Las once mil vergas (7 page)

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Authors: Guillaume Apollinaire

Tags: #Relato, #Erótico

BOOK: Las once mil vergas
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Durante algún tiempo, Mony llevó esta vida monótona en Bucarest. El rey de Servia y su mujer fueron asesinados en Belgrado. Este crimen pertenece a la historia y ya ha sido juzgado de diversas maneras. La guerra entre el Japón y Rusia estalló inmediatamente.

Una mañana, el príncipe Mony Vibescu, completamente desnudo y bello como el Apolo de Belvedere, hacía un 69 con Cornaboeux. Los dos chupaban golosamente sus respectivos jarabes y sopesaban con voluptuosidad unos discos que no tenían nada que ver con los de fonógrafo. Descargaron simultáneamente y el príncipe tenía la boca llena de semen cuando un ayuda de cámara inglés y muy correcto entró, tendiéndole una carta en una bandeja roja.

La carta anunciaba al príncipe Vibescu que había sido nombrado teniente en Rusia, a título de extranjero, en el ejército del general Kuropatkin.

El príncipe y Cornaboeux manifestaron su entusiasmo con recíprocas enculadas. Se equiparon inmediatamente y se dirigieron a San Petersburgo antes de reunirse con su cuerpo de ejército.

—La guerra me va —declaró Cornaboeux— y los culos de los japoneses deben ser muy sabrosos.

—Los coños de las japonesas son realmente deliciosos —añadió el príncipe retorciéndose el bigote.

Capítulo V

—Su Excelencia el general Kokodryoff no puede recibir a nadie en este momento. Está mojando bastoncitos en su huevo pasado por agua.

—Pero —contestó Mony al portero—, soy su ayudante de campo. Vosotros, petropolitanos, sois ridículos con vuestras continuas sospechas… ¡Mira mi uniforme! Si me han llamado a San Petersburgo, supongo que no será para hacerme sufrir los exabruptos de los porteros.

—¡Muéstreme sus papeles! —dijo el cerbero, un tártaro colosal.

—¡Helos aquí! —espetó secamente el príncipe, poniendo su revólver bajo la nariz del aterrorizado portero, que se inclinó para dejar pasar al oficial.

Mony subió rápidamente (haciendo sonar sus espuelas) al primer piso del palacio del general príncipe Kokodryoff con el que debía partir hacia Extremo Oriente. Todo estaba desierto y Mony, que no había visto a su general más que la víspera en el palacio del Zar, estaba asombrado ante este recibimiento. Sin embargo el general le había citado y era la hora exacta que él mismo había fijado.

Mony abrió una puerta y penetró en un gran salón desierto y obscuro que atravesó murmurando:

—A fe mía, tanto peor, el vino está servido, hay que beberlo. Continuemos nuestras investigaciones.

Abrió una nueva puerta que se volvió a cerrar sola tras él. Se encontró en una habitación más obscura todavía que la precedente. Una suave voz de mujer dijo en francés:

—Fedor, ¿eres tú?

—¡Sí, mi amor, soy yo! —dijo en voz baja, pero resueltamente, Mony, cuyo corazón latía tan deprisa que parecía iba a estallar.

Avanzó rápidamente hacia el lado de donde venía la voz y encontró una cama. Una mujer completamente vestida estaba acostada encima. Abrazó apasionadamente a Mony proyectándole su lengua en la boca. Este respondía a sus caricias. Le levantó las faldas. Ella separó los muslos. Sus piernas estaban desnudas y un delicioso perfume de verbena emanaba de su piel satinada, mezclado con los efluvios del
odor di femina
. Su coño, en el que Mony asentaba la mano, estaba húmedo. Ella murmuraba:

—Forniquemos… Ya no puedo más… Granuja, hacía ocho días que no venías.

