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Authors: Dan Parkinson

Tags: #Fantástico

Las puertas de Thorbardin (3 page)

BOOK: Las puertas de Thorbardin
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—Sin embargo, los sueños tienen importancia —prosiguió el kender—. Mi primo soñó un día que era un felpudo y, a la semana siguiente, lo pisó un ogro.

Chane echó una mirada al bastón.

—Oye, ¿quieres explicarme qué es eso?

—¿Qué? —preguntó Chess, parpadeando al mismo tiempo que dejaba de mover el cayado— ¿Esto? ¡Es una jupak! Pero ahora háblame más de tu sueño del yelmo.

—Bueno, pues... es simplemente un sueño que he tenido de vez en cuando, a lo largo de mi vida. Consiste en que estoy en un sitio nunca visto, y allí hay algo. En ocasiones se trata de un cofrecillo cerrado, o de una bolsa. Asimismo puede ser un montón de piedras o una caja de madera. Sea una cosa u otra, yo la abro, y dentro descubro un yelmo. Un yelmo de guerra, con cuernos y una punta, cubrenariz y protectores para las mejillas... Siempre tiene el mismo aspecto, y cada vez que me lo voy a poner, oigo una voz que dice: «Ahora no. ¡Todavía no! Cuando llegue el momento, ya lo sabrás».

—¿Y eso es todo? —gruñó el kender, decepcionado—. No me parece muy interesante.

—Eso es todo, sí —admitió Chane—. O al menos lo era hasta hace un par de semanas, cuando empecé a tener el sueño casi cada noche. Ahora ha cambiado. Veo un puente muy alto, sin nada debajo. Lo cruzo y encuentro el yelmo. Quiero ponérmelo, y entonces aparece alguien junto a mí. Un guerrero como los de la antigua Hylar en tiempos de la gran guerra. Me mira con fijeza y dice: «Se aproxima la hora. Thorbardin está en peligro. Tienes que convertirte en el que realmente eres y debes ser. ¡Es tu destino!». Pero Slag Atizafuegos se rió de mí cuando se lo conté —murmuró el enano mientras rozaba la piedra con el pie calzado de piel.

—¿Es el que te echó de Thorbardin?

—¡A mí nadie me echó de allí! —protestó Chane—. Me fui porque quise. Pero los esbirros de Atizafuegos me atacaron, me despojaron de todo, y dijeron que no volviera nunca.

—¿Por qué supones que lo hicieron?

—¡Porque el viejo es un miserable cicatero, que ansia casar a su hija Jilian con alguien bien rico o famoso!

—Y tú no eres ni una cosa ni otra...

—No, en efecto. Empero, regresaré cuando me halle en condiciones para hacer lo que a mí me dé la gana, y... ¡que Slag Atizafuegos se vaya al cuerno!

—Antes tienes que encontrar el yelmo, sin embargo.

—Es lo que intento. Puede que sea simplemente un sueño, pero necesito comprobarlo.

—A lo mejor, ese yelmo te hace rico y famoso —indicó el kender.

Aún indignado por la traición y las humillaciones sufridas hacía poco, Chane entrecerró los ojos para escudriñar aquel misterioso valle cubierto de niebla. El kender tenía razón en una cosa: el valle parecía esconderse, como si no deseara compañía. No obstante, para alcanzar las montañas que se elevaban al este era preciso atravesarlo.

Por ahora no habían visto más felinos. Si las peligrosas bestias vivían en el valle, sin duda habrían regresado a él durante la noche. En la lejanía, más allá de la brumosa capa, el sol de la mañana aureolaba las cimas de los altos picachos que sobresalían como dientes de dragón. En un determinado punto, algo hacia el norte, se veía un hueco que podía ser un desfiladero.

—¿Indica tu mapa lo que hay detrás de esas montañas más cercanas? —le preguntó el enano al kender.

—Otro valle —respondió Chess—. Se llama el Valle del Respiro. Y detrás hay más montañas. Algunas verdaderamente enormes. Según uno de los mapas, la puerta septentrional de Thorbardin queda por allí. Yo nunca la he visto. ¿Y tú?

