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Authors: Jim Butcher

Tags: #Fantasía

Latidos mortales (22 page)

BOOK: Latidos mortales
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Me di prisa en llegar a la sala de análisis de Butters y llamé. Butters abrió la puerta y me dejó pasar.

—Rápido —le dije mirando hacia el vestíbulo—. Tenemos que irnos.

Butters tragó saliva.

—¿Qué pasa?

—Han llegado unos malos.

—¿Grevane?

—No. Unos malos nuevos —le dije.

—¿Más? —preguntó Butters—. No es justo.

—Lo sé. Esto ya parece la gran asamblea de Satanás —sacudí la cabeza—. ¿Hay puerta de atrás?

—Sí.

—Bien. Coge tus cosas y vámonos.

Butters gesticuló en la mesa de análisis.

—Pero ¿y qué pasa con Eduardo? Me mordí el labio.

—¿Has averiguado algo?

—No mucho —dijo—. Lo atropelló un coche, sufrió un traumatismo severo y murió.

Fruncí el ceño y me acerqué al cadáver.

—Tiene que haber algo más. Butters se encogió de hombros.

—Si lo hay, no lo veo.

Fruncí el ceño mientras miraba aquel muerto. Era un espécimen terriblemente delgado. Le habían abierto el abdomen con una incisión en forma de i griega. Había mucha sangre y carne grisácea de lo más desagradable. Protuberancias de un hueso roto y dentado sobresalían por la piel de una pierna. Tenía una mano hecha papilla. Y su cara…

Se me hizo familiar. Lo reconocí.

—Butters —le dije—, ¿cómo se llamaba este chico?

—Eduardo Mendoza.

—Su nombre completo —le dije.

—Ah. Eh… Eduardo Antonio Mendoza.

—Antonio —dije—. Es él. Es Tony.

—¿Quién? —preguntó Butters.

—Bony Tony Mendoza —dije nervioso—. Es un contrabandista.

Butters levantó la cabeza para mirarme.

—¿Un contrabandista? Supongo que no será como Han Solo.

—No. Es un bolero.

—¿Y eso qué es?

Gesticulé con la cabeza.

—Cuando era niño pasó un tiempo trabajando en una feria ambulante como tragasables. Hasta hace poco llenaba globos con joyas o drogas, o lo que fuera que quisiera vender y que tuviera un tamaño relativamente pequeño. Luego se tragaba el globo con una cinta atada y lo aguantaba con la boca, entre dos muelas del fondo, y cuando estaba a salvo tiraba de la cinta para arriba.

—Eso es estúpido —dijo Butters, pero volvió al cuerpo y curioseó por dentro de la boca. Movió una lámpara elevada de trabajo y dirigió la luz a los dientes de Bony Tony—. Joder, ahí está.

Estuvo intentando pescarlo durante un rato y, mientras, me acerqué a por mi bastón, que permanecía detrás de la puerta. Miré a Butters y vi que sacaba, de la boca del cadáver, un condón amarillento cerrado con cuerda de cometa alrededor.

—¿Qué tiene dentro? —pregunté.

—Espera.

Butters rompió el condón por la mitad con un bisturí y extrajo un pequeño rectángulo de plástico oscuro, del tamaño de un llavero.

—¿Qué hay dentro? —le pregunté.

—Es un lápiz de memoria USB —dijo él, confundido.

—¿Un qué?

—Lo enchufas a un ordenador y puedes almacenar datos para poder trasladarlos a otras máquinas.

—Información —dije frunciendo el ceño—. Bony Tony estaba trapicheando con información. Algo que Grevane necesitaba saber. Tal vez los que están en la puerta también la quieran. Quizás lo hayan asesinado por eso.

—¡Uf! —dijo Butters.

—¡Puedes leer la información? —le pregunté.

—A lo mejor —dijo—. Puedo probarlo en un ordenador.

—Ahora no —le dije—. No tenemos tiempo. Tenemos que salir de aquí.

—¿Por qué?

