Alguien trajo un fonógrafo y puso un disco. Escuché con placer, pero no experimenté nada comparable a las apocalipsis de flores y franela que había visto. ¿Podrá oír un músico naturalmente dotado las revelaciones que fueron para mí exclusivamente visuales? Sería interesante hacer el experimento. Pero, aunque no transfigurado, aunque reteniendo su cualidad y su intensidad normales, la música contribuyó no poco a mi comprensión de lo que me había sucedido y de los grandes problemas que los sucesos habían planteado.
De modo curioso, la música instrumental me dejaba frío. El Concierto para Piano en Do Menor de Mozart fue interrumpido después del primer movimiento y reemplazado por los discos de unos madrigales de Gesualdo.
- Esas voces... -comenté con agrado-. Esas voces... Son una especie de puente que devuelve al mundo humano.
Y continuaron siendo un puente hasta cantando la más alarmantemente cromática de las composiciones del príncipe loco. A lo largo de las desiguales frases de los madrigales, la música siguió su curso, sin atenerse a la misma clave en dos compases seguidos. En Gesualdo, ese fantástico personaje de un melodrama de Webster, la desintegración psicológica había exagerado y llevado al extremo una tendencia inherente a la música modal, como opuesta a la plenamente tónica: Las obras resultantes sonaban como si hubieran sido escritas por el posterior Schoenberg.
- Y sin embargo... -me sentí obligado a decir, mientras escuchaba estos extraños productos de una psicosis de la Contrarreforma trabajando sobre una tardía forma artística medieval- sin embargo, no importa que esté totalmente en pedazos. Todo está desorganizado. Pero cada fragmento individual está en orden, es un representante de un Orden Superior. El Orden Superior prevalece hasta en la desintegración. La totalidad está presente hasta en los pedazos rotos. Más claramente presente tal vez que en una obra completamente coherente. Por lo menos, no se nos crea una sensación de falsa seguridad con un orden meramente humano, meramente fabricado. Por ello, en cierto sentido, la desintegración puede tener sus ventajas. Aunque, desde luego, es peligroso, terriblemente peligroso...
De los madrigales de Gesualdo pasamos, en un salto de tres siglos, a Alban Berg y la Serie Lírica. -Esto va a ser un infierno- anuncié.
Pero, según se vio, me equivoqué. En realidad, la música parecía casi cómica. Sacada del fondo del subconsciente personal, la angustia sucedió a la angustia de doce tonos; pero lo que me impresionaba era únicamente la esencial incongruencia entre una desintegración psicológica todavía más completa que la de Gesualdo y los prodigiosos recursos, en talento y técnica, empleados para su expresión.
-!Qué pena se está dando a sí mismo! comenté, con una burlona falta de simpatía-, Katzenmusik, una Katzenmusik erudita. -Y finalmente, después de unos cuantos minutos más de zozobra: -¿A quién le importa lo que se siente? ¿Por qué no se dedica a otra cosa?
Como crítica de lo que indudablemente era una obra muy notable, mis palabras resultaban injustas e impropias, pero no, a mi juicio, ajenas al asunto. Las cito en lo que valen y porque es así como reaccione, en un estado de pura contemplación, ante la Serie Lírica.
Cuando terminó la música, el investigador propuso un paseo por el jardín. Acepté y, aunque mi cuerpo parecía haberse disociado casi completamente de mi mente -o, para ser más exacto, aunque mi conciencia del transfigurado mundo exterior no estaba ya acompañada por una conciencia de mi organismo físico-, conseguí levantarme, abrir la puerta ventana y salir con sólo un mínimo de vacilación. Era curioso, desde luego, -sentir que "Yo" no era el mismo que estos brazos y piernas de "ahí afuera", que todo este conjunto objetivo de tronco, cuello y hasta cabeza. Era curioso, pero pronto se quedaba acostumbrado a ello. Y, de uno u otro modo, el cuerpo parecía perfectamente capaz de mirar por sí mismo. Claro está que, en realidad, siempre sabe cuidarse. Todo lo que el ego consciente puede hacer es formular deseos, realizados luego por fuerzas a las que apenas gobierna y a las que no comprende en absoluto. Cuando hace algo más -cuando, por ejemplo, se empeña en algo, se preocupa, siente aprensión por lo futuro-, disminuye la efectividad de estas fuerzas y hasta puede ser causa de que el desvitalizado cuerpo caiga enfermo. En mi estado presente, la conciencia no se refería a un ego; estaba, por decirlo así, en sí misma. Esto significaba que la inteligencia fisiológica que gobierna el organismo también se sentía autónoma. Por el momento, el neurótico entremetido que, en las horas de vigilia, trata de dirigir el espectáculo quedaba, por suerte, al margen.
