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Authors: Dan Parkinson

Tags: #Fantástico

Las puertas de Thorbardin (8 page)

BOOK: Las puertas de Thorbardin
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La oscuridad era ya muy intensa, y el kender se detuvo en seco, crispadas las puntiagudas orejas. Algo se había movido a su izquierda y avanzaba en dirección a él. Entre las sombras, Chess divisó unas formas más negras, unas sombras que se deslizaban saltando hacia él sobre aterciopeladas patas... Unas sombras que emitían unos rugidos semejantes a lejanos truenos.

—¡Caracoles! —exclamó Chess, y echó a correr.

* * *

A la luz del crepúsculo vespertino, Chane Canto Rodado y Sombra de la Cañada, el Caminante, siguieron una de las curvas del camino negro y descubrieron delante un cónclave de felinos. Fieros ojos y colmillos como dagas centelleaban donde las bestias merodeaban o permanecían agazapadas a ambos lados del sendero, y donde una pequeña figura daba brincos de una parte a otra, al mismo tiempo que gritaba amenazas y provocaciones. Cuando los dos se aproximaron, el hombrecillo los vio y agitó la mano.

—¡Hola! —exclamó—. Me preguntaba dónde estabas, enano. ¿Y quién es ese que te acompaña?

—Ahí tienes al kender —le susurró Chane al mago.

Sombra de la Cañada se había parado y parecía querer protegerse de él con el bastón extendido. El enano irguió la cabeza, y las ladeadas orejas de su gorra de felino formaron un curioso contraste con su ceño.

—¿Qué te ocurre? —gruñó Chane— No es más que un kender.

—Veo algo más —dijo el mago con voz cavernosa—. Pero no...

—¿Algo más? ¡Pues en mi opinión sólo hay un kender y, desde luego, un montón de felinos, pero eso ya no me sorprende!

—No se trata de una persona —dijo despacio el hechicero, cuyos ojos lo miraban todo y parecían querer perforar la oscuridad—. No de una persona, sino de..., de un acontecimiento.

El enano emitió un profundo gruñido. Kender y magos..., pájaros y felinos cazadores... Chane empezaba a añorar la sensata y lógica vida de Thorbardin. Fuera de allí, diríase que nada tenía sentido.

—¿Qué acontecimiento? —inquirió—. Yo no veo nada.

—Todavía no se ha producido —contestó Sombra de la Cañada suavemente—. Pero quiere llegar.

«Tiene que llegar», intervino una voz que no era en realidad una voz.

Chane sintió que un escalofrío le subía por la espina dorsal y dio una instantánea media vuelta en busca de la procedencia de aquel sonido. Creía haber percibido una voz, pero no a través de sus oídos. El mago, situado detrás de él, había levantado más el bastón, mas tampoco distinguía nada, por lo visto...

El kender se les acercó riendo.

—Ya veo que habéis tropezado con lo que sea —señaló—. Me figuro que viene con la espada.

Chess descolgó de su hombro el arma hecha por enanos y se la ofreció, con la empuñadura hacia adelante.

—Toma —añadió—. La encontré. Es para ti. Ahora ya no tendrás que lamentarte de no tener espada.

Lleno de sorpresa, Chane aceptó el arma y la sostuvo con ambas manos, contemplándola por todos lados con ojos entrecerrados, ya que la luz era muy escasa.

—Desde luego, un fantasma o algo por el estilo está vinculado a la espada —declaró el kender, resplandeciente—. Pero no creo que eso importe. Y dime: ¿quién te acompaña? Tiene aspecto de mago.

—Supongo que lo es —contestó el enano—. No lo vi hacer ningún encantamiento, pero tampoco me interesa... ¡Es antigua! —agregó, después de llevarse el arma a los labios y probar la hoja—. ¡Buen acero, caramba! Y no se ve vieja.

—Estaba cubierta de hielo —explicó el kender—. ¿Qué le pasa a tu mago? ¡Se comporta como si hubiese visto a un fantasma!

