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Authors: María de la Pau Janer

Las mujeres que hay en mí (3 page)

BOOK: Las mujeres que hay en mí
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—Tendrías que buscar una mujer algo mayor, hijo, una mujer hecha que no nos trajera complicaciones.

—¿Qué complicaciones? No sé de qué me hablas. Sofía es la mujer más bella que he visto jamás.

—De la belleza no viviréis. Además, ¿no te parece una chica enfermiza?

—El médico soy yo, padre —la respuesta fue seca y tajante.

—Me disculparás, pero esperaba un casamiento mejor.

—No sé qué esperabas, sinceramente. Es de buena familia, joven y sana. Además, me ha demostrado que me quiere. ¿Sabes que ha hipotecado las tierras de su padre por mí?

—Esperaba que tuviera algo de juicio. Creo que es lo único que le falta. Lo siento, pero es una falta seria.

—No la conoces. Casi no habla, cuando estás tú delante, porque no le inspiras confianza. Es lista: se ha olido que no te gusta.

—Pues acierta. Espero no tener que darte el pésame, en vez de la enhorabuena, por esta boda.Bajo malos auspicios, se celebraron las bodas. La novia era guapa y joven; el novio estaba enamorado. Todos los signos del cielo anunciaban la alegría. Los invitados estaban dispuestos a beber vino para celebrar aquel casamiento. Las tres tías daban saltitos de emoción, porque la sobrina se casaba. Todo el mundo estaba gozoso. Nadie se habría imaginado que el tiempo les sería tan poco amigo. La noche antes de casarse, Sofía comprobó que había luna llena. Se lo dijeron las tres tías, que daban vueltas alrededor de su cama como si fueran abejas que besaran una flor, mientras musitaban medias canciones y soltaban risitas breves como las migajas que deja el pan cortado con prisas, migajas que llevan aún el aroma del horno caliente. La forma en que olían las tres le recordaba aquel otro aroma, el que salía de la cocina cuando horneaban el pan. La novia las miraba desde las sábanas con una sonrisa burlona. Ninguna se había casado y se tenían que conformar robando los sueños de la sobrina. Espiaban los pases de la modista, cuando se probaba el vestido, le bordaban los guantes con lirios de seda blanca, ataban los lazos para los bancos de la iglesia, discutían los nombres de los invitados, situándolos por orden de importancia, según el vínculo de parentesco, o la antigüedad de la relación. Hablaban con palabras que sonaban a repicar de las campanas, a cristales rotos, a envidia una pizca inocente.

Se compraron tocas de colores para ir a la boda: Antonia con un ramo de nardos como un puño, Magdalena con una guirnalda minúscula que parecía de papel y era de terciopelo, Ricarda con un plumón verde que recordaba a las alas de un pájaro. Las tres saltaban a la vez, aplaudían con gestos nerviosos. Vencidas por la ilusión de los últimos preparativos, se les encendía el rostro. Entonces tenían que poner las palmas de las manos en el cristal de una ventana que hubiera retenido el relente de la tarde y extendérselas luego sobre sus caras, para que el fresco calmara el calor.

Reconocían que no habían tenido suerte en el amor, mientras lo imaginaban bajo la forma de un angelito que levantaba un revuelo de plumas, cuando lanzaba las flechas al corazón de los amantes. En las buhardillas de la casa de Llubí, guardaban una serie de novelas rosa que habían ido coleccionando a lo largo de media vida. Pero sus vidas no tuvieron un final de novela rosa. El destino las transformó en solteronas que viven y sienten a través de las existencias de los que aman. Antonia tuvo un pretendiente que le cantaba canciones bajo la ventana, pero lo mataron en el frente durante la guerra. Se pasó la juventud llorándolo. Magdalena cortejó tres veces, pero los hados no quisieron que aquellas historias llegaran a buen puerto. Se ahogaron todas en un charco diminuto antes de atreverse a soñar con el mar. Ricarda había sido mujer de misas y de curas. Estaba enamorada en secreto del cura del pueblo, un hombre alto y delgado que no le prestaba mucha atención. Ella era asidua al confesonario; él entretenía sus horas muertas poniéndole penitencias difíciles de cumplir, ignorando que eran de su gusto, si significaban largos ratos en la iglesia.

