El periodista dejó de mecanografiar, encendió un cigarrillo y se echó atrás en su silla, meditando sobre la idea que acababa de expresar: «derecho a una identidad)). Curioso observar cómo todos debían reclamarlo, tarde o temprano. Curioso ver esa larga aceptación aparentemente ecuánime de la persona que parecemos ser, de la situación para la cual la vida parece habernos designado. Y súbitamente, esa identidad nos parece dudosa… Su propia identidad, por ejemplo. George Faber, solterón, experto en asuntos italianos y en la política del Vaticano…, ¿por qué se había visto obligado, a estas alturas de su vida, a preguntarse quién era, quién había aceptado ser hasta ese momento? ¿Por qué esa agitada insatisfacción con su propia supervivencia sin un suplemento permanente de su ser…? Una mujer, por supuesto. Siempre había habido mujeres en su vida, pero Chiara era algo nuevo, algo muy especial… Este pensamiento lo perturbó. Intentó guardarlo otra vez, y se inclinó nuevamente sobre la máquina de escribir.
«En todas partes se clama por la supervivencia, pero como la ironía suprema de la creación es que el hombre debe morir inevitablemente, aquellos que se esfuerzan por conquistar su mente o su músculo tienen que prometerle una extensión de su lapso en alguna apariencia de inmortalidad. El marxista le promete la unidad con los trabajadores. El nacionalista le entrega una bandera y una frontera, y una prolongación local de sí mismo. El demócrata le ofrece la libertad a través del sufragio, pero le advierte que tal vez deba morir para conservarla.
»Mas para el hombre y para todos los profetas que el hombre eleva, el enemigo último es el tiempo; y el tiempo es una dimensión relativa, limitada directamente por la capacidad del hombre para hacer uso de él. Las comunicaciones modernas, rápidas como el relámpago, han reducido a la nada el lapso entre un acto humano y sus consecuencias. Un disparo en Berlín puede hacer estallar al mundo en pocos minutos. Una plaga en las Filipinas puede infectar Australia en el día. El hombre que se tambalea en la cuerda en un circo de Berlín agoniza ante los ojos de Londres y Nueva York.
»Así, en todo momento, el hombre se ve acosado por las consecuencias de sus propios pecados y los de sus semejantes. Y así también, cada profeta y cada erudito se ve acosado por el rápido transcurso del tiempo, sabiendo que deberán rendir cuentas por falsas predicciones y promesas quebrantadas, con celeridad hasta hoy desconocida en la Historia. Ésta es precisamente la causa de la crisis. Aquí nacen los vientos y las olas y se forjan los truenos que, en una semana cualquiera, en un mes cualquiera, pueden rugir alrededor del mundo bajo un cielo oscurecido por hongos nubosos.
»Los hombres del Vaticano tienen conciencia del tiempo, aunque muchos de ellos han dejado de tenerla con la necesaria intensidad…»
¡Tiempo…! Su mente había adquirido una vívida conciencia de esta menguante dimensión de la existencia. Tenía más de cuarenta años. Durante un año había estado intentando activar la petición de nulidad de Chiara ante la Sagrada Rota Romana, para librar a su amada de Corrado Calitri y poder casarse con ella. Pero el caso avanzaba con lentitud desesperante, y Faber, a pesar de haber nacido católico, comenzó a sentir un amargo resentimiento contra el sistema impersonal de las Congregaciones romanas y la actitud de los ancianos que las dirigían.
Continuó escribiendo en forma vívida, precisa, profesional:
«Como la mayoría de los ancianos, están habituados a considerar el tiempo como un relámpago entre dos eternidades, y no como un quántum de tiempo concedido a cada individuo para madurar hacia la visión de su Dios.
»Les preocupa también la identidad del hombre, que están forzados a reafirmar como la identidad de hijo de Dios. Pero aquí se ven ante otro abismo: que a veces afirman su identidad sin comprender su individualidad, y que tiene que crecer en el jardín en el cual se le plantó, sea el suelo dulce o amargo, sea el aire cordial o tempestuoso. Los hombres, como los árboles, crecen en formas diferentes, torcidos o rectos, según el clima que los ha alimentado. Pero mientras la savia fluya y las hojas germinen, no debería ponerse reparos a la forma del hombre o del árbol.
