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Authors: María de la Pau Janer

Las mujeres que hay en mí (10 page)

BOOK: Las mujeres que hay en mí
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Añorar significaba confundirse cada día un poco más con su propia sombra. La sombra y tú siempre juntos, siempre solos. La sensación de ir recorriendo camino a su lado, de transformarse en una prolongación de la oscuridad, en una inclinación que es un perfil sombreado. ¿Dónde está el cuerpo que te definía y te dibujaba? ¿Por qué extraños caminos lo has perdido, que ya ni te reconoces cuando te miras en un espejo, reflejo de la sombra? A veces piensas que sólo te queda esperar. Quedarte muy quieto, mientras esperas que el tiempo transcurra y te llegue la hora de encontrarlas. Muy dentro, un chispazo de claridad te anuncia que no has de precipitarte. El campo aún está rojo de amapolas. Hay una rana en la alberca. Una niña que te da la mano y aprende el significado de las palabras a tu lado. Hay una mujer pálida que te sonríe, cuando os encontráis. Al principio, pasabas de largo. Ni te dabas cuenta. Un día le devolviste la sonrisa. Al día siguiente hiciste una inclinación con la frente que debió de recordarle a caballeros de otra época y que te pareció ridicula. Desde aquel día, te espera en el portal de la iglesia todos los domingos.

No podía creerme que se quisiera casar con aquella mujer. No encaja en nuestra existencia de pareja bien avenida. Me indigné, porque era como si me traicionase. ¿Qué haría yo en casa, si traía a otra mujer? Era una mañana luminosa y recorríamos el mismo campo de otras veces. Allá, mi abuelo había dicho muchas palabras. Me parecía que aún flotaban a mi alrededor. Sólo tenía que abrir la mano y cogerlas. Se lo dije:

—No te puedes casar.

—¿Por qué no puedo hacerlo, Carlota? —su voz sonaba pausada, como si viniera de lejos.—¿Qué haremos con los retratos, si te vuelves a casar? Ella no querrá verlos.

—Ya he pensado en ello. Los cuadros estarán colgados en tu habitación. Yo iré de vez en cuando a mirarlos. Si puedo saber que están ahí, será suficiente.

—Te pasabas la vida hablándome de ellas. Hemos paseado mil veces: yo, en silencio; tú, recordando a mi abuela y a mi madre. Decías que te ayudaba a no olvidarlas, que no las querías borrar del pensamiento.

—Nunca las olvidaré. ¿En quién crees que pienso todas las mañanas, cuando abro los ojos? ¿Qué caras me acompañan, mientras me duermo? Carlota, una cosa no tiene nada que ver con la otra.

—Me lo tendrás que explicar, porque no te entiendo.

—Margarita es una buena mujer. Una persona discreta y respetuosa, que tiene un corazón generoso. Durante estos últimos meses he tenido la oportunidad de conocerla y de valorarla.

—¿Conocer? ¿Valorar? ¿En qué lenguaje me hablas?

—Te estoy diciendo que es una persona que vale la pena. Me gusta su conversación y su compañía.

—¿La quieres?

—Querer es una palabra complicada, porque tiene muchos matices. Si acaso, te diré que la quiero de una forma nueva, tranquila. Es un sentimiento que no interfiere con mis otros sentimientos. No estorba.

—Abuelo, me siento decepcionada. No puedes resistir la soledad. Te sientes solo y te casas.

—¿Y qué?

—Me duele que no seas el hombre fuerte que imaginaba.

—Te ha salido una frase de película, hija, pero la vida no es esto. Reconozco que me cansa la soledad. Tú eres una adolescente convencida de que dominas el mundo. Pronto volarás lejos de mí. Es ley de vida. Yo sólo serviré para recordarlas y para esperarte.

—¿Y ellas?

—Están muertas desde hace muchos años. Nunca lo vamos a aceptar del todo, pero es la verdad. Viven porque tú y yo las hacemos vivir. Cuando nosotros ya no estemos, se habrá terminado definitivamente. Ahora tienen una segunda oportunidad de vivir a través de los recuerdos. Cuando los recuerdos se acaben, ya no quedará nada de ellas.

