Latidos mortales (30 page)

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Authors: Jim Butcher

Tags: #Fantasía

BOOK: Latidos mortales
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Mab se mordió los labios.

—El ser sobre el que usted me está preguntando es a los trasgos lo que soy yo a los
sidhe
. Un gobernante. El maestro de los de su especie. Artero, malvado, poderoso y rápido. Es quien domina los espíritus de los cazadores caídos.

Fruncí el ceño.

—¿Qué tipo de espíritus?

—Los espíritus de aquellos que cazan —dijo Mab—. La energía de la caza. El entusiasmo, el hambre, la sed de sangre. De vez en cuando, el Erlking reclama a esos espíritus en forma de grandes y oscuros perros de caza y cabalga los vientos y los bosques en representación de la Caza Salvaje. Detenta un gran poder mientras está en marcha. Ese poder llama a los restos de los cazadores que vienen desde la vida de los mortales.

—Está hablando de fantasmas —le dije—. Los espíritus de los depredadores.

—Así es —respondió Mab—. Las sombras que permanecen en tranquilo descanso, inaceptable para los mortales, se elevarán por la noche, bajo las estrellas, y harán sonar su cuerno para unirse a la Caza.

—Sombras poderosas —dije tranquilo.

—Los espectros más potentes —dijo Mab, asintiendo con ojos brillantes y casi alegres cuando me miraba.

Me apoyé en mi bastón, intentando liberar mi pierna herida del mayor peso posible, para que así cesase el dolor y me dejase pensar.

—Entonces, una pandilla de hechiceros (que se abastece de muertos esclavizados para aumentar su poder) está interesada en un ser cuya presencia atrae a los espíritus más poderosos, aquellos que no podrían alcanzar de otra manera. —Seguí la cadena lógica desde ahí—. Hay algo en el libro que les dice cómo reclamar su atención.

—Querido niño —dijo Mab—. Demasiado listo para ser tan joven.

—¿Y cuál es? —le pregunté—. ¿Qué parte del libro?

—Su madrina —dijo con una sonrisa que crecía por momentos —no tiene ni idea. Apreté los dientes.

—¿Y usted?

—Soy la reina del aire y de la oscuridad, mago. Hay pocas cosas que desconozca.

—¿Me lo dirá?

Se tocó los labios con la punta de la lengua como si fuese a saborear las palabras.

—A estas alturas debería conocernos mejor, mago. Nada que te pueda entregar un
sidhe
es gratis.

Me dolía el pie. Tenía que dar un saltito sobre la pierna buena cada vez que perdía el equilibrio.

—Genial —murmuré—. ¿Qué es lo que quiere?

—A usted —dijo Mab, entrelazando sus manos delante de su cuerpo—. Mi ofrecimiento para recibir el título de caballero sigue abierto para usted.

—¿Qué tiene de malo el chico nuevo? —le pregunté—. ¿Lo van a echar por mí?

Mab me mostró sus dientes otra vez.

—Todavía no he reemplazado a mi actual caballero, a pesar de que es un traidor —cuchicheó.

—¿Todavía está vivo? —pregunté.

—Supongo —dijo Mab—. Aunque desearía no estarlo. Me he tomado mi tiempo para explicarle que cometió un gran error.

Tortura. Había estado torturándolo en venganza por su traición durante más de tres años.

Se me revolvió un poco el estómago.

—Si quiere, puede considerarlo un hecho de compasión —me dijo—. Acepte mi oferta y le perdonaré la deuda y contestaré todas las preguntas libremente.

Me encogí de hombros. El último caballero de Mab había sido un violador, asesino, abusador, psicótico y drogadicto. Nunca había tenido muy claro si le habían dado el trabajo gracias a esas cualidades o si se lo habían inculcado. De cualquier forma, el título de caballero de Invierno era permanente. Si aceptaba el ofrecimiento de Mab tendría que serlo para toda la vida, claro que, por supuesto, nadie me podía asegurar cuánto iba a durar mi vida.

