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Authors: María de la Pau Janer

Las mujeres que hay en mí (2 page)

BOOK: Las mujeres que hay en mí
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Descubrí que mi rostro constituía una suma de sus excesos, una combinación que no me gustaba mucho. En mi cara todo era un poco grande: la nariz, los ojos, los labios. Resultaba una serie de desproporciones. Casi durante toda la adolescencia, llevé el pelo recogido en una trenza. Era una forma cómoda de no tener que preocuparme ni de pensar en ello. De noche, deshacía la trenza de prisa, casi sin mirarme al espejo, me pasaba un peine y me olvidaba. Hasta que cumplí los veintiún años no fui capaz de sentarme ante el espejo de mi habitación, soltarme el lazo que lo contenía, y dejar que el pelo se desparramase por mis hombros sin ansiedad alguna. Entonces me pregunté cómo era posible ser una mezcla tan exacta de dos caras; y tuve miedo.

La casa en donde vivíamos era un lugar especial. En aquel sitio habitaban los elementos en estado puro porque era una fuente de energía tranquila. Un lugar que respira calma, sin obcecaciones ni prisas, al margen de las danzas del mundo. Caía la lluvia con más intensidad que en otros puntos de Palma, debido a la cercanía de la Serra Nord.De lejos, se recortaba su perfil azulado. En invierno, la temperatura del jardín estaba algunos grados por debajo de la del núcleo de la ciudad. El barrio de Sa Indioteria, a unos tres kilómetros del centro urbano, tenía una identidad propia. Estaba dividido en dos partes bien diferenciadas: Sa Indioteria Vella, calles con muros de piedra, la humareda azul de las casas. Se levantaban palmeras. Había alguna alberca con el agua color sapo y algas. La gente vivía en casas que tenían verjas abiertas a los caminos donde ladraban los perros. De vez en cuando, un conejo atravesaba un camino. Los pájaros se perseguían por los tejados y, en invierno, se solazaban encima de los capós de los coches.

Sa Indioteria Nova, que constituía un auténtico contraste visual para los peatones calmados, era una zona de edificios construidos en los setenta, que se habían ido multiplicando a medida que pasaban los años. Su desorden de geometrías y colores habría formado una mezcla confusa en la pupila de cualquier espectador atento. Durante años, vivieron ahí sólo los emigrantes que llegaban a Mallorca desde la Península. Buscaban trabajo y un techo. Pronto llenaron las calles de niñitos llorosos, de palabras nuevas, de costumbres traídas de fuera. La frontera entre los dos mundos —la calma del pasado y el caos del presente se dibujaba sin resquicios, con trazo firme. Justo en el límite entre los dos mundos, situada en el umbral que separaba el ayer plácido del hoy bullicioso, estaba La Casade Albarca, antigua finca mallorquína que mi abuelo compró cuando era muy joven a una familia muy conocida en la ciudad.

La compró mi abuelo de Andratx, Mateo Feliu, porque se enamoró de su perfil de casa sólida que invita a vivir en ella, que ofrece cobijo. Antes, sin embargo, tuvo que hipotecar las tierras de su mujer, Sofía Riba, hija de un farmacéutico de la localidad de Llubí que le dejó, al morir, una fortuna mal repartida entre cuatro herederos. Mi abuela era la hija pequeña y confió en el proyecto del marido. Para desgracia suya, murió demasiado joven. Sólo vivió en la finca los tres primeros años de casada, antes de abandonar el mundo para siempre, aunque yo estaba convencida de que nunca se había marchado del todo. Estaba en el cuadro de mi cuarto, figura silenciosa que me acompañaba. Estaba, sobre todo, en los rincones de aquella casa que aprendió a hacer suya en un espacio de tiempo demasiado breve.

Cuando estaba viva, desde el balcón de la fachada principal aún se veía parte de la iglesia de Sant Josep del Terme. Las campanas repicaban a fiesta en los días claros; pero tocaban a muertos si alguien se iba. Tocaron largamente por ella una mañana, cuando parecía que nada iba a trastocar el orden de aquel mundo pequeño y seguro. Tocaron por su hija, la madre a quien no conocí. Tocarán algún día por mí, que no quiero salir de esta casa que es mi refugio. Cuando las oigo, no puedo evitar pensar en ello. La iglesia ya no se ve desde el balcón de La Casa de Albarca: hay demasiados edificios de construcción barata que separan la casa de la plaza de la iglesia. Cerca de esta plaza, está el convento de las monjas donde crece un almez. Es un almez parecido al que se levanta en el jardín de La Casade Albarca, sombreando con las ramas enormes la visión del balcón. Entre ambos árboles se establece una curiosa relación de no coincidencia que el abuelo me ha contado muchas veces. Los almeces sólo dan fruto en años alternos: un año sí, pero el que viene no, como si establecieran un juego entre la generosidad y la escasez. Cuando el almez que crece en la casa de las monjas tiene frutos, el nuestro está yermo. No encontraríamos ni una almeza, ninguna de las primerizas, menudas, negruzcas, de hueso duro y poca pulpa. Los dos árboles juegan a alternarse. El año que dan fruto, sacan las primeras hojas de primavera antes. Mientras en uno brota el verde fuera de hora, el otro tiene aún las ramas desnudas.

Desde que tengo memoria he vivido en esta casa. He aprendido a ver cómo pasa el tiempo en el almez, mientras me entretenía en la observación callada de sus cambios. Cuando llega Navidad, el árbol está desnudo. Antes se ha producido la caída lenta de las hojas, que han transformado el verde en ocre, formando una capa de amarillo en el suelo del patio. Debajo del almez hay unos bancos de piedra en los que mi abuelo se sienta a leer el periódico, en las calmas de enero. Yo no voy muy a menudo. Es un lugar que me gusta contemplar desde lejos, entre idas y venidas.

Nunca he preguntado a mi abuelo si añora los atardeceres de Andratx, cuando el sol gira sobre las barcas del puerto. Tampoco me he atrevido a preguntarle si echa en falta a la abuela de veras, a la mía. Años después de enviudar se volvió a casar con una mujer minúscula que no nos estorba apenas. Se llama Margarita: es simple y aburrida como las flores que llevan su nombre. Nada que ver con las mujeres de sus retratos. El abuelo vive siempre como si tuviera que pedirme disculpas por aquel casamiento. En realidad, no hablamos mucho de ello. Existe un acuerdo tácito entre nosotros: yo no le hago preguntas ni comentarios inconvenientes. Nunca he pronunciado frases que puedan enturbiar su existencia plácida de hombre resignado a las pérdidas. Sé respetar sus silencios: los de todos los días, cuando fija la mirada en un punto indefinido, mientras comemos, y no dice palabra; los de los domingos, cuando aprovecha mis salidas para recluirse en la habitación de los retratos y verlas de nuevo. Intuyo que no sabe cómo resistirse: hace años que abandonó el combate contra los recuerdos y ha llegado a establecer un pacto para convivir con ellos. Le gusta mirarlas, porque su visión ya no provoca grietas en su corazón: son la mujer y la hija que perdió, cuando aún eran demasiado jóvenes para tener que morir. El abuelo es un hombre arrugado a quien la vida ha secado poco a poco. Su piel se ha vuelto mortecina. Se le han secado las pupilas, los labios, las manos, hasta que casi no ha quedado nada. Es fácil descubrirle la curva de los hombros, el paso lento y una ligereza que lo hermana con las hojas de los árboles.

Me llamo Carlota Feliu y soy hija única de Elisa Feliu, la nieta de Sofía Riba y Mateo Feliu. Vivo en una casa muy grande, donde cabríamos muchos más de los que la habitamos: mi abuelo y la abuela Margarita, los fantasmas de mis madres y yo misma. Todos los domingos, el abuelo sale de mi cuarto en cuanto me oye llegar. El ruido del motor del coche lo avisa de que he vuelto del cine o del teatro. Espera a oír cómo paso el cerrojo de las verjas y a cerciorarse de que he apagado el farol del jardín, hasta que mi figura se recorta en el hueco de la puerta. Entonces, todos los domingos mantenemos, más o menos, la misma conversación:

—Buenas noches, abuelo.

—Buenas noches. Me he sentado un rato en tu habitación. Se está bien al anochecer.

—Sí, sobre todo en invierno.

—Siempre. ¿De dónde vienes, a estas horas?

—De por ahí. ¿Dónde esta la abuela Margarita?

—Duerme desde hace rato. Ya sabes que ella es como los pajarillos de vuelo breve. Se cansa en seguida de todo. Ha cenado un poco y ha ido a acostarse.

—Sí. —Hice una pausa, antes de decir lo que esperaba escuchar—. No se parece mucho a ellas.

—No. —Silencio—. A ellas, nadie se parece excepto tú. Tú llevas su sangre.

—¿No te gusta, abuelo?

—Me gusta y me preocupa a la vez. ¿Sabes? Creo que no fueron felices y me siento culpable de ello.

—No seas absurdo. Tú no tienes ninguna culpa. Y ellas no tuvieron tiempo de saborear la felicidad.

—Tienes razón. Pobres criaturas.

—No las debemos compadecer. No lo merecen. Me gustaría que me hablases de ellas. ¿Quieres contarme cómo eran?

—Hoy no, pequeña, estoy demasiado cansado. Además, hace tanto tiempo que tengo miedo de distorsionar las historias... A veces, yo mismo creo una mezcla extraña entre las dos.

—No quieres contarme más. Es como si te diera miedo recordarlas.

—Los recuerdos quietos no duelen. Son como el agua.

—¿Qué recuerdos te inquietan?

—Ninguno —remueve la cabeza—. Dejémoslo. Te gusta demasiado hacer preguntas. Eres como ellas, Carlota.

No consigo sacar conclusiones de las palabras del abuelo. Me besa la frente y se apresura a buscar el amparo de su cuarto, la compañía de su mujer dormida, la calma del sueno. Mientras tanto, yo me muevo inquieta entre las sábanas. Estoy sola y he de esforzarme para que los pensamientos no vuelen. Se hace el silencio, roto por el ladrido de un perro o por el camión de la basura que recorre las calles del barrio. A veces se oyen los pasos del hombre que no duerme. He llegado a acostumbrarme a ellos. Se llama Ramón y también vive en la casa. Es el jardinero.

II

En el marco de la ventana se recorta un hombro desnudo. Desde la habitación, donde predominan los tonos violeta, el exterior es un pozo, como un mar en la noche oscura. Desde fuera, la visión de la mujer que se mueve delante de un espejo se perfila por el resquicio de las cortinas. Es una línea larga y vertical que permite una media contemplación de sus movimientos, tranquilos y pausados. Alza poco a poco el brazo y extiende la mano como si quisiera coger algo que huye. Mueve los dedos, a punto para tocar un piano inexistente o un instrumento de cuerdas que vibran en el aire. Flexiona las piernas y dobla la redondez de sus rodillas, convertidas en dos lunas.

Adopta la dejadez de los cuerpos que ignoran que alguien los vigila. Hay una ausencia de prisa y un coqueteo con la propia piel que se manifiesta en una cierta impudicia. Sería incapaz de repetir estos gestos, un poco voluptuosos, que se recrean en la autocontemplación, delante del marido que, a estas horas, toma una copita de jerez en el comedor, listas las visitas de la tarde. Cuando se encuentren, ella le sonreirá, honesta y satisfecha, y él capturará una imagen que seguirá los cánones de la perfecta discreción, de la disponibilidad justa. No adivinará las posturas del cuerpo solitario, los estiramientos de sus miembros, la flexibilidad de las carnes, la manera como dobla la cintura delante de la luna de la habitación violeta.

