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Authors: María de la Pau Janer

Las mujeres que hay en mí (8 page)

BOOK: Las mujeres que hay en mí
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Empezaba a desnudarse. Se entretenía en el cuello de la camisa, que desabrochaba con dedos agarrotados. La impaciencia los volvía torpes, poco hábiles en la tarea de desabrochar cada uno de los botones. Cuando lo había conseguido, mantenía la ropa flotando alrededor de su cuerpo, hasta que la dejaba caer con cierto desdén. La falda caía recta, vertical a sus tobillos. Tenía que agacharse para conseguir quitársela; las medias, sin embargo, recorrían sus muslos con una lentitud deslizante, de ronroneo de gato o de piel de seda. De vez en cuando, estiraba el cuello y los brazos como si pretendiera mantener un curioso equilibrio entre lo vertical y lo horizontal. Ella, que se movía como un arco de violín, recorriendo la superficie de su propio cuerpo. Sofía andada por Sofía, cuando los quinqués iluminaban su habitación, para que pudiera ser vista desde el jardín.

Era un jardinero casi adolescente. Le gustaba la mimosa que crecía junto a la ventana. Alto y espigado, metía su cara en ella antes de iniciar el ascenso. A veces le quedaban restos de amarillo en las mejillas. Se encaramaba por las grietas de la fachada con la habilidad de un gato. Lo había aprendido de pequeño, cuando ya jugaba con los otros niños a encaramarse tejado arriba. Conocía cada centímetro de aquella fachada. Desde los canalones por donde bajaba el agua, cuando caía la lluvia, hasta el grosor de las piedras que la recubrían. La medía con sus pies, que encontraban el fondo justo donde apoyarse y emprender el vuelo. Con las manos abiertas, las palmas un poco peladas del contacto con la piedra, sintiendo la rojez, se pegaba a la fachada. Se movía, silencioso, aprovechando la hora en que el patio estaba tranquilo.

Durante los primeros meses de observación se encaramaba a una rama del almez, de las que casi tocaban a la ventana. Por eso se sentía seguro. Entonces se entretenía en la figura de Sofía, entrevista en medio de claroscuros. Era una figura en movimiento, que le recordaba los árboles del jardín cuando sopla la brisa. Tenía los brazos y los tobillos finos, como las ramas jóvenes. La miraba, hipnotizado, mientras volaba el tiempo. No pedía mucho más. Sólo la quietud y el espacio para mirarla. Dejarse llevar por la seducción de un cuerpo. Concentrado en un único punto de luz, el de la habitación donde ella estaba, empequeñecía los ojos para que su mirada entrara por el resquicio de las cortinas. Salvado el obstáculo, cuando estaba dentro, perseguía cada rincón hasta que se detenía en Sofía. Entonces nada habría conseguido alejarlo de aquel cuerpo.

En las noches de luna tenía que ocultarse para que la claridad no lo delatase. La luna era una espía que recorría cada uno de sus gestos. Se detenía en ellos acentuando su volumen. Si movía un brazo, la sombra del brazo se multiplicaba. Cuando todo estaba oscuro como un pozo, se sentía más seguro, pero también más vulnerable. Cualquiera podría haberle interrumpido entrando en su radio de acción sin que pudiera evitarlo. Si soplaba un viento juguetón, rogaba que el cielo volviese a la calma. Si soplaba tramontana, maldecía a los vientos. A veces, caía la lluvia. El agua recorría su cara y se llevaba rastros de mimosa.

