Read Las mujeres que hay en mí Online

Authors: María de la Pau Janer

Las mujeres que hay en mí (4 page)

BOOK: Las mujeres que hay en mí
8.9Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Los domingos eran días sagrados. Habíamos establecido un acuerdo que nunca formulamos con palabras, pero que los dos entendíamos. A primera hora de la mañana, la abuela Margarita va a misa. Se lleva un misal y un abrigo que le cubre sus hombros menudos, porque es friolera. A veces he pensado que debe de encontrarse más cómoda en la iglesia. En casa, vivimos demasiada gente. No es que los fantasmas de mis madres o yo misma nos hayamos propuesto interferir en el matrimonio del abuelo. Es una relación lo suficientemente calmada para que nadie se imagine la posibilidad de entorpecerla. Al abuelo debe de servirle de consuelo la presencia de esta mujer de pocas palabras y aspecto sereno. Sobre todo, desde que yo voy a la universidad, desde que los cuadros están colgados en mi habitación, lejos del paisaje cotidiano. Sé que se le rompió su corazón de cristal, cuando tuvimos que cambiarlos de lugar. Aunque quiso disimularlo, yo me daba cuenta de sus trozos hechos añicos. Me imaginaba las aristas, y pensaba que debían de hacerle daño. Por eso se lo pregunté.

—Lamentas que tengamos que llevar los retratos a mi cuarto, ¿verdad?

—Sí. Un poco.

—No seas mentiroso. Conmigo no hace falta que disimules. Ayer me lo dijiste y por la noche soñé que el corazón se te hacía añicos. Creo que lo tienes de cristal.

—Mi corazón sigue en su lugar. Ha soportado muchos embates del mundo, para que se rompa ahora. Además, podré ir a tu habitación de vez en cuando. ¿No es así?

—Siempre que quieras. ¿Has pensado que ahora me harán compañía a mí?

—Claro. La mejor compañía del mundo.

No volvimos a hablar de ello. En la pared de la sala, quedó la marca de los cuadros. Eran dos sombras rectangulares que indicaban que había habido algún cambio. El abuelo se negó a darle una capa de pintura y nos acostumbramos a vivir con aquellos perfiles que nos las recordaban.

Los domingos el abuelo iba un rato a mi habitación a mirar los retratos. Nunca faltaba a la cita. Cuando la abuela Margarita pasaba el cerrojo de la verja, oía los pasos impacientes por el pasillo. Era como una criatura que corre tras la promesa de un regalo, pero que pretende, a la vez, retener la impaciencia. Como nunca había sido un artista del disimulo, se le notaban las ganas, una impaciencia que era de color verde. La impaciencia se parece a la hierba que crece en un jardín del que nadie cuida. Si un día nos apresuramos a arrancarla y limpiamos la tierra de brotes inoportunos, nos damos cuenta de que tiene las raíces profundas. Su inquietud era profunda como los hierbajos que ha alimentado la lluvia. Después de cuatro gotas, volvía a crecer, reforzadas las raíces por la llovizna.

Se sentaba en una mecedora, que estaba situada en una posición estratégica y que le permitía observar los dos cuadros a la vez. Desde la ventana, la luz entraba como un reguero de sol. Invadía el aire de partículas minúsculas que acentuaban la presencia del polvillo atravesado por el sol, de los muebles que adquirían un aspecto más amable, de los rostros de los retratos. A veces, me escondía tras él para observar aquella contemplación. Tengo que reconocer que no me resultaba muy difícil, porque ni siquiera se daba cuenta. Tampoco creo que le importase mucho. Lo único que contaba era la avidez de minutos para mirar. Las ganas de ver dos rostros que se sabía de memoria, pero que siempre le ofrecían matices diferentes. La añoranza no menguaba con los años, ¿quién me había dicho que el tiempo todo lo cura? No debía de ser cierto. Las estaciones y sus ciclos sirven para calmar ciertas prisas, algunas inquietudes, la impaciencia del corazón, pero no pueden doblegar a la añoranza. Parecía una escultura, siempre en una posición idéntica: la espalda un poco inclinada, la frente levantada con los ojos empequeñecidos, rodeados de arrugas, los brazos reposando en las piernas, las manos una sobre otra, las palmas hacia arriba. Yo sólo tenía que esperar un poco. Pasaba lentamente la mañana, mientras el calor adquiría intensidades insospechadas. Me gustaba aquella sensación de bañarme en la luz, como si la claridad fuese agua. Transcurrían los minutos sin palabras ni gestos. Entonces caía una gota redonda. Seguía su trayecto en vertical hasta llegar a la cuenca de las manos del abuelo, que no se inmutaba por nada. Era una lágrima de agua y de luz. Otra, aún más redonda, quizá más salada, seguía a la primera. En las palmas, caía una lluvia pequeña y lenta que nunca duraba mucho.

