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Authors: Lázaro González Pérez de Tormes

Tags: #Fantástico, Zombi

Lazarillo Z (17 page)

BOOK: Lazarillo Z
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Mientras aquellos pacientes amotinados (a Joaquín no le quedaban ya dudas de que estaba viviendo un motín en toda regla) lo arrastraban por el pasillo, el enfermero pudo ver, entre las piernas escuálidas y los pijamas de rayas, cómo las dos enfermas de la 1205 estaban haciendo lo mismo con la vigilante de seguridad, y la languidez de aquel cuerpo le alarmó aún más. Forcejeó e intentó gritar, pero uno de ellos le propinó un puntapié en la cara y se calló de golpe. Vio que le metían a rastras en la 1205 y cerraban la puerta. Entonces, horrorizado, comprobó que en una de las camas yacía el cuerpo inerte de María del Pilar y que él parecía destinado a ocupar el otro lecho vacío. Entonces sí que gritó, gritó hasta quedarse ronco, pidió ayuda y se debatió, pero sólo consiguió acabar atado a la otra cama con la misma cuerda que había comprado en una página web dedicada a los juguetes eróticos y que guardaba, junto con otros artículos, en una bolsa cerrada de su taquilla en el hospital.

Una mano le sostenía la cabeza, de lado, obligándole a mirar hacia la cama donde se encontraba la vigilante de seguridad. Un esparadrapo sobre la boca le impedía gritar. Tenía las manos atadas a los barrotes del cabezal y dos de ellos se habían sentado sobre sus pies. Así pues, indefenso y aterrado, Joaquín Arroyo pudo presenciar el horrendo espectáculo que se desarrollaba a pocos pasos. Pudo ver su futuro y sufrir por él de antemano. Pudo ver cómo aquellos desalmados, aquellas chicas y chicos adolescentes que hasta ese día había considerado pobres pacientes devoraban con saña el cuerpo muerto de María del Pilar Gómez. Y mientras lo veía, mientras sus ojos contemplaban aquella carnicería humana, rezó para que esos monstruos quedaran satisfechos con un solo cuerpo. Rezó, en definitiva, para no ser el segundo plato.

El doctor Torres releía las últimas páginas del manuscrito cuando la linterna se quedó sin pilas. Haciendo gala de una templanza que habrían deseado muchos monjes budistas, no lanzó el maldito aparato contra el suelo ni maldijo esa ley que hacía que lo contratiempos nunca vinieran solos. Enrique Torres era un hombre práctico que se enfrentaba a los problemas. Los resolvía. Así que, sin pensarlo dos veces, salió de su despacho y se dirigió al mostrador de seguridad, convencido de que los guardias podrían prestarle otra linterna. Mientras caminaba hacia allí, su mente seguía dando vueltas al elaborado delirio que acababa de leer. Era, sin duda, la obra de un paranoico de primera. Alguien que no sólo se creía un personaje de ficción, sino que había incorporado a su fantasía todos los elementos de los manuales de psiquiatría: ese tal Lázaro no sólo era la víctima de una conspiración ordenada desde las alturas sino también de una plaga de índole sobrenatural. Creía ser también, o al menos eso había deducido el médico, un vampiro condenado a vivir eternamente. Y fue entonces, en la escalera que conducía a la primera planta, donde se hallaban las habitaciones de los enfermos, cuando recordó el otro objeto que había sacado del macuto del enfermo. El termo con sangre.

De repente la situación empezó a no gustarle nada, y la oscuridad que reinaba en la escalera menos aún. ¿Y si aquel paciente era peligroso al fin y al cabo? Entonces distinguió algo, un ruido, y se detuvo antes de llegar al descansillo.

—¿Quién anda ahí?

No hubo respuesta, y muy despacio, el doctor Torres siguió bajando. Llegó sin problemas a la primera planta y habría continuado de no haber sido porque, entonces sí, unos fuertes golpes resonaron en el pasillo que se extendía ante él. Sin saberlo, el médico tuvo que tomar una decisión que implicaba graves consecuencias. Podía haber hecho oídos sordos, haber llegado hasta el mostrador de seguridad y, al verlo vacío, haber salido a la calle. Incluso podía haber desandado sus pasos, regresar a su despacho, encerrarse en él y usar el teléfono móvil para comunicarse con el exterior. Claro que es fácil decir esto ahora, pero en ese momento el doctor Torres hizo lo que seguramente habríamos hecho todos. Buscar el origen del tumulto. Dirigirse con paso firme a la habitación 1205.

La puerta de la 1205 estaba entornada y el psiquiatra la empujó y entró en ella casi sin darse cuenta. Tardó unos segundos en reaccionar. Lo que veían sus ojos era demasiado sorprendente para que su cerebro lo procesara de inmediato.

Varias caras se volvieron hacia él. Eran sus pacientes, se dijo, atónito, y estaban… Reconoció a Rebeca y a Jorge, ambos con las barbillas manchadas de rojo. Se habían incorporado de la cama donde yacía, atado, el hombre que con sus gritos de dolor le había llevado hasta allí. El doctor dio un paso atrás; los jóvenes pacientes lo miraban con ojos muertos y una sonrisa ávida en los labios.

Saltaron sobre él, aunque en un alarde de reflejos el psiquiatra consiguió cerrarles la puerta en las narices y correr hacia la escalera. Sus pasos resonaron en el pasillo. Fue una carrera breve y condenada al fracaso. Resbaló y cayó de espaldas. Su cabeza fue rebotando contra los escalones. Luchando por mantener la consciencia perdió unos segundos vitales, y cuando intentó incorporarse se vio rodeado. Y entonces, cuando su mente embotada intentaba dar órdenes a sus inertes miembros, notó cómo lo levantaban en el aire y comprendió, