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Authors: María de la Pau Janer

Las mujeres que hay en mí (7 page)

BOOK: Las mujeres que hay en mí
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Me habría gustado que hubiera otras niñas con quienes compartir mis fantasías. La Casa de Albarca, sin embargo, era un mundo de adultos. Desde que el abuelo se casó con la abuela Margarita, no venía mucha gente a visitarnos. Ella no tenía familia y ambos preferían una vida tranquila, lejos de los cataclismos del mundo. Tuve que abrazarme a los fantasmas de mis madres con mucha fuerza. Me acompañaban, cuando no tenía a nadie más. Me sentaba en un taburete, en mi habitación, y las contemplaba. Me preguntaba si, de mayor, me parecería a ellas. Imaginaba sus historias y me decía a mí misma que habían sido mujeres felices, durante un espacio de tiempo muy breve. La abuela Sofía, casada muy pronto, muerta pocos años después. Mi madre, Elisa, que no había tenido marido, pero sí una hija que debió de ser la vergüenza de la familia: yo misma.

Me llamo Carlota y tengo una peca en la mejilla izquierda. Cuando era una niña, la peca era rosada y pequeña. Con los años, la peca se fue convirtiendo en un círculo que el sol tostó. A mi abuelo le gustaba acariciarla. Se entretenía en recorrer su forma, mientras me decía que era un regalo del cielo. Al verlo, protestaba siempre:

—Abuelo, no me gusta tener pecas.

—Sólo tienes una, pequeña, y no debes quejarte nunca.

—¿Por qué?

—Tu madre también tenía una peca en la mejilla. Cuando se reía, se le formaba un hoyuelo y casi desaparecía. Parecía magia. Si estaba sería, volvía a aparecer en su piel.

—No me importa, si ella tenía una.

—Tu abuela, que se llamaba Sofía, también tenía una peca en la mejilla. Yo se la besaba todas las noches, antes de dormirnos. Decía que le hacía cosquillas.

—Pues la abuela Margarita no tiene ninguna. —Reconozco que había un punto malévolo en mis palabras aparentemente inocentes.

—No. —Se hacía una pausa—. La abuela Margarita tiene la piel muy blanca.

—Pobre, ¿no? Tendremos que pintarle una peca.

—¿Cómo?

—Digo que se la deberíamos pintar en la nuca. Así, al menos se parecerá un poco a nosotras.

—Calla, criatura.

Llevo el pelo largo, me cubre el inicio de los hombros. Es color castaño, melaza en las puntas. Tiene el tono de algunas de las confituras que la abuela Sofía preparaba en la cocina de casa. Guardan los tarros uno junto al otro, vacíos y alineados, por orden del abuelo. Aún conservan las etiquetas que ella ponía, cada una con el nombre de la fruta correspondiente. Llegó a preparar mermelada de higo, de sandía, de naranjas amargas. Metía un kilo de fruta y azúcar. Al fuego, la mezcla adquiría una consistencia gelatinosa que recordaba néctares celestiales. El aire se llenaba de un olor dulce que se esparcía por todas partes.

Tengo unos ojos demasiado grandes, que parece que tengan que comerse el mundo; la nariz y la boca, un punto exageradas. Mis rasgos son herencia de dos mujeres, en esta casa en donde aún se percibe su presencia, después detantos años. Soy alta, pero quizá delgada en exceso. Esto es lo que opina el abuelo, de la suma de desproporciones que me configura. Como curiosa contrapartida a este desorden, tengo un carácter hecho, en apariencia, de mesura y contención. Siempre me he esforzado en contener la curiosidad inmensa que siento por las cosas, estas ganas de saber, de descubrir los secretos de los demás. Estoy convencida de que todo el mundo guarda algún secreto. Los secretos son como partes de la vida que nunca se explican, pero que flotan alrededor nuestro. Son criaturas voladoras que no descansan nunca, y que nos impiden encontrar el reposo. Me gustaría guardar en una caja de madera todos los secretos que pululan por la casa. Están los del abuelo, este hombre de pocas palabras con quien me gustaría mantener más conversaciones. Cada una me da una pista sobre su vida solitaria. ¿Qué secretos puede ocultar, en cambio, una criatura tan transparente como la abuela Margarita, que incluso tiene la respiración suave para no molestar a los que viven a su lado? Pues también oculta alguno. Estoy segura de ello. Como es una figurita pequeña, a veces casi alada, me despista. Su apariencia insignificante llama poco la atención sobre su ir y venir. A pesar de ello, sé que sabe mucho más de lo que nos cuenta. Tiene una existencia de días repetidos, hechos de acciones conocidas, donde no hay espacio para la sorpresa. A la vez, su pensamiento debe de estar lleno de preguntas sin respuesta que procura evitar, aunque estén presentes.