—No sé qué le ocurre —respondió Chane, que enseguida cortó una tira de piel de felino de su capa para hacerse un cinturón con ella—. Dice que vio un acontecimiento.

—¡Pues yo ya he presenciado unos cuantos! —gruñó el kender—. Pero intento no dejarme preocupar por ellos. Bonita espada, ¿verdad?

—¡Preciosa! —reconoció el enano—. ¡Gracias! ¿Dónde la hallaste?

—Al este de aquí hay un viejo campo de batalla. Quedan muchas otras cosas bien aprovechables. Y, además, unos cuantos enanos helados. No creo que conozcas a ninguno, de todos modos. Llevan allí largo tiempo. Puede que el fantasma proceda también del mundo de los enanos. Como yo nunca había tropezado con un fantasma, hasta ahora, no lo sé. Pero te aconsejo que, si te molesta, simplemente hagas caso omiso de él.

Como quien saliese de un trance, el mago Sombra de la Cañada se sacudió y bajó el bastón. Luego se acercó a ellos, echó una mirada a la espada y se volvió hacia el kender.

—No se trata de un fantasma —dijo con voz invernal—. Y no está ligado a esta espada, sino que te sigue a ti, Chestal Arbusto Inquieto.

El kender pestañeó.

—¿A mí? ¿Por qué?

—Tú cogiste en aquel campo de batalla algo más que una espada, kender. Te apoderaste de un hechizo no explotado.

Antes de que Chess pudiera responder, Chane señaló el camino.

—Los felinos se han ido —dijo.

De pronto, una brisa errante que procedía de algún punto situado más allá trajo consigo un sonido que parecía flotar entre las copas de los árboles y caía como una nieve de cristal. El mago se puso rígido, los ojos del kender se abrieron desmesuradamente, y hasta el imperturbable y pragmático enano sintió que aquello le llegaba al corazón.

Alguien cantaba a lo lejos. La voz era lo más encantador que Chane Canto

Rodado hubiese oído jamás.

6

Aunque no tenía rey —ningún regente había accedido al trono desde la muerte del rey Duncan, doscientos años atrás—, el fortificado reino de Thorbardin, situado a gran profundidad bajo la superficie de las montañas Kharolis centrales, se consideraba a sí mismo una monarquía. Y, al no haber soberano, recaía sobre el Consejo de Thanes el deber de actuar como Junta de Regentes y decidir aquellos asuntos no resueltos entre las diversas ciudades y laberintos que constituían el reino del interior de las montañas.

Siete eran las ciudades encerradas en el lecho de roca de la cordillera, cada cual una comunidad importante con sus propios derechos, así como tres zonas para la agricultura, dos Salas de Justicia y una poderosa fortificación en cada una de las dos puertas principales del reino.

En los más de tres siglos transcurridos desde el gran Cataclismo que había transformado para siempre el continente de Ansalon, los enanos de Thorbardin habían abandonado casi del todo la protección de la Puerta Norte. El Cataclismo había dejado prácticamente inaccesibles los caminos que procedían del norte, lo cual constituía una seguridad mayor incluso que la maciza puerta que cerraba la parte de la ladera.

Durante un siglo habían persistido los rumores acerca de la existencia de un pasadizo secreto que conducía a Thorbardin desde el norte, por lo que los enanos habían mantenido en buenas condiciones aquella zona fortificada. El caos y la peste habían seguido al Cataclismo y, a lo largo de casi todo aquel siglo, Thorbardin había tenido que enfrentarse a preocupantes amenazas desde fuera. Las epidemias y el hambre habían agotado al mundo conocido, a través de todo el continente se habían producido migraciones, y no había lugar sin fortificar que hubiera logrado perdurar mucho tiempo.