Desde la puerta ventana me dirigí a una especie de pérgola cubierta en parte por un rosal trepador y en parte por listones de una pulgada de ancho, con media pulgada de espacio entre ellos. Brillaba el sol y las sombras de los listones formaban un dibujo de cebra en el piso y en el asiento y el respaldo de la silla de jardín que se hal aba al fondo de la pérgola. Esta, silla... ¿La olvidaré alguna vez? Al í donde las sombras caían sobre la lona de la tapicería, las franjas de un añil a la vez profundo y brillante alternaban con otras de una incandescencia tan intensa que era difícil creer que no estuvieran hechas de fuego azul. Durante un lapso que pareció inmensamente largo, miré sin saber, inclusive sin desear saber, lo que tenía delante. En cualquier otro momento hubiera visto una sil a con alternadas franjas de luz y de sombra. Hoy, el precepto se había tragado al concepto. Yo estaba tan completamente absorbido por el mirar, tan fulminado por lo que realmente veía, que no podía darme cuenta de ninguna otra cosa. Muebles de jardín, listones, luz de sol, sombras... Todas estas cosas no eran mas que nombres y nociones, meras verbalizaciones, para propósitos utilitarios y científicos, después del suceso. El suceso era esta sucesión de bocas de azulados hornos, separadas por golfos de insondable genciana. Era algo indescriptiblemente maravilloso, hasta el punto de ser casi aterrador. Y de pronto tuve un vislumbre de lo que se debe sentir cuando se está loco. La esquizofrenia tiene sus paraísos, del mismo modo que sus infiernos y sus purgatorios, y recuerdo lo que un viejo amigo, muerto años ha, me dijo acerca de su mujer loca. Un día, en las primeras fases de la enfermedad, cuando la desgraciada tenía todavía intervalos lúcidos, mi amigo había ido al hospital para hablarle de los hijos. El a lo escuchó un rato, pero lo interrumpió de golpe. ¿Cómo podía perder el tiempo hablando de un par de chiquillos ausentes cuando todo lo que realmente importaba, aquí y ahora, era la indescriptible belleza de los dibujos que formaba, en su chaqueta de mezclilla de color castaño, cada vez que movía los brazos? Pero, ay, no iba a durar este paraíso de percepción purificada, de contemplación unilateral sin mácula. Las bienaventuradas treguas se hicieron cada vez más raras y breves, hasta que finalmente desaparecieron y sólo quedó el horror.
La mayoría de los tomadores de mescalina experimentan únicamente la parte celestial de la esquizofrenia. La droga sólo procura infierno y purgatorio a quienes han padecido recientemente una ictericia o son víctimas de depresiones periódicas o ansiedad crónica. Sí, como las otras drogas de poder remotamente comparable, la mescalina fuera notoriamente tóxica, tomarla sería suficiente, por sí mismo, para causar ansiedad. Pero la persona razonablemente sana sabe por adelantado que, en lo que a ella se refiere, la mescalina es completamente inocua, que sus efectos pasan al cabo de ocho o diez horas, sin dejar rastros y, por consiguiente, deseos de renovar la dosis. Fortificado por este conocimiento, se embarca en el experimento sin miedo, es decir, sin ninguna predisposición a convertir una experiencia excepcionalmente extraña y poco humana en algo espantoso, en algo verdaderamente diabólico.
Ante una silla que parecía el Juicio Final o, -para ser más exactos, ante un Juicio Final que, al cabo de mucho tiempo y con seria dificultad, reconocí como una silla, me vi de pronto en los lindes del pánico. Tuve bruscamente la impresión de que el asunto estaba yendo demasiado lejos. Demasiado lejos, aunque fuera una ida hacia una belleza más intensa, hacia un significado más profundo: El miedo, según lo advierto al analizarlo en retrospectiva, era a quedar aplastado, a desintegrarme bajo la presión de una realidad más poderosa de la que una inteligencia, hecha a vivir la mayor parte del tiempo en el cómodo mundo de los símbolos, podía soportar. La literatura de la experiencia religiosa abunda en referencias a aflicciones y terrores que abruman a quienes se han visto, demasiado bruscamente, ante alguna manifestación del
Mysterium tremendum
. En lenguaje teológico, este miedo es debido a la incompatibilidad entre el egotismo del hombre y la divina pureza, entre el apartamiento autogravado del hombre y la infinitud de Dios. Con Boehme y William Law, podríamos decir que, para las almas no regeneradas, la divina Luz en todo su esplendor sólo puede ser sentida como un fuego quemante, de purgatorio. Se halla una doctrina casi idéntica en El Libro Tibetano de los Muertos, donde se describe el alma del difunto como huyendo angustiada de la Clara Luz del Vacío y hasta de Luces menores y mitigadas, para lanzarse de cabeza a la confortadora oscuridad del sí mismo, como ser humano renacido o hasta como animal, infeliz espectro o habitante del infierno. Cualquier cosa antes que el brillo abrasador de la Realidad sin mitigaciones ¡Cualquier cosa!.