—Porque las cosas se han puesto mucho más peligrosas.

—¿Ah, sí? —Butters se mordió el labio—. ¿Por qué?

—Porque —le dije— Bony Tony trabajaba para John Marcone.

15

El señor Johnnie Marcone era el hombre más poderoso del submundo criminal de Chicago. Cualquier empresa ilegal de allí abajo, o estaba dirigida por Marcone o le había pagado por el privilegio de operar en su territorio. Bony Tony había pasado un tiempo en una penitenciaría federal por narcotráfico y después de eso había cambiado de ambiente, a otro más políticamente correcto. Básicamente se dedicaba al negocio de todo tipo de bienes robados, desde joyas hasta muebles.

No estaba seguro de dónde estaría situado Bony Ton y en la jerarquía criminal, pero Marcone no era el tipo de persona que se tomaría a la ligera el asesinato de uno de sus hombres, no sin su consentimiento, claro. Marcone se enteraría pronto de la muerte de Bony Tony, si no lo había hecho ya. Se implicaría en uno u otro de los bandos, y la mejor forma de coger a quien hubiese asesinado a Bony Tony sería haciéndose con lo que quiere el asesino.

Tenía que llevarme a Butters a algún sitio seguro, cuanto antes. Pero hasta que averiguase qué contenía ese aparato que almacenaba, no podría juzgar qué seria seguro para él y qué no.

—Harry —dijo Butters repitiéndose.

Parpadeé un par de veces.

—¿Qué?

—¿Quieres guardar esto? —dijo con el mismo tono y se acercó a mí ofreciéndome la bolsita de plástico.

—¡No! —dije bruscamente y me alejé de él—. Butters, aleja eso de mí.

Se quedó paralizado en el sitio, mirándome, con expresión confundida y dolida.

—Lo siento.

Cogí aire. ¿Dónde estaba mi concentración? Este no era el momento para dejarme llevar por pensamientos en bucle, no importaba que influyesen en las circunstancias.

—No lo sientas —le dije—. Escucha,¿dentro de esa cosa hay algún mecanismo de movimiento interno?

—Sí.

—Entonces no lo tocaré —le aseguré—. ¿Recuerdas cómo estaban de fastidiadas mis radiografías?

Asintió.

—Te refieres a que podrías estropear también la información que hay aquí.

—Cuando empecé a trabajar con la magia ni siquiera podía manipular cintas de casete —le dije—. Después de un tiempo se disipaban con electricidad estática. La banda magnética de mi tarjeta de crédito dejaba de funcionar en un día o dos.

Butters se mordió el labio inferior y asintió lentamente.

—Los datos del lápiz de memoria son aun más frágiles que una banda magnética. La situación que describes podría explicarse si alrededor de ti hubiese algún tipo de campo errático electromagnético. Todos los cuerpos humanos emiten un único campo de energía electromagnética. Podría ser algo parecido a la duplicación de tus células, que tu campo sea más…

—Butters —le dije—, ahora no tenemos tiempo para eso. Lo importante es que yo no llegue a tocar ese juguete. —Fruncí el ceño pensando en alto—. Y tampoco lo podemos llevar a mi casa. Los conjuros dejan la magia fuera, pero también la mantienen dentro. Probablemente se freiría si se queda en mi casa durante mucho tiempo. Incluso sería peligroso trabajar con mucha energía cerca de eso.

—Bueno, esto sí es una tontería —dijo Butters—. Quiero decir, ¿a quién se le ocurre almacenar una información vital para los magos en una cosa que se destruirá en cuanto esté cerca de uno?

—No es una tontería si quieres vendérsela a un mago y te preocupa que el mago pueda acabar contigo directamente en vez de negociar de buenas maneras —afirmé.

Butters miró al cadáver y luego a mí.

—¿Crees que Grevane mató a Bony Tony?

—Sí —le dije—. Pero creo que Grevane sabía que él solo no podría conseguir la información de ese lápiz de memoria.

Butters tragó saliva.

