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Authors: María de la Pau Janer

Las mujeres que hay en mí (9 page)

BOOK: Las mujeres que hay en mí
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Sofía estaba delante del espejo de la ventana. Su desnudez le hacía daño a los ojos, de tan próxima. Con la mano cerrada, golpeó el cristal para avisarla de que estaba ahí. Ella giró la cabeza por encima del hombro, sin llegar a volverse del todo. Continuó con los brazos al aire, de puntillas, con la cintura un poco hacia adelante. La observaba, boquiabierto. La mujer se acercó a la ventana. Estaba muy cerca de donde él se sentaba. Ramón recorrió el cristal con su dedo. Dibujaba la forma de la espalda, el recorrido vacilante hasta las nalgas. Volvió a tocarlo. El aliento lo empañaba.

VII

Recuerdo el día en que el abuelo me anunció su compromiso matrimonial con Margarita Reus, una soltera de una cincuentena de años que no vivía muy lejos de La Casa de Albarca. Era una mañana soleada del mes de mayo, el campo repleto de amapolas. Caminábamos unojunto al otro, y estábamos satisfechos de respirar el aire de la mañana. Al menos yo me sentía contenta, porque siempre me gustó pasear a su lado. El abuelo era un hombre aún elegante, que movía con gracia la punta del bastón con puño de marfil. Lo utilizaba para señalar las piedras, las hierbas que crecían junto al camino, el portal de una casa o la humareda de una chimenea. A mí, me ganaba su conversación serena, la forma pausada que tenía de enlazar los recuerdos, la gracia con la que saltaba de un pensamiento a otro, con aquella facilidad que tienen las mentes ágiles. Podría haber pasado horas escuchándolo, porque siempre me sorprendía. Escuchar sus palabras era como hundir las manos en las joyas de un tesoro.

La placidez puede ser una conversación. Aunque no recuerdo con exactitud de qué hablábamos, ni sería capaz de reproducir las frases que pronunció, sí puedo evocar el efecto que causaba en mí su forma de decir las cosas. Aquella mezcla de seriedad y de ironía suave con que hablaba del mundo. El tono displicente que combinaba con breves comentarios que me invitaban a reír. Las palabras del abuelo me producían un curioso efecto: calmaban cualquier inquietud, y a la vez, estimulaban mis ganas de hacer preguntas. Me despertaba cierta curiosidad por la vida que nacía de interrogantes minúsculos, de comentarios perspicaces, de silencios que eran una invitación a pensar. Estoy segura de que no se proponía conseguir ninguno de aquellos resultados, pero la propia improvisación con la que desgranaba imágenes y, sobre todo, la fuerza de las palabras que acompañaban cada una de estas imágenes derivaban hacia una forma tranquila de reflexión.

El efecto era similar, aunque no exacto, al que me causaba la visión de los cuadros de mis madres. Cuando las miraba, también me despertaban una curiosidad enorme, pero no había una sensación de paz. Era al revés: los cuadros me inquietaban. Me gustaba tenerlos próximos, contemplarlos sin prisa, pero nunca me comunicaron un sentimiento de calma. Sería porque intuía en ellos el misterio. La incógnita que no era capaz de resolver, porque aún estaba demasiado lejos de saber sus claves. En el rostro del abuelo, en cambio, no había misterios. Si acaso, un gesto que relativizaba las emociones, que servía para explicar su forma de acoplarse a los designios de la vida.

Lucía un cielo azul que me obligaba a hacer muecas para defenderme de los rayos del sol. La luz acentuaba las arrugas y las manchas de las manos del abuelo. Me permitía percibir cada detalle de su piel, mientras atravesábamos el verde y el rojo del campo. Cuando pasamos junto a la alberca de la finca, señaló una forma diminuta con el extremo de su bastón. Me costaba distinguir lo que quería mostrarme y hube de empequeñecer mis ojos hasta convertirlos en dos rayas. Era una pequeña rana que saltaba en el agua. Se alejaba del contacto de la punta del bastón, que el abuelo movía persiguiéndola. Entonces, como si nada, soltó la pregunta:

—¿Conoces a una señora que se llama Margarita Reus?