Hay casas llenas de historias. Historias que tendrían muchas letras si se pudieran escribir, que ocuparían miles de hojas. A veces, los amigos de la facultad me invitan a su casa. Los pisos en donde viven me dan la impresión de unpapel en blanco. Son cómodos y tranquilos: las habitaciones recién construidas se alinean en un pasillo. Está el recibidor, los dormitorios, la sala del comedor. Todo calculado, mesurable y previsible. No hay ventanas que se abran de par en par con el viento, ni puertas que golpeen. En verano, un aparato de aire acondicionado regula la temperatura. En invierno, la calefacción vuelve acogedores los distintos espacios. En estos lugares en los que nunca se producen sorpresas, me acuerdo de La Casa de Albarca. Evoco sus escondrijos, los sitios secretos en donde me escondía cuando era una cría, las escaleras que se multiplican, las salas que tienen los techos altos, las paredes gruesas. Entonces me siento afortunada de vivir ahí y no me cambiaría por nadie. Comprendo que he tenido la suerte de nacer en una casa que tiene muchas historias. ¿Cuánta gente ha vivido en ella antes que nosotros? ¿Con qué otros fantasmas, quizá olvidados para todo el mundo, debían de encontrarse los fantasmas de mis madres? ¿Cuántas emociones se han sentido, cuántas conversaciones han dejado un rastro? Cuando alguien muere, jamás se va del todo. Lo aprendí observando los retratos. Se trata de una huida aparente que puede ser definitiva si no queda nadie en la tierra que quiera recordarte. Mis madres tienen personas que piensan en ellas a menudo. Mejor dicho: tienen personas que han aceptado convivir con ellas. Al menos esto es lo que decidimos mi abuelo y yo, aunque no nos lo hayamos dicho, porque nos avergüenza un poco reconocerlo.

Sofía y Elisa nos contemplan desde la altivez de sus veinte años. Para nosotros pasan los días, ruedan las primaveras de invierno y las primaveras de verano, el abuelo envejece, yo me convierto en una mujer adulta que va a la universidad, ellas nos contemplan sin inmutarse. Sofía, con su sonrisa de pan tierno; Elisa, con unos ojos que ocultan el secreto de su muerte. De esto tampoco hablaremos. Haysentimientos que se guardan en un recodo de la casa, que llega a tener tantos que incluso perdemos la cuenta, y ya no sabemos en qué agujero de la pared escondimos el primer diente de leche, ni en qué baúl ocultamos el secreto de una muerte. Poco a poco nos vamos haciendo a medida de la casa. Nos adaptamos a cada rincón, tomamos la forma de los techos, reconocemos el dibujo de las baldosas y el trazado geométrico de las alfombras.

Esta casa ha sido siempre mi refugio. Las salas me hablan de los días perdidos, cuando yo aún no estaba. La cocina me trae los olores de las confituras que preparaba la abuela Sofía, aunque nunca haya tenido la oportunidad de probarlas. Las terrazas continúan repletas de enredaderas que sacan flor, cuando llega el buen tiempo. Todo parece quieto y, a la vez, han latido muchas vidas. La habitación donde me escondía de pequeña, cuando no me había portado bien y me castigaban a ir a la cama sin cenar, hoy es el escondrijo en donde reposan los cuadros. Me gusta que estén ahí. Antes siempre los veía de paso. Eran dos presencias constantes, alrededor de las que se movía la vida entre aquellas paredes, pero no me resultaban próximas. Me acuerdo de que, cuando jugaba a correr entre los muebles, las criadas las señalaban con un dedo y yo recuperaba la compostura en seguida, temerosa de algún castigo secreto que pudiera venir de las mujeres de los retratos. Era suficiente con un movimiento de brazo que subrayara su presencia, para que me encogiera como un ratón y volviera a ser una niña buena. Desde que duermo a su lado, me he podido reconciliar. La relación está hecha de una mezcla de sentimientos: por una parte el respeto y el temor que se juntan, por otra, la fascinación que siempre me han inspirado convertida en algo más próximo. Las visitas del abuelo los domingos han ayudado a ello. Cuando las contempla con mirada cómplice, me siento cómplice yo también. Primero de él, de este hombre que oculta la añoranza como si fuera algo malo de lo que tuviera que avergonzarse; después de ellas, que lo observan sin poder hacer nada.