»Los hombres del Vaticano se preocupan también de la eternidad y de la inmortalidad. También ellos comprenden la necesidad que experimenta el hombre de una extensión de sí mismo que traspase el límite de los años efímeros. Afirman como artículo de fe la persistencia del alma en una eternidad de unión con el Creador, o de exilio de Su rostro. Van más lejos, prometen al hombre la conservación de su identidad y la victoria final incluso sobre los terrores de la muerte física. Lo que a menudo dejan de comprender es que la inmortalidad debe comenzar en el tiempo, y que el hombre debe recibir los recursos físicos para sobrevivir, antes de que su espíritu pueda elevarse a desear algo más que la supervivencia física…»
Chiara había llegado a hacérsele tan necesaria como el respirar. Sin su juventud, su apasionamiento, le parecía que debería declinar rápidamente hacia la vejez y la desilusión. Hacía ya seis meses que era su amante, pero le atormentaba el temor de perderla en cualquier momento ante un hombre más joven, y de que la promesa de hijos y continuidad no se cumpliese jamás en él… George Faber tenía amigos en el Vaticano. Tenía fácil acceso a renombrados hombres de la Iglesia, pero éstos se hallaban sujetos a la ley y al sistema, y no podían ayudarle. Faber escribió con vehemencia:
«Esos hombres viejos y cautos están atrapados en la paradoja de toda eminencia: mientras más se eleva un ser humano, más ve del mundo, pero menos capta los pequeños factores determinantes de la existencia humana: que un hombre sin zapatos puede morir de hambre porque no puede caminar hasta el lugar donde conseguir un empleo. Que un recaudador de impuestos que sufre del hígado puede hacer estallar una revolución. Que la hipertensión arterial puede sumir a un hombre noble en la melancolía y en la desesperación. Que una mujer puede venderse por dinero porque no puede darse a un hombre por amor. El peligro de todos los gobernantes está en que comienzan a creer que la Historia es el resultado de grandes generalidades y no la suma de millones de pequeños detalles, tal como alcantarillados deficientes, la obsesión sexual y los mosquitos Anopheles…»
No era lo que había pensado escribir, sino una descripción de sus sentimientos personales ante el acontecimiento que se aproximaba… ¡Que quedase así entonces! ¡Si a los directores en Nueva York no les agradaba, que lo echasen al cesto…! Se abrió la puerta y entró Chiara. George la cogió en sus brazos y la besó. Envió a la Iglesia v a su periódico y al marido de Chiara a un infierno especial, y luego la llevó a almorzar a la Via Veneto.
El primer día del Conclave los cardenales quedaban en libertad de reunirse y conversar discretamente, sondeando mutuamente sus prejuicios y cegueras y razones de interés privado. Por eso, Rinaldi y Leone se movieron entre ellos a fin de prepararlos cuidadosamente para su proposición final. Una vez comenzada la votación, una vez que los cardenales tomasen partido por tal o cual candidato, sería mucho más difícil ponerlos de acuerdo.
No todas estas conversaciones mantuvieron el nivel de las verdades eternas. Muchas de ellas fueron simples y brutales, como la de Rinaldi con el norteamericano, mientras bebían una taza de café traído de los Estados Unidos y preparado por el sirviente personal de Su Eminencia, porque el café italiano le causaba indigestión.
Su Eminencia Charles Corbet Carlin, cardenalarzobispo de Nueva York, era un hombre alto y rubicundo, de modales expansivos y ojos astutos y pragmáticos. Expuso su problema descarnadamente, como un banquero que pone reparos a un sobregiro.
—No queremos un diplomático ni queremos un funcionario de la Curia que vea el mundo a través de un cristal romano. Un hombre que haya viajado, sí, pero alguien que haya sido rector y comprenda cuáles son nuestros problemas del momento.
—Me interesaría escuchar de Su Eminencia la descripción de esos problemas —dijo Rinaldi con la máxima cortesía.
—Estamos perdiendo nuestro asidero sobre la gente —adujo Carlin categóricamente—. Estamos perdiendo su lealtad. Creo que gran parte de la culpa es nuestra.
Rinaldi se sorprendió. Carlin tenía la reputación de ser un magnífico banquero de la Madre Iglesia, y se le atribuía la convicción de que todos los males del mundo..podían solucionarse mediante un sistema escolar bien dotado y un sermón vivificante cada domingo. Escucharle hablar tan llanamente de defectos que le atañían directamente resultaba al mismo tiempo reconfortante y perturbador.
Rinaldi preguntó:
—¿Por qué perdemos terreno?
—¿En los Estados Unidos? Por dos razones: prosperidad y respetabilidad. Ya no se nos persigue. Pagamos nuestro avance. Podemos lucir la Fe como una insignia rotaria… y con la misma falta de trascendencia. Cobramos nuestras cuotas como si fuésemos un club, gritamos más fuerte que los comunistas, y nuestra contribución al Dinero de Pedro es la mayor del mundo. Pero eso no basta. Para muchos católicos, en todo esto no…, no hay corazón. Los jóvenes se alejan de nuestra influencia. No nos necesitan como debieran. No confían en nosotros como acostumbraban hacerlo. Y, en parte —terminó gravemente—, creo que la culpa es mía.
—Ninguno de nosotros tiene mucho derecho a sentirse orgulloso —dijo Rinaldi sosegadamente—. Piense en Francia… Piense en los hechos sangrientos ocurridos en Argelia. Y, sin embargo, se trata de un país con una mitad católica, y dirigido por católicos. ¿Dónde está nuestra autoridad en esta situación monstruosa? Una tercera parte de la población del mundo vive en América del Sur, y, sin embargo, ¿qué influjo tenemos allí? ¿Qué impresión causamos a los ricos indiferentes y a los pobres oprimidos, que no ven esperanza en Dios y menos aún en aquellos que lo representan? ¿Dónde debemos comenzar a cambiar?