—Desde fuera, no —confesó Chane, que gruñó de nuevo al pensar en los «hombres de armas» de Atizafuegos, que en realidad no eran más que una banda de bellacos, del tipo que tanto abundaban en algunos laberintos y en determinadas zonas llanas de varias ciudades de los clanes, situadas en los dominios subterráneos. ¡Atizafuegos! El viejo miserable había hecho creer a Chane que iba a ayudarlo, equipándolo para un viaje e incluso proporcionándole compañeros armados..., para después traicionarlo. ¿Qué podía pensar Jilian? El recuerdo de la joven lo ponía tan melancólico que el enano prefirió pensar de nuevo en su padre.

—¡Sí! ¡Por el Gran Yunque! —exclamó— ¡Volveré, y le haré tragar todas sus pretensiones a Slag Atizafuegos!

—Ser rico y famoso te resultaría útil —señaló Chess, que corrió hacia un lado la bolsa colgada del cinturón, para más comodidad, agarró su jupak y movió un impaciente pie—. ¡Fíjate en el valle, Chane! Nunca vi nada tan reluctante a ser mirado.

El enano reunió sus bártulos.

—Quizá sea un encantamiento.

—No lo creo —opinó el kender—. Oí decir a algunos magos que no les gustaba venir aquí porque les causa picazón o cosas por el estilo. Me lo contó el Enano de las Colinas.

Echó una mirada al compañero vestido de pieles y ladeó la cabeza para estudiar a Chane con gesto crítico. Completamente cubierto por el negro pelo del animal, lo único que se veía del enano era la parte superior de su cara, ya que los bigotes de Chane, peinados hacia atrás, eran casi tan oscuros como el pelaje que cubría todo el resto de su cuerpo de nariz abajo, menos las manos y las rodillas, que asomaban entre el borde de la falda y el extremo de la caña de las botas. Chess se dijo que parecía un enano disfrazado de conejo negro.

Chane se acercó al borde del saliente y miró hacia abajo. La áspera pared de roca, llena de fisuras, caía a plomo, y a través de la niebla parecía verse resplandor de agua.

De pronto, unas alas azotaron el aire, y una sombra oscura revoloteó por encima de ellos. El kender y el enano alzaron la vista. Era un pájaro grande, negro como la medianoche pero con unos reflejos iridiscentes donde la luz del sol acariciaba sus lustrosas plumas. Había descendido de algún punto más alto y ahora se posó en los restos de un nudoso tronco, a poca distancia de ellos. El ave se alisó el plumaje, buscó una postura más cómoda en la rama e irguió la cabeza para mirar a los hombrecillos con uno de sus dorados ojos.

—¡Largaos! —dijo de pronto.

Chane pestañeó.

—¿Qué? ¿Cómo?

—Acaba de decir que nos larguemos —repitió el kender—. Nunca había oído pronunciar tales palabras a un pájaro. Tú tampoco, ¿verdad? En realidad, nunca había oído decir nada a un pájaro, excepto una vez, cuando un ave mensajera al servicio de algún mago se perdió por culpa de un viento racheado y fue a aterrizar en el asta de la bandera de la aldea de Hylo. Estuvo hablando por espacio de cinco o diez minutos. Nadie entendía lo que quería decir, pero lo cierto es que la mitad de la gente del pueblo fue invisible durante unos cuantos días, a partir de ese momento. Una serie de cosas se extraviaron —continuó Chess, después de una pausa—, y el viejo Ferman Hierba Errante no volvió a encontrar la puerta delantera de su casa...

—¿Quieres callar de una vez? —lo interrumpió Chane, ya harto—. ¡El pájaro nos ha hablado!

—Sí; ya sé lo que dijo: «¡Largaos!» Tú también lo oíste.

—¡Pero los pájaros no hablan!

—Por regla general, no.

Llevado por la curiosidad, el kender alzó su ahorquillado bastón y tocó al ave. Esta lo miró de nuevo, primero con un ojo y luego con el otro, se corrió un poco en su rama y volvió a decir:

—¡Largaos!

—¿Supones que es lo único que sabe chapurrear? —preguntó Chess—. ¿Sólo eso de «¡Largaos!»? Si yo tuviera que enseñar a hablar a un pájaro, buscaría algo más...

