Las sandalias del pescador (8 page)

Read Las sandalias del pescador Online

Authors: Morris West

Tags: #Ficción

BOOK: Las sandalias del pescador
4.01Mb size Format: txt, pdf, ePub

Potocki enrojeció hasta la raíz del cabello. —Me avergüenzo, Santidad. No debía haber dudado.

Cirilo se encogió de hombros y sonrió torcidamente.

¿Por qué no? Somos humanos. Usted camina en la cuerda floja en Polonia; yo lo hago en Roma. Ambos podemos resbalar, y necesitamos una red que nos reciba. Puede usted creer que si a veces carezco de entendimiento, no carezco de amor.

—Lo que hacemos en Varsovia —dijo Potockino siempre se comprende en Roma.

—Si usted necesita un intérprete —dijo Cirilovivamente—, envíeme uno. Prometo escucharlo siempre prontamente.

— ¡Habrá tantos, Santidad, y hablarán en tantos idiomas, con tantos matices distintos…! ¿Cómo podrá escucharlos a todos?

—Lo sé. —La figura delgada de Cirilo pareció encogerse de pronto, como bajo un gran peso—. Curioso. Profesamos y enseñamos que el Pontífice está a salvo de todo error fundamental por habitarlo el Espíritu Santo. Oro, pero no escucho el trueno en la montaña. Mis ojos no ven esplendores sobre las cumbres. Estoy colocado entre Dios y el hombre, pero sólo oigo al hombre y la voz de mi corazón.

El rostro duro del polaco se relajó por primera vez, y extendió sus manos en un gesto tranquilo de voluntaria derrota.

—Escúchelo, Santidad. Cor ad cor loquitur. El corazón habla al corazón, y bien puede ser ése el diálogo de Dios con el hombre.

—Vamos a cenar —dijo Cirilo el Pontífice—, y perdone a mis monjas el exceso de salsas. Son criaturas muy buenas, pero tendré que encontrarles un libro de cocina adecuado.

Comieron tan mal como el Pontífice había vaticinado y bebieron un vinillo muy flojo de los montes Albanos. Pero hablaron con más libertad, y entre ellos creció la cordialidad, y al llegar a la fruta, Cirilo el Pontífice dejó hablar su corazón respecto a otro asunto:

—Dentro de dos días seré coronado. No es cosa de importancia, probablemente, pero me perturba tanta ceremonia. El Maestro entró en Jerusalén cabalgando en un asno. Y a mí me llevarán sobre los hombros de algunos nobles, entre los abanicos de plumas de los emperadores romanos. Por todo el mundo hay hombres descalzos y con el estómago vacío. A mí me coronarán con oro, y millones de luces iluminarán mi triunfo. Me avergüenza que el sucesor del Carpintero reciba el trato de un rey. Me gustaría cambiar esto,

Potocki sonrió débilmente y sacudió la cabeza: —No le permitirán hacerlo, Santidad.

—Lo sé. —Los dedos de Cirilo juguetearon con las migajas en su plato—. Pertenezco también a los romanos, y éstos deben tener su fiesta. No puedo caminar por la nave de san Pedro, porque no me verían, y aunque los visitantes no acudan a orar, sí acuden a ver al Pontífice. Un tratado me convierte en príncipe, me recuerdan, y un príncipe debe lucir corona.

—Lúzcala, Santidad —dijo Potocki con ácido humor—. Lúzcala por ese día y no se preocupe. !Muy pronto lo coronarán de espinas!

A una hora de distancia, en su villa de los montes Albanos, Valerio, cardenal Rinaldi, daba otra comida. Sus invitados formaban una asamblea curiosa pero imponente, y Rinaldi los manejaba con la habilidad de un hombre que acaba de demostrarse un hacedor de reyes.

Allí estaban Leone y Semmering, el padre general de los jesuitas, al cual el vulgo llamaba el Papa negro. También estaban Goldoni, de la Secretaría de Estado, y Benedetti, el príncipe de las finanzas del Vaticano, y Orlando Campeggio, el hombre moreno y sagaz que dirigía el Osservatore Romanro. A los pies de la mesa, como una concesión a los místicos, se hallaba Rahamandi el sirio, suave, cortés y siempre sorprendente.

La cena estaba dispuesta en un mirador que dominaba un jardín clásico, donde antaño se elevaba un templo órfico, y desde el cual se contemplaban tierras labrantías y el lejano resplandor de Roma. El aire estaba templado, la noche se iluminaba con mil estrellas, y los solícitos servidores de Rinaldi habían logrado que todos esos hombres se sintiesen a sus anchas en su mutua compañía.