La noche antes de casarse, Sofía las vio dar vueltas alrededor del cabezal de su cama. En camisón, le recordaban a las hadas de los cuentos. Ella sería como aquella princesa cuya cuna, al nacer, fue rodeada por las hadas. No estaba la bruja negra. Sólo las figuritas esbeltas, mustios los pechos y la piel de la cara, que se atolondraban en la prisa por aconsejarla bien. Querían decirle que estuviera tranquila, que no se preocupase por el esposo, que si le amaba de veras, la noche de bodas sería como entrar en el paraíso. Lo decía una entre risillas, mientras las otras empezaban a reír y se santiguaban de prisa, no fuera que el párroco pudiera oírlas desde su escondite. Le contaban que los de Andratx habían puesto un pleito al sol, porque, cuando iban a Palma, los deslumbraba de cara, y cuando volvían a la puesta también. Incluso fueron a ver a un abogado para contarle sus litigios con el sol. Hablaban de prisa porque las palabras se pisaban entre ellas. Querían darle consejos, pero no encontraban las frases precisas. Se imaginaban en su lugar, pero no podían comprender que la novia escondiera sus bostezos bajo la almohada. Cuando se durmió, vencida por el cansancio, tuvieron que abandonar aquella carrera circular y retirarse a la habitación que compartían. Allá, esperaron a que amaneciese para arreglarse el peinado.

Se casó en Sa Indioteria. Las campanas repicaban para anunciar la boda. Ellas tuvieron el corazón encogido durante la ceremonia, que no se alargó en exceso. Ricarda no supo evitar imaginarse a su párroco en el pulpito. Las otras suspiraron un instante por los pretendientes que no estaban. Antonia rezó un avemaria por aquel amor joven que murió en la guerra. Magdalena dedicó un pensamiento a cada uno de sus amores perdidos. Mientras tanto, el novio miraba a la novia. Ella tenía los ojos bajos, tras el velo, oculta la mirada de impaciencia, las ganas de amar. Almorzaron en el comedor de La Casa de Albarca, bajo arcadas de piedra. Estaban invitados los vecinos principales del pueblo. La señora de Son Maciá acudió con un presente de ensaimadas. Los señores de Son Nicolau cubrieron el pasillo central de la iglesia de una alfombra de pétalos de rosa. Todos querían dar la bienvenida a los nuevos propietarios de la finca.

El almuerzo fue bueno y abundante. Hubo guisos de pechuga de pollo y albóndigas de cerdo, patatas de Sa Pobla y hierbas aromáticas. Bebieron vino de Binissalem, y el novio, haciendo gala de ciertas veleidades poéticas, recitó unos versos de un poeta persa, cuyo nombre no supo retener ninguno de los presentes, que decía bellas palabras respecto del amor y del vino: «De mi tumba emanará tal olor de vino que los paseantes quedarán embriagados. Rodeará mi tumba tal serenidad que los amantes nunca podrán alejarse de ella.»

—¡No es hora de hablar de la muerte! —exclamó el padre del novio, haciendo esfuerzos por disimular el disgusto que le producía aquella boda.

—¡Claro que no! —dijo la vocecilla de la tía Antonia, mientras sus hermanas la acompañaban negando ostensiblemente con la cabeza.

—¡Qué versos tan bonitos! —musitó la novia, y los ojos le chispeaban al decirlo.