—¡Largaos o seguid el camino! —graznó entonces el ave.

—Eso ya está mejor —admitió Chess.

—Pero... ¿qué quiere decir?

Chane contempló al pájaro, que le devolvió la mirada con uno de sus maliciosos ojos amarillos.

—¡Largaos o seguid el camino! —insistió el ave—. ¡Largaos o seguid el camino! ¡Largaos o seguid el camino!

Una vez dicho y repetido esto, el pájaro los miró por última vez, defecó sobre la nudosa rama, extendió las grandes alas y echó a volar por encima del valle.

Cuando no fue más que un negro punto en la lejanía, Chane cargó nuevamente con sus bártulos y trepó otra vez al saliente de roca.

—¿Piensas seguir adelante? —inquirió el kender.

—¡Claro que sí! ¿Po qué no habría de hacerlo?

—Ya oíste lo que dijo el pájaro.

—Yo no acepto órdenes de un avechucho. ¿Vienes conmigo?

—Desde luego, pero estoy seguro de que hay otro camino más cómodo para bajar que el elegido por ti.

La menuda criatura se apartó de la escarpada plataforma y, manteniéndose lejos del borde, inició el descenso por la lejana ladera.

Chane le gritó, ceñudo:

—¡El pájaro no tomó esa dirección!

Chess volvió la cabeza.

—¿Cuál, pues?

—Dijo que siguiésemos el camino... Quizá quiso indicar que fuésemos detrás de él.

—Pensaba que no aceptabas órdenes de pájaros.

—Y no las acepto, pero estoy abierto a cualquier sugerencia, si me conducen en la dirección deseada.

—De acuerdo. Nos encontraremos en el valle, pues —contestó Chess—. Este sendero me parece agradable y fácil. Descender por esos acantilados sería muy peligroso para cualquier persona.

—Como quieras.

El enano se encogió de hombros, pasó el cuerpo por encima del borde del saliente y supo hallar asideros para las manos y apoyos —aunque precarios— para sus pies. Como Enano de las Montañas que era, la escalada resultaba algo totalmente natural para él, mientras que para los rodeos tenía poca paciencia.

La pared de roca era casi vertical, pero su superficie presentaba asperezas y desigualdades, de modo que Chane encontró suficiente agarre. Iniciada la bajada, vio cómo el kender se alejaba tan tranquilo por la senda que conducía hacia el norte.

El enano calculó que hasta el fondo habría unos veinticuatro metros. Procedía despacio pero sin pausas, con la terca habilidad de los de su especie. Nacido en Thorbardin, el más extenso reino de los Enanos de las Montañas de Krynn —y probablemente el único, según tenía él noticia—, moverse por las paredes de piedra era tan lógico para Chane como cavar cuevas y túneles. Abierto en el suelo de roca de una cadena de montañas, Thorbardin era más que una ciudad. Consistía en todo un conjunto de ciudades, situadas en las profundidades de las montañas, y tenía muchos niveles distintos. De un modo u otro, Chane se había pasado la vida entera trepando o descendiendo.

El hombrecillo estaba ya cerca de la base cuando percibió gritos y ruido de pelea en lo alto. Una lluvia de guijarros le cayó encima. Al alzar la vista, presenció cómo el kender se arrojaba abismo abajo. Durante un instante pareció que volara, pero entonces logró clavar la horquilla de su bastón en una grieta y quedó colgando. Desde arriba lo miró, de repente, una negra cabezota de fieros ojos amarillentos, y una poderosa pata de terribles garras trató de atraparlo. El kender se pegó todo lo posible a la roca y, con gran cuidado, buscó la forma de hincar el cayado en otra resquebrajadura que había a menos altura.

—¡El pájaro tenía razón! —jadeó—. Voy a seguirte.