A veces, el abuelo eleva el pensamiento y permite que las palabras salgan de sus labios. Yo las recibo como si fueran un vino sabroso, cálido, que me repone a medida que voy bebiendo. Entonces habla de Sofía, la novia impaciente, la mujer que le abrazaba, risueña, entre las sábanas. También toman forma de palabras sus recuerdos de Elisa, mi madre, y se refiere a su carácter independiente, decidido. Nunca dice que estén muertas, a pesar de que los verbos que utiliza para evocarlas se conjuguen siempre en pasado. Algún día he conseguido romper el silencio y hacerle preguntas:

—Abuelo, ¿te gusta recordarlas?

—Dicen que no es bueno vivir de recuerdos. Pensar demasiado en los que ya no están. Pero, hija, yo debo de estar hecho de otra pasta. A mí, me alimentan los recuerdos.

—¿A qué te refieres?

—Las quise mucho. Esta es la verdad. Una verdad bien sencilla, si te fijas. A veces, me costaba comprenderlas. No entendía alguna salida de tono de su carácter, o cómo reaccionaban ante una determinada circunstancia. No las entendía, pero las quería.

—Se puede querer a una persona que nos sorprende. Siempre hay aspectos que no acabamos de conocer de aquellos que viven cerca.

—Claro. Incluso llegué a entender que las quería también por sus misterios. Pequeños misterios que las volvían más atractivas. No sé cómo decírtelo: lo que podemos predecir no nos emociona de la misma forma.

—La pobre abuela Margarita es absolutamente previsible.

—No hables de ella en este tono. Déjala. No lo merece.Además, ser previsible no es un defecto. Las personas son como son. Qué le vamos a hacer.

—Discúlpame. No quería burlarme. Sabes que la aprecio de veras, pero habíame de ellas.

—Te he dicho que las amaba. Cuando se fueron no sabía qué hacer. Primero una, años más tarde la otra. Yo reaccioné siempre igual.

—¿Cómo?

—Sin rasgarme las vestiduras ni hacer ruido. La mía era una tristeza callada, de las que duran mucho tiempo.

—Aún te dura.

—Siempre. ¿No lo entiendes? El amor que me inspiraron permanece dentro de mí, idéntico. ¿Qué debo hacer con él? Creo que aprendí a guardarlo. Han pasado los años, he tenido que sobrevivir. Continuar viviendo me pareció un ejercicio de inteligencia, pero no era incompatible con la añoranza.

—Te guardas los sentimientos como si tú fueras una cajita. Una caja que sólo abres en esta habitación.

—Quizá. Los domingos son buenos días para la añoranza.

Mientras el abuelo estaba en la habitación, yo subía a la buhardilla. Sin proponérnoslo, protagonizábamos un intercambio de nostalgias. La suya era más sólida, pero no menos real que aquella otra vivida por mí. Siendo él todo avidez, no se daba cuenta de la curiosidad que me empujaba a mí escaleras arriba. Se llegaba por unos escalones cortados en la piedra, sin baldosas, de aristas irregulares, que no facilitaban el recorrido de un tramo de terreno casi vertical. Al final del último escalón, que era muy alto, absolutamente desproporcionado con el resto, había una puerta de madera, carcomida por los años. Tras la puerta, la sorpresa de una azotea donde, años atrás, alguien debía de tender la ropa, porque aún se veían algunos pocos hilos detender, recorriéndola de un extremo al otro. Eran cuerdas y alambres tendidos un poco sobreros, que se balanceaban con el aire, mientras acumulaban óxido. Desde la azotea, la visión de Sa Indioteria era espléndida. Se recortaban pequeñas extensiones de verde y amarillo, se veían los autobuses que, cada quince minutos, emprendían el trayecto hacia el centro de Palma, se intuían los movimientos del vecindario. Un portalón daba acceso a la buhardilla.