En Mallorca dicen que el tiempo que transcurre en la mesa no cuenta. La conversación y los ágapes suculentos tienen el poder mágico de conjurar el paso del tiempo y detenerlo. Por eso nadie envejece en la mesa. Los invitados a la boda no tuvieron, pues, ninguna prisa en abandonar la protección de los manteles y los manjares.

Era un mediodía reluciente de principios de otoño. Los días tenían una placidez de hojas que empiezan un trayecto breve de la rama al suelo, de atardeceres que se acortan hasta devorar el claro, de noches largas. En la mesa había un muchacho muy joven. Sentado entre el resto de invitados al chocolate, tenía la mirada huraña de quien quiere robar las imágenes de la fiesta de un solo golpe de vista. Llevárselas. No hablaba apenas. Era alto y tenía una falta de destreza en los movimientos de los brazos y las piernas que insinuaban un crecimiento rápido, que le había dejado los miembros descompasados. Todo en su rostro tenía aires de provisionalidad, de rasgos que justo acaban de perfilarse con aquella rotundidad incipiente que insinúa futuras certezas. La cara demasiado delgada, marcada de pómulos y con los labios suaves, recién dibujados por el pincel de la vida. Labios de hombre que acaba de hacerse en un instante, que manifiesta los primeros impulsos de una vida que se estrena.

Se llamaba Ramón y no comió apenas. Le pasaban de largo las bandejas de pasteles que dejaban rastro de buenos olores, las jarras de chocolate humeante. Cuando alguien tiene el pensamiento cautivo, no nota el hambre. En realidad, se había prometido un buen festín aquel día. En la casa nunca faltaban unas buenas sopas de pan, un cocido de habas que los calentaba para el frío otoñal, una rebanada de pan con sobrasada. No estaba acostumbrado a las golosinas, y el deseo adolescente se concentraba en ello como si fuera a dar con el cielo. Nunca había probado los dulces que comían los señores en sus fiestas.

Por esta razón, él, que era de naturaleza solitaria, había aceptado con entusiasmo la invitación. Se había imaginado devorando dulces repletos de delicias azucaradas, pero no probó ninguno. Desde que entró por la puerta lateral, la cabeza baja y las manos en los bolsillos, sólo tenía ojos para mirar a la novia.

Verla fue como contemplar el cielo y el mar a la vez. Le invadió una sensación de movimiento, como si nada ocupara un lugar concreto, sino que los objetos y las personas se movieran a un tiempo, en una danza que lo aturdía un poco. Sólo ella estaba quieta, sentada en una silla forrada de terciopelo, con las manos apoyadas sobre la mesa, salvándose del naufragio de los otros. Un naufragio en el que participaba también él, sometido a la sensación de que el suelo no estaba hecho de una materia sólida, sino que se había transformado en la orilla de una playa, allí donde la arena se diluye entre nuestros pies, que se hunden en ella a cada paso.

Observó a los otros lleno de curiosidad, porque le parecía extraño que no participasen de su desconcierto. Se habría imaginado que se daban cuenta de lo que sucedía, pero nadie lo miraba. Todo el mundo comía, hablaba, se reía sin hacerle caso, lejos de sus obsesiones. Descubrió que se le había agudizado el sentido del oído, que tenía una percepción renovada, curiosamente sensible, que le permitía escuchar cada conversación, seguir las palabras que pronunciaban y que no iban dirigidas a él, captar la estridencia exacta de una risotada, de una frase fuera de tono. A la vez, empezó a sudar. Le invadían por entero oleadas de un calor desconocido, desde el cuello de la camisa hasta los tobillos. Tenía la sensación de haberse orinado encima. Se notaba húmedo, y le incomodaba sentirse como en un torrente. Habría querido irse, salir de la sala donde los movimientos de los demás —un ir y venir como de oleaje— y el zumbido de las palabras servían para subrayar su malestar.