Campeggio, el seglar, fumaba un cigarro y hablaba libremente, príncipe entre príncipes.

—Ante todo, parece que debemos presentar al Pontífice desde el punto de vista más aceptable. Lo he pensado largamente, y ustedes, seguramente han leído ya en la Prensa lo que hemos hecho. Hasta ahora el tema central ha sido «cautivo por la Fe». La reacción ha sido satisfactoria; se ha producido una ola de simpatía, una expresión de vivoafecto y de lealtad. Esto es sólo el comienzo, por supuesto, y no resuelve todos nuestros problemas. Nuestra idea siguiente era presentar al «Papa del pueblo». En esto probablemente necesitaremos ayuda, especialmente desde el punto de vista italiano. Afortunadamente, el Pontífice habla bien el italiano, y por tanto puede expresarse por sí mismo en las funciones públicas, y en sus contactos con el populacho… En esto necesitamos dirección y ayuda de los miembros de la Curia…

Campeggio era un hombre hábil, y se interrumpió en este punto, dejando la proposición en manos de los clérigos.

Fue Leone quien se hizo cargo de ella, con su habitual preocupación obstinada, mientras mondaba una manzana y la cortaba con un cuchillo de plata.

—Las cosas no son tan simples como parecen —dijo—. Es verdad que tenemos que presentarlo, pero también tenemos que editarlo y comentarlo. Ustedes saben ya lo que sucedió hoy en el Consistorio. —Señaló con la hoja del cuchillo a Rinaldi y a Rahamani—. Si se publica en forma descarnada y sin explicaciones lo que dijo el Pontífice, los que leyesen sus palabras podrían creer que el nuevo Papa está dispuesto a arrojar por la ventana dos mil años de tradiciones. Yo comprendí su posición, todos la comprendimos, pero también comprendí que había aspectos en las cuales debíamos protegerlo.

—¿Y cuáles son? —Semmering, el jesuita magro y rubio, se inclinó hacia delante en su asiento.

—El Pontífice nos mostró su propio talón de Aquiles —dijo Leone firmemente—. Dijo que era un hombre que había quedado fuera del tiempo. Creo que deberemos recordarle continuamente cómo son nuestros tiempos y con qué instrumentos de trabajo contamos.

—¿Usted cree que el Papa no lo percibe? —preguntó otra vez el jesuita.

Leone frunció el ceño.

—No puedo decirlo con certeza. Aún no he comenzado a comprender lo que tiene en la mente. Sólo sé que está pidiendo algo nuevo sin haber tenido tiempo para examinar lo que en la Iglesia es viejo y permanente.

Si no recuerdo mal dijo el sirio mansamente—, nos pidió que le buscásemos hombres. Eso no es nuevo. Los hombres constituyen el fundamento de todo trabajo apostólico. ¿Cómo lo expresó? «Hombres con fuego en el corazón y alas en los pies.»

—Tenemos cuarenta mil hombres —dijo secamente el jesuita—, y todos están atados al Papa por solemnes votos de obediencia. Todos esperamos sus órdenes.

—No todos —dijo Rinaidi sin rencor—. Y deberíamos tener la honradez de confesarlo. Nosotros estamos habituados al cuartel general de la Iglesia, en el cual el nuevo Pontífice se mueve aún desmañadamente, con extrañeza. Aceptamos su inercia y sus ambiciones, y su burocracia, porque nos hemos criado en él, y hemos contribuido en parte a construirlo. ¿Saben ustedes lo que me dijo ayer el Pontífice? —Se detuvo como un actor, esperando que la atención de todos se concentrara en lo que iba a decir—. Me dijo: «Celebré la misa una vez en diecisiete años. Viví donde cientos de miles de seres morirán sin haber visto un sacerdote o escuchado la voz de Dios, y, sin embargo, aquí veo a cientos de sacerdotes timbrando documentos y marcando sus tarjetas en el reloj—control, como vulgares empleados…» Comprendo su punto de vista.

¿Qué desea que hagamos? —preguntó Benedetti ácidamente—. ¿Qué organicemos el Vaticano sobre la base de máquinas IBM y que enviemos a todos los sacerdotes a la labor misionera? No puede ser tan ingenuo.