No alteró ni el tono ni la modulación de la frase, mientras la pronunciaba. Simplemente, la dejó caer. Con un pequeño esfuerzo, permitió que saliera de su boca y que volase por la mañana luminosa. Parecía una simple pregunta, sin dobles intenciones. La dijo de la misma forma en que podría haberme preguntado si conocía al nuevo vicario que se acababa de instalar en la parroquia, o qué opinaba del panadero. Yo tenía el pensamiento en la rana de la alberca. Tuve que pararme a pensar en la pregunta, pues quedaba muy lejos de mi radio de interés. Una figura menuda y pálida se fue perfilando delante de mis ojos. No sabía mucho de ella, aunque la conocía desde hacía tiempo. Era una de aquellas personas que no llaman mucho la atención de los que tiene cerca. Un ser casi transparente que habitaba mi mismo mundo, aunque me resultara tan difícil encontrarle puntos de contacto con nosotros. Me sorprendía que el abuelo, hombre discreto por naturaleza, se hubiera fijado en ella.

Hay personas sólidas y personas traslúcidas. Las primeras están formadas por una materia que no favorece las confusiones. Nos damos cuenta de que ocupan un lugar en el mundo porque ellas mismas lo proclaman. Con su presencia llenan el espacio en el que se encuentran. Nadie duda de su importancia. Resulta inevitable referirse a ellas en un conversación, hablar de ellas cuando se presenta la ocasión, tenerlas en cuenta. Cuando hablan, nos parece lógico escucharlas. Sus razonamientos, por el simple hecho de provenir de quien provienen, tienen un valor añadido. Esto sucede al margen de los rasgos físicos que caracterizan a una persona. No se necesita ser alto o bajo, gordo o muy delgado. Las personas sólidas pueden reunir cualquiera de estas características. Su solidez va más allá. Quizá se delatan en la forma de moverse, dominando plenamente el espacio. Tal vez se les nota, al pronunciar unas pocas palabras, porque capturan la atención de los presentes. Mi abuelo es un hombre sólido.

La abuela Margarita es una mujer traslúcida. Las personas traslúcidas se han equivocado de guión. Deberían ser personajes de cuento y, sin embargo, forman parte de la cotidianidad más estricta. En los cuentos tendrían un papel importante. Habitarían el interior de los bosques, aparecerían tras el chorro de agua de una fuente, o se esconderían en una cueva. Son figuras que se definen por su imprecisión. En ellas, nada es del todo cierto ni del todo falso. Su aspecto es débil, casi quebradizo. Son criaturas transparentes que, a veces, podemos captar de un vistazo, pero que a menudo escapan a la percepción de la mirada. Están como si no estuvieran. Un fenómeno parecido ocurre con su voz. Hablan tan bajito que las frases que dicen pasan desapercibidas. No sólo se trata del tono, sino de la modulación de las frases, que se enlazan en una cadencia repetitiva y monótona.

Nunca lo habría imaginado. ¿Cómo podía —me pregunté a menudo— un hombre sólido como las montañas de Tramuntana, que se recortan tras La Casa de Albarca, haberse fijado en una mujer que era una hoja volátil, transparente? Tuve una reacción inicial de incomprensión, ligada a un punto de rechazo que no quería reconocer. Teníamos el terreno demasiado delimitado. No había espacio para más mujeres en nuestro jardín.