Están los secretos de los fantasmas de mis madres. La vida de la abuela Sofía fue ordenada. Nadie le conoce aventura alguna en aquella existencia de matrona joven y feliz. En realidad, tuvo poco tiempo para mirar el mundo. Dicen que le gustaba encerrarse muchas tardes en su habitación. Esta habitación donde dormía con el abuelo y que ahora es la mía. Se pasaría las tardes leyendo o bordando, actividades a las que era muy aficionada. La existencia de Elisa, mi madre, fue más tumultuosa. Circulan muchas historias que intentan desvelar sus incógnitas. A pesar de ello, el misterio mayor es el que rodea a su muerte. Está también el secreto que guarda el desván. Lo descubrí a partir de la lectura de una carta.

Soy de naturaleza curiosa. No soy capaz de permanecer indiferente cuando algún hilo de la historia se escapa y queda suelto. En mi casa, hay muchos hilos que inician ovillos que me gustaría recorrer. Algunos están enredados. Sería necesaria toda la paciencia del mundo para irlos desenredando poco a poco, y sacar la hebra. Cuando cabalgaba en el caballo de madera de la buhardilla, me imaginaba recorriendo largas distancias. Jaisalmer está a siete u ocho horas en camión desde Jodhpur. Jodhpur es una ciudad azul que llega a confundirse con el cielo. Los indios pintan las casas de azul para que, al mirarlas, el sol no hiera los ojos con tanta intensidad. Desde el fuerte, que está situado en una altiplanicie, se contemplan capas superpuestas de azules. Desde mi caballo volador, me imagino a una niña que lleva el velo y el vestido anaranjados. Baila a los sones de la cítara de su padre. Alza sus brazos pequeños, da vueltas y vueltas sobre sí misma, y vuelve a girar.

El hombre que escribió una carta desde Jaisalmer a mi abuelo hablaba de un pueblecito que se llamaba Khudi. Estaba más al norte, a una hora larga de camino. Fue allí, para hacer un recorrido en dromedario, ya que la zona era desértica. Llevaba veintitrés años sin caer una gota de lluvia. Cuando él estuvo, inesperadamente, llegó el monzón, la lluvia frenética. El animal que montaba perdió el control. De la misma manera que lo perdía mi caballo, cuando yo era pequeña y quería hacerle saltar los obstáculos del desván. El hombre mal envuelto en una gabardina, empapado de pies a cabeza, se refugió en una cabaña. Desdeaquel lugar, contempló a los niños que corrían por el fango con los pies desnudos. Muchos veían la lluvia por primera vez. Sus piernas y su corazón corrían de prisa, por aquel lodazal. Fue entonces, al contemplar su mirada llena de curiosidad, cuando se decidió a escribir una carta. Su tiempo en la India había terminado.

Le pregunté al abuelo:

—¿Conoces una ciudad llamada Jaisalmer?

—Yo no conozco muchas ciudades, hija. No he viajado.

—Habrás oído hablar de muchos lugares, aunque no los conozcas.

—Claro. Las palabras vuelan y sirven para explicar cómo es un rostro, una casa, un lugar. Pero si tus ojos no graban aquel rostro, no retienen una cara, o no pisan un lugar, su percepción se vuelve mucho más débil. No perdura.

—No estoy de acuerdo. Yo sólo he oído hablar de la abuela Sofía y tengo vagos recuerdos de mi madre. Sólo conozco sus retratos. Sin embargo, las palabras han conseguido que tuvieran cuerpo y presencia propias. Puedo sentirlas próximas, porque me has hablado de ellas.

—Bueno. Diríamos que se trata de dos casos excepcionales. Yo mismo me he esforzado en ello. Desde que naciste, he intentado repetirte, una vez tras otra, cómo eran. No quería que te olvidaras de ellas. He invertido voluntad y esfuerzos, porque me jugaba demasiado.

—¿A qué te refieres?

—Tu memoria es mi memoria. Tu olvido habría sido mi olvido. ¿Cómo habría sido mi vida, si no te hubieras acordado de ellas? Me imagino solo y triste, sin la posibilidad de hablar con nadie. Tú eres el ancla que me sujeta a la orilla de los recuerdos. Gracias a ti puedo recrearme. Volver a ellas una y mil veces. ¿No lo entiendes?

—Creo que sí. Un recuerdo compartido es más de verdad. Los recuerdos que se guardan entre dos no están cubiertos por la neblina, sino que se mantienen claros. Es como si abriéramos las ventanas para que entrara el sol a raudales.

—¿El sol que ilumina los cuadros todas las mañanas?

—No, el sol que nos ilumina la vida, aunque ellas no estén. Pero ¿y Jaisalmer?

—Jaisalmer será un punto en un mapa. Un sitio que nunca pisé pero que recuerdo vagamente. No lo sé. Quizá alguien me habló de él.

—Es un nombre que viste escrito en una carta. Te la enviaron hace muchos años.

—¿A mí? —no evitó el gesto de sorpresa.

—Sí, abuelo. La carta iba dirigida a esta dirección. Tú eras el destinatario.

Hace años, el abuelo recibió una carta. Su lectura no le impresionaría mucho, aunque tampoco creo que lo dejara indiferente. Por entonces era un viudo respetable. Tenía una hija pequeña, que quizá jugaba junto a él, en la sala grande. Él habría adquirido ya la pose de hombre sereno, que se ha adaptado con resignación a los envites de la vida. De vez en cuando, mientras leía aquella carta, levantaría la mirada hasta el cuadro de Sofía. Por entonces, sólo había un cuadro, y estaba colgado en la pared principal de la sala noble. Sentado en el sofá isabelino, que estaba tapizado de terciopelo granate, se tomaba una copita de coñac. Era el único capricho que se permitía, volcado por completo en su profesión. Tenía fama de hombre demasiado serio. Era una fama que aumentaría con el tiempo, hasta transformarlo en una figura poco amable a los ojos de la gente. Nadie negaba que era de trato cortés, un punto distante. Pero, en sus labios, se veía el rictus de una amargura que se acentuó a medida que se volvía rico en pérdidas. Alrededor de los ojos, dos sombras que recordaban la música de un violín.

Al cabo del tiempo, yo di con aquella carta. Las frases escritas me llevaron a reconstruir el hilo de una historia. No estaban escritas por mí, pero supe hacerlas mías. Surgieron de observar la lluvia en un pueblecito minúsculo. La lluvia, que cuando acecha, llena la tierra de burbujas y convierte los caminos en lodazales. Había niños que nunca habían visto llover. No es sencillo imaginarlo, pero puede ser bello. Las situaciones que para unos son habituales se vuelven absolutamente nuevas para otros. Crios que se comían el agua que caía del cielo con los labios. Se la bebían poco a poco, descalzos, las piernas desnudas hasta las rodillas. Notaban cómo correteaban las gotas por sus cabellos, por la frente, por las mejillas. Era una sensación magnífica, inesperada. Las frases hablaban de Jaisalmer, el lugar donde fue redactada la carta, pero hablaban también de otro lugar: el jardín de La Casa de Albarca.

Se acordaba de los rosales. De la cantidad de agua que necesitan, siempre dependiendo del clima, de la permeabilidad de la tierra, de la temperatura. Se había esforzado mucho para conseguir que la tierra se mantuviera fresca. Cuando se reseca, las raíces sufren el calor. Mientras los rosales fueron pequeños, los regaba con agua abundante. Dejaba que el chorro de agua penetrase tierra adentro, hasta que se empapaba entera. Desde Khudi, observando la lluvia loca, se acordó de los rosales que había amado. Pensó en ello con una pizca de nostalgia mientras contemplaba cómo los niños saltaban de un charco a otro. Habían transcurrido seis años, seis meses y doce días, desde la muerte de Sofía. Quizá ya llevaba el tiempo suficiente en la India. Los rosales necesitaban un lugar soleado y protegido de las ventadas para crecer. Él también había sentido la urgencia de vivir en un sitio lo bastante aislado de las inclemencias del mundo. Comprendía que había hecho una elección correcta. El tiempo es un ungüento que se esparce por las heridas más profundas y consigue sanarlas. La distancia es una planta medicinal que nos salva del sufrimiento.

Leía aquella carta con avidez. Una vez tras otra. La releí muchas veces, hasta que perdí el aliento. En cada palabra, descubría panoramas inesperados. Cada línea era el descubrimiento de un mundo. Estaba escrita con una letra clara, un poco alargadas las consonantes, menudas las vocales. Iba dirigida a mi abuelo, a quien contaba en un tono entre respetuoso y cálido, cómo era el paisaje de Jaisalmer. Le insistí:

—Tú eras el destinatario, abuelo. ¿No te acuerdas?

—¿Jaisalmer? Es una palabra que suena bien. La verdad es que no tengo ni idea de dónde debe de estar este lugar.

—Sí, hombre. Es una ciudad desde donde Ramón te escribió una carta.

—¡Ah! Aquella carta... La puedo recordar vagamente. Esto sucedió hace mucho tiempo. Me parece que decía que quería volver.

—Te pedía permiso para volver a esta casa, después de más de seis años.

—Sí, dudé un poco. Hacía tiempo que se había marchado y siempre lo había considerado un personaje un poco extraño. Pero era un buen jardinero.

—Le dijiste que volviera.

Aquella carta era la clave que abría el retorno de un hombre a la casa en donde vivo, un lugar que no ha vuelto a dejar nunca más. Él riega los rosales, y los poda. Los protege del viento y de la lluvia esquiva. Me gustaría saber por qué se fue tan lejos. Habría querido saber las causas de su regreso. Sólo intuía la añoranza de unos rosales, el descubrimiento de la lluvia en los ojos de unos niños, la constatación del tiempo que había pasado lejos de la isla, el deseo del retorno. Eran bien poco para una curiosidad tan profunda como la mía.

VI

El espacio que separa las cortinas de la habitación de Sofía es cada día más ancho. Antes, las dos telas casi se tocaban; ahora se van distanciando. Es ella misma la que las abre, en un ejercicio de osadía diaria. Primero, era como si nada: un gesto casual con un brazo que separaba las cortinas, casi sin querer la cosa. La mano que se pierde entre los pliegues de la ropa y que los alisa en un determinado sentido. Después, el gesto fue ganando precisión y firmeza. Ya no intervenía el azar en el movimiento que servía para apartarlas, sino una voluntad consciente. Entonces se sentía contenta sin darse cuenta. A veces se sorprendía canturreando una cancioncilla con una parte de tela doblada en cada brazo. Explicaba que le gustaba que la luz entrara a borbotones. No comprendía la obsesión de las criadas por poner trabas a la luz. Las cortinas tenían las formas del mar. Una vacilación de ola que se recoge en la cuenca del brazo, que hace de puerto. Cuando estaba soleado, dejaba los cristales abiertos durante toda la tarde. El viento empujaba la tela como si fuese agua salada. Ella, que pocas veces veía el mar, se sentía cerca de todas las orillas. Sólo necesitaba esperar que llegara el atardecer.

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