Chane descendió un poco más, y de nuevo le cayó grava encima. Arriba pareció astillarse la roca. Además oyó un grito. Segundos después, Chane perdió pie cuando el kender cayó sobre él. Una maraña de brazos y piernas, bultos y bolsas rodó por la empinada pendiente, cada vez más aprisa, como una gran bola negra y multicolor que dejaba atrás una nube de polvo, hasta alcanzar el laberinto de pedruscos existente abajo. Una vez allí, el embrollo formado por el enano y el kender y todas sus cosas siguió precipitándose hacia el valle entre trozos de roca, sin poder elegir otro camino que el marcado por el declive. Chocaban contra una piedra, si había suerte conseguían esquivar otra, pasaron disparados por un hueco en la base de dos rocas gemelas y fueron a parar a un saliente inferior. El agua que centelleaba más abajo creció de pronto hasta cubrirlos con un intenso chapaleteo.

El kender salió a la superficie, flotando como un corcho. Escupió, parpadeó y nadó hacia la superficie sólida más cercana: una orilla que quedaba a menos de un metro de distancia. Una vez alcanzada, trepó a ella chorreando agua.

—¡Uff...! —exclamó. Desde luego, tu camino era más rápido que el mío.

Al no obtener respuesta, Chess miró a su alrededor. No había ni rastro del enano. La superficie del agua —un pequeño y gélido río que no sobrepasaba los seis metros de ancho— formaba temblorosas olas convergentes y seguía luego su curso. El kender miró río arriba y río abajo. No vio a nadie. Se introdujo entonces en el riachuelo, allí donde tocaba pie, y empezó a hurgar con su jupak.

Nada.

—¿Dónde estará el enano? —murmuró Chess.

Penetró un paso más en el agua, contra la corriente, pero por mucho que rebuscó no pudo descubrir nada hasta que, de súbito, unos cuantos metros río abajo surgieron de la corriente un par de negras orejas de felino seguidas de una cabeza igualmente negra y, por fin, asomó la cara de Chane Canto Rodado, todo ello chorreando. Cuando salieron los bigotes del enano, éste soltó el aliento con alivio y, no sin dificultad, logró tocar fondo y subir a la ribera.

—¿Qué demonios haces ahí? —le gritó Chess— ¡Vaya susto me diste! No sabía si eras capaz de nadar...

El enano se volvió para mirarlo de manera furiosa.

—¡Yo
no sé
nadar! ¡Tuve que ir andando!

Dicho esto, se sentó para vaciar de agua sus botas y sus bártulos. A continuación, y ya dispuesto a seguir adelante, dio unos pasos hacia el kender con expresión iracunda.

—¿Por qué saltaste sobre mí? Si no sabes escalar peñascos, ¿por qué te metes en eso?

—Yo no salté sobre ti —replicó Chess—. Me caí. Es algo muy distinto. Yo... —fue a excusarse, pero entonces miró más allá de donde estaba el enano y murmuró: ¿Sabes lo que tienes detrás?

Allí donde comenzaba la espesura, unos cincuenta metros río abajo, habían aparecido cuatro de aquellos felinos negros. Con las orejas pegadas a la cabeza y los ojos relucientes de expectación, se acercaban lentamente hacia la pareja entre unos profundos ronquidos semejantes a lejanos truenos.

—No digas nada —susurró Chane—. ¡Corre!

Los dos se precipitaron orilla arriba, y después de atravesar un lecho de grava llegaron a un prado cubierto de espesa hierba, donde, delante de ellos, convergían unos bosquecillos. El kender, que iba el primero, se internó en la espesura con la rapidez y agilidad de un conejo que buscara refugio. El enano, más lento, notaba ya en su cogote el ardoroso aliento de las bestias cuando a trompicones se metió en unos espinosos zarzales que lo pinchaban y tiraban de él por todos lados. Con un brazo trataba de protegerse los pies, mientras avanzaba como podía sobre sus cortas pero musculosas piernas, que compensaban con su fuerza la escasa celeridad. Directamente detrás de él, Chane oía cómo las fieras daban vueltas olfateando, al mismo tiempo que se introducían en la maleza por escondidos senderos, en un intento de cercarlo y luego cortarle el camino. El enano dio un traspié y cayó de narices en un verdadero nido de pinchos, del que quedó colgado por unos momentos. Logró desengancharse y proseguir la huida, pero tropezó de nuevo y, de repente, tuvo en su mano una horqueta de madera seca y dura. La sujetó con firmeza y se dejó llevar un paso adelante, luego dos...

BOOK: Las puertas de Thorbardin
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