—Ya se lo dije una vez —le recordé—. No estoy interesado.

—Las cosas han cambiado, mago —dijo Mab—. Ya conoce el poder al que se enfrenta con los herederos de Kemmler. Si fuese el caballero del Invierno, tendría una fuerza muy superior a sus ya considerables dones. Tendría medios para enfrentarse a sus enemigos en vez de andar escondiéndose en la noche, susurrando hechizos destructores.

—¡No! —la frené—. Y «no» significa no.

Mab se encogió de hombros con un movimiento suave, que atrajo mi mirada hacia las curvas de sus pechos bajo la túnica plateada.

—Me defrauda, joven. Pero puedo esperar. Puedo esperar hasta que
el
sol se congele.

Unos truenos resonaron sobre el lago. Se acercaban por el sudoeste, saltando de nube en nube.

Mab
se
giró para observar.

—¡Qué interesante!

—¿Eh? ¿Qué es interesante?

—Hay energía en acción, se está preparando el camino.

—¿Qué se supone que quiere decir eso? —pregunté.

—Que tiene poco tiempo —dijo Mab. Se dio la vuelta para volver a mirarme—. Debo hacer lo posible por mantenerlo con vida. Entienda esto, mortal: si los herederos de
Kemmler
se hicieran con la información que reside en la Palabra, se encontrarán en situación de reunir tanto poder como no ha visto el mundo.

—¿Qué? ¿Cómo?

—Kemmler era —los ojos de Mab se volvieron distantes, como si estuviera recordando

un loco. Un monstruo. Pero era brillante. Aprendió a controlar con su fuerza no solo carne muerta, también sombras (partirlas por la mitad y devorarlas para alimentar su poder). Era el secreto de la fuerza, que le hacía capaz de derrotar al Consejo Blanco.

Sumé dos más dos y me dio cuatro.

—Los herederos quieren reunir a los antiguos espíritus. —Respiré—. Y devorarlos para conseguir su poder.

Los profundos ojos verdes de Mab estaban a punto de estallar con tanta intensidad.

—El propio Kemmler lo intentó, pero el Consejo lo venció antes de que pudiese terminar.

Tragué saliva.

—¿Qué pasaría si uno de sus discípulos lo consiguiese?

—El discípulo conseguiría más poder del que ningún mortal ha tenido jamás en sus manos desde que existe su raza —dijo Mab.

—El Darkhallow —dije. Me froté los ojos—. Eso es. Un ritual, mañana por la noche. Halloween. Todos quieren convertirse en dioses de la alianza júnior.

—El poder es la cosa más dulce, ¿verdad?

Pensé en ello un poco más. Tenía más cosas de las que preocuparme aparte de los coleguitas de Kemmler. Mavra también quería la Palabra. Campanas infernales. Si Mavra conseguía convertirse en una especie de diosa oscura, no existía la posibilidad de que no acabase conmigo a las primeras de cambio.

—¿Pueden hacerlo sin la Palabra?

En la boca de Mab se dibujó una sonrisa.

—Si pudieran, ¿por qué habrían de buscarla tan desesperadamente? —El viento empezó a soplar de nuevo y las corrientes del lago se reactivaron—. Tenga cuidado, mago. Se ha envuelto en un juego letal. Estoy muy decepcionada por que haya rechazado mi ofrecimiento.

—Pues acostúmbrese —le dije—. Nunca seré su guerrero.

Mab echó la cabeza hacia atrás y dejó salir otra vez esa carcajada que me ponía los pelos de punta.

—Tengo tiempo —dijo—. A ustedes, los mortales, les parece que la vida es muy dulce. Me debe ya dos favores, y no se confunda,
me
los voy a cobrar. Un día de estos se arrodillará a mis pies.