Pero entonces, las puertas de Thorbardin habían tenido que hacer frente a su más dura prueba..., y la habían superado. La sangrienta Guerra de Dwarfgate había arrasado las montañas Kharolis; ejércitos enteros de Enanos de las Colinas habían luchado contra los de los Enanos de las Montañas, primos contra primos, iguales contra iguales... Los de fuera estaban decididos a penetrar en el interior de Thorbardin, incitados —según afirmaban algunos— por el diabólico archimago Fistandantilus, a quien muchos tenían por el más poderoso mago existido jamás en Krynn.

Primero, Thorbardin se había defendido furiosamente contra esas fuerzas. Pero después, bajo el mando del rey Duncan y de sus hijos —con el príncipe Grallen a la cabeza de los enanos hylar—, los ejércitos de Thorbardin habían salido a combatir fuera al enemigo, y habían llegado hasta el así llamado Monte de la Calavera, guarida del propio hechicero.

Lo que luego sucedió —el trágico fin de ambos ejércitos en un último y terrible acto de magia de Fistandantilus—, ahora ya era sólo historia pasada. Y los pocos que habían alcanzado suficiente edad para recordar aquel horror, preferían no pensar en ello.

Pero la maltrecha Puerta Norte aún se mantenía, al igual que todas las demás defensas de Thorbardin. Más de dos siglos después, el reino subterráneo seguía en pie, y nadie se preocupaba demasiado por posibles amenazas desde el exterior. Sin embargo, en época muy reciente habían circulado inquietantes rumores, traídos por comerciantes, acerca de migraciones de goblins y ogros hacia el norte, así como de la desaparición de pueblos enteros, más allá de los eriales septentrionales. Algunos sospechaban que, en algún sitio remoto, se reunían ejércitos, y no faltaban susurrados comentarios referentes a «grandes señores» e infames maquinaciones. Incluso había quien afirmaba haber visto un dragón, aunque nadie le creía. En todo el mundo de Krynn no existía ni un solo dragón. Eso era del dominio público.

De vez en cuando llegaba algún rumor, y había quien se intranquilizaba, pero la vida transcurría en Thorbardin como doscientos años antes. Algún comercio había sido restablecido —no como en el fabuloso pasado, antes de la Guerra de las Puertas, cuando abiertas rutas comerciales unían Thorbardin con Pax Tharkas y otros reinos— pero sí se traficaba con otros lugares y también con gentes de otras razas. Había pasado el tiempo, y las viejas leyendas que hablaban de una puerta secreta iban cayendo también en el olvido. Los antiguos relatos de indecibles males que aún podían acechar alrededor de la maldita y vidriosa mole del Monte de la Calavera, situada al norte —las leyendas de la gloria del rey Duncan y del noble príncipe Grallen—, palidecían cada día más.

Los Enanos de las Montañas no eran partidarios de hablar del pasado. En las ciudades de Thorbardin, verdaderos hormigueros, pocos tenían interés en revivir tales acontecimientos.

En el interior de las montañas Kharolis, Thorbardin seguía siendo el de siempre: centenares de kilómetros cuadrados de un activo, bullicioso, pendenciero y laberíntico mundo de enanos, donde el pasado era eso, pasado, y los problemas de una persona raramente interesaban a los demás.

A esta realidad tenía que enfrentarse Jilian Atizafuegos. Nadie sabía dónde estaba Chane Canto Rodado, ni a nadie le importaba, salvo a ella misma. De todos modos, Jilian tenía la certeza de saber adonde había ido Chane, y ya no dudaba de la malévola intervención de su padre.

Por consiguiente, y como era su costumbre, la joven tomó su propia decisión.

—Salgo al exterior —le dijo a su vecina, Silicia Orebrand—. Mi intención es encontrar a Chane Canto Rodado y traerlo de nuevo a casa. ¡Quién sabe los problemas en que puede verse metido ahí fuera!

Los saltones ojos de Silicia se agrandaron horrorizados.

—¿Fuera? —exclamó la mujer— ¿Fuera, dices? ¿Fuera del todo?