Al principio, cuando yo era adolescente, el abuelo me hablaba de cómo las echaba en falta. Lo hacía muy de tarde en tarde, en alguno de nuestros paseos por los campos de Sa Indioteria. Yo era la excusa que necesitaba para deshilvanar el hilo de la conciencia, un elemento del todo prescindible, ya que me olvidaba por completo, una vez iniciado el relato. Como la imagen del médico caminando y hablando solo habría resultado extraña, aprovechaba mi presencia para vaciar su corazón. De alguna forma, yo hacía el mismo papel que su bastón, que lo ayudaba a mantener su caminar airoso, o que sus gafas, que le permitían distinguir de un vistazo el rostro de los que pasaban a nuestro lado. No me importaba hacer este papel. Si he de ser sincera, reconoceré que me gustaban sus arranques de sinceridad, que los esperaba con el pulso acelerado, que los intentaba propiciar con mis silencios. Sabía que el silencio lo llevaba a recordar; y que de los recuerdos nacían las palabras.

Me explicó muchas cosas que me resultan difíciles de ordenar en un discurso. Son pensamientos que me acompañan siempre, pero que se encuentran muy dentro, ocultos en el fondo de la memoria. Son frases que tratan de las pérdidas y de los sentimientos que provocan estas pérdidas. Me dijo que, cuando alguien se va, lo más duro es la certeza de la ausencia definitiva. La seguridad de saber que algo que formaba parte de la vida se nos ha marchado. Esto no se nota tanto al principio, me aseguraba, sino que te das cuenta poco a poco, en los hechos más pequeños de lo cotidiano. Lo descubres cuando estás solo en la cama y no te acostumbras a ello. Quisieras decir una frase y sabes que la otra no está para escucharla. La pronuncias, pese a todo, con acento temeroso. Pero la habitación no tiene eco que te pueda hacer compañía y la frase se acaba en tus labios. Todo queda como si nada, mientras comprendes qué es la soledad.

Pasan los días y las noches. Todas las noches vuelves a la cama que compartiste con quien ya se ha ido. Durante mucho tiempo, no te atreves a ocupar la parte de la otra. Mantienes una línea imaginaria que sirve para distribuirel espacio para dos. Encogido en tu particular zona de las sábanas, te acuerdas de cuando estirabas un brazo y encontrabas el cuerpo conocido. Evocas sus formas y su calidez. Sin quererlo del todo, llevado por la inercia de la añoranza, estiras una pierna. Tu pie traspasa la frontera invisible que tú mismo trazaste. Buscas otro pie que nunca está. Encuentras una geografía inmensa de frialdad en la sábana.

Vienen las mañanas. Todas las mañanas del mundo vueltas ausencia. Abres los ojos y ves la luz que entra a chorro por la ventana. El derroche de luz no se corresponde con el deseo que sientes. Te gustaría que siguiera la noche. Entre las sombras, echado sobre del colchón, volverías a cerrar los ojos para que te acunase la oscuridad. La oscuridad que envuelve las penas, porque es del mismo color. Te preguntas si los sentimientos son como las personas, que nacen, crecen, y llegan a morirse. Desearías que este sentimiento de ausencia llegara a morirse. Notar cómo se encoge, pierde volumen, transforma la textura firme en otra rugosa. Te gustaría poder descubrir que se ha convertido en un cuerpo raquítico que ocupa muy poco espacio en tu propio cuerpo, pero no es así. El sentimiento te ocupa por entero. ¿Qué vas a hacer con la añoranza? ¿Por qué caminos vas a conseguir que el pensamiento se detenga, que no recuerde minucias que vuelven con una precisión dolorosa?

Hay momentos que creías perdidos, pero que, sin quererlo, recuperas. Aquel gesto que la ausente repetía a menudo, la forma de mover su pelo, la sonrisa en los ojos o en la comisura de los labios. Unas frases que dijo, en una ocasión, y que sirven para que el recuerdo se perfile. Hay situaciones que habías borrado y que se presentan en forma de secuencia en el pensamiento. Entonces tú eres un espectador. Contemplas escenas vividas, cuando participabasen ellas de lleno. Todo ello te pesa en el cerebro, te tiemblan las sienes. Tienes la sensación de que no vas a poder soportar la insistencia de los recuerdos. Por otra parte —contradicciones inútiles—, no quieres que el sentimiento muera. ¿Qué quedará del amor, si permites que huya? Lo descubres con un temblor en el corazón y piensas que debes preservarlo. Entonces cambias de actitud. Te esfuerzas para que las cosas que formaron parte de la vida de la otra persona se instalen en tu vida. Miras su retrato y piensas que no quieres olvidar sus rasgos.