Pero Mony, en vez de contestar, había sacado su amenazadora verga y, totalmente a punto, se metió en la cama e hizo entrar su rudo machete en la peluda raja de la desconocida que inmediatamente agitó las nalgas diciendo:

—Entra mucho… Me haces gozar…

Al mismo tiempo ella llevó su mano a la base del miembro que la festejaba y empezó a palpar esas dos bolitas que le sirven de adorno y que se llaman testículos, no como se cree comúnmente, porque sirvan de testigos a la consumación del acto amoroso, sino más bien porque son las pequeñas testas que encierran la materia cervical que brota de la méntula o pequeña inteligencia, del mismo modo que la testa contiene el cerebro que es la sede de todas las funciones mentales.

La mano de la desconocida sobaba cuidadosamente los testículos de Mony. De repente, lanzó un grito, y de una culada, desalojó a su fornicador:

—Me estáis engañando, señor, mi amante tiene tres.

Ella saltó de la cama, giró un conmutador y se hizo la luz.

La habitación estaba sencillamente amueblada: una cama, sillas, una mesa, un tocador, una estufa. En la mesa había algunas fotografías y una de ellas representaba a un oficial de aspecto brutal, vestido con el uniforme del regimiento de Preobrajenski.

La desconocida era alta. Sus bellos cabellos castaños estaban algo desordenados. Su abierto corpiño mostraba un pecho abundante, formado por unos senos blancos con venas azuladas que descansaban delicadamente en un nido de encajes. Sus enaguas estaban castamente bajadas. De pie, el rostro expresando cólera y estupefacción, estaba plantada ante Mony que permanecía sentado en la cama, la verga al aire y las manos cruzadas sobre la empuñadura de su sable:

—Señor —dijo la joven— vuestra insolencia es digna del país que servís. Un francés no habría tenido nunca la grosería de aprovecharse como vos de una circunstancia tan imprevista como ésta. Salid, os lo ordeno.

—Señora o señorita —contestó Mony— soy un príncipe rumano, un nuevo oficial del Estado mayor del príncipe Kokodryoff. Recién llegado a San Petersburgo, ignoro las costumbres de esta ciudad y, no habiendo podido entrar aquí, aunque tuviera cita con mi jefe, más que amenazando al portero con mi revólver, hubiese creído obrar tontamente si no hubiera satisfecho a una mujer que parecía tener necesidad de sentir un miembro en su vagina.

—Al menos —dijo la desconocida contemplando el miembro viril que batía todas las marcas—, habríais tenido que avisar que no erais Fedor, y ahora marchaos.

—¡Ay! —exclamó Mony—, sin embargo vos sois parisina, no debierais ser tan mojigata… ¡Ah! quien me devolverá a Alexine Mange-tout y a Culculine d'Ancóne.

—¡Culculine d'Ancóne! —exclamó la joven—. ¿Conocéis a Culculine? Soy su hermana, Héléne Verdier; Verdier es su verdadero nombre también, y soy institutriz de la hija del general. Tengo un amante, Fedor. Es oficial. Tiene tres testículos.

En este momento se oyó un gran rumor en la calle. Héléne fue a ver. Mony miró por detrás suyo. El regimiento de Preobrajenski desfilaba. La banda tocaba una antigua música sobre la que los soldados cantaban tristemente:

¡Ah! ¡que se joda tu madre!

Pobre labriego, marcha a la guerra,

Tu mujer se hará joder

Por los toros de tu establo.

Tú, te harás acariciar la verga

Por las moscas siberianas

Pero no les des tu miembro

El viernes es día de vigilia

Y ese día no les des azúcar.

Está hecho con huesos de muerto.

Jodamos, hermanos labriegos, jodamos

La yegua del oficial.

Su coño no es tan ancho

Como los de las hijas de los tártaros

¡Ah! ¡que se joda tu madre!
5

De golpe cesó la música, Héléne lanzó un grito. Un oficial giró la cabeza. Mony, que acababa de ver su fotografía, reconoció a Fedor que saludó con su sable gritando:

—Adiós, Héléne, marcho a la guerra… Ya no nos volveremos a ver. Héléne se volvió pálida como una muerta y cayó desvanecida en los brazos de Mony que la transportó a la cama.

