Detrás de las altas paredes perimetrales, más allá de los portones reforzados por barreras y flanqueados por garitas de vigilancia, se encuentra Altos de la Cascada. Afuera, la ruta, la barriada popular de Santa María de los Tigrecitos, la autopista, la ciudad, el resto del mundo.
En Altos de la Cascada viven familias que llevan un mismo estilo de vida y que quieren mantenerlo cueste lo que cueste. Allí, en el country, un grupo de amigos se reúne semanalmente lejos de las miradas de sus hijos, sus empleadas domésticas y sus esposas, quienes excluidas del encuentro varonil, se autodenominan, bromeando, «las viudas de los jueves».
Pero una noche la rutina se quiebra y ese hecho permite descubrir, en un país que se desmorona, el lado oscuro de una vida perfecta.
Claudia Piñeiro
Las viudas de los jueves
ePUB v1.0
Ariblack18.07.12
Título original:
Las viudas de los jueves
Claudia Piñeiro, 2005.
Editor original: Ariblack (v1.0)
ePub base v2.0
Abrí la heladera, y me quedé así, descansando con la mano apoyada en la manija, frente a esa luz fría que iluminaba los estantes, con la mente en blanco y la mirada inútil. Hasta que la alarma que indicaba que la puerta abierta dejaba escapar el frío empezó a sonar, y me recordó por qué estaba ahí, parada frente a la heladera. Busqué algo que comer. Junté en un plato algunas sobras del día anterior, las calenté en el microondas y las llevé a la mesa. No puse mantel apenas un individual de rafia de aquellos que había traído hacía un par de años de Brasil, de las últimas vacaciones que pasamos los tres juntos. En familia, Me senté frente a la ventana, no era mi lugar habitual en la mesa, pero me gustaba comer mirando el jardín cuando estaba sola. Ronie esa noche, la noche en cuestión, cenaba en la casa del Tano Scaglia. Como todos los jueves. Aunque ese jueves fuera distinto. Un jueves de septiembre de 2001. Veintisiete de septiembre de 2001. Ese jueves. Todavía seguíamos espantados por la caída de las Torres Gemelas, y abríamos las cartas con guantes de goma por temor a encontrarnos con un polvo blanco. Juani había salido. No le había preguntado con quién ni adonde. A Juani no le gustaba que le preguntara. Pero igual yo sabía. O me imaginaba, y entonces creía que sabía.
Casi no ensucié platos. Ya hacía unos años había aceptado que no podíamos pagar más personal doméstico de jornada completa, y sólo venía una mujer dos veces por semana a hacer el trabajo grueso. Desde entonces aprendí a ensuciar lo mínimo posible, aprendí a no arrugarme, a casi no desarmar la cama. No por la carga de la tarea en sí misma, sino porque lavar los platos, hacer las camas o planchar la ropa me recordaban lo que alguna vez había tenido, y ya no tenía más.
Pensé en salir a caminar, pero me detenía el temor de cruzarme con Juani y que él creyera que lo estaba espiando. Hacía calor, era una noche estrellada y luminosa. No tenía ganas de acostarme y empezar a dar vueltas en la cama, sin sueño, pensando en alguna operación inmobiliaria que no terminaba de poder concretar. Por aquel entonces parecía que todas las operaciones estaban destinadas a caerse antes de que yo pudiera cobrar una comisión. Veníamos de varios meses de crisis económica, algunos lo disimulaban mejor que otros, pero a todos de una manera u otra nos había cambiado la vida. O nos estaba por cambiar. Fui a mi cuarto a buscar un cigarrillo, iba a salir a pesar de Juani, y me gustaba caminar fumando. Cuando pasé frente al dormitorio de mi hijo pensé en entrar y buscar ahí un cigarrillo. Pero sabía que no habría encontrado lo que buscaba, que hubiera sido sólo una excusa para entrar y mirar, y ya había estado mirando esa mañana cuando había hecho su cama y ordenado su cuarto, y tampoco entonces había encontrado lo que buscaba. Seguí, en mi mesa de luz tenía un atado nuevo, lo abrí, saqué un cigarrillo, lo prendí y bajé la escalera dispuesta a salir. En ese momento entró Ronie, y mis planes cambiaron. Esa noche todo fue distinto de lo planeado. Ronie fue directo al bar. «Qué raro tan temprano…», le dije al pie de la escalera. «Sí», dijo él y subió con un vaso y la botella de whisky. Esperé un momento, parada ahí, y luego lo seguí. Pasé por nuestro dormitorio, pero no estaba. Tampoco en el baño. Había ido a la terraza y se había instalado ahí, en una reposera, dispuesto a beber. Me acerqué una silla, me senté junto a él, y esperé mirando en la misma dirección, callada. Quería que me contara algo. Nada importante, ni