El abuelo me soltaba sus discursos, mientras caminábamos por un campo soleado. A menudo se olvidaba de que yo estaba a su lado, y las palabras levantaban el vuelo, aves solitarias. Abrían sus alas por el verde, cuando él las pronunciaba. Algunas volaban muy alto, otras flotaban a ras de tierra, sin alejarse mucho de los hierbajos del camino. A veces, pensaba que me habría gustado perseguirlas como si fueran mariposas. Cazarlas una tras otra, conservarlas enteras, sin que perdiesen una ala ni se rompieran las antenas. Habría querido guardarlas dentro de una caja donde nunca perdieran una pizca de su fuerza. Me gustaba oírlo hablar de su añoranza. Palabras como nostalgia o tristeza no significaban mucho para mí. Servían para designar unos sentimientos que no había tenido ocasión de experimentar. Sentimientos que observaba de reojo, desde la distancia que da la vida no vivida. En mis labios, si las pronunciaba, eran simples palabras: una retahila de sílabas que se enlazan para formar una palabra. Si las decía él, en cambio, me resultaba sencillo comprenderlas. Tras cada palabra, estaban todas las frases que el abuelo pronunciaba y que me explicaban significados que había desconocido hasta entonces.

La añoranza era el rostro de mis madres, la forma que tenía mi abuelo de entornar los ojos, cuando las evocaba;el temblor casi imperceptible de la mano que sujetaba el bastón, el intento de cambiar la conversación cuando temía que los ojos le chispearan y me decía «date prisa, va a llover» o musitaba «el campo está encendido de amapolas». La añoranza era su figura de hombre vulnerable, por quien han pasado todos los vientos. Era mi mano en la suya, protegida, como en una cueva. Era la sensación de haber llegado demasiado tarde, quién sabe dónde. Me limité a escucharlo. Me bebía sus palabras como si fueran un néctar exquisito. Dejaba que se fueran fundiendo en mi boca.

Me decía que la nostalgia era llegar a casa y encontrarte con la ausencia. Notar que el silencio habita las salas y hacer esfuerzos por recordar las voces de ellas. La de Sofía, su mujer; la de Elisa, su hija. Concentrarse en el recuerdo y descubrir, horrorizado, que el pensamiento ha empezado a olvidar el matiz exacto de sus voces. El cerebro es incapaz de reproducirlas y no se puede conjugar el silencio. Jugar a buscar instrumentos que nos lleven su eco. La voz de Sofía como un violín. Quizá no, no exactamente. ¿Tal vez como una arpa en la que vibran músicas de otra época? Tampoco. Quién sabe si como una mandolina. La voz de Elisa convertida en una flauta ágil, transformada en un sonido de cascabeles. Ambas como una composición al piano.

Iba encendiendo las luces, a medida que recorría las habitaciones. Se sentaba ante sus cuadros y se preguntaba si algún día las únicas imágenes que acudirían a su pensamiento, al recordarlas, serían las figuras de los cuadros. Entonces volvía a esforzarse para que los gestos de ellas fluyesen a su alrededor. Se imaginaba una danza de cinturas que se doblan, de brazos al aire, de aquel movimiento de retirarse un mechón de la frente, de la sonrisa tranquila de su mujer, de la sonrisa inquieta de su hija. Se inventaba pasos que recorrían los rincones, exclamaciones de sorpresa o de júbilo. Veía vestidos, sombreros, zapatos con tacones. La casa se convertía en un escenario en movimiento que observaba complacido.

BOOK: Las mujeres que hay en mí
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