—No me parece que sea ingenuo —dijo Leone—. Al contrario. Pero creo que tal vez desestima con excesiva presteza lo que Roma significa para la Iglesia en cuanto a orden, disciplina y administración de la Fe.

Por primera vez terció en el debate Goldoni, el canoso y robusto secretario de Estado. Su dura voz romana restalló como varilla al fuego mientras daba su propia versión del nuevo Pontífice.

—Ha acudido a mí varias veces. No me hace llamar, sino que entra calladamente e interroga a mi personal y a mí. Me parece que comprende a fondo la política, especialmente la política marxista, pero que no le interesan las personalidades ni los detalles. A menudo usa una palabra: presiones. Pregunta cuáles son las presiones en cada país, cómo actúan sobre el pueblo y sobre aquellos que lo gobiernan. Cuando le pedí que se explicase, me dijo que Dios había plantado la Fe en los hombres, pero que la Iglesia tenía que construirse sobre los recursos humanos y materiales de cada país, y que para sobrevivir tenía que contrarrestar las presiones que sufría la mayoría humana. Y también me dijo algo más: que hemos centralizado en exceso, y que hemos tardado demasiado en preparar a aquellos que pueden mantener la universalidad de la Iglesia en la autonomía de una cultura nacional. Habló de vacíos creados por Roma, vacíos en clases y países, y en cleros locales… No sé hasta qué punto puede estar bien inspirada su política, pero no se ciega ante los defectos de la existente.

—La escoba nueva —dijo Benedetti agriamente—. ¡Quiere barrer todas las habitaciones a la vez…! ¡Y también sabe interpretar un balance financiero! Se opone a que tengamos tanto en el Haber cuando existe tanta pobreza en Uruguay o entre los urdus. No sé si comprende que cuarenta años atrás el Vaticano estaba casi en bancarrota y que Gasparri tuvo que concertar empréstitos por diez mil libras esterlinas para financiar la elección papal. Por lo menos, ahora podernos pagar lo que necesitamos y movernos con cierta fuerza para el bien de la Iglesia.

—Cuando nos habló dijo Rahamani nuevamente—, no oí que mencionase el dinero. Me hizo recordar la misión de los primeros apóstoles, sin vales ni dinero para la ruta. Si comprendí bien, fue así como Cirilo llegó desde Siberia hasta Roma.

—Es posible —dijo Benedetti, malhumorado—. Pero, ¿ha examinado usted alguna vez las cuentas de viaje de un par de misioneros, o calculado el costo de la preparación de un profesor de seminario?

Bruscamente, Leone echó atrás su melena blanca y rió de manera que los pájaros nocturnos se agitaron en los cipreses y los ecos rodaron por los valles iluminados de estrellas.

—Ése es el problema. Lo elegimos en nombre de Dios, y ahora, de pronto, nos atemoriza. No ha formulado amenazas, no ha alterado nombramientos, nos ha pedido sólo lo que podamos ofrecer. Y, sin embargo, aquí estamos, midiéndole como conspiradores y disponiéndonos a combatirlo. ¿Qué nos ha hecho?

—Tal vez nos ha comprendido mejor de lo que desearíamos —dijo Semmering, el jesuita.

—Tal vez —dijo Valerio Rinaldi—, tal vez confía en nosotros más de lo que merecemos…

FRAGMENTO DE LAS MEMORIAS SECRETAS DE CIRILO I PONT. MAX.

…Es tarde, y la luna trepa en las alturas. La Plaza de San Pedro está vacía, pero el rumor de la ciudad aún llega hasta mi en la brisa nocturna… Pasos huecos sobre las piedras, chirridos de neumáticos, el balido de una bocina, fragmentos de una canción lejana y el lento clop clop de algún caballo cansado. Esta noche estoy desvelado, y siento más que nunca mi soledad. Quiero salir por la Puerta Angélica y encontrar a mi pueblo mientras pasea o se sienta en los callejones del Trastévere, o se apiña en cuartos estrechos con sus temores y sus afectos. Necesito de él mucho más que él de mí.