divertido, ni siquiera necesitaba que me dijera algo con sentido, sólo que me hablara, que hiciera la parte que le correspondía en esa charla mínima en la que se habían convertido nuestras conversaciones con el paso del tiempo. Un pacto tácito de frases hechas encadenadas, palabras que iban llenando el silencio, con el propósito de ni siquiera tener que hablar del silencio. Palabras huecas, caparazones de palabras. Cuando me quejaba, Ronie argumentaba que hablábamos poco porque pasábamos demasiado tiempo juntos, que no podía haber mucho que contar si no nos separábamos durante buena parte del día. Y eso era así desde que Ronie se había quedado sin trabajo seis años atrás, y no había vuelto a tener otra ocupación, a excepción de un par de proyectos que nunca terminaban de concretarse. A mí no me importaba tanto descubrir por qué la relación se había ido descascarando de palabras, sino por qué yo recién me di cuenta cuando el silencio se había instalado en la casa, como un pariente lejano al que no queda más remedio que hospedar y atender. Y por qué no me dolía. Tal vez porque el dolor fue ganando su lugar de a poco, en silencio. Igual que el silencio. «Me voy a buscar un vaso», dije. «Trae hielo, Virginia», me gritó Ronie cuando ya había salido.
Fui a la cocina y mientras cargaba la hiciera, especulé con distintas alternativas acerca del regreso temprano de Ronie. Me incliné por la alternativa de que habría discutido con alguien. Con el Tano Scaglia, o con Gustavo seguramente. Con Martín Urovich no, Martín hacía rato que había dejado de pelear con nadie, ni siquiera con él mismo. Cuando volví a la terraza se lo pregunté directamente, no quería enterarme al día siguiente en un partido de tenis, y por la mujer de otro. Desde que se había quedado sin trabajo, Ronie guardaba cierto resentimiento que afloraba en el momento menos oportuno. Ese mecanismo de adaptación social que hace que no digamos lo que no tenemos que decir, en mi marido hacía rato que fallaba. «No, no me peleé con nadie.» «¿Y por qué volviste tan temprano? Nunca venís un jueves antes de las tres de la mañana.» «Hoy sí», dijo. Y ya no dijo otra cosa ni dejó lugar para que yo dijera. Se levantó y acomodó la reposera más cerca de la baranda, casi dándome la espalda. No fue un desaire sino la actitud de un espectador que está buscando el mejor lugar desde donde ver un escenario. Nuestra casa está ubicada en diagonal a la de los Scaglia, enfrentada, con dos o tres casas de por medio, pero como la nuestra es más alta, y a pesar de los álamos de los Iturria que entorpecían la visión, desde esa ubicación se podían ver los techos, el parque y la pileta casi en su totalidad. Ronie miraba hacia la pileta. Las luces estaban apagadas y no se veía gran cosa. Sí las formas, el contorno; se podía adivinar el agua moviéndose y dibujando distintas sombras sobre los azulejos turquesa.
Me paré y me apoyé detrás de la reposera de Ronie. El silencio de la noche era confirmado por el ruido de los álamos de los Iturria, que se movían cada tanto con el viento caliente y sonaban como si estuviera lloviendo en medio de esa noche estrellada. Dudé de si quedarme o irme porque, más allá de su actitud ausente, Ronie no había insinuado que me fuera, y eso para mí ya era mucho. Lo observaba desde atrás, por sobre el respaldo de madera. Se movía cada tanto en la reposera sin encontrar la posición adecuada, estaba nervioso. Más tarde supe que no eran nervios sino miedo, pero entonces no lo sabía. Y era difícil sospecharlo, Ronie nunca le había tenido miedo a nada. Ni siquiera a lo que yo le tenía miedo, al miedo que había aparecido hacía unos meses y que no me dejaba ni de día ni de noche. Ese que hacía que parada frente a la heladera me olvidara de lo que estaba haciendo. El miedo que me acompañaba siempre aunque fingiera, aunque me riera, aunque hablara de lo que fuera, aunque jugara al tenis o estuviera firmando una escritura. El que esa noche, y a pesar de la distancia que había impuesto Ronie, me hizo decir con fingida naturalidad: «Juani salió». «¿Con quién?», quiso saber. «No le pregunté.» «¿A qué hora vuelve?» «No sé. Se fue en los
rollers
.» Otra vez el silencio, y luego dije: «Había un mensaje de Romina en el contestador, decía que lo esperaba para salir de ronda. ¿Ronda será alguna palabra clave de ellos?». «Ronda es ronda, Virginia.» «¿No me preocupo entonces?» «No.» «Estará con ella.» «Estará con ella.» Y otra vez los dos quedamos en silencio.