Una noche fue osado. Ya había pasado mucho tiempo desde que acudía a la cita de la mujer y el árbol. Habían transcurrido noches de vela, los pies en la rama, el cuerpo entero en tensión intentando aproximarse un centímetro más a la ventana. Aun así, la situación siempre era idéntica: había una distancia entre los dos. Una lejanía de cristal y de oscuridad que habría querido que desapareciese. A veces, se imaginaba que daba un salto de galgo. El cuerpo apuntaba como una flecha hacia la ventana cerrada. Se replegaba un instante para coger fuerza. Entonces estiraba los brazos, juntos y verticales, mientras la cabeza crecía sobre los hombros. Era un proyectil dirigido a un objetivo único. La meta, el dintel de una ventana mal iluminada. Pensaba en ello, aunque no osara lanzarse de veras. No leasustaba el roce de los cristales con su piel, en el momento del choque con su cuerpo, sino la reacción de la mujer. Por nada del mundo habría querido asustarla. Ella, que le permitía observarla de lejos, quizá se ofendería si pretendía saltarse los límites de lo que estaba tácitamente permitido. Quién sabe si, después, la línea que separaba las cortinas se haría más pequeña, una raya minúscula a través de la cual sus ojos habrían de navegar.

Cuando lo pensaba, se le acumulaban las dudas. La inseguridad, un resto del bagaje adolescente, se imponía a todas las demás sensaciones. Claro que también actuaba el miedo de perderla. ¿Qué pasaría si ella se cansaba del juego nocturno? ¿Dónde iría a buscar aire suficiente para poder respirar, para continuar la vida con su ausencia? Ahora, cuando sólo era una figura tras los cristales, rogaba para que nunca desapareciese. De alguna forma, le había robado la imagen. La retenía en una visión grabada en la pupila. Se había guardado cada uno de sus movimientos, la forma de mover sus brazos, las piernas, el vientre. Le gustaba saber que compartían un secreto. Ellos dos, tan jóvenes y tan solos.

El dolor que nace de una obsesión no está hecho de estridencias. No se trata de aquellas manifestaciones de pena en las que participa todo el cuerpo, la voz y los gestos. No hay arrebatos ni excesos. Suele ser una pena honda, callada, que surge de la imposibilidad de moverse, de actuar, porque las obsesiones nos paralizan el cuerpo y la vida. En la obsesión que sentía Ramón por Sofía, predominaba la angustia. Una inquietud formada por preguntas que, a menudo, no encontraban respuesta. Se preguntaba si podría abrazarla, si tendría que superar muchos obstáculos para acercarse a ella. Temía la amenaza de las cortinas cerradas definitivamente.

En la obsesión que Sofía sentía por Ramón, dominaba la pena. Una pena que era una mezcla de incredulidad por lo que estaba viviendo, de sentimiento de culpa, de confusión. Muchas mañanas, cuando el marido se levantaba de la cama para ir a trabajar, tenía que hacer un esfuerzo por encogerse entre las sábanas. Escondía sus rizos bajo la almohada, mientras él la besaba en la frente. No podía evitar las lágrimas. Nunca creyó que sus ojos fueran capaces de contener tantas. Lágrimas que caían silenciosas, surgidas del pozo profundo de la tristeza. No lo podía remediar: si con el dorso de la mano intentaba hacer que desapareciesen, en seguida volvían a aparecer. Sin prisa, seguían su camino. Iban desde el ojo a los labios, recorriéndole el rostro. Tenían un gusto salobre que, a veces, capturaba con la punta de la lengua. Todo era sal en la boca. Entonces tenía sed.

Hay obsesiones que son como el goteo persistente de la lluvia. Imaginemos una lluvia de invierno, que dura días y noches. El cielo es de un gris que se rompe en tonalidades azuladas. Es un cielo triste, porque nosotros nos sentimos tristes. Las ideas que quedan fijadas en el pensamiento suelen provocar tristeza, porque cierran los caminos a cualquier otra idea. Los deseos que ocupan el epicentro de nuestro mundo inspiran dolor, ya que no abren vías para los nuevos deseos. Si nos bloqueamos en una única idea, si nos centramos en un solo deseo que no podemos alcanzar, vivimos una existencia falsa. Por una parte, los días transcurren en una apariencia de normalidad: estaban las ollas en las que Sofía hervía las confituras, la despensa de la cocina, las cartas de las tres tías, las conversaciones tranquilas con el marido. Estaba el jardín, la mimosa que le teñía la cara, la rama del almez, los naranjos y las viñas. Todo era vagamente real. Lo único cierto eran los atardeceres entregados a una ventana que tenía las cortinas entreabiertas.