—No me gusta oírte hablar así. Pareces otro.

—Es verdad. Yo he hecho que estimaras sus recuerdos, precisamente porque quería alargarles la vida. Pero los recuerdos no son suficientes para nosotros.

—¿Qué nos falta? ¿Qué te falta?

—A ti, no muchas cosas. Tienes a tus compañeros del instituto. Después vendrá la universidad. Irás construyéndote un mundo propio. A mí, me hace falta compañía.

—¿Ya has hablado con ella?

—A nuestra edad no hacen falta muchos circunloquios. Se lo dije ayer por la tarde. Le expliqué cómo es la vida en casa. Le dije que tú y yo vivimos solos, que la soledad se me vuelve pesada, que me gustaría hacerle una propuesta de matrimonio.

—¿Directamente?

—No sé de otra forma.

—¿Y cómo reaccionó ella? ¿Te contestó que sí o te dijo que lo pensaría?

—Ni una cosa ni la otra. Tuvo una reacción bien curiosa, debo reconocerlo: se puso colorada. Como es tan pálida, producía un efecto extraño.

La abuela Margarita se incorporó a nuestras vidas sin mucho estruendo. Muy a menudo actuaba como si no viera lo que era obvio. Al principio, me pareció una actitud estúpida. Los hechos son de una determinada manera, pensaba, y esta mujer no los quiere aceptar. Poco a poco, me di cuenta de que su táctica de no querer hacer aspavientos era muy hábil. Nos evitaba enfrentamientos inútiles y la salvaba de situaciones poco airosas. Ella había escogido la vía del silencio como forma de aproximación y, muy pronto, el silencio le fue cómplice. Enmudecía cuando el abuelo estaba de mal humor, cuando él y yo discutíamos o nos enfrentábamos por cualquier motivo, cuando intuía que había tensión en el ambiente. A la vez, sabía encontrar la palabra oportuna, si era necesario. No era mujer de levantar castillos de naipes, sino que era prudente y mesurada. Un carácter poco seductor por sus misterios —había pocos misterios que husmear—, pero de convivencia fácil. Al abuelo no se le veía más feliz, pero sí más satisfecho. Había ganado tranquilidad, equilibrio. No se reía mucho, pero yo lo adivinaba a gusto con la opción tomada. Esto me servía de consuelo. Durante los primeros tiempos de su matrimonio, lo castigué de veras. Cuando quería demostrarle que aún no lo había perdonado, le cerraba la puerta de mi habitación, donde estaban los cuadros. Entonces parecía un león atrapado en unajaula.

La abuela Margarita me ganó en una dura batalla. No fue por su mesura, ni por su serenidad, ni por su discreción —virtudes muy destacables—, sino por su aire frágil. Me robó el corazón aquel aspecto de niña que acaba de aterrizar desde otro espacio. Le miraba los rizos de color plata, que habían sido dorados, y me daba cuenta de la expresión de sorpresa que guardaba en el fondo de sus ojos. Todo podía llegar a maravillarla o a sorprenderla. De aquella apariencia de indefensión, de la imagen de persona que, realmente, no ha roto un plato en su vida, me encandilé. Teníamos pocas conversaciones, pero su presencia fue formando parte del paisaje familiar. En un mundo a veces confuso y caótico, que ella existiera era una suerte.

VIII

La ventana se recorta en la fachada como un rectángulo de luz. Las cortinas, recogidas a ambos lados, han desaparecido de un radio de visión exterior. Ya no interceptan la vista, sino que ofrecen de pleno la panorámica de la habitación. No hay obstáculos para que la mirada se abra camino, escrute los objetos, se detenga en el cuerpo que se mueve. La ausencia de trabas para la contemplación hace que Ramón se sienta distinto. Se había acostumbrado a adaptar los ojos a un resquicio que ofrecía una imagen distorsionada de los objetos. Ahora tiene la sensación de que el horizonte se ha ampliado de pronto. El horizonte ha crecido hasta que la línea se ha convertido en un campo en el que se aprecian relieves y planos, gradaciones. No ha vuelto a ocupar la rama del almez. El árbol forma parte de una etapa que se le antoja lejana: un período lento de aproximación que recuerda sin añoranza. Ha aprendido a doblar las piernas y a meter sus rodillas en el saliente de la ventana, tras los cristales que le separan del mundo. Para Ramón, el mundo real son los metros que ocupa la habitación de Sofía, los objetos que reconoce con la mirada y, sobre todo, la mujer que intuye que lo espera, todos los atardeceres.

