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Authors: Jim Butcher

Tags: #Fantasía

Latidos mortales (27 page)

BOOK: Latidos mortales
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—Oye —dijo el celador cuando ella se fue—, no te preocupes, te darán otra cosa cuando te vea el médico.

—Con el trato tan cariñoso que estoy recibiendo probablemente no necesite nada más.

—No seas duro con ella —dijo—. No te imaginas las cosas que intenta la gente para conseguir calmantes como vicodina, morfina y cosas así.

—Ya —le contesté—. Oye, tío, ¿puedo hacerte una pregunta?

—Claro. —Traía un recipiente con hielo. Lo metió en una bolsa de plástico y me la colocó alrededor de la pierna—. Esto debería adormecértela un poco y a lo mejor te baja la hinchazón. No es un anestésico local, pero es lo que hay.

Aunque no fue lo que ocurrió, sentí como si el hielo se convirtiese en vapor nada más tocar mi pierna. El dolor no disminuyó exactamente pero empecé a sentirlo más distante.

—Gracias, hombre. Oye, ya que estoy aquí me gustaría hablar con dos chicos que conozco —le dije—. Trabajan en la unidad móvil: Gary Simmons y Jason Lamar.

El camillero levantó las cejas.

—Simmons y Lamar, claro. Se encargan de una de las ambulancias.

—Lo sé, ¿andan por aquí?

—Estuvieron de guardia anoche —dijo—. Pero como estamos a fin de mes a lo mejor están en el turno de tarde. Voy a preguntar.

—Te lo agradezco —le dije—. Si ves a Simmons dile que un compañero del colegio pregunta por él.

—Claro. De todas formas, si quieres que te haga ese favor, a cambio tú tendrás que rellenar estos formularios.

Me sonrió.

—Lo haré.

Me dejó cumpliendo con lo de los papeles. Aquel trámite no solía llevarme mucho tiempo porque no tenía ningún tipo de seguro. Un día de estos, cuando reúna el dinero, me haré uno. Dicen que pagar un seguro es como comprar un trocito de paz mental. Estaba seguro de que me daría mucha paz pensar en la cantidad de dinero que la empresa aseguradora perdería conmigo. Si viviese mi vida libremente, como había hecho desde que había llegado a Chicago, podrían ocuparse de mí durante dos o tres siglos. Me pregunté cuál sería el beneficio anual de una persona de doscientos cincuenta años.

Un médico joven apareció cuando terminé con los formularios y, tal y como había dicho el celador, tuvo que cortar la estrella para sacarla de mi pierna. Me pusieron anestesia local, y el repentino cese del dolor fue como una droga en sí misma. Me quedé dormido cuando empezaron a cortar y me desperté cuando ya me estaban vendando la pierna.

—… se sequen los puntos —estaba diciendo—. Pero por lo que veo en su expediente supongo que ya sabe cómo va esto.

—Claro, doctor —le dije—. Sé cómo va el tema. ¿Son de los que hay que quitárselos o de los otros?

—Se le caerán solos —me explicó—. Pero si nota que se le hincha o le sube la fiebre, póngase en contacto con nosotros. Le voy a dar una receta para que tome algo para el dolor y para que compre un antibiótico.

—Siga las instrucciones del prospecto y asegúrese de tomar la dosis completa dije imitando lo mejor que pude al típico médico que sale en los anuncios de la tele.

—Parece que ha pasado por esto tantas veces como yo —me dijo. Señaló la bandeja metálica donde estaba la estrella ensangrentada—. ¿Quiere quedarse con el arma?

—Pues ya que estamos. Así ya no tengo que comprarme ningún suvenir en la tienda de regalos.

—¿Seguro que no quiere que la policía le eche un vistazo? —dijo—. A lo mejor encuentran huellas dactilares o algo así.

—Ya les he dicho que debió de ser un accidente —repliqué.

Me miró escéptico.