—Lo que explica por qué me necesitaba.

—Sí —me mordí el labio durante un segundo y dije—: Vuelve a meter a Bony

Tony en el congelador. Nos vamos.

Butters asintió y volvió a la mesa de análisis. Extendió la sábana por encima del cadáver para cubrirlo.

—¿Adónde?

—¿Puedes leer esa cosa aquí?

—No —dijo Butters—. Este ordenador es muy antiguo. No tiene los puertos necesarios. Tal vez podamos ir a una de las otras oficinas…

—No. ¡Tenemos que irnos de aquí ya!

—Podríamos ir a mi casa —propuso Butters.

—No. Estoy seguro de que Grevane tendrá esa zona vigilada. ¡Mierda!

—¿Mierda por qué?

—Porque no tenemos muchas opciones y eso significa que tenemos que ir a un sitio al que no quería ir.

—¿Adónde?

—A casa de un amigo. Vamos.

—Vale —dijo Butters y se dirigió rápidamente a su atuendo de polca. Le arrancó un par de piezas. Los platillos tintinearon uno contra otro.

—¿Qué estás haciendo? —le pregunté—. Tenemos que irnos.

—No voy a dejarlo aquí con sabe Dios lo que se avecina —dijo Butters.

Resopló y se puso una correa por encima del hombro torpemente. El bombo redobló.

—Sí, vas a dejarlo —le dije—. No podemos llevarnos eso. No tenemos tiempo. Butters se giró y me miró con cara afligida.

El estúpido atuendo de polca ocupaba toda la parte trasera del todoterreno. Era dificilísimo moverlo sin hacer un montón de ruido, pero al final conseguimos escaparnos por la parte de atrás del instituto forense y huir limpiamente. Miré la carretera que quedaba a nuestras espaldas hasta que estuve seguro de que nadie nos seguía. Luego me dirigí a la zona del campus, al apartamento de Billy.

Nos metimos en el aparcamiento del edificio, me asomé y grité:

—¡Hola!

Un joven, con brazos y piernas demasiado largos para su tronco, apareció por detrás de una esquina del edificio con el gesto torcido. Llevaba puesto un chándal, una camiseta y unos náuticos. El vestuario propio de un hombre lobo para poder quitárselo rápidamente llegado el momento. Se apartó un mechón de pelo negro de los ojos y se apoyó en la puerta del todoterreno.

—Hola, Harry.

—Kirby —le saludé—, este es mi amigo Butters.

Kirby saludó a Butters con la cabeza y me preguntó:

—¿Me habías visto?

—No, pero Billy siempre tiene a alguien vigilando cuando las cosas están tensas. Kirby asintió con expresión seria.

—¿Qué necesitas?

—Que aparques esto por mí, yo no hago más que chocar con todo.

—Claro. Billy y Georgia están arriba.

Butters y yo salimos del coche.

—Gracias, tío.

—De nada —dijo Kirby. Se subió al todoterreno y frunció el ceño. Miró alrededor a todas las puertas.

«La puerta está entreabierta», dijo el salpicadero.

—No se calla nunca —le expliqué.

—Al final se acaba volviendo muy zen —dijo Butters alegremente—. La vida es un viaje. El tiempo es un río. La puerta está entreabierta.

Kirby lo miró escépticamente. Agarré a Butters por los hombros, lo arrastré dentro el edificio y lo subí hasta el apartamento.

Billy abrió la puerta antes incluso de que llegáramos a ella y miró hacia fuera expectante. Se echó hacia un lado dejándonos paso y analizó el descansillo de lado a lado.

—¿Qué hay, Harry?

El apartamento era el típico piso universitario: pequeño, un par de dormitorios, nada colgando en las paredes, muebles no muy caros ni muy difíciles de mover y equipado con un mueble para la televisión repleto de toda clase de aparatos para el entretenimiento. Georgia estaba sentada en el sofá leyendo un ejemplar de una montaña de libros médicos. Entré e hice las presentaciones.