Sofía Riba es muy joven. Se casó hace medio año y la boda fue magnífica. La iglesia de Sant Josep del Terme se puso de gala, con lazos de seda blanca. Había uno a cada lado de los bancos. La novia también llevaba un trozo de seda en los puños del vestido. En el pelo, una coronilla de pétalos que, después de comer un ágape abundante regado con vino tinto, parecían un poco mustios. En un extremo de la sala donde se celebró el almuerzo de bodas, estaba la familia de la novia. Su madre, la esposa del farmacéutico de Llubí que había dejado el mundo pocos años antes, víctima de una bronquitis mal curada, había instalado sus redondeces en una silla acolchada. Tosía de vez en cuando, porque no había encontrado otra forma de hacer notar su presencia de gran señora caduca. El hermano, llamado Celestino como el padre, Dios lo tenga en la gloria, y que había heredado su porte de hombre elegante, calavera, bebía sin mesura. Volaban las copas de vino en sus manos finas, de persona poco acostumbrada al contacto con las cosas. Estaban las tres tías solteronas, que no ocupaban mucho espacio, pero que charlaban sin parar. Se llamaban Antonia, Magdalena y Ricarda.

La novia quiso casarse en Sa Indioteria, trastocando la costumbre familiar, que habían respetado, como mínimo, las últimas siete generaciones de mujeres de la familia, todas ellas casadas en Llubí. En realidad, éste no era el primer síntoma de rebeldía de una muchacha que, desde la infancia, manifestó una voluntad de hierro, mala de doblegar. Si lo hubieran preguntado a las tres tías, ninguna habría dudado en llevarse las manos a la cabeza, y en mover la barbilla en un gesto entre la consternación y la complicidad. Sofía era una chica tozuda a la que el marido debería atar corto si quería vivir tranquilo. Lo pensaban las tres, pero jamás se lo habrían dicho a nadie, era sangre de su sangre, la criatura que había preferido aquella iglesia aún sin terminar, en la que los vitrales que faltaban eran sustituidos por la piedra rasa, al campanario de Llubí. Estaban sorprendidas al comprobar que su madre no se lo había tomado a mal, secretamente convencidas de que aún perduraba el impacto de la última decisión de la novia: hipotecar los bienes heredados del padre para embarcarse con el marido en la compra de la finca.

La Casa de Albarca estaba a medio día en carro desde el centro de la ciudad. Se hallaba rodeada de tierras de cultivo y de pequeñas casitas que parecían un belén. Casas con humaredas grises que subían cielo arriba. Enterrarse ahí les parecía un disparate enorme, pero no se atrevían a decirlo. Se alegraban, en cambio, de verla contenta, porque había sido una niña extraña, muy diferente de las demás mujeres de la familia. De pequeña, perdía las horas contemplando las nubes. Le agradaba pasarse largos ratos sentada junto a los fogones de la cocina, escuchando las conversaciones de las cocineras. Mientras tanto, espiaba las ollas que hervían o la comida que se doraba en el horno. Era una niña de pocas palabras y de muchos pensamientos. Así la definían las tías, admiradas tanto de sus silencios como de las preguntas que los seguían. Preguntas que, a menudo, no sabían responder.

El día de la boda echó un vistazo al cielo para comprobar que no llovería. Le habría sabido mal ensuciarse los zapatos de satén. La vistieron las tías, que parecían las hadas a las que se ha invitado para evitar malos conjuros. Aceptó el carruaje de su madre para ir de casa a la iglesia. Llevaba un velo que le cubría las facciones delicadas, la sonrisa nerviosa. La cola era de seda y se extendía creando la forma de un abanico por el suelo. El rostro, ya pálido por naturaleza, parecía aguado tras la gasa transparente.En otro extremo de la sala de invitados, se sentaba la menguada familia del novio: su padre y un hermano al que le faltaba algún tornillo. Decían que, cuando nació, se le rompió el llanto y desde entonces no dijo palabra. Eso sí, siempre sonreía a diestro y siniestro como si pidiera disculpas por algún motivo secreto. Parecía contento de haber salido del pueblo, puesto que vivía confinado en él desde que nació. Habían tenido que hacer un largo viaje desde Andratx para asistir a la ceremonia. Durante el trayecto, contemplaba el mundo con expresión de sorpresa. El padre miraba a su hijo recién casado y se preguntaba si aquella muchacha con portes de princesa sería una buena esposa. Lo dudaba seriamente, pero Mateo no había querido hacer caso de sus advertencias:

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