—Bueno. Si así es como quiere que sea… —Sumergió el pequeño artilugio en una bandeja metálica con alcohol u otro esterilizador parecido—. Mantenga la pierna elevada, para que no se le hinche mucho. No vaya a trabajar durante un par de días, por lo menos.

—No hay problema —asentí.

Sacudió la cabeza.

—El celador vendrá enseguida con las recetas y con un formulario para que lo firme.

Se fue.

Un minuto después escuché pisadas fuera del cubículo en el que me habían metido y un joven alto descorrió la cortina. Tenía la piel tan oscura como el tejido de mi guardapolvo y llevaba el pelo rapado al estilo de los marines (el corte era tan meticuloso que parecía que el peluquero hubiese usado un nivelador). Estaba ligeramente rellenito, aunque no tenía mala pinta ni se le veía en mala forma; era grandote y parecía orgulloso. Llevaba la chaqueta de los médicos de la unidad móvil, con una tarjeta con su nombre, Lamar, escrito en ella. Se quedó mirándome durante un minuto y dijo:

—No es del color adecuado para haber ido a mi instituto. Y yo no fui a la universidad.

—¿Es médico del ejército? —le pregunté.

—De la Marina. De los marines. —Cruzó los brazos—. ¿Qué es lo que quiere?

—Me llamo Harry Dresden —le dije.

Se encogió de hombros.

—Pero ¿qué es lo que quiere?

Me senté. Mi pierna todavía dormía plácidamente.

—Quería hablar con usted sobre anoche.

Me miró con recelo.

—¿Qué pasa con anoche?

—Estaba en el equipo que atendió a una víctima de disparo en la calle Wacker. Cogió aire y suspiró. Miró para arriba y para abajo todo seguido, entró en el cubículo y cerró la cortina. Bajó la voz:

—¿Y?

—Y quiero que me cuente qué pasó —le dije.

Sacudió la cabeza.

—Mire, no quiero perder mi trabajo.

Yo también bajé la voz.

—¿Y cree que contarme lo que pasó puede ponerlo en peligro?

—Tal vez —dijo. Se quitó la chaqueta y se desabrochó dos botones de la camisa. Se la abrió lo suficiente como para enseñarme un chaleco antibalas que llevaba por debajo.

—¿Ve esto? Los médicos de la unidad móvil tenemos que llevar esto puesto cuando estamos trabajando porque a veces la gente nos dispara. Los pandilleros y gente de esa clase. Nos dedicamos a salvar vidas y la gente nos dispara.

—Tiene que ser muy duro —dije cautelosamente.

Sacudió la cabeza.

—Puedo soportarlo. Pero hay mucha gente que no puede. Y si dejas ver que la presión te está ganando la batalla, te echan. Desde ayer se rumorea que ando contando absurdos cuentos de magia que he vivido y, por esa razón, mañana me darán la baja por trastorno psiquiátrico.

Se dio la vuelta para irse.

—¡Espere! —le dije. Cogí su brazo con delicadeza. No lo agarré. A nadie en su sano juicio se le ocurriría agarrar por sorpresa el brazo de un exmarine, a nadie que quiera conservar todos los dedos de las manos

—Mire, señor Lamar, solo quiero que me cuente lo que pasó. No se lo contaré a nadie más. Ni a un periodista ni a…

Me interrumpió y me dijo:

—¡Usted es el mago! Le vi una vez en
Larry Fowler
. La gente dice que está loco.

—Sí —le dije—. Sí, pero lo que la gente dice no es verdad. Y si llegan a decir que hablo de usted tampoco será verdad, porque no lo haré.

—Lo arrestaron en una guardería una vez, hace años —afirmó—. Se metió allí durante un apagón y lo encontraron en medio de una habitación destrozada con todos aquellos bebés.

Cogí aire.

—Sí.

Lamar permaneció en silencio unos segundos. Luego dijo:

—¿Sabía que hasta un año antes de aquel incidente, el índice de mortandad por síndrome de muerte súbita del lactante había sido el más alto de todo el país? Tenían un caso cada diez días. Nadie encontraba una explicación.