Ella ha convertido en un hábito la reclusión en su cuarto. Cuando acaba de merendar, acompaña al marido, que se toma un café y se fuma un cigarrillo. Es la pausa entre trabajo y más trabajo. Después del breve descanso, Mateo retomará la consulta hasta la noche. Sentados en la sala, tienen una conversación tranquila que reconforta al marido y la inquieta a ella. Para el hombre, las conversaciones con Sofía son balsámicas. Le sirven para descongestionarse de todas las palabras que ha tenido que escuchar y que, en la mayoría de los casos, no le interesaban mucho. Las palabras son un soplo de aire fresco que alivia tensiones. Entretanto, ella piensa que su marido es un buen hombre, que no se merece sus juegos con el jardinero. Pero inmediatamente, en un intento de restablecer ante sí misma su sentimiento de buena conciencia, se dice que no hace nada incorrecto. Sólo protagoniza un juego de miradas, del que no osaría hablar con nadie, pero nada más. La expresión «infidelidad» le produce un rechazo profundo. Sabe que se casó con él para serle fiel. Su cuerpo, pues, le es fiel, pero las miradas son libres. También son libres los pensamientos, que despegan hacia lugares insospechados, cuando Ramón la mira. Este juego la hace vibrar. Está convencida de que no podría renunciar a ello por nada del mundo. Es dependiente, porque le resulta tan necesario como el aire que respira.

Cuando Mateo se retira al despacho, sube la escalera hacia las habitaciones. Camina poco a poco, porque intenta disimular la prisa y el afán. No quiere que las criadas hagan comentarios. Se ha repetido mil veces que tiene que actuar con naturalidad, que tiene que moverse sin que se noten las ganas que siente de dejar el mundo atrás. Aminora sus movimientos con la intención de poner riendas al pensamiento, que vuela hacia el saliente de la ventana. Cada paso es un instante menos de espera. Esto la alegra. Cuando sube, da un vistazo rápido a los cuadros del rellano. Hay uno que le gusta especialmente. Representa un paisaje de naturalezas muertas. Hay una calabaza madura y enorme, algunos membrillos. Las frutas parece que supuren melaza. Le traen a la memoria las confituras y es como si esparcieran su olor. Querría recogerlas y ofrecérselas. Piensa que regalar aromas es una buena cosa, porque los aromas nunca engañan.

El trozo de pasillo se alarga ante sus ojos. En este punto, siempre surge el deseo de recorrerlo de un salto. Una carrera y ya estaría, salvada de todas las miradas. Hace un esfuerzo de paciencia y contención. De todas maneras, él aún no habrá llegado. Le gusta recluirse un rato antes de que llegue. Dejar las ideas a su aire, prepararse para el encuentro. Se da cuenta de que su cuerpo ha tomado la iniciativa: no puede evitar la respiración agitada, las pulsaciones en las sienes. Siente que la piel le quema. El corazón corre, veloz. Es el mismo corazón que la impulsaría a saltar por la ventana, a abrir las puertas de par en par. Nunca lo ha llevado a cabo porque el pensamiento se lo niega. Vive un juego de contradicciones que, a menudo, es un tormento. El corazón y la piel, golosos, siempre están de acuerdo. El cerebro, sin embargo, se opone al amor.

