Latidos mortales (58 page)

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Authors: Jim Butcher

Tags: #Fantasía

BOOK: Latidos mortales
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—¡Morgan! —grité—. Puede que Luccio todavía esté viva, pero necesita ayuda, ¡y rápido! ¡No podemos hacer esto!

—¡Más mentiras! —murmuró. La espada en sus manos zumbaba igual que lo había hecho la de Luccio y la giró hacia mi escudo.

Se oyó un grito estremecedor que retumbó más en mi cabeza que en mis oídos. No sé cómo describirlo, pero puedo decir que comparado con aquello, el acoplamiento acústico es algo de lo más agradable y musical. La fuerza que contenía la espada plateada golpeó mi escudo defensivo y directamente lo deshizo, lo derribó, de forma que toda la energía que había en él salió volando en todas direcciones, mientras que un dolor intenso y cosquilleante recorrió mi brazo izquierdo, por donde llevaba el brazalete.

Morgan me atacó concienzudamente en cuanto hubo destruido mi defensa con el leve destello de su espada, pero su primer golpe, dirigido a mi sien, pasó rozándome la cabeza. Le arrebaté la espada con un golpe de mi bastón y vi una rápida expresión de sorpresa que recorrió su cara brevemente. Recuperó el equilibrio y corrió hacia mí, eludiendo ese segundo vital necesario para iniciar un movimiento. Morgan me maldijo y me persiguió, pero yo estoy en forma, especialmente para alguien de mi talla, y no es que Morgan fuese precisamente un chaval.

Le saqué un metro o metro y medio de ventaja antes de que mis piernas se volvieran repentinamente débiles, inestables y prácticamente me cayese al suelo. Quería gritar por la frustración. Sin embargo, aunque no sentía todo el dolor que mi cuerpo estaba sufriendo, seguía herido y debilitado. No había manera de que pudiese correr más que él, pero sí conseguí llegar hasta donde estaba mi dinosaurio, nerviosamente ocioso después de haber despejado la zona de espectros. Me acerqué lo suficiente como para tocarla y golpearla en el costado, desesperado por hacer llegar mis intenciones a aquel cerebro minúsculo. Sin duda, los nigromantes más espabilados tenían formas para transmitir sus órdenes en la distancia, pero yo era nuevo en esto y no tenía ninguna intención de refinar mi técnica en un futuro próximo.

Sue dio vueltas alrededor, mientras Morgan intentaba atacarme. Inclinó la cabeza, abrió la boca y soltó un alarido desafiante.

De Morgan se podría decir cualquier cosa, pero no era un cobarde. Mas el alarido de un tiranosaurio cabreado es suficiente para hacer dudar durante un segundo o dos a cualquier mamífero. Se tropezó sobre sus talones, todavía sosteniendo la espada en la mano izquierda y miró a Sue y luego a mí. Cogió aire profundamente y luego extendió su mano derecha, de la que salió un zumbido profundo que sacudió el aire que rodeaba su mano.

—No —dijo en voz baja—. Ni siquiera esta criatura te salvará de la justicia esta vez, Dresden. Aunque tenga que morir en el intento.

Me quedé mirando a Morgan, la misma frustración y el mismo miedo, de repente, me llevaron a la comprensión. Siempre había dado por hecho que el odio irracional que me tenía Morgan era algo personal que era algo que sentía única y exclusivamente hacia mí. Siempre había considerado que por alguna razón, la persecución de Morgan era el resultado de la enemistad política y filosófica de algunos miembros del Consejo Blanco, que él no era más que un títere de algún alto cargo de aquel tinglado.

Pero los políticos no son buenos kamikazes. Ese tipo de entrega es propia de los fanáticos y los lunáticos. Por primera vez, me planteé que tal vez el odio de Morgan no estaba dirigido hacia mí personalmente, si no a todos aquellos que él consideraba violadores de las leyes de la magia, asesinos y traidores. Conocía a muchas personas que se enfrentarían a la muerte, se entregarían a ella, antes de renunciar a sus principios. Karrin Murphy era una de ellas, y la verdad es que también era amigo de casi todas las demás.