Algún día, muy pronto, tendré que hacerlo. Tendré que zafarme de los lazos del protocolo y la precaución, y enfrentarme con mi ciudad para poder verla yo y para que ella me vea, tal como realmente somos…

Recuerdo los cuentos de mi niñez: cómo el califa Harún se disfrazaba y salía cada noche para penetrar los corazones de sus súbditos. Recuerdo que Jesús se sentaba con recaudadores de impuestos y mujeres públicas, y no comprendo por qué sus sucesores estuvieron tan dispuestos a aceptar el castigo de los príncipes: el de gobernar desde una habitación secreta y exhibirse como un semidiós sólo con ocasión de festividades públicas…

El día ha sido muy largo, pero he aprendido algo acerca de mí mismo, y también de otros. Creo que cometí un error en el Consistorio. Cuando los hombres son viejos y poderosos, es preciso atraerlos por la razón y el cálculo, porque la savia del corazón se consume con la edad…

Cuando se está en el poder, no es conveniente mostrarse públicamente humilde, porque el que gobierna debe inspirar confianza por su energía y despliegue de resolución. Hay que mostrar el corazón en privado, para que el hombre que lo vea sienta que ha recibido una confidencia…

Escribo como un cínico, y me avergüenzo. ¿Por qué? Tal vez porque me vi confrontado con hombres fuertes, decididos a doblegarme a sus opiniones…

Leone fue quien me irritó más. Esperaba hallar en él a un aliado, pero encontré un crítico. Me tienta la idea de designarlo para otro cargo y alejarlo de la posición de influencia que ahora ocupa. Pero siento que sería un error, y el comienzo de errores mayores. Si me rodeo de hombres débiles y condescendientes, privaré a la Iglesia de nobles servidores… y, finalmente, no tendré consejeros. Leone es un hombre formidable, y creo que a menudo sustentaremos opiniones contrarias. Pero no hay en él nada de intrigante. Me gustaría tenerlo por amigo, porque soy un hombre que necesita amistad, pero no creo que Leone pueda entregarse así…

Me gustaría mantener a Rinaldi a mi lado, pero creo que debo acceder a su petición de retiro. No creo que sea un hombre profundo, aunque sí es sutil y muy capaz. Me parece que se ha encarado a Dios sólo al final de su vida y que necesita libertad para ordenar las cuentas de su alma. Fundamentalmente, ésa es la razón por la cual estoy aquí: mostrar a los hombres la escalera que los lleve a la unión con Dios. Si alguien tropieza por mi causa, seré yo quien responda de su caída…

La carta de Kamenev está abierta ante mí, y junto a ella yace su regalo para mi coronación: unos pocos granos de tierra rusa y un paquetito de semillas de girasol.

No sé si las semillas crecerán en Roma —me escribe—, pero si usted mezcla con ellas un poco de tierra rusa, tal vez florezcan el próximo verano. Recuerdo que, durante su interrogatorio, le pregunté qué añoraba más, y usted sonrió y me dijo que los girasoles de Ucrania. Le odié en aquel momento porque también yo los añoraba, y ambos éramos exiliados en las tierras congeladas. Ahora usted sigue siendo un exiliado, y yo soy el primer hombre de Rusia.

¿Nos añora usted? A veces me lo pregunto. Me gustaría creerlo, porque yo lamento su ausencia. Usted y yo podríamos haber hecho grandes cosas juntos; pero usted estaba uncido a ese alocado sueño del más allá, mientras yo creía, y creo aún, que lo mejor que puede hacer el hombre es convertir la tierra estéril en fructífera, y a los hombres ignorantes, en sabios, y ver que los hijos de padres débiles crecen altos y erguidos entre los girasoles.

Sería cortés, supongo, felicitar a usted por su elección. Reciba, pues, mis felicitaciones, valgan lo que valieren. Siento curiosidad por saber lo que ese destino puede hacerle. Lo dejé partir porque no pude cambiarlo ni pude decidirme a degradarlo más. Me avergonzaría verlo ahora corrompido por la eminencia.

Tal vez usted y yo nos necesitemos mutuamente. Usted no ha visto sino una mínima parte de ella, pero afirmo sinceramente que hemos traído a este país una prosperidad que no había conocido en sus siglos de existencia. Y, sin embargo, estamos rodeados de espadas. Los norteamericanos nos temen; los chinos nos miran con resentimiento y quieren hacernos retroceder cincuenta años en nuestra historia. Dentro de nuestras fronteras tenemos fanáticos que no se satisfacen con pan, paz y trabajo para todos, sino que quieren convertimos otra vez en místicos barbudos salidos de las páginas de Dostoievski.