De repente, ríos de agua se arremolinaron en la superficie en espirales serpenteantes, formando pequeñas cascadas que ampliaban el lago hasta hacerlo invisible en el oscuro cielo. El viento rugía y me forzó a guardar el equilibrio sobre un lado, al final se me doblaron las rodillas y me caí sobre ellas.

Tan repentinamente como comenzó la tormenta, se fue. El lago recuperó la calma. El viento soplaba dulcemente a través de las ramas escasamente cubiertas de hojas muertas. No había ni rastro de Mab.

Hice un esfuerzo y conseguí ponerme de pie. Me fijé en Ratón, que seguía sentando en la orilla y me miraba con preocupados ojos perrunos.

—Siempre tiene que decir la última palabra —le dije.

Ratón corrió hacia mí y le rasqué las orejas un par de veces antes de que me olisqueara. Miró cautelosamente hacia el lago.

—Cada cosa a su tiempo —le dije—. Ya nos ocuparemos de Mab más adelante. Como podamos.

Caminé de vuelta hacia el Escarabajo más despacio que nunca, y Ratón se fue parando para esperarme cada uno o dos pasos. La adrenalina se me había bajado y me había dejado más agotado de lo normal. Tuve que esforzarme para mantenerme despierto todo el camino de vuelta a casa. Una lluvia, fría y fina, empezó a caer.

Acababa de llegar a casa y había salido del coche cuando Ratón empezó a alertarme con gruñidos. Me giré y me tambaleé. Clavé mi bastón en el suelo para apoyarme y no caerme.

Desde la oscuridad y la lluvia salieron algo más de una docena de personas. Salieron de las tinieblas y se pusieron a la vista. Todos caminaban hacia mí, seguros y sin prisa.

Todos andaban al mismo ritmo.

En la distancia oí los golpes estrepitosos de un tambor proveniente de un gran bajo estéreo.

Detrás del primer grupo venía otro. Y detrás de este, otro. Para entonces ya había podido ver los ojos del primero: vacíos, con la mirada fija, dentro de una cara hundida y sin vida.

Mi corazón se sacudió sumido en terror a medida que los zombis
se
me acercaban. Me arrastré escaleras abajo y tropecé contra mi puerta. Nervioso, saqué las llaves e intenté desconectar el hechizo para que mi propio conjuro de seguridad no acabase con mi vida al entrar. Ratón se quedó detrás de mí, gruñendo y echando espuma entre sus dientes desnudos.

—¡Thomas! —grité—. ¡Thomas, abre la puerta!

Oí un ruido muy cerca y me giré.

Aquellas caras sin cerebro aparecieron por la parte alta de las escaleras que llevaban a mi apartamento. Las máquinas de matar de Grevane comenzaron a bajar, directas hacia mí.

22

Ratón saltó cuando el primero de los zombis se lanzó contra mí y provocó un desagradable sonido con el impacto. El perro y el muerto viviente cayeron por las escaleras. El zombi estiró un brazo hacia Ratón; el perro ser revolcó y recibió un golpe en el hombro que provocó que se agudizase su gruñido. El perro se alzó contra las piernas del zombí y le clavó los dientes en la cara al cadáver. Sacudió la cabeza con violencia mientras el zombi se retorcía y se tambaleaba ante la ferocidad del ataque.

El segundo zombi eludió a la pareja luchadora y se dirigió a mí. Casi no tuve tiempo para blandir mi bastón a la criatura y gritar:

—¡
Forzare
!

Una fuerza invisible sacudió al zombi como si fuera una ola del océano y lo envió de vuelta escaleras arriba y lo dejó fuera de la vista.

Ratón soltó un alarido de dolor, clavó de nuevo sus colmillos en la cara del zombi e intentó echarlo de allí. La cara del zombi estaba tan destrozada y magullada que resultaba irreconocible. Los ojos se le habían dado la vuelta y aquella cosa muerta se sacudía salvajemente, asombrosamente ciega, con pesados movimientos de brazos. Ratón se apoyó con fuerza contra mí, manteniendo una pata levantada del suelo y gruñendo.