Al final del día, Morgan era un policía. Trabajaba para un cuerpo distinto de la ley, por supuesto, y bajo un conjunto distinto de directrices, pero sus deberes eran los mismos: perseguir, combatir y detener a aquellos que violasen las leyes existentes para proteger a todas las personas. Había pasado más de un siglo siendo policía y luchando contra algunas de las pesadillas más terribles del planeta. Pensar en él de esa manera, de repente, me hizo entender de otra manera el carácter de Morgan.

Había visto policías muy quemados antes. Habían trabajado durante mucho tiempo cara a cara frente al peligro y la incertidumbre de preservar la ley y proteger a las personas ante los crímenes, solo para acabar viendo que las víctimas y las leyes que debería haber protegido se rompían, quebrantaban y pisoteaban una y otra vez. Esta situación solía darse con aquellos policías que se preocupaban de verdad, esto solo les pasaba a los que creían en lo que hacían, aquellos que ponían pasión por marcar la diferencia en el mundo. En algún momento del camino, su pasión se transformaba en ira embotellada. La rabia fermentaba hasta convertirse en un odio más amargo. Y después, el odio se alimenta de sí mismo, volviéndose contra ellos durante años, incluso décadas, hasta que solo quedan la cáscara de hierro helado y un odio aún más frío.

No sentía desprecio por los polis quemados. Tampoco me suscitaban irritación. Todo lo que podía sentir hacia ellos era pena y empatía por su dolor. Habían vivido demasiado en su batalla diaria contra los criminales. Diez, veinte o treinta años siendo testigos de los aspectos más monstruosos de la humanidad los acababa por convertir en víctimas andantes de la guerra.

Y Morgan llevaba en la batalla más de un siglo.

Morgan no me odiaba. Odiaba a los malos. Odiaba a los magos que abusaban del poder que él utilizaba para proteger a los demás. Cuando me miraba no veía a Harry Dresden. Solo veía atrocidades y tragedias que habían ardido en su mente y en su corazón. Lo entendí. No me convertía en alguien como él, pero podía entender el dolor que le hizo perseguirme.

Por supuesto, mi sensibilidad y mi empatía eran completamente irrelevantes, porque no servían para detenerlo. Si me atacaba, no iba a tener más opciones.

—Morgan —dije con tono áspero—. Por favor, no lo hagas. No podemos dejar que la habitacadáveres nos divida. ¿Es que no lo ves? Esa era su intención cuando adoptó el cuerpo de Luccio.

—Traidor —gruñó—. ¡Mentiroso! Rechiné los dientes.

—Tío, por el amor de Dios, miles de personas están a punto de morir.

Torció la boca y dejó los dientes a la vista.

—Y tú serás el primero.

Si me volvía a atacar, no tendría otra opción que pelear y él era, por lo menos, tan fuerte como yo, y tenía muchísima más experiencia, por no hablar del hechizo de la espada plateada que tenía en su mano. Si no lo mataba lo bastante rápido, me mataría. Era tan simple como eso. E incluso si conseguía matarlo, me lanzaría su hechizo de muerte y, esta vez, no iba a ser ninguna nadería como el que me había lanzado Cassius. Morgan me destruiría.

No podía correr. No podía sobrevivir a aquella lucha, independientemente de que le ganara o no. Lo mejor que podía pasar era que me lo llevase conmigo. Si moría, Sue se volvería salvaje y recuperaría los instintos de su espíritu salvaje. Volvería a cazar. La gente moriría.

Pero, si Morgan moría, solo quedarían Kowalski y Ramírez para detener a Cowl y Grevane. Incluso aunque pudiesen llevar a cabo algo de nigromancia para protegerse del torbellino a su paso, jamás podrían batir a los nigromantes en él. Morirían sin lugar a dudas, y poco tiempo después, el Darkhallow aniquilaría miles de vidas inocentes.