El le quitó primero su corsé y los senos se irguieron. Eran dos soberbios pechos con las puntas rosadas. Los chupó un poco, luego desabrochó la falda y se la quitó igual que las enaguas y el corpiño. Héléne quedó en camisa. Mony, muy excitado, levantó la blanca tela que escondía los incomparables tesoros de dos piernas sin defecto alguno. Las medias llegaban hasta la mitad de los muslos que eran redondos, como torres de marfil. En la base del vientre se ocultaba la gruta misteriosa en un bosque sagrado, salvaje como los otoños. El vellocino era espeso y los apretados labios del coño no dejaban vislumbrar más que una raya parecida a una muesca mnemónica como las que hay en los mojones que sirven de calendarios a los incas.

Mony respetó el desmayo de Héléne. Le quitó las medidas y empezó a lamerle todo el cuerpo con la lengua. Sus pies eran bonitos, regordetes como los pies de un bebé. La lengua del príncipe empezó por los dedos del pie derecho. Limpió concienzudamente la uña del dedo gordo, luego la pasó entre las junturas.

Se detuvo mucho rato en el dedo pequeño que era lindo, lindo. Notó que el pie derecho tenía gusto de frambuesa. La lengua lechosa se perdió a continuación entre los pliegues del pie izquierdo al que Mony encontró un sabor que recordaba al del jamón de Maguncia.

En este momento Héléne abrió los ojos y se movió. Mony detuvo sus ejercicios linguales y miró a la preciosa muchacha alta y regordeta que se desesperezaba. Su boca abierta por los bostezos mostró una lengua rosada entre los pequeños y marfileños dientes. Inmediatamente ella sonrió.

HELENE —Príncipe, ¿en qué estado me habéis dejado?

MONY —¡Héléne! Os he puesto cómoda para vuestro propio bien. He sido un buen samaritano para vos. Una buena acción no se malgasta nunca y he encontrado una exquisita recompensa en la contemplación de vuestros encantos. Sois exquisita y Fedor es un bribón con suerte.

HELENE! —¡No le veré nunca más, ay! Los japoneses le matarán.

MONY —Me gustaría reemplazarle, pero por desgracia, yo no tengo tres testículos.

HELENE —No hables así, Mony, tú no tienes tres, es verdad, pero lo que tú tienes está tan bien como lo suyo.

MONY —¿Es verdad eso, marranita? Espera que deshaga mi cinturón… Ya está. Muéstrame tu culo… qué grande es, qué redondo y mofletudo… Parece un ángel a punto de soplar… ¡Mira! he de darte una azotaina en honor de tu hermana Culculine… clic, clac, pan, pan…

HELENE —¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! Me calientas, estoy completamente mojada.

MONY —Qué pelos tan gruesos tienes… clic, clac; es absolutamente imprescindible que haga enrojecer tu gran rostro posterior. Mira, no está enfadado, cuando te meneas un poco, se diría que se divierte.

HELENE — Acércate que te desabroche, muéstrame ese mamoncillo que quiere calentarse en el seno de su mamá. ¡Qué bonito es! Tiene una cabecita encarnada y ningún pelo. No faltaba más, tiene pelos abajo en la raíz y son duros y negros. Qué bello es este huérfano… métemelo, anda! Mony, quiero sobarlo, chuparlo, hacerlo descargar…

MONY —Espera que te haga un poco de hoja de rosa…

HELENE —¡Ah! Es bueno, siento tu lengua en la raya de mi culo… Entra y escudriña los pliegues de mi roseta. ¿No plancha demasiado mi pobre higo, verdad, Mony? ¡Toma! Te hago buen culo. ¡Ah! Has colocado tu cara entre mis nalgas. Toma, un pedo… Te pido perdón, ¡no he podido aguantarme!… ¡Ah! tus bigotes me pican y además babeas… puerco… babeas. Dame tu gruesa verga, que la chupe… tengo sed…

MONY —¡Ah, Héléne, qué hábil es tu lengua! Si enseñas la ortografía tan bien como afilas lápices, debes ser una institutriz despampanante… ¡Oh! me picoteas el agujero del glande con la lengua… Ahora, la siento en la base del glande… limpias el pliegue con tu lengua cálida. ¡Ah, felatriz sin par!, ¡mamas incomparablemente! … No chupes tan fuerte. Te metes el glande todo entero en tu boquita. Me haces daño… ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! Me haces cosquillas en todo el miembro… ¡Ah! ¡Ah! No me chafes los testículos… Tus dientes son puntiagudos… Eso es, vuelve a coger la cabeza del nudo, es allí donde hay que trabajar… ¿Te gusta mucho el glande?… marranita… ¡Ah! ¡Ah!… ¡Ah!… ¡Ah!… des… cargo… puerca… se lo ha tragado todo… Anda, dame tu gran coño, que te masturbaré mientras vuelve a endurecerse mi verga.

HELENE —Más deprisa… Mueve tu lengua sobre mi botón… ¿Sientes como aumenta de tamaño mi clítoris?… di… hazme las tijeras… Eso es… Hunde bien el pulgar en el coño y el índice en el culo. ¡Ah! ¡Es bueno!… ¡Es bueno!… ¡Toma! ¿Oyes mi vientre que ruge de placer?… Eso es, tu mano izquierda sobre mi teta izquierda… Aprieta la fresa… Estoy gozando… ¡Toma!… ¿sientes mis culadas, mis caderazos?… ¡puerco! es bueno… ven a joderme. Rápido, dame tu verga que la chupe para ponerla dura otra vez, pongámonos en 69, tú encima mío…

Está bien dura, marrano, no has tardado mucho, ensártame… Espera, se han enganchado unos pelos… Chúpame las tetas… así, ¡es bueno!… Entra hasta el fondo… aquí, quédate así, no te vayas… Te aprieto… Aprieto las nalgas… Estoy bien… Me muero… Mony… a mi hermana ¿la has hecho gozar tanto?… empuja… me llega hasta el fondo del alma… me hace gozar como si estuviera muriéndome… no puedo más… querido Mony… vamos juntos. ¡Ah! no puedo más, lo suelto todo… descargo…

Mony y Héléne descargaron al mismo tiempo. Inmediatamente él le limpió el coño con la lengua y ella hizo lo mismo con su miembro.

Mientras él se abrochaba y Héléne se vestía, oyeron unos gritos de dolor lanzados por una mujer.

—No es nada —dijo Héléne— están dando una azotaina a Nadeja; es la doncella de Wanda, mi alumna, la hija del general.

—Déjame ver esta escena —dijo Mony.

Héléne, vestida a medias, condujo a Mony a una habitación obscura y sin muebles, en la que una falsa ventana interior vidriada daba a una de las habitaciones de la muchacha. Wanda, la hija del general, era una persona bastante bonita de unos diecisiete años. Blandía una nagaika y azotaba con todas sus fuerzas a una hermosísima muchacha rubia, arrodillada a cuatro patas ante ella y con las faldas arremangadas. Era Nadeja. Su culo era maravilloso, enorme, regordete. Se contoneaba debajo de un talle inverosímilmente delgado. Cada golpe de nagaika la hacía saltar y el culo parecía hincharse. Lo tenía rayado en forma de cruz de San Andrés por las marcas que dejaba la terrible nagaika.

—Señora, no lo haré más —gritaba la azotada, y su culo al alzarse mostraba un coño muy abierto, sombreado por un bosque de pelos rubios como la estopa.

—Ahora vete —gritó Wanda, pegando un puntapié en el coño de Nadeja, que huyó dando alaridos.

Luego la muchacha fue a abrir un pequeño camarín de donde salió una niña de trece o catorce años, delgada y morena, de aspecto vicioso.

—Es Ida, la hija del dragomán de la embajada de Austria-Hungría —murmuró Héléne al oído de Mony—; fornica con Wanda.

En efecto, la niña arrojó a Wanda sobre la cama, le levantó las faldas y sacó a la luz una selva de pelos, selva virgen aún, de donde emergió un clítoris largo como el meñique, que ella empezó a chupar frenéticamente.

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