—No lo sabía —le dije.

—Desde que lo arrestaron, allí no ha vuelto a morir ninguno —dijo y se dio la vuelta para mirarme—. Hizo algo allí.

—Sí. ¿Le gustan las historias de fantasmas?

Resopló y echó el aire por la nariz.

—No me gustan nada esas mierdas. ¿Por qué quiere que le cuente lo que vi?

—Porque lo que me cuente podría ayudarme a evitar que más gente salga herida.

Asintió y frunció el ceño.

—Vale —dijo después de un momento—. Pero ahora mismo no le estoy contando esto, ¿me ha entendido? No voy a volver a repetirlo. A nadie. La única razón por la que se lo voy a contar es porque ayudó a esos bebés.

Asentí.

Se sentó en la esquina de la camilla.

—Recibimos la llamada a eso de la medianoche. Nos pusimos en marcha rumbo a Wacker. La policía ya había llegado. Encontramos a un chico en la calle. Estaba hecho polvo. Tenía dos disparos en el pecho y otros dos en el abdomen. Sangraba muchísimo.

Asentí mientras escuchaba.

—Intentamos estabilizarlo, aunque no tenía mucho sentido. Simmons y yo lo sabíamos, pero lo intentamos igual. Es lo que se debe hacer, ¿sabe? Él estaba despierto y aterrorizado. De vez en cuando gritaba. No dejaba de suplicarnos que no lo dejásemos morir, que tenía una niña pequeña y tenía que ocuparse de ella.

—¿Qué pasó?

—Se murió —dijo Lamar, en voz baja—. Lo he visto antes. Aquí, en la ciudad. Mientras estás intentando salvarlo, notas que se ha convertido en un cadáver. Se distingue perfectamente el momento en el que aparece la muerte. —Se frotó sus manos largas y delgadas—. Intentamos resucitarlo, pero ya se había ido. Y entonces fue cuando ocurrió.

—Continúa.

—Apareció esa mujer. No sé de dónde salió. Cuando levantamos la mirada estaba de pie, a nuestro lado, mirando hacia abajo.

Me eché hacia adelante.

—¿Cómo era?

—No lo sé —contestó Lamar—. Era… parecía como si llevase un disfraz, ¿sabe? Como si estuviese en una fiesta del Renacimiento. Una capa grande y negra, con una gran capucha. Apenas pude verle la cara. Solo el mentón y el cuello. Era blanca.

—¿Qué hicieron?

—Supuse que era una chiflada. A estas alturas del año aparecen muchísimas. También pensé que podría ser alguien que iba a una fiesta de disfraces o algo así. Joder, ya casi es Halloween. Me miró fijamente y me dijo que me hiciese a un lado y que le dejase ayudarlo.

¿Cuántas mujeres con capa y capucha negra podría haber merodeando por la ciudad la otra noche? Kumori. Eso debió de ocurrir una hora o tres cuartos de hora antes de que la viera en la librería de Bock.

Lamar se fijó en mi cara.

—La conoce —me dijo.

—No personalmente, pero sí. ¿Qué hizo?

Su cara se volvió distante.

—Se arrodilló a su lado. Se sentó en la camilla y se inclinó sobre él. La capa y la capucha cubrieron los dos cuerpos. No pude ver lo que estaba haciendo. —Se mojó los labios—. Y de repente se levantó mucho frío. Empezó a formarse hielo en la acera, en la camilla y en nuestra furgoneta. Se lo juro. Ocurrió así.

—Lo creo —le dije.

—Y la víctima, de repente, empezó a toser. Intentó gritar. Quiero decir, no es que se le hubiesen curado las heridas, pero… No sé ni cómo describírselo. Estaba aguantando. —Su cara reflejó cierto disgusto—. Agonizando, pero estable. Era como si… no se le permitiese morir. Entonces la mujer se puso de pie y nos dijo que teníamos menos de una hora para salvarlo. Dijo eso y se fue. Así de repente, ¡zas!, se esfumó. Como si hubiese sido cosa de mi imaginación.