Si Morgan los lideraba podrían tener una oportunidad. No una buena, pero por lo menos tendrían una posibilidad.

Lo cual significaba que si quería detener el Darkhallow y salvar esas vidas, solo tenía una opción. Apoyé mi, de repente, temblorosa mano en la pierna de Sue y ella retrocedió para ponerse en cuclillas.

Morgan emitió un grito desafiante y me atacó.

Bajé el escudo. Mi corazón latía aterrorizado, tan intensamente que casi vomito.

La luz parpadeaba en la hoja plateada de la espada.

Dejé caer mi bastón al suelo y lo miré a la cara, separé los brazos del cuerpo y mis manos se cerraron en temblorosos puños. Preparé mi fuerza, mi propio hechizo de muerte dibujando a Grevane en mis pensamientos. Por lo menos podría darles a los centinelas una posibilidad mayor de obtener la victoria si mataba o atrofiaba a uno de aquellos cabrones.

El tiempo se alargó e hizo de aquel momento algo interminable. Vi como la espada de Morgan se ponía en posición vertical, la preciosa hoja de plata reflejaba los fogonazos que emitía el tornado a mi espalda.

—¡Harry! —gritó Butters. Su voz sonaba horrorizada y el tambor sonaba desesperadamente.

Cuando Morgan iba a golpear, elegí la opción cobarde y cerré los ojos.

Sabía que era inevitable morir algún día.

Pero no quería verlo venir.

41

Se oyó un disparo.

Morgan se sacudió sobre sus caderas y de pronto perdió el equilibrio Se tambaleó desgarbadamente y se cayó al suelo.

Lo miré sorprendido.

Morgan gruñó, con la mirada fija en mí, y levantó la mano derecha, concentrando en ella un gran poder profundo y terrorífico.

—¡Morgan! —se precipitó una voz de mujer. La voz había sonado muy autoritaria y segura, como una orden. La hablante sabía muy bien que cuando se da una orden debe ser obedecida, e imbuyó la orden con una fuerza que nada tenía que ver con la magia—. ¡Retírate!

Morgan se quedó paralizado un instante y levantó la vista.

Ramírez estaba a unos seis metros de distancia, con la pistola en la mano. En el otro brazo aguantaba el peso de la chica que yo había conocido como la habitacadáveres. La cara de la chica estaba más pálida que la muerte y de ninguna manera podría aguantarse de pie sin ayuda, pero aunque sus facciones eran exactamente las mismas que las de la habitacadáveres, había estado dentro de ese cuerpo, no parecía la misma persona. Sus ojos eran estrechos y duros, su expresión rebosaba seguridad, regia y majestuosa.

—Ya me has oído —repitió la chica—, ¡retírate!

—¡Quién eres? —preguntó Morgan.

—Morgan —dijo Ramírez—, Dresden te estaba diciendo la verdad. Es la comandante Luccio.

—¡No! —dijo Morgan, sacudiendo la cabeza. En su voz faltaba la convicción a la que nos tenía acostumbrados—. No. Eso es mentira.

—No es mentira —dijo Ramírez—. Le he practicado la visión del alma. Es nuestra comandante.

Los labios de Morgan se aflojaron silenciosamente, pero no abandonó el golpe que preparaba en sus manos.

—¡Morgan! —dijo la chica, en voz baja esta vez—. Está bien. Retírate.

—No eres la comandante —murmuró Morgan—. No puedes ser. Es un truco.

La chica, Luccio, esbozó una sonrisa asimétrica de repente:

—Donald —le dijo—. Querido idiota, yo misma te he entrenado, creo que no puedes saber, tan bien como yo, quién soy. —Luccio levantó la mano y le enseñó a Morgan el estoque plateado que llevaba antes. Lo cogió en su mano y lo agitó dibujando un círculo, provocando un zumbido de poder calmo, como el que había sentido anteriormente—. Ahí lo tienes. ¿Podría otra persona utilizar así mi propia espada?

