Las trece rosas (22 page)

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Authors: Jesús Ferrero

Tags: #Histórico

BOOK: Las trece rosas
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El invierno se había adelantado y, como pudo comprobar el día mismo de su ingreso; la nieve temprana había empezado a caer copiosamente sobre las zarzas y las fosas, sobre los muros y los patios, sobre los vivos y los muertos.

Seguía nevando todos los días cuando, una mañana de noviembre, la madre de Ana se levantó con la obsesión de dar un paseo hasta la fuente.

Sólo pedía una hora, una sola hora de vida. Una sola hora para ella, una sola hora suya, únicamente suya, absolutamente suya. Una sola hora…

Antes del desayuno, logró deslizarse hasta la puerta de salida y se dirigió hacia la fuente del Berro.

De pronto, creyó que se hallaba en su pueblo y en pleno invierno. Pasó ante las cascadas heladas, rodeó una rotonda de avellanos cubiertos por la nieve, y más tarde se vio en medio de una hondonada blanca.

El frío la había despojado de todo dolor, de toda preocupación. Podía finalmente pensar en sí misma: ver por sus propios ojos, podía finalmente respirar el aire de olor a nieve sin pensar en nada más.

Detenida en la hondonada, permaneció un buen rato escuchando el silencio lleno de chasquidos. Miró al cielo: un inmenso remolino de copos surgía de un fondo blanco. Ya no había tiempo, ya no había espacio. Su cuerpo era un punto sin dimensión en el que no cabía el dolor, o en el que sólo cabía un dolor blanco.

Fue entonces cuando los loqueros la descubrieron y la llevaron a rastras hasta el manicomio, donde la estuvo examinando el médico.

—Es asombroso —dijo el facultativo, un hombre joven de gruesos anteojos—. No se observa en ella la más mínima alteración, y ha mantenido intacto el calor del cuerpo. Da la impresión de que estuviera más allá del frío y del calor.

El médico la dejó en paz, y ella volvió a salir a la terraza.

Suso, Tino y el perro han acudido muy de mañana a la puerta de la cárcel y ahora se encuentran sentados en un pretil a medio camino entre el manicomio y la prisión, observando a la mujer de la terraza.

—Oye, Suso, ¿tú qué crees que es la locura? —dice Tino, tras encender un cigarrillo.

—Quizá es un dejarse llevar.

—¿En qué sentido?

—Te dejas llevar por todo lo que circula por la cabeza. Supongo que, más que andar, vuelas.

—¿Hacia dónde?

Ahí está el problema. Recuerdo cómo caminaba Damián antes de que lo internaran: parecía un bólido. ¿Adónde iba? ¿Adónde se van los locos?

—Es difícil saberlo —comenta Tino.

—Quizá se van más lejos que los muertos.

—¿Sabes lo que estás diciendo?

Suso niega con la cabeza.

Benjamín

Avelina y sus amigas llevan ausentes seis años. Benjamín sigue en el pueblo y desde una de las peñas contempla los pinos que crecen al borde de la barranca y la casa del inglés, cuyo jardín vuelve a parecer un vergel de olor a flores recientes.

El arroyo viene este año más trotador, y parece traer con él la sonrisa de la nieve.

Benjamín se coloca al otro lado de la peña y dirige su mirada al jardín de piedras que solía frecuentar con Avelina.

El jardín está desierto y las rocas han perdido los nombres que ellos les dieron. Son piedras sin nombre a las que ha ido despojando de sentido por medio de conjuros poéticos, y ahora sólo recuerda la Roca Que Calla, en la que está sentado. A su alrededor las piedras vuelven a ser lo que eran, abstracciones entre la hierba, como las tumbas sin nombre.

Benjamín se ha enterado de que Avelina reposa en la fosa común, al menos hasta nueva orden, y le parece una ironía. Ella hubiera deseado menos anonimato, al igual que sus compañeras de aquella mañana.

Benjamín vuelve a mirar hacia el jardín de piedras y la vía. Hace tiempo que no pasan trenes llenos de soldados, pero el río continúa con sus estrofas raudas y el gavilán no ha dejado de señorear en el páramo.

El invierno ha quedado atrás y de noche todo se impregna de una tranquilidad herida que va derivando hacia el negro y el valle de piedras semeja un jardín extinguido.

El inglés ha regresado a la casa de la colina con una belleza rubia que antes no le acompañaba, y parece agradecido del silencio tan definitivo que lo envuelve todo, y que sólo rompe el canto de los pájaros o la música que surge de su casa.

Benjamín se gira: en la hora añil dos sombras están bailando en el páramo. No son Avelina y él, son el inglés y la mujer, que se mueven al compás de un tango.

Desde la terraza, llegan aires de Gardel. Benjamín los escucha, oculto tras una de las piedras, mientras contempla el río. Luego se va acercando al bosque, envidiando la felicidad del inglés y recordando su última noche con Avelina.