El esquizofrénico es un alma, no solamente no regenerada, sino además desesperadamente enferma. Su enfermedad consiste en su incapacidad para escapar de la realidad interior y exterior y refugiarse -como lo hace habitualmente la persona sana- en el universo de fabricación casera del sentido común, en el mundo estrictamente humano de las nociones útiles, los símbolos compartidos y las convenciones socialmente aceptables. El esquizofrénico es como un hombre que está permanentemente bajo la influencia de la mescalina y que, por tanto, no puede rechazar la experiencia de una realidad con la que no puede convivir porque no es lo bastante santo, que no puede explicar porque se trata del más innegable y porfiado de los hechos primarios y que, al no permitirle nunca mirar al mundo con ojos meramente humanos, le asusta hasta el punto de hacerle interpretar su inflexible esquivez, su abrasadora intensidad de significado, como manifestaciones de malevolencia humana o hasta cósmica, de malevolencia que reclama las más desesperadas reacciones, desde la violencia asesina, en un extremo de la escala, hasta la catatonía, o suicidio psicológico, en el otro. Y una vez que nos lanzamos por la infernal cuesta abajo, ya no hay modo de que nos detengamos. Esto resultaba ahora evidentísimo.
-Si se emprendiera la marcha por el mal camino -dije, contestando a las preguntas del investigador-, cuanto sucediera sería una prueba de la conspiración de que se es víctima. Todo se justificaría a si mismo. No se podría suspirar sin saberlo parte de la conspiración.
-Entonces, ¿usted cree saber dónde se encuentra la locura?
Contesté con un "si" rotundo y muy sentido.
- ¿Y no podría usted dominarla?
-No, no podría dominarla. Si se empieza con el miedo y el odio como premisa mayor, hay que ir hasta la conclusión.
- ¿No podrías -me preguntó mi mujer- fijar tu atención en lo que
El Libro Tibetano de los Muertos
llama la Clara Luz?
Vacilé.
-¿Mantendrías alejado al mal, si pudieras fijarla? ¿O es que no podrías fijarla?
Medité un rato sobre la pregunta.
-Tal ves pudiera fijarla -contesté finalmente-, pero únicamente si hubiera alguien que me hablara de la Clara Luz. No habría modo de hacerlo por sí mismo. Ese es el sentido, supongo, del ritual tibetano: alguien que esté ahí sentado todo el tiempo y diciéndonos qué es qué.
Después de escuchar las grabaciones de ésta parte del experimento, tomé mi ejemplar de la edición Evans-Wentz de
El Libro Tibetano de los Muertos
y lo abrí al azar. "Oh, tú, de alta cuna, no permitas que tu mente se perturbe!" Ese era el problema: permanecer sereno. No dejarse perturbar por el recuerdo de los pecados cometidos, por el placer imaginado, por el amargo dejo de antiguos errores y humillaciones, por todos los miedos, odios y ansias que ordinariamente eclipsan la luz. ¿No podría hacer el moderno psiquiatra por los locos lo que aquellos monjes budistas hacían por los moribundos y los muertos? Que haya una voz que les asegure, de día y hasta cuando estén durmiendo, que, a pesar de todo el terror, de todas las perplejidades y confusiones, la Realidad última sigue siendo inmutablemente ella misma y es de la misma sustancia que la luz interior de la mente más cruelmente atormentada. Por medio de discos, conmutadores con mecanismos de relojería, sistemas de alocuciones colectivas y discursos de cabecera sería muy fácil mantener constantemente al tanto de este hecho primordial a los enfermos de inclusive una institución con escaso personal. Cabe que unas cuantas de estas almas perdidas pudieran así conquistar cierto dominio sobre el universo -a un mismo tiempo hermoso y aterrador, pero siempre no humano, siempre totalmente incomprensible- en el que se ven condenadas a vivir.
No demasiado pronto, desde luego, fui apartado de los inquietantes esplendores de mi sil a de jardín. En verdes parábolas que bajaban del seto, las hiedras bril aban con una especie de radiación cristalina, parecida al jade. Un momento después, un grupo de Kniphofia uvaria rojas, en plena floración, hizo explosión ante mis ojos. Estaban tan apasionadamente vivas que se hubiera dicho que iban a hablar, a pronunciarse, con las flores lanzadas derechamente hacia lo azul. Como la sil a bajo los listones protestaban demasiado. Bajé la vista hacia las hojas y descubrí un cavernoso embrollo de las más delicadas luces y sombras verdes, latientes de indescifrable misterio.
Rosas:
Las flores son fáciles de pintar;
Difíciles las hojas.
El haiku de Shiki -que cito con la traducción de F. H. Blyth- expresa, de manera indirecta, exactamente lo que yo entonces sentía: la excesiva y demasiado evidente gloria de las flores, en contraste con el milagro más sutil de su follaje.
Salimos a la calle. Se hallaba junto a la vereda un gran automóvil de color azul pálido. Al verlo, me sentí repentinamente movido a risa. ¡Qué complacencia y qué absurdo engreimiento irradiaban las combadas superficies de lustrosísimo esmalte! El hombre había creado la cosa a su propia imagen o, mejor dicho, a la imagen de su personaje favorito en la novela. Me reí hasta tener lágrimas por mis mejillas.