iba a aceptar que un personaje desconocido apareciese de pronto? Aunque fuese la discreción personificada, ocuparía un espacio. Se adivinaría su presencia. Ramón se sentía confuso. Llevaba muchos años sin ver a Miguel. Durante aquel tiempo habían tenido una relación epistolar densa y grata. Había llegado a imaginarse que seguiría siendo así, que no necesitaban verse. Las palabras escritas eran un buen instrumento para comunicarse. Les permitían una distancia y a la vez una proximidad. Podían vaciar su alma y salvarse de la paradoja de sentirse demasiado expuestos uno ante el otro. Cuando leyó la carta que anunciaba su visita, no supo qué pensar. Lamentaba reconocerlo: en aquel momento, cualquier distracción le molestaba. Vivía concentrado en Elisa, y Miguel no tenía un lugar en su vida. Sin decírselo, ambos estaban inquietos. Temían que alguien viniera a interrumpir su amor.

XIX

Los años le habían secado la piel, que era sólo una capa que le cubría los huesos. Entre la piel y los huesos, casi nada más. Ni una gota de carne que dulcificase la fisonomía de rictus duros, acentuados por la expresión perpleja con la que observaba la vida. También había oscurecido. Su tonalidad un punto amarillenta se había vuelto más morena, expuesta al sol. La figura, que ya le había parecido delgada cuando se conocieron, ahora tenía algo de estrafalaria, porque se le marcaban las articulaciones como si fuese un esqueleto que ha de romperse. En cambio, conservaba una agilidad sorprendente. Aquel saco de huesos, como lo llamaban los conocidos de Ramón, se movía con la gracia de los pájaros. Se encaramaba a los árboles y a las paredes, saltaba por doquier, era capaz de mantener el equilibrio, cuando se subía a una barandilla o pisaba las tejas de un tejado. Era la misma mirada profunda, insinuante, que recorría los objetos y las personas con una curiosidad aguda.

Miguel llegó, como había dicho en la carta, sin más avisos. Su concepto del tiempo era muy relativo. Si había hablado de un par de semanas, podía tardar un par de meses. Pero no sucedió así. Sólo se retrasó tres días: dieciocho días después de haberse anunciado, se presentó en la casa. Llevaba un hatillo en la espalda, el único signo de que pensara instalarse, y una sonrisa ancha en los labios. Estaba contento de reencontrar a su viejo amigo. Lo manifestaba con una calidez y una naturalidad que sorprendían a Ramón. Era como si no se hubiese producido un paréntesis. Los años transcurridos, desde que se despidieron, habían ido sumando pequeñas transformaciones en sus caracteres. Era la impresión de Ramón, que no encontraba el tono adecuado para el encuentro. Por más que se esforzase, no experimentaba la confianza de antes, aquel relajamiento absoluto del ánimo cuando estaban juntos. Se daba cuenta de que era un encuentro basado en el desequilibrio. El que llegaba estaba receptivo, abierto; el que daba la bienvenida, con la mejor voluntad del mundo, tenía la cabeza en otro lado.

Durante las primeras horas, todo fue confuso. Miguel lo abrazó en el portal de casa, justo al abrirle la puerta. Él se quedó quieto, con un esbozo de sonrisa, sin saber responder a su alegría. No encontraba palabras para decirle adelante, es tu casa, estoy contento de verte. Tuvo que decirlo todo Miguel, que acababa de hacer un trayecto muy largo y estaba cansado. A pesar del agotamiento del viaje, le manifestó la alegría de encontrarlo, le dijo que tenían una conversación pendiente, que le parecía mentira que hubiesen pasado todos aquellos años. Ramón no lo veía imposible. Más bien al contrario: cada detalle servía para recordarle la distancia y la lejanía entre ambos. Habían sido amigos, pero se preguntaba si era justo que un hecho del pasado reclamara de repente un lugar en su vida. Aunque las cartas habían servido para que no perdiesen el contacto, habría asegurado que no fueron un puente lo bastante firme. Lo miraba con atención, y el hombre de pergamino no era la persona que había conocido años atrás.

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