Desde hace algún tiempo escribe versos, y no sólo porque piense que cuando todo está perdido sólo nos queda la poesía, también lo hace porque siente que la poesía condensa más silencio y atiende más a los balbuceos del alma. (En la casa del inglés ha cesado la música. La luna ilumina la isla del río en la que desaparece el búho. Silencio profundo en el jardín de piedras). Benjamín se detiene junto al río, eleva la mirada, se fija en la luna llena y piensa que desde hace tiempo la gente vive en una noche que no cesa y en la que hay dos lunas. Una la que se ve en el cielo y otra la interior, que es siempre una luna melancólica. Luego recuerda el viaje que hizo a Madrid, cuatro años atrás. En Europa era la guerra total y en Madrid continuaba la guerra en las sombras. La noche era un bosque de amenazas en todo lugar y le daba miedo cruzar cualquier calle. Y una madrugada, hallándose en Cuatro Caminos, creyó que lo poseía el espíritu sin nombre y empezó a oír el gemido de un saxofón que no parecía proceder de ninguna parte. Sentía la ciudad llena de Avelina, de su misma ausencia, y avanzaba como un sonámbulo por la glorieta. En la hora añil las olas de niebla se rasgaban. Los dos juntas se hundían detrás de la glorieta. Las sombras se extendían en Madrid.

Extraña era aquella noche en que aparecían caras perdida y extraños cuerpos segaban la bruma. Pero esa extrañeza que tanto modificaba su mirada ¿no sería ya uno de los efectos de la extraña flor de la locura?, se preguntó cuando se dirigía a la estación.

Cerca del canal, una luz le cegó al intentar cruzar la calle. Durante un instante, no supo si retroceder o avanzar, y miró hacia atrás antes de arrojarse a la cuneta y rodar por los suelos mientras oía el chirriar de unos neumáticos en el adoquín helado.

Cuando se incorporó y miró hacia el automóvil, vio que se trataba de un furgón policial. El conductor, que llevaba uniforme de la Guardia Civil, saltó del vehículo y gritó: —¿De dónde ha salido usted?

—Verá, yo…

Se miraron con extrañeza. Fue como si de pronto ninguno de los dos supiera qué había pasado. Iban los dos sumidos en sus pensamientos y, de pronto, pudieron haber chocado como aerolitos, pero sólo Benjamín se hubiese partido en pedazos.

No podía culpar a nadie, en todo caso a sí mismo. ¿Por qué, al percibir la luz, se había paralizado? ¿Qué había ocurrido, de pronto, con su conciencia?, pensó.

El conductor volvió al vehículo y antes de arrancar de nuevo murmuró:

—Váyase a la cama y deje de mirarme como un imbécil. No estoy para bromas.

Todavía sumido en el estupor, Benjamín vio desaparecer el furgón tras la arboleda.

Llegó a la estación a la hora justa y no mucho después su tren discurría por una zona boscosa, dejando tras él una humareda negra. Benjamín olfateaba su abrigo y pensaba que su chaqueta olía a fiebre y que el aire olía a fiebre y que la vida olía a fiebre. En la noche escalofriante, volvía a escuchar un saxofón agudo y extenuante. El cielo estaba clareando mucho antes de la aurora, como si lo iluminase el negro sol de los melancólicos, y en ese cielo de pizarra en polvo se elevaban turbas de aves nocturnas mientras el tren avanzaba a toda velocidad. Entonces recordó un verso de Jorge Manrique: «ya no sé qué fue de mí», y pensó que eso sólo lo podía escribir alguien que se había ido muy lejos de sí mismo. La cara de Avelina volvió a ocupar su cabeza y pensó que ella y sus amigas se habían convertido en sus flores del mal, más narcóticas que el opio y de un poder de evocación más poderoso.

En tren seguía a la misma velocidad y la máquina vomitaba unas chispas tan grandes que, de haber sido verano, hubiese dejado tras ella una cadena de incendios. Benjamín empezó a creer que iba en el tren de ninguna parte y le entró un nuevo ataque de pánico.

Más allá de los árboles que rodeaban la vía, se extendían las praderas moteadas por las rocas sobre las que continuaba cayendo la nieve. La noche se advertía como puro silencio, ferozmente aniquilado por el rugido de la locomotora.

En una estación del metro

En el año 1949, cuando las trece ya llevaban una década bajo tierra, las familias fueron invitadas a hacerse cargo de los cadáveres para que reposasen en tumbas con nombre. Algunas lo consiguieron. Ana, por ejemplo, y Dionisia, que fue reconocida por sus familiares gracias a las mariposas de sus zapatillas. También Avelina tuvo el privilegio de descansar junto a sus muertos. Benjamín asistió a la exhumación de su cadáver y fue entonces cuando constató que la belleza de las personas residía en sus huesos y besó ardientemente su hermosa calavera, ante el asombro de los que junto a él presenciaban la ceremonia. Ese mismo día decidió quedarse en Madrid, donde pudo explorar desde más cerca la vida y los hechos de las trece rosas, como ya las llamaban los presos y los exiliados.

En el otoño de 1975, veinticinco años después de aquel momento que tan honda huella había dejado en él, Benjamín continuaba en Madrid. Tenía cincuenta y cinco años, llevaba más de veinte ejerciendo de profesor de enseñanza media y no se había casado.