Sacudí la cabeza.

—¿Y después?

—Lo trajimos. Los médicos hicieron todo lo posible, le transfundieron sangre. Estuvo desmayado durante una hora, pero lo superó.

Lamar se quedó en silencio durante un rato.

—Eso no pudo haber pasado —dijo después—. Quiero decir, he visto persona, sobrevivir a situaciones muy difíciles, pero no como aquello. Debería haber muerto, Todo lo que sé me lleva a esa conclusión. Pero salió adelante.

—A veces ocurren milagros —le dije tranquilo.

Se estremeció.

—Eso no fue un milagro. No había ningún coro de ángeles cantando. Mi piel intentó escapar, abandonar a mi cuerpo y esconderse. —Sacudió la cabeza—. No quiero pensar en ello.

—¿Y qué hay de su compañero? —le pregunté.

—Se metió debajo de la mesa y se quedó allí durante veinte minutos cuando terminamos nuestro turno. Joder, la única razón por la que yo no hice lo mismo fue porque esta mañana tenía clase de reanimación cardiopulmonar. —Me miró—. He sido de ayuda?

—Puede que sí —le dije—. Gracias.

—De nada.

—¿Qué va a hacer ahora? —le pregunté.

—Voy a buscar mi propia mesa. —Lamar se levantó y dijo—: Buena suerte,

—Gracias.

Aquel tipo tan grande se fue y, mientras me daban las recetas y cubría los últimos formularios, pensé en lo que aquel hombre iba a tener que contar a partir de ahora. Canjeé las recetas en la farmacia del hospital y llamé a un taxi para que me llevase al taller de Mike a recoger mi Escarabajo azul.

Me senté en el asiento de atrás con los ojos cerrados y reflexioné sobre las novedades. Kumori le había salvado la vida a una víctima de un disparo. Si todo lo que había dicho Lamar era cierto, significaba que se había salido de su camino para hacer algo así. Y aquello que hizo había sido un trabajo difícil, para dejar un remanente místico tan fuerte como el que allí había quedado. Aquello podría explicar por qué Kumori casi no había hecho nada durante el altercado con Cowl. Me había parecido que debía de ser casi tan fuerte como su compañero, pero cuando intentó arrebatarme el libro, su poder no había sido mayor que el de los músculos de mis extremidades.

Pero la asociación de alumnos de Kemmler estaba en la ciudad y tenía en mente una viciosa competición. ¿Por qué habría malgastado Kumori su fuerza en un desconocido en vez de reservarla para luchar contra nigromantes rivales? ¿Sería que el disparo a aquella víctima guardaba alguna relación con sus planes?

No me estaba enterando de nada. La víctima no era más que un matón más, y estaba muy claro que no iba a ser de gran utilidad desde su cama de la unidad de cuidados intensivos.

Tenía que considerar la posibilidad de que Kumori hubiese querido hacer lo correcto: utilizar su poder para ayudar a alguien que se encontraba en una situación desesperada.

Aquella idea me hizo sentir muy incómodo. Los nigromantes que había conocido hasta ahora eran peligrosísimos, y si quería sobrevivir a una lucha contra ellos, tendría que estar preparado para atacar de entrada, con rapidez, sangre fría y sin ningún tipo de duda. Eso es fácil cuando el enemigo es un monstruo psicótico y rabioso. Pero aquel acto supuestamente compasivo de Kumori cambiaba las cosas. Eso la convertía en una persona, y a mí me resulta muchísimo más complicado pensar en matar personas.

Y aun peor, si había actuado de manera altruista, significaba que la energía oscura que manejan los nigromantes no tenía por qué ser completa e intrínsecamente maligna. Había sido utilizada para prolongar la vida; igual que la magia que conocía yo podía usarse para proteger y destruir.

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