—¡Pues claro! —contestó Jilian—. Chane soñó repetidas veces que debía ir en busca de un yelmo muy antiguo, ya que Thorbardin se hallaba amenazado y sólo él podía salvarlo. Por lo tanto, voy a ver si lo encuentro.

—Pero... ¡Jilian! ¿Te atreves a salir? ¡Nadie sale afuera! Nunca oí decir nada semejante.

—¡Cuentos, Silicia! No seas tonta. ¡Claro que la gente sale! Comerciantes, exploradores, metalúrgicos... ¡Mucha gente sale! El propio Chane había estado fuera, antes, ayudando en la carga a Rogar Hebilla de Oro. Me lo contó.

—Pero... ¿puedes tú? ¿Está permitido?

—Se lo pregunté a Ferrous Lancero. Conoce bien las leyes. Según él, todo el que quiera puede salir. No hay nada que lo prohíba. Es el regreso lo que resulta más peliagudo.

—¿Le dijiste que proyectabas marcharte?

—No, porque no es de su incumbencia. Y ya sabes lo chismoso que puede ser. Yo se lo pregunté de manera general, fingiendo mera curiosidad, y me contestó que sí.

Silicia frunció el entrecejo.

—Pero tú nunca estuviste fuera, Jilian... Quiero decir que apuesto algo a que en toda tu vida no viste el cielo, salvo desde el Valle de los Thanes. Yo tampoco. Ni siquiera se me ocurrió. Cuentan que por ahí fuera hay cosas terribles: ogros y goblins, elfos guerreros, humanos... Tengo entendido que, hoy día, el mundo está infestado de humanos. ¡Por Reorx! ¿De veras estás bien, Jilian? ¡No sé cómo se te ocurrió tal cosa! ¡Mira que proponerte salir...!

—¡Pues sí! —declaró Jilian con firmeza—. Y a mi padre le estaría muy bien empleado que no volviese más.

—Pero... ¡Jilian! —exclamó Silicia para, después de una pausa, atacar definitivamente—: ¿Y qué pensará la gente?

—Eso me importa un comino. Me voy, Silicia, y no hay más que hablar. Sólo te pido que, de vez en cuando, entres a ver a mi padre y te asegures de que paga sus deudas cuando vencen. El viejo tiene muy mala memoria cuando se trata de sus compromisos domésticos.

—¡Claro que lo haré, querida! —prometió Silicia, que no dejaba de pestañear, todavía asombrada por lo que acababa de oír—. Pero... ¿cómo sabrás dónde buscar a ese joven, Jilian? El exterior es..., ¡es algo espantosamente grande! —añadió con un estremecimiento.

—¡Ah, bueno...! Al menos sé por dónde empezar. Tengo un mapa de donde Chane fue visto por última vez.

—¿Un mapa? —repitió Silicia, cuyo asombro aumentaba por momentos—. ¿Cómo es posible que lo tengas? ¿Acaso tu padre...?

—No tiene ni la menor idea de cuáles son mis planes, y te suplico que no le digas nada. Lo que pasó fue que vi cómo ordenaba a unos guardias que echaran de aquí a Chane. De momento no supe quiénes eran, pero después lo recordé. Y, cuando vi a uno de ellos en el puesto del hojalatero, lo seguí y logré que me dibujase un mapa.

—¿Un guardia? ¿Uno de esos rufianes de los laberintos? ¿Y por qué te hizo tal favor? No me digas, Jilian, que tú...

—¡Basta de estupideces, Silicia! Simplemente lo seguí hasta pescarlo solo en un foso de cables y, entonces, lo golpeé en la parte posterior de la cabeza con una palanca. Luego, mientras estaba inconsciente, lo encadené a la vía de las vagonetas. Cuando despertó le dije que, si me dibujaba el mapa, le daría un cincel para soltarse. En consecuencia, hizo el mapa, y muy complaciente por cierto, ya que se oía llegar una vagoneta llena de mineral.

Silicia la miraba con ojos desorbitados, sin saber qué decir. Por último meneó la cabeza y suspiró.

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