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Authors: María de la Pau Janer

Las mujeres que hay en mí (5 page)

BOOK: Las mujeres que hay en mí
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En la buhardilla encontré la carta. Hay cartas que sirven para desvelarnos una parte del pasado, nos lo aclaran. Son como puentes de luz que se extienden en una orilla en donde la oscuridad desdibuja las formas de las cosas. Son palabras que han quedado retenidas en un papel, hasta que nuestras manos dan con ellas. Entonces se vuelven a repetir las mismas frases. Se dicen en un contexto diferente para unos ojos que son destinatarios de ellas por casualidad. El azar me trajo aquel escrito que, probablemente, no habría leído nunca porque no me correspondía. Una carta es un trozo de conversación grabada en un papel. Un monólogo dirigido a una persona concreta, que tiene nombre y apellidos, de la que a menudo se espera respuesta. Estaba claro que yo no era la persona a la que se dirigía aquel escrito. Entonces pensé que debería haberme avergonzado de ello. En circunstancias normales, nunca habría abierto una carta destinada a otro. Me habría esforzado en contener la curiosidad que me inspiraba, diciéndome que no era para mí. Pero el territorio de la buhardilla era diferente: ésta fue mi disculpa. Todo cuanto estaba tras el portalón de madera, más allá de los alambres de la azotea, me pertenecía.

La encontré sin buscarla. Sólo removía papeles. Lo había hecho tantas veces que ya ni me lo proponía. Era un ejercicio que llevaba a cabo por inercia, sin plantearme si esto o aquello era material privado. En la amalgama confusa de la buhardilla, el papeleo formaba una unidad indivisible. Todo se entremezclaba sin orden ni concierto. Mis ojos sólo tenían que acoplarse a la luz de una bombilla o a la claridad de la mañana, si era soleada. Se entretenían siguiendo las líneas escritas en los viejos cuadernos de caligrafía, en los libros, en los pies de foto de un álbum, en las cartas. Saltaban de una frase capturada en una libreta de notas al párrafo que alguien había subrayado en una Biblia. Iban de una postal que ofrecía vistas doradas a una hoja amarillenta. Reconozco que tengo mérito: de todo aquel batiburrillo, rescaté la carta.

Hay cartas que nos hablan del pasado, pero hay otras que afectan a nuestro futuro. Son escritos que nos dan la clave de alguna historia. Cuando las leemos, ignoramos por qué caminos nos van a llevar. No sabemos cómo cambiarán nuestra vida, si van a invertir su orden o harán aparecer elementos insospechados en nuestro particular mapa del mundo. ¿Cómo habría reaccionado, si alguien me hubiera explicado las consecuencias de aquella lectura? ¿Habría sido capaz de tomar la carta entre mis manos y recorrer sus líneas, si hubiera sabido todo lo que iba a venir? No lo sé. Hay dosis de audacia en mi carácter. Me gusta el riesgo. Será una herencia de ellas, que no había sido capaz de reconocer hasta ahora. Mi vida era tranquila antes de leer aquel papel, y esto me gustaba. Era bueno despertarme por las mañanas y hacer que el pensamiento recorriera el aire, distraído. La vida era amable, sin obsesiones. Desde entonces, todas las noches me duermo persiguiendo el ruido de sus pasos por el jardín. Aunque la noche sea fría, abro un poco la ventana para que no se me escape ni uno. Desde aquel día, me hago preguntas que nunca tienen la misma respuesta. En la buhardilla pasé momentos deliciosos. Algunos marcaron los signos de una historia que aún tenía que escribir.

IV

La espía. Desde el jardín, observa la ventana y la línea de luz que dejan entrever las cortinas. Si concentra la mirada ahí, captura las formas del cuerpo que se mueve en la habitación. Saberse sola debería haberla dotado de una libertad de movimientos parecida a la dejadez: un relajamiento de los miembros, que se abandonan a la deriva del no hacer nada. Debería haber doblado la espalda un poco, mientras alza los hombros y queda perfilada su redondez. El cabello a su aire, o trenzado de cualquier manera, debería haberse descompuesto en torpes rizos.