—Necesito un ordenador —le dije a Billy.

Levantó una ceja.

Moví la mano lentamente.

—Explícaselo, Butters.

Butters sacó el lápiz de memoria del bolsillo y se lo enseñó a Billy.

—Algo con un puerto USB.

Georgia se extrañó y preguntó.

—¿Qué hay ahí dentro?

—No estoy seguro —le dije—. Necesito saberlo.

Asintió.

—Será mejor que use el que está en la pared del fondo de la habitación de los ordenadores, Will. Cuanto más lejos de Harry, mejor.

—¡Cuánto amor! —suspiré. Señalé la mesita que había al lado de la puerta y pregunté—: ¿Puedo hacer un par de llamadas mientras espero?

—Claro. —Billy se giró hacia Butters y le dijo—. Por aquí.

Fueron a uno de los dormitorios. Georgia volvió a su libro. Cogí el teléfono.

El teléfono sonó en mi casa unas doce veces antes de que nadie descolgara y, de repente, Thomas arrastró las palabras:

—¿Qué?

—Soy yo —le dije—, ¿estás bien?

—Estaba bien. Estaba durmiendo. El estúpido de Ratón me ha despertado para que coja el teléfono.

—¿Ha habido algún visitante? ¿Alguna llamada?

—No y no —dijo.

—Duerme un poco más —le dije.

Refunfuñó y colgó.

Acto seguido llamé a mi contestador automático. No hacia mucho habían cambiado el servicio y ahora estaba todo automatizado. No me fiaba excesivamente de todo aquello y mi desconfianza era un sentimiento completamente lógico. Aunque sabía que mis problemillas con la tecnología no tendrían tanto alcance como para cruzar toda la ciudad por los cables del teléfono, no podía depositar toda mi fe en aquel sistema. Preferiría mil veces que fuese una persona quien atendiese los mensajes, pero claro, sería demasiado caro mantener trabajadores atendiendo los teléfonos cuando la grabación de voz puede hacer todo el trabajo. Presioné los botones y solo tuve que probar dos veces con todas las opciones del menú antes de conseguirlo.

Piiiiiiii.

—Harry, soy Murphy. Llegamos bien a Hawái y no hubo ningún problema con el hotel, así que si necesitas algo ya tienes los teléfonos de contacto que te di. Te volveré a llamar en un par de… —Un grito muy agudo cortó su frase—. ¿Puedes parar? —preguntó. En su voz había más alegría que enfado—. Estoy hablando por teléfono. En un par de días, Harry. Gracias por ocuparte de mis pantis. Uy, de mis plantas, plantas.

Piiiiiiii.

Me pregunté por qué habría dado Murphy un chillido tan agudo y por qué habría tenido ese lapsus línguae. Me pregunté también porqué me habría dejado un mensaje en vez de llamarme a casa. Probablemente por nada. A lo mejor no había querido despertarme o algo así. Sí. Seguro que lo había hecho pensando en mí.

Piiiiiii.

—Harry, soy Mike. El Escarabajo estará listo al mediodía.

Piiíiii.

Bendito sea mi mecánico, Mike. Como me vuelvan a forzar las puertas del coche voy a tener que cargarme algo.

Piiiiiiii.

—¡Oh! —exclamó una voz de mujer joven—. ¿Señor Dresden? Soy Shiela Starr. Nos conocimos en Bock Ordered Books la otra noche. —Se oía su respiración agitada—. Me preguntaba si podría robarle unos minutos de su tiempo. Ha habido… bueno, no estoy muy segura, pero… creo que algo va mal. Aquí en la tienda, quiero decir. —Se le escapó una carcajada que reveló ansiedad y cansancio—. Ay, Dios, le va a parecer una locura, pero la verdad es que me gustaría hablar con usted. Estaré en la tienda hasta el mediodía. Si no, puede llamarme a mi apartamento. —Me dio el número—. Aunque espero que pueda pasarse por la tienda. Le estaría muy agradecida.

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