Era el reino del polvo. Cuando entraba, la claridad penetraba conmigo. Un brazo de sol se abría paso de fuera a dentro, inundándolo todo de blancos. A veces, la portezuela renqueaba un poco, como si no se hubiera decidido a dejar que yo ocupase un sitio. Debía de intuir mi secreto: la buhardilla era el mejor lugar de la casa, el espacio que me correspondía. Me gustaba perderme entre las cajas y paquetes, abrirme camino entre baúles enormes, maletas, bártulos, álbumes que se deshacían en contacto con mis dedos, libros medio roídos por las ratas, juguetes infantiles, espejos rotos e instrumentos de quién sabe qué extraña orquesta.

Yo era la funambulista que recorre un cordel colgado entre dos troncos. Era la reina de los tacones de aguja, cuando me probaba los zapatos que había guardados. Era la heroína de las novelas románticas que reposaban en las viejas estanterías, apenas sujetadas por un suspiro. Me sentía feliz en la buhardilla, cuando tenía que contener la respiración porque los hilos de muchas telarañas se cruzaban en un ventanuco. No hay nada como encontrarse en un lugar que cobija historias. Intuir que los objetos que nos rodean llevan una carga de vidas vividas, de miradas que hemos perdido. Desde allá arriba, llegaba, remota, la voz de mi abuelo:

—Carlota, baja de la buhardilla. Ya sabes que no me gusta que subas ahí.

—Es la abuela Margarita quien no lo quiere —le replicaba sin abandonar mi posición—, y tú no te atreves a contradecirla.

—Tiene razón, cuando dice que bajas con la ropa sucia y el pelo lleno de polvo.

—¿Qué importa? —Se hacía un silencio que yo sabía que no iba a durar. El hombre estaba impaciente, porque quería continuar la contemplación de los cuadros, y yo le interrumpía. Me aprovechaba de la situación.

—¡Carlota, ven!

—Bajaré si me cuentas por qué se llamaba Elisa.

—¿Quién? —Trataba de hacer como si la distancia distorsionara mis palabras.

—Ya lo sabes. Mi madre.

—No me obligues a hablar de cosas que casi ni recuerdo. —Cuando mentía, la voz del abuelo se debilitaba y parecía la música de una flauta.

No bajaba hasta que la abuela Margarita volvía de misa. Solía venir a tiempo para preparar el almuerzo. Creo que se demoraba adrede. El afán de no complicarnos demasiado la vida la llevaba a retrasar sus pasos conversando con algún vecino a la salida de misa. Siempre volvía a casa por el camino más largo. Nos daba tiempo para rehacernos: yo, de mi paseo por la buhardilla; el abuelo, de la añoranza. Volvía con una media sonrisa en los labios. Alguien habría dicho que era un gesto de condescendencia. Quién sabe qué grado de ternura ocultaba. Decían que era una enclenque, que no sabía imponerse a su marido ni a aquella nieta postiza que le había caído en suerte, pero no era cierto. Era indulgente y discreta, respetuosa con los amores y los miedos de los demás. Nunca hurgaba en las heridas ni hacia preguntas impertinentes. El tono de voz que utilizaba en cada conversación era siempre el oportuno, suave como el temblor de la seda de sus vestidos. Si no la conocías, te parecía un ratón. Se movía de prisa, silenciosa, como losanimalejos que yo encontraba en la buhardilla. Calculaba cada uno de sus pasos, mientras procuraba no hacer infeliz al abuelo.

BOOK: Las mujeres que hay en mí
8.9Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Scorned by Tyffani Clark Kemp
Lost in You by Marsden, Sommer
The Castle by Franz Kafka, Willa Muir, Edwin Muir
Twisted Magic by Hood, Holly
A Little Bit of Déjà Vu by Laurie Kellogg