—He cometido errores —dijo Carlin, melancólicamente—, Errores de importancia. Ni siquiera puedo comenzar a repararlos todos. Mi padre era un jardinero, un buen jardinero. Siempre decía que lo más que se podía hacer por un árbol era abonarlo y podarlo una vez al año, y dejar el resto en manos de Dios. Siempre me enorgullecí de ser un hombre práctico, como lo fue él, ¿sabe? Construir la iglesia y luego la escuela. Instalar a las monjas y luego a los hermanos. Construir el seminario, preparar a los sacerdotes y mantener el ingreso de dinero. Lo demás quedaba en manos del Todopoderoso.
Sonrió por primera vez, y Rinaldi, al cual le había sido antipático durante muchos años, comenzó a simpatizar con él.
Carlin continuó con singular acento:
— ¡Romanos e irlandeses! Nosotros somos grandes maquinadores y grandes constructores, pero perdemos de vista la esencia de las cosas con más rapidez que nadie. ¡Atengámonos al libro! ¡Abstenerse de carne los viernes, no dormir con la mujer del prójimo y dejar los misterios a los teólogos! ¡No basta! ¡Que Dios nos ayude, pero no basta!
—Usted está pidiendo un santo. Dudo que tengamos muchos de ellos en nuestros registros en este momento.
—Un santo, no. —Carlin habló otra vez enfáticamente—. Un hombre para los demás hombres y de los hombres, como lo era Sarto. Un hombre que pueda sangrar por ellos, y amonestarlos, y hacerles saber siempre que los ama. Un hombre que pueda romper el cerco de este jardín dorado y convertirse en otro Pedro.
—Lo crucificarían también, por supuesto respondió agriamenté Rinaldi.
—Tal vez es eso precisamente lo que necesitamos —dijo Su Eminencia de Nueva York.
Y entonces Rinaldi, el diplomático, juzgó oportuno hablar del ucraniano barbudo, Cirilo Lakota, como del hombre que tenía hechuras de Papa.
En una habitación algo más pequeña del Conclave, Leone discutía al mismo candidato con Hugh, cardenal Brandon, de Westminster. Siendo inglés, Brandon era un hombre sin ilusiones y de pocos entusiasmos. Frunció sus delgados labios grisáceos, jugueteó con su cruz pectoral y expresó su política en italiano preciso, aunque pomposo:
—Nosotros opinamos que un romano sigue siendo la mejor elección. Nos deja cierta libertad de acción, ¿comprende lo que quiero decir? No hay problemas de nuevas actitudes o de alineaciones políticas de nuevo cuño. No se producen disturbios en las relaciones entre el Vaticano y la República de Italia. El Papado seguiría siendo una barrera efectiva contra cualquier crecimiento del comunismo italiano. —El cardenal se permitió una chanza árida—: Podríamos seguir contando con la simpatía de los románticos ingleses por la romántica Italia.
Leone, veterano de muchos sutiles debates, asintió con la cabeza y añadió, como al desgaire:
—¿Entonces no consideraría usted a nuestro recién llegado, al que nos habló esta mañana?
—Lo dudo. Como a todos, me pareció impresionante en el púlpito. Pero la elocuencia no nos indica absoluta idoneidad, ¿no cree? Y, además, subsiste el problema de los ritos. Ese hombre es ucraniano y pertenece al rito ruteno.
—Si fuese elegido, practicaría automáticamente el romano.
Su Eminencia de Westminster sonrió débilmente.
—La barba podría preocupar a algunos. Un aspecto demasiado bizantino, ¿no le parece? No hemos tenido un Papa con barba en mucho tiempo.
—Seguramente se la afeitaría.
—¿Continuaría usando su icono?
—Creo que también se le podría persuadir para que lo dejase.
—Y en ese caso tendríamos a un romano modelo. Entonces, ¿por qué no elegir directamente a un italiano? No puedo creer que desee usted algo diferente.
—Puede creer que lo deseo. Estoy dispuesto a afirmar en este momento que mi voto será para el ucraniano.
—Temo no poder prometerle el mío. Usted sabe…, ingleses y rusos… Históricamente no nos hemos entendido nunca… Nunca.
—Siempre, siempre —dijo Rahamani el sirio, con su hablar blando y cortés— buscamos al hombre que posea el único don necesario: el don de la cooperación con Dios. Incluso entre los hombres buenos, este don es escaso. La mayoría de nosotros pasamos la vida tratando de plegarnos a la voluntad de Dios, y aun así, a menudo debe doblegarnos una gracia violenta. Los otros, los contados, se entregan a una especie de acto instintivo para ser instrumentos en las manos del Hacedor. Si este hombre nuevo es uno de ellos, entonces es a él a quien necesitamos.
—¿Y cómo podremos saberlo? —preguntó secamente Leone.
—Lo sometemos al juicio de Dios —dijo el sirio—. Pedimos a Dios que lo juzgue, y esperamos con confianza el resultado.