Para usted, tal vez sea yo el Anticristo. Lo que yo creo, lo rechaza usted categóricamente. Pero, por el momento, yo soy Rusia y el guardián de su 'pueblo. Sé que en sus manos hay armas cuya fuerza reconozco, aunque no puedo admitirlo públicamente. Sólo puedo esperar que no las vuelva usted contra su tierra natal ni las comprometa con una alianza en el Este o en el Occidente.

Cuando las semillas comiencen a germinar, recuerde a nuestra Madre Rusia y recuerde que me debe una vida. Cuando llegue el momento de exigir el pago, le enviaré un hombre que hablará de girasoles. Crea lo que le diga, pero no trate con otros, ahora o despues. El Espiritu Santo no me protege, como a usted, y debo ser prudente con mis amigos. Desearía poder decir que usted lo es. Saludos. Kamenev.

…He leído la carta una docena de veces, y no sé decidir si me lleva al umbral de la revelación o al borde del precipicio. Conozco a Kamenev tan íntimamente como él me conoce a mí, pero no he penetrado la esencia de su alma. Conozco la ambición que lo impulsa, su deseo fanático de extraer lo bueno de la vida para pagar el envilecimiento al cual se sometió y sometió a otros durante tantos años…

He visto a veces cómo los campesinos recogen un puñado de tierra de alguna nueva labranza y lo saborean para saber si es dulce o amarga. Puedo imaginar a Kamenev haciendo lo mismo con la tierra de Rusia.

Sé en qué forma los fantasmas de la Historia amenazan a Kamenev y a su pueblo, porque comprendo en qué forma me amenaza también a mí. No veo en Kamenev al Anticristo, ni siquiera a un archihereje. Ha comprendido y aceptado el dogma marxista como el instrumento más rápido y aguzado que se conoce para hacer estallar una revolución social. Creo que lo abandonaría en cuanto viere que no cumplía este propósito. Me parece, aunque no puedo decirlo con certeza, que Kamenev está solicitando mi ayuda para conservar lo que ya ha logrado en favor de su pueblo, y para permitirle progresar pacíficamente hacia otras mutaciones.

Creo que al haberse elevado tan alto, Kamenev ha comenzado a respirar un aire más libre y a desear la misma suerte para el pueblo al cual ha aprendido a amar. Si esto es así, entonces debo ayudarlo…

Y, sin embargo, hay hechos que lo contradicen en todo momento. En todas las fronteras se producen invasiones y correrías bajo la bandera de la hoz y la estrella. Todavía hay hombres que sufren hambre y torturas, y a los cuales se mantiene alejados del libre comercio de las ideas y de los canales de la gracia.

La gran herejía del paraíso terrenal se extiende aún por el mundo como un cáncer, y Kamenev luce todavía su manto de sumo sacerdote. Y esto es lo que he jurado combatir, lo que he resistido ya con mi sangre…

Y, sin embargo, no puedo desestimar la extraña obra de Dios en las almas de los hombres más improbables, y creo discernir esta obra en el alma de Kamenev… Veo, aunque muy tenuemente, que nuestros destinos pueden estar ligados en el designio divino… Lo que no puedo ver es cómo debo conducirme en la situación que existe entre nosotros…

Kamenev solicita mi amistad, y yo le daría gustoso mi corazón. Creo que pide una especie de tregua, pero no puedo concertar una tregua con el error, aun atribuyendo los más nobles móviles a aquellos que lo propagan. Sin embargo, no me atrevo a arriesgar a la Iglesia y a los fieles por una ilusión, porque sé que Kamenev podría traicionarme, y que yo podría traicionarme a mí mismo y a la Iglesia.

¿Qué debo hacer?

Tal vez la respuesta esté en el girasol: la semilla debe morir antes que aparezcan los retoños; la flor debe crecer mientras los hombres pasan por su lado, sin advertir el milagro que se desarrolla ante ellos.

Tal vez es esto lo que llaman «confiar en la misericordia de Dios». Pero no podemos limitarnos a esperar, porque la naturaleza con la cual nos ha dotado Él nos impulsa a la acción. Debemos orar también, en la oscuridad y en la aridez, bajo un cielo ciego…

Mañana ofreceré la misa por Kamenev, y esta noche deberé orar pidiendo luz para Cirilo el Pontífice, cuyo corazón está inquieto y su alma vagabunda tiene sed de su tierra natal…

Other books

Seaview Inn by Sherryl Woods
Hard Country by Michael McGarrity
Captive Heroes by Springer, Jan
Speaking for Myself by Cherie Blair
Furnace by Wayne Price
Bring on the Rain by Eve Asbury