Tres zombis más estaban listos para bajar las escaleras. No tendría tiempo para hacer otra cosa que no fuera volver a utilizar mi bastón. Lo levanté, pero el primer zombi había sido más rápido de lo que me había imaginado: cuando me quise dar cuenta ya estaba delante de mí y le había propinado una patada a mi palo de madera arrebatándomelo de la mano. El bastón chocó contra la pared de cemento del hueco de la escalera y rebotó contra el zombi ciego, quedando fuera de mi alcance. El zombi me asió del brazo y apenas pude esquivarlo.

La puerta se abrió a mi espalda y Thomas gritó:

—¡Abajo!

Me tiré al suelo e hice todo lo que pude para agarrar a Ratón y llevármelo conmigo. Se oyó un bramido atronador y el primero de los zombis fue decapitado, provocando una ducha de sangre podrida. Sus restos se sacudieron durante un segundo y enseguida cayeron bamboleándose hacia un lado, desplomándose, para volverse inertes.

Thomas se quedó de pie en la puerta, con unos pantalones vaqueros por toda vestimenta. Sostenía la pistola contra su hombro y sus ojos grises brillaban con furia. Llenó el cargador y disparó tres veces más, destrozando o por lo menos alejando a mis enemigos más próximos. Después me agarró por el cuello del abrigo y me arrastró dentro del apartamento. Ratón vino con nosotros y Thomas cerró la puerta de golpe.

—Echa el cierre —le dije. Corrió los grandes cerrojos de seguridad mientras yo repté hacia la puerta, apoyé mis manos en ella y con un susurro de fuerza reactivé los conjuros que protegían el apartamento. El aire retumbó como un zumbido cuando los conjuros se reinstalaron en su lugar.

El silencio cayó sobre el apartamento.

—Vale —dije jadeando—. Ya está. A salvo en casa. —Miré alrededor y descubrí a Butters pegado a la chimenea, con el atizador en la mano—. ¿Estás bien, tío?

—Eso creo —dijo Butters. Sus ojos transmitían cierta desesperación—. ¿Se han ido ya?

—Si todavía no lo han hecho, lo harán. Estamos a salvo.

—¿Estás seguro?

—Claro —le dije—. No hay forma de que puedan entrar aquí.

Las palabras apenas habían salido de mi boca cuando un crujido estridente y un golpe sordo derribaron decenas de libros de mis estanterías, y nos dejó a todos tambaleándonos como el elenco de la
Star Trek
original.

—¿Qué ha sido eso? —gritó Butters.

—Los conjuros de protección —gruñó Thomas.

—No —dije—. Es decir, ¡venga ya! ¡Intentar cruzar esos hechizos es un auténtico suicidio!

Hubo otro estacazo y el apartamento volvió a sacudirse. Un resplandor azulado iluminó el exterior de la pensión, e incluso se reflejó en las ventanas altas que tenía mi apartamento, casi a la altura del techo. Era dolorosamente brillante.

—No puedes suicidarte si ya estás muerto —dijo Thomas—. ¿Cuántas cosas de esas había fuera?

—No estoy seguro —le dije—. ¿Muchas?

Thomas tragó saliva, sacó la caja de proyectiles de la repisa y empezó a cargarlas en la recortada.

—¿Qué pasaría si se pone a tirar un zombi tras otro contra el conjuro de protección?

—No está preparado para recibir una descarga continua —dije. Resonó otro bramido y destelló otra ráfaga de luz, pero esta vez apenas si tembló el suelo—. Va a acabar apagándose y colapsándose.

—¿Cuánto puede durar? —preguntó Thomas.

Se oyó un zumbido fuera, esta vez muy lento comparado con los bramidos de antes. La luz blanca azulada brilló débilmente.

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