Desear de lejos significa precisar con la mente. El deseoacostumbra a nacer desde la distancia, pero se concreta en la proximidad porque une y empuja. Dos cuerpos que se desean se buscan. Si no hay obstáculos insalvables que les impidan la proximidad, la vida se convierte en una fiesta de tactos y besos. Tocar no es sencillo. Hay quien asegura que se trata de un arte. ¿Quién sabe tocar la piel del otro con dedos lo bastante hábiles para hacerlo estremecer? La cuerda del violín se estira, el arco se tensa, la música surge, rotunda. Hay manos que acarician como si esparcieran perfumes. Se produce una eclosión de espuma. El deseo se vuelve real cuando el otro es presencia concreta, palpable. Un cuerpo que podemos recorrer con los labios, que las manos exploran en la avidez de los dedos. Carne contra carne, dureza que se torna realidad en el envite.

Ellos tenían que vivir el deseo desde lejos. Ramón pasaba las noches con los ojos en blanco, después de las visitas a la ventana. Sofía se esforzaba por no removerse entre las sábanas, por miedo a interrumpir el sueño del marido. Ambos compartían la misma sensación de deseo incompleto, de fiesta que queda detenida en el momento álgido. Primero, el deseo ocupaba todo el espacio del pensamiento. Crecía como si tuviera alas. Se concretaba en ganas de fundirse con el cuerpo del otro, de dejar de existir para formar parte de una materia única. Era una percepción casi dolorosa, porque implicaba la añoranza y la urgencia. Era un deseo hecho de prisa, hambriento y enorme. Convertido en obsesión, el deseo les ocupaba todo el espacio del querer. ¿Qué importaban otras necesidades elementales, como comer o beber, si no podían contentar la más urgente de las carencias?

Sofía empezó a perder aquella gracia que tenía para preparar confitura. El instinto de calcular las proporciones exactas entre la fruta y el azúcar, la capacidad de seleccionar la pulpa más jugosa, de adivinar el tiempo de cocción.Un día, quemó una olla de confitura de albaricoque. El olor a chamusquina se propagó por toda la casa y nadie lo podía creer. En otra ocasión, alteró la cantidad de azúcar que debía añadir y dio como resultado una mezcla que fue a parar a la basura. Cuando se encerraba en la cocina, todo el mundo rogaba que recuperase las habilidades perdidas, ya que la señora se ponía de muy mal humor. Ramón inició un proceso de desatención hacia sus obligaciones. Se pasaba el día bostezando bajo la mimosa del jardín, mientras se olvidaba de los rosales y de los árboles. Llegó a llevar las manos tintadas de amarillo permanentemente. Si veía a Sofía de lejos, se las enseñaba. Ella sonreía, como si el amarillo fuera su señal de amor, un código secreto. Una plaga de gusanos aprovechó el descuido del jardinero para atacar algunos cipreses. La hoja, antes verde oscuro, adquirió una tonalidad marrón. Una sustancia de gelatina resbalaba por el tronco, mientras las ramitas se mustiaban. El jardinero lo contemplaba con expresión de sorpresa, incapaz de buscar un remedio. Después de tantos años cuidándolo, se había alejado de él. La hiedra necesitaba ser podada y sus hojas reclamaban agua de manera urgente. Los naranjos habían dado mandarinas secas, porque les faltaba agua. A Ramón, lo único que le importaba era que él también tenía sed.