Morgan se quedó mirándola durante un momento. Luego dejó caer su mano, sin fuerzas, dejando volar todo el poder que había concentrado.

Mi corazón volvió a latir de nuevo y me desplomé sobre el costado de Sue.

Ramírez enfundó su pistola y ayudó a la nueva Luccio a acercarse a Morgan. Luego la apoyó con suavidad en el suelo, a su lado.

—Estás herida —le dijo Morgan. Su cara había palidecido también con el dolor—. ¡Estás muy grave?

Luccio intentó sonreír un poco.

—Me temo que tuve muy buena puntería. La herida ha acabado conmigo. Es solo cuestión de tiempo, eso es todo.

—¡Dios mío! —dijo Morgan—. lo siento, lo siento. Vi cómo Dresden te disparaba… y mientras tú te estabas desangrando. Necesitabas ayuda.

Luccio levantó una mano debilitada.

—No hay tiempo —dijo con suavidad.

Ramírez se había agachado al lado de Morgan, mientras tanto, y había estado examinando la herida del disparo. La bala le había dado a Morgan por detrás de una pierna y tenía mala pinta.

—Mierda —dijo Ramírez—. le ha llegado a la rodilla. Está destrozada. —Apoyó los dedos suavemente sobre la rodilla de Morgan y se retorció de dolor bruscamente, toda la sangre abandonó su cabeza—. No puede caminar.

Luccio asintió.

—Entonces depende ti. —Levantó la vista hacia mí—. Y de ti, centinela Dresden.

—¡Y
que hay de Kowalski? —pregunté.

Ramírez se quedó pálido. Miró hacia el edificio de apartamentos y sacudió la cabeza.

—Estaba sentado en el suelo cuando unos espectros salieron de él. Ni siquiera tuvo ocasión de defenderse.

—No hay tiempo —dijo Luccio débilmente—. Tenéis que iros.

Butters se acercó hacia nosotros caminando, todavía aporreando el tambor, con la cara blanca.

—Vale —dijo—. Estoy listo. Hagámoslo.

—Tú no, Butters —le dije—. Sue solo necesita oír el tambor. Lo oirá desde allí exactamente igual que si estuvieras en su grupa. Quiero que permanezcas aquí.

—Pero…

—No puedo permitirme gastar esfuerzos en protegerte —le dije—. Y no quiero dejar a los heridos aquí solos. Tú sigue tocando el tambor.

—Pero quiero ir contigo. Quiero ayudarte. No tengo miedo a… —Tragó saliva, se puso pálido—, a morir peleando a tu lado.

—Piénsalo así —le dije—. Si la cagamos, vas a morir de todas formas.

Butters se quedó observándome durante un segundo y luego dijo:

—Caray, ahora me siento mejor.

—Creo que hay una nube por cada hecho positivo —dije—. Vamos, Ramírez.

La sonrisa de Ramírez volvió a aparecer.

—Todos aquellos que me dejan montar en su dinosaurio me llaman Carlos.

Subí a la primera silla y Ramírez se colocó en la segunda.

—Que Dios te acompañe, Harry —dijo Butters, marchando sin moverse del sitio, con cara preocupada.

Teniendo en cuenta a quién había elegido como mi aliado, tenía mis dudas de que si Dios se decidía a acompañarme fuese para ayudarme.

—¡Aceptaré cualquier ayuda que se me ofrezca! —dije en voz alta y apoyé mi mano en la piel de Sue. Se puso en pie y
se
dirigió hacia donde se encontraba el tornado.

—Estás herido —me dijo Ramírez. Mantenía la voz a un volumen muy bajo.

—No lo siento —le dije—. Me preocuparé de todo ello después, si es que hay un después. Llegaste justo a tiempo, por cierto. Gracias.

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