Sofía sabe que no está sola. Sabe que un hombre vigila sus pasos desde el otro extremo del mundo. Ella, dentro de la jaula tranquila de este cuarto, protegida del viento; él, en el jardín, perdido entre la brisa del anochecer. El saberse observada condiciona cada uno de sus gestos. Es inevitable. No puede dejarse llevar por las sensaciones que propicia la soledad, sino que ha de mantenerse alerta. Los cuerpos que se sienten objeto de un punto de mira no se mueven con la libertad de los otros. Por eso procura situarse bien centrada en la ventana. Con un gesto que quiere ser inocente, pero que no tiene ni una pizca de inocencia, su mano abre un poco más las cortinas. La línea vertical gana algunos centímetros casi por casualidad, cuando se aleja. Luego toma protagonismo el espejo.

Ha aprendido poco a poco a moverse para él. Al principio, cuando intuyó lo que sucedía, le daba vergüenza cualquier gesto excesivo. La reacción inicial fue la de volverse una hormiga y esconderse en alguno de los recodos de la habitación. Lentamente se acostumbró. No fue complicado, ya que le gustaba mucho la sensación de ser observada. No se lo habría confesado a nadie, pero las cosas ocurren y no podemos dar razón de ellas. Le habría costado encontrar una explicación que justificase ante sí misma aquellos instantes. No existía. Lo único importante eran los movimientos de un cuerpo que tomaba forma y vida para la mirada de él.

La vida de Sofía se dividía en dos partes perfectamente diferenciadas. Sus tías habrían hablado de los años de infancia y adolescencia en Llubí, el tiempo de existencia tranquila en el pueblo, cuando el futuro era aún una línea incierta, como un horizonte pequeño que tiembla a lo lejos. Dejó atrás esta época con cierta resistencia. No le gustaban mucho los cambios y se había acostumbrado a un universo de seguridades que nunca alteraban los días tranquilos. La ilusión por La Casa de Albarca, que su prometido supo contagiarle desde su propio entusiasmo, no era un incentivo lo bastante sólido para la partida. Tampoco lo era el mismo Mateo, al que quería con una ilusión que nunca se desbordaba. Inusualmente plácida. Se enamoró de él porque había que enamorarse. Esto era lo que decían las novelas que leía en su casa del pueblo. También lo decían las amigas, la familia, los vecinos. No quería ser como sus tres tías. Soñaba con casarse y tener una casa donde crecieran sus hijos. Todo se dibujaba con una claridad absoluta en el pensamiento, sin fisuras que hicieran temblar la existencia. Se casó contenta. Esperaba que la vida fuese una suma de momentos plácidos, sin sorpresas.

Sus tres tías habrían dicho que la segunda parte de la existencia de Sofía comenzó el día de la boda. Cuando se vistió de seda y caminó, temblorosa la sonrisa, por el pasillo de la iglesia de Sant Josep del Terme. Según ellas, entonces se produjo la transformación. Un corte entre el pasado y el presente, que implicaba un cambio de lugar y de tiempo. A partir de ahora se iniciaba el tiempo de la madurez. Una señora casada tenía que ser ordenada, serena, y un punto aburrida. Tenía que llevar con criterio la administración de la casa. Tenía que dejar de levantar castillos de arena, de soñar despierta, de mirar al infinito, porque su horizonte ya no era una línea casi desdibujada, sino una realidad que no admitía sutilezas poco prácticas. Una mujer casada tenía que recogerse el cabello y no dejar que un solo mechón se escapara del peinado. Tenía que utilizar camisones con las mangas largas, el cuello alto, y un bordado de puntillas en los bordes. Tenía que vestirse con ropa de algodón para los días laborables, con terciopelos y sedas para las fiestas señaladas. No tenía que perder el tiempo.