El deseo que se vive de lejos se convierte en una mezcla de dolor e incredulidad. Está el dolor de no poder tocar al ser querido. Está la duda de imaginar que nunca nos va a ser posible tocarlo. Cuando el deseo ha de concretarse en la mirada, en el olfato, en la percepción lejana del gusto (¿qué gusto tiene el aire que respira el otro?), sólo satisface una parte de su potencial. Quedan las manos: los dedos huérfanos de piel. Los dedos sólo existen para poder tocar otros dedos. Si no, pasan demasiado frío. Este deseo vivido desde fuera alimenta el pensamiento de añoranzas. Sofía añoraba a Ramón delante de la luna del espejo en la habitación en donde se encerraba, todos los atardeceres. Ramón añoraba a Sofía, desde la rama del almez. A veces, helado por el primer relente. Otras veces, bajo la brisa bienintencionada de las primaveras o los veranos. Si se hubieran podido tocar, todo habría sido muy diferente. Había, sin embargo, una ventana entre los dos. Una ventana y una olla de confitura echada a perder; una ventana y los setos muertos de sed en el jardín; una ventana y un marido que no hablaba mucho.

Una noche Ramón se decidió a dar el paso que los salvara de tanta distancia. El almez cada día estaba más lejos de la ventana. No podía evitar la sensación de kilómetros de aire entre los dos. Tenía que acortarlos, para sentir a Sofía más cerca. Miró las ramas bajas en las que se había sentado muchas noches. Llegó a acostumbrarse a una de ellas, que formaba una especie de silla con el tronco del almez. Había pasado largos ratos observando el amarillo de las hojas, aquellos puntos verdes que podían derivar hacia el ocre, mientras esperaba que ella se acercase al espejo. Entonces lo ganaba la impaciencia. Las ganas de verla, de olería. A pesar de la distancia, a pesar de los cristales cerrados, se imaginaba su olor. Había conseguido retenerlo, aquel día que le llevó un vaso de agua al jardín. Se impregnó la piel, el pelo, las manos. Era como si todo él fuera un frasco que preservara la esencia de Sofía. Todas las noches, abría un poco aquella botella para que se escapara una pizca de aroma. No tenía que salir demasiado, porque tenía miedo de perderlo. Sólo la cantidad justa para que pudiera respirarla bien adentro.

Aquel atardecer no era muy diferente de los demás. Ramón no se había propuesto abandonar la rama del almez ni introducir ninguna variación en el encuentro. Si se lo hubiesen preguntado, habría dicho que sólo deseaba quetodo sucediera como siempre. Mirarla mucho tiempo, hasta que los párpados le temblasen, rendidos, de tanto mirar. Entretenerse en una contemplación que no era tranquila, porque lo acompañaban pensamientos llenos de inquietud. Deleitarse en la forma del brazo, en la curva de la espalda, en el nacimiento de los pechos.

Cuando estuvo debajo de la ventana, lo ganaron las ganas de estar cerca. Sin pensarlo, trepó con las manos y los pies por la piedra. El contacto era áspero y lo devolvía a una sensación de mundo real que le resultaba muy grata. Calculó la distancia que había desde el marco hasta el suelo. Dio un vistazo a su alrededor, deseoso por asegurarse de que nadie lo veía. No habría sido fácil justificar la escalada nocturna. Sin prisa, inició la subida: era importante mantener el equilibrio y, a la vez, encontrar con las extremidades el punto justo donde apoyarse y subir con fuerza. Una tranquilidad interior, casi desconocida, lo impulsaba a avanzar. Pasaban los minutos y él procuraba retener la respiración, acompasarla a los movimientos, que eran muy lentos. Si respiraba poco a poco, se cansaría menos, pensaba. Por eso tenía que medir sus fuerzas, como si las repartiera para que duraran mucho rato. Si perdía empuje, podía caer. El amo con el ruido encendería luz en el patio. Llevaría antorchas para iluminarlo y lo verían. Luego avisarían al señor y éste sería su fin. Por el contacto con la piedra, los dedos perdían flexibilidad y se volvían menos sensibles. Cada canto le marcaba las manos. Menos mal que el marco de la ventana era ancho. Se situó en él suspirando, mientras doblaba las piernas.

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