Hay días en que la espera es dulce. Esperar puede convertirse en un paréntesis de soledad en el que crece el deseo. Ha descubierto que desear es un momento pleno. Los pensamientos se convierten en criaturas voladoras, mientras que la piel adquiere una sensibilidad inesperada. El cuerpo vibra, cuando la urgencia se instala en él. Sofía se echa en la cama. No la deshace, le gusta sentir el contacto rugoso de la colcha. Hay un punto de aspereza que nota en la cara, en las manos, a través del vestido. Lleva un vestido de algodón que tiene una tonalidad azul, de día que se funde. La cabellera se desparrama por encima de sus hombros. Le gusta tumbarse sobre la colcha, retozar un poco. Abre los brazos y abraza la extensión completa de la cama. Hunde su cabeza un poco más, como si fuera un animalillo que hurga en la tierra, buscando un escondrijo.

En otras ocasiones, la espera pierde cualquier asomo de gracia, porque gana la impaciencia. Una inquietud inexplicable se apodera de su cuerpo. Entonces no puede quedarse quieta en la habitación. Es incapaz de echarse en la cama, porque la inmovilidad le duele. Son momentos difíciles, cuando no sabe hacia dónde volverse ni qué pasos seguir. La inercia que se ha ido creando durante meses lucha con el sentimiento de duda. ¿Qué hace allí, esperando la visita de un desconocido? Se lo pregunta con cierta angustia, como si estuviera hablando con otra. Una mujer que ha decidido lanzarse, sin hacerse preguntas, a una extraña historia. A veces, querría poner freno, detener el empuje que la lleva a acudir a la cita. ¿Qué cita —se pregunta—, si jamás hablan? Intenta justificarse con razones que ella misma reconoce absurdas. Sabe que hay citas que se conciertan sin decirlo, que hay encuentros que se pactan en silencio. Ellos lo hacen todos los días. Todas las noches, cuando Ramón se va, renuevan la voluntad de volverse a encontrar. Entonces quedan de acuerdo para mañana, y para el otro, y para todos los días de la vida. Es un acuerdo tácito, pero igualmente efectivo. No necesitan las palabras que no se pueden decir, porque el cristal las apagaría. Han construido un amor al margen de las palabras, todo gestos que resultan imprescindibles, que son como el aire que respiran.

Ramón recorre el jardín sin hacer ruido. Durante la ruta, que acostumbra a ser siempre la misma, procura no dejar señales de su paso. Tiene que ir con cuidado para que nadie pueda descubrirlo. Si se cruza con alguien, debe intentar que su sombra se desvanezca. Si fuera sólo por él, los comentarios de la gente lo tendrían sin cuidado. Aunque es un adolescente con aires de hombre, está acostumbrado a la fama de muchacho huraño, un tanto raro. Pero ella es otra cosa. Por nada del mundo querría que sufriese las consecuencias de su locura. Sofía debe permanecer al margen de las murmuraciones de los demás. Nunca se lo perdonaría a sí mismo, si los descubriesen. Loco de amor es como se siente. Capaz de hacer cualquier juego de trapecio, sólo por contemplarla. Necesita verla para continuar viviendo, como si su cuerpo se hubiera convertido en el aire que respira.

Atraviesa los caminos del jardín, mientras piensa que la ruta es demasiado larga. Si tuviese la habilidad de acortarla, se sentiría tranquilo. La precaución le da una lentitud que detiene el ritmo del mundo. De día, este mismo camino se recorre en pocos minutos. Lo ha comprobado muchas veces. De noche, en cambio, cada paso es un riesgo y cuesta prolongarlo. Se da cuenta de que la respiración es intermitente, dificultosa. Los nervios siempre le ganan la partida. Calcula los pasos que aún le quedan por delante y es como si tuviera que andarlos con un peso enorme en la espalda. Por eso camina encorvado, encogidos los hombros, con miedo. Cuando está junto a la fachada, se siente un poco más aliviado. Sabe que queda la parte más difícil, el último tramo. Tiene que pegar su cuerpo a la piedra, abrir las manos hasta que encuentren los relieves conocidos que le sirvan como puntales, colocar los pies en los salientes de la fachada, e iniciar la subida. Mientras asciende, los dedos pelados y las rodillas golpeando los cantos, se siente feliz.

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