Las tres tías habrían trazado la división de aquella existencia que estaban convencidas de conocer como la palma de su propia mano, pero se habrían equivocado. La realidad era muy diferente. Así suceden las cosas. Una vida tiene muchas lecturas. Todo depende del punto de vista que adoptemos para contemplarla. Es como si nos encaramásemos a una atalaya. Si miramos al norte, veremos pastos que recorren los ganados; si observamos el sur, se extenderán ante nuestros ojos los huertos de cultivo. Habrá hombres que labran y mujeres vestidas de negro, una sombra en el verde. Si nos volvemos hacia el oeste, nos sorprenderán quizá los bosques en los que es fácil perderse, el espesor de los árboles que forman un suelo verde oscuro. Hacia el este, encontraremos un cruce de caminos que trazan vericuetos, que se enlazan y se desatan. Es sencillo: basta con cambiar el punto desde el que observamos el mundo, y el mundo aparece distinto.

Si Sofía pensaba en su vida, todo se tornaba diferente. Ella distinguía dos etapas: el tiempo en que vivió sin saberse espiada, cuando todo era previsible y los días entregados a la ventana de la habitación. Aquel cuarto le ofrecía una duplicidad de escenarios que le inquietaba un poco. Estaba la habitación que la presencia del marido convertía en conocida y familiar, donde no aparecían los misterios. Luego estaba la habitación en aquella falsa soledad, en la que vivía con el corazón acelerado. Eran como la cara y la cruz de una misma moneda. Un espacio único, que se transformaba por obra y gracia de un cambio inesperado. Tenía la sensación de que el tiempo que pasaba ahí sola escapaba a su control. Era un tiempo con ritmos propios que nada tenía que ver con el resto de la vida. Una parcela delimitada por un espacio y unas circunstancias a la que no habría sabido renunciar fácilmente.

Había algunas preguntas que comparecían, una y otra vez, en su pensamiento. ¿Cuándo descubrió que alguien la observaba? La percepción fue lenta. Se fue concretando a medida que pasaban los días. Al principio notó una sensación extraña, pero creyó que era producto de su imaginación. Llevaba poco tiempo casada. Le costaba acostumbrarse a todas las transformaciones que se habían producido en la cotidianidad. Transformaciones curiosas, porque aparentemente no tenían importancia, pero le resultaban poco gratas. Cuando se despertaba, la visión de lo conocido era sustituida por una serie de objetos extraños. Desde la mirada a la inmediatez, hasta los ojos que se posan en la distancia, todo había cambiado. Los muebles que la acompañaban en la habitación de Llubí no estaban. Abría los ojos y hacía un gesto de sorpresa. Pestañeaba un instante, antes de recuperar la percepción y saber dónde se encontraba. Donde esperaba ver una silla había una cómoda, la cama de su casa, con un ángel de madera en el cabezal, había desaparecido. En su lugar había una enorme, con dosel y cubrecama de encaje. Los primeros ruidos de la mañana también eran distintos. Estaba acostumbrada a oír las voces del vecindario cuando se despertaba. La ventana de su habitación del pueblo daba a la calle. Desde primera hora de la mañana, había movimiento, trajín, conversaciones. Las mujeres salían a barrer la acera. La regaban con agua para que el polvo se asentara. Los carros salían a faenar al campo. Ella se despertaba con el ir y venir, con alguna frase que se le escapaba a alguien y volaba hasta su cama. En La Casa de Albarca, las mañanas eran silenciosas. El propio silencio le hacía abrir los ojos, preguntarse dónde estaba. Añoraba las voces, los pasos. Se extrañaba de aquella quietud semejante a la de un pozo.

No podría decir cuándo empezó a sentirse espiada. Hubo una intuición, un escalofrío recorriéndole la espalda, la sensación de miedo. Lo sospechaba, pero no habría sabido dar razón de ello. Un día —era pleno invierno—, dio el paso que le confirmó que era verdad. Había decidido arriesgarse. Por eso hizo como siempre: se colocó muy quieta, las piernas y los brazos desnudos, delante del espejo. Estuvo así mucho rato, con la respiración mal contenida, esperando a que el momento fuera propicio. No oía ningún ruido. Sólo la propia respiración, descompasada e impaciente. Por fin, se volvió en un movimiento rápido. Avanzó de prisa hacia la ventana, la abrió de par en par, y asomó medio cuerpo hacia afuera. La reacción fue inmediata: un rumor de hojas, un cuerpo que se lanza al suelo desde una cierta altura, pasos que se alejan. El corazón le latía muy fuerte. Intentó calmarlo llevándose las manos a los pechos, sentada en una butaca. Ahora estaba segura: alguien la vigilaba desde el jardín.

Se preguntaba cómo había surgido su dependencia de un desconocido, el deseo de gustarle. ¿En qué momento empezó a imponerse la necesidad de mover su cuerpo delante de un espejo para él? No habría sabido cómo explicarlo, ya que pensar en ello le resultaba difícil. Aquella actitud le rompía todos los esquemas de muchacha educada para una vida tranquila. Por eso no quería plantearse nada. Hubo un día, que debió de ser en otoño, cuando apunta el frío, en que dejó de estar quieta observando su propia imagen. Habían transcurrido muchos días, todos idénticos. Cada uno era una copia repetida de los demás: las mismas pequeñas cosas que se multiplican. Pasarse la mañana en la cocina, entre los fogones, donde se sabía segura y casi feliz. Se ponía un delantal blanco de percal. La tela almidonada adquiría la rigidez de aquellos vestidos que tienen un cuerpo propio. Se los ataba a la cintura con un lazo. Pasaba sus manos dos o tres veces, con la sensación de que medía terrenos conocidos. Luego pelaba ollas enteras de albaricoques, de cerezas, de ciruelas, de mandarinas. Cada fruta, según su temporada. Llenaba un plato de pulpas amarillas, rojas, granates, anaranjadas. Los colores no tenían que mezclarse, sino mantener su pureza. Hervía la fruta que se mezclaba con el azúcar en una caldera. Mientras se esparcía el aroma por toda la casa, ella inspiraba profundamente, como si pudiera probarla por el olfato.

¿Qué tenía que ver la mujer de las confituras con aquella otra del espejo? Habría querido descubrir vínculos claros, razones poderosas que sirvieran para relacionarlas. Siempre se había considerado una mujer sencilla, que rechazaba complicarse la vida. Encontró a un buen hombre y se casó con él, decidida a ir adelante con la compra de La Casa de Albarca. Tenía un carácter resuelto, nunca se echaba atrás, y le gustaban los delantales blancos que voleaban desde la cintura hasta el suelo. En la cocina, las baldosas eran de loza, de un color que le recordaba al cobre. Se sentaba en un taburete y vigilaba el fuego. Tenía que ser un fuego lento, que no precipitase el tiempo de hervor. Creía que el secreto de hacer una buena mermelada estaba en respetar los ritmos del tiempo. Cada fruta necesitaba llegar al punto de cocción sin urgencias. Entonces mantenía, intactos, el aroma y el sabor.

Sus vínculos con la ventana y el hombre que estaba en la otra parte del mundo surgieron poco a poco. Primero, se impuso la sensación de timidez. Cuando supo que era el objetivo de su punto de mira, se encogió. Aunque no quería pensar en ello, su pensamiento volaba constantemente. Desconcertada, eliminó la posibilidad de hablarlo con su marido. Habría ordenado que lo echasen. La vergüenza le duró algunas lunas, hasta que se desvaneció poco a poco. Fue como pelar una naranja. Desprendida la piel de la fruta, quedaba el cuerpo: permanecían la pulpa y el jugo, que mojaban la mano cuando la intentaba exprimir. La mano mojada olía a azahar. Delante del espejo, era como una naranja que ofrece los mejores gajos a unos dedos ávidos. Pero no había dedos, sino una mirada que era una mano entera, tras los cristales cerrados.

BOOK: Las mujeres que hay en mí
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