Después hubo más palabras, creo, pero que no recuerdo. Fórmulas repetidas del pacto tácito. Ronie se sirvió otro whisky, le acerqué el hielo. El agarró un puñado de cubitos y algunos se cayeron al piso y resbalaron hasta la baranda. Los siguió con la mirada, parecía como si por un instante se hubiera olvidado de la casa de enfrente. Él miraba los hielos, y yo lo miraba a él. Y tal vez hubiéramos seguido así, encadenando miradas, pero en ese mismo momento se encendieron las luces en la pileta de los Scaglia y se oyeron voces en medio de la lluvia de álamos. La risa del Tano. Música; sonaba algo así como un jazz contemporáneo y triste. «¿Diana Krall?», pregunté, pero Ronie no contestó. Se puso tenso otra vez, se paró, pateó los hielos, se volvió a sentar, se llevó los puños cerrados a la boca, apretó los dientes. Supe que me ocultaba algo, lo que apretaba en esa boca para que no saliera. Algo que tenía que ver con lo que no podía dejar de mirar. Una discusión, celos, algún desprecio que no pudo tolerar. Una humillación disfrazada de chiste; la especialidad del Tano, pensé. Ronie se paró otra vez y fue a la baranda para ver mejor. Vació su whisky. Parado entre los álamos, miraba y no dejaba que yo pudiera ver. Pero oí un chapuzón, e imaginé que alguien se había zambullido en la pileta de los Scaglia. «¿Quién se tiró?», pregunté. No hubo respuesta. Y no me importaba quién se hubiera tirado sino el silencio, una pared contra la que chocaba cada vez que quería acercarme. Harta de esfuerzos inútiles, bajé. No estaba enojada, pero era evidente que Ronie no estaba ahí conmigo sino allá, calle por medio, zambulléndose en la pileta de los Scaglia con sus amigos. Apenas empecé a bajar la escalera, el jazz que llegaba desde la casa del Tano dejó de sonar partiendo al medio un compás, dejándolo quebrado.
Bajé a la cocina y enjuagué el vaso con más detenimiento del necesario, otra vez mi cabeza se llenaba de pensamientos que parecían no caber en ella. Pensaba en Juani, no en Ronie. Aunque trataba de no hacerlo y buscaba artilugios. Como esa gente que cuenta ovejas para dormirse, traía a mi mente las operaciones inmobiliarias pendientes, a quién le mostraría la casa de los Gómez Pardo, cómo lograría que le financiaran la compra a los Canetti, el depósito que me había olvidado de cobrarle a los Abrevaya. Y otra vez aparecía Juani, no Ronie. Juani más nítido, más intenso. Sequé el vaso y lo guardé, pero lo volví a sacar para cargarlo con agua, iba a necesitar tomar algo para dormir esa noche. Algo que me desplomara sobre la cama. En mi botiquín debía haber una pastilla que sirviera. Por suerte no llegué a tomar nada porque fue entonces cuando sentí los pasos apurados en la escalera, y luego el grito y el golpe, seco, duro, contra la madera. Salí corriendo y me encontré con mi marido caído, con un hueso de la pierna saliendo a través de la carne, envuelto en sangre. Me mareé, sentí que todo daba vueltas a mi alrededor, pero tenía que recuperar el control porque estaba sola, y tenía que atenderlo, y agradecí no haber tomado nada, porque también tenía que hacerle un torniquete, y no sabía cómo se hace un torniquete, atarle un trapo aunque sea, una servilleta limpia, parar la sangre, y llamar a una ambulancia; no, ambulancia no porque tarda mucho, mejor directo al sanatorio, y dejarle una nota a Juani. «Nos fuimos con papá a hacer algo pero enseguida volvemos, cualquier cosa llámame al celular. Está todo bien. Espero que vos también. Un beso. Mamá.»