En los ratos libres, seguía escribiendo poemas, y se había ganado un vago prestigio de poeta esencialista, que abogaba por una especie de lucidez sin lindes, deslizándose entre la niebla, y le gustaba hacerse eco de un pensamiento del Mary W. Shelley según el cual la invención, había que admitirlo humildemente, «no consistía en crear del vacío, sino del caos».

Franco acababa de morir tras veinte días de operaciones, cortes y empalmes en los que había tenido tiempo de desear al absoluta urgencia la muerte, cuando Benjamín estuvo paseando por la glorieta de Cuatro Caminos, donde creyó percibir una cierta imagen del esplendor. Junto a las cabinas de teléfonos había muchas chicas y más de la mitad eran de la edad de la Mulata y sus amigas cuando fueron ejecutadas.

Entró en una taberna, pidió un café y, mientras lo bebía, se fijó en tres chicas que cruzaban la calle, destacándose de la multitud por su viveza y su sonrisa. Parecían Joaquina y sus hermanas el día en que las detuvieron.

Se dio la vuelta y descubrió a una mujer que le recordaba a Carmen, y que acababa de salir de una farmacia. Le conmovió la suavidad de sus rasgos y su sosegada forma de mirar.

Ya no sabía cómo poner tasa a su desvarío y empezó a creer que el calidoscopio del pasado estaba alterando demasiado su presente, conduciéndole a lugares en los que podía extraviarse como en un laberinto de imágenes rotas, y donde parecía repetirse aquella noche en Madrid, cuando se creyó poseído por el espíritu sin nombre.

Entonces imaginó que todas aquellas chicas que le rodeaban desaparecían como barridas por una radiación y se subió a un autobús que lo dejó en el barrio de Blanca y Julia, muy cerca de la calle San Andrés. Se hallaba frente al inmueble en el que había vivido Blanca cuando vio a una muchacha de cara tan lunar como la de Julia que le sonreía antes de desaparecer entre la gente. Fue entonces cuando empezó a escuchar un piano y elevó la mirada.

Por lo que pudo comprobar, el piano se hallaba muy próximo a una ventana tras la que podía ver a la mujer que lo estaba tocando. Una silueta vaga tras las cortinas, tocando la KV 331 de Mozart.

Transportado por la música, cerró los ojos. Después de aquella agitada danza de miradas perdidas, ya no le costaba suspender el juicio y creer que Blanca seguía tocando el piano en la calle San Andrés. El aire tenía el espesor de la dicha y la ligereza del deseo y, entre nota y nota, era fácil volver atrás y pensar que estaba a punto de empezar el ayer. Y fácil regresar a aquel sábado de julio, cuando el ruido y la furia aún no habían sustituido a la brisa, y fácil escuchar las risas de las muchachas, surgiendo como racimos por todas partes y haciendo más electrizante el atardecer.

Eran más de las seis cuando recordó que había quedado con una amiga para ir al teatro y se perdió en la boca del metro mientras pensaba en la naturaleza de los fantasmas, que eran siempre fantasmas del deseo.

Grupos de chicas se arremolinaban de nuevo en las cabinas de teléfonos y se notaba que había llegado el momento de las citas, los encuentros y los desencuentros, por eso el aire estaba poseído por una tranquila y susurrante vibración.

Una vez más, la vida se obstinaba en ser vivida. Las ventanas se iluminaban, las calles se llenaban de voces, de ecos, de pasos, y la gente hablaba y bebía en el excitante anochecer, hypocrite lecteur, mon semblable, mon frère.

Agradecimientos

En esta novela el narrador se hace eco de las siguientes voces (por orden de aparición):

Ezra Pound, Calderón de la Barca, Shakespeare, Antiguo Testamento, Gustavo Adolfo Bécquer, T. S. Eliot, Miguel Hernández, García Blanco-Cicerón, Nuevo Testamento, MiJaíl W Lérmontov, Raoul Walsh, César Vallejo, Rubén Darío, Carolina Coronado, Jean-Paul Sartre, D. W Griffith, Gonfried Benn, Friedrich Nietzsche, Mozart, Eric Burdon, Francisco de Quevedo, Florián Rey, López Maldonado, Beethoven, Nieves Torres, Dante, Mirta Núñez Díaz-Balart, Antonio Rojas Fried, Ángeles Barroso, Sófocles, Tomasa Cuevas, María del Carmen Cuesta, Carmen Machado, Antonio Machado, Fedor Dostolevski, Miguel de Cervantes, Eurípides, San Juan de la Cruz, Yoka Daishi, Fernanda Romeu Alfaro, Arthur Rimbaud, Santa Teresa de Ávila, Hesiodo, James Joyce, Matsuo Basho, Luis de Góngora, Jorge Manrique, Antonio Gamoneda, Mary W Shelley, jesús Hilario Tundidor, Luis Cernuda, Gil de Biedma y Charles Baudelaire.

A todos ellos mi agradecimiento.

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