Tardó en comprender que aquella mezcla de sensaciones significaba enamorarse. Por el momento, tenía que bregar solo con la certeza de hallarse perdido. Se preguntaba si estaba enfermo, si alguno de los condimentos de la comida, apenas degustados, le habían revuelto las entrañas. Para él, el desconcierto no era una sensación nada familiar. Estaba acostumbrado a vivir en un mundo de pequeñas certezas, de historias que crecían y tomaban forma, vinculadas a la tierra y a sus frutos. Era un adolescente y no se había permitido muchos sueños. En invierno, cuando se sentaba con los otros hombres alrededor del fuego, le gustaba escuchar leyendas. Las escuchaba en silencio, porque era de pocas palabras. Luego pensaba en ellas antes de dormirse, en el lecho de paja del porche, en donde encogía su cuerpo y lo cobijaba bajo una manta vieja para protegerse del frío. A la novia, nunca la había visto antes.

La conoció el día del casorio. Había ido a la casa en contadas ocasiones, ya que el señor era quien coordinaba las obras de mejora para instalarse en ella. Sofía prefería seguir el trajín de lejos, esperando en el pueblo a que llegara el día en el que podría empezar allí una vida nueva.Pensaba en el jardín y sólo existían ojos para mirarla. También estaba el corazón, acelerado como una carrera de cien yeguas, que le recordaba que algo le rompía la vida.

Nada volvería a ser como antes, estaba seguro de ello. Desde aquel otoño color de miel y de manzana, los días tendrían siempre la tonalidad del cabello de Sofía, la forma de sus labios, la intensidad de unos ojos que no se posaban en él. Pensó que eran como pájaros y que, un día u otro, en la avidez de su vuelo, se pararían un instante en el jardinero de La Casa de Albarca.

III

Mi abuelo tenía los huesos y el corazón de cristal. Los huesos le anunciaban el mal tiempo, cuándo iban a venir vientos y lluvias. El corazón llevaba años callando, temeroso por romperse en cualquier movimiento. Lo adiviné observando sus gestos de hombre miedoso que sabe hasta qué extremo la vida duele. Aquella existencia, que se había imaginado generosa cuando era un médico joven en Andratx, mientras cortejaba a Sofía Riba, pero que muy pronto descubrió que era adversa. Lo he imaginado a menudo: hay dolores que son punzadas. Nos deshojan la piel como si fuéramos las ramas de un árbol en primavera, hasta que no queda más que el esqueleto del árbol florido. Suelen ser hirientes y rápidos. La intensidad es proporcional a lo que dura: a más breves, más intensos. Tras el aguijón inicial mueren, y dejan un recuerdo poco grato. Hay otros dolores que tienen ritmos larguísimos. Se instalan en nuestro cuerpo y lo transforman. Llegan a confundirse con el aliento, con las huellas que marcan el suelo, con nuestra sombra. Cuando el dolor alcanza nuestra sombra, todo es inútil. No valen esfuerzos para vencerlo, porque tan sólo sabremos enmascararlo. Daremos con un disfraz que nos ayude a convivir con él, que permita que paseemos por las calles sin llamar mucho la atención, que tengamos un aspecto vulgar, que nadie pueda confundirnos.

La sombra del abuelo había perdido la mesura. Lo intuí desde muy pequeña, cuando lo veía recorrer los jardines de La Casa de Albarca, y la sombra se extendía en el suelo, proyectándose en la fachada del edificio. Era más larga que la de los cipreses. Oscura como la noche. Acostumbraba a dar paseos con las dos mujeres que viven con nosotros, aunque nunca las vemos. Trasladaron los cuadros a mi habitación cuando el abuelo se volvió a casar. Antes, ocupaban un lugar en la sala principal. A pesar de que nunca me hablaba de ellas, noté que echaba de menos las pinturas. Era la añoranza de no verlas muchas veces lo que debía de entristecerle. Fue entonces cuando lo adiviné. Supe que la pena le prolongaba la sombra. Volvía sus manos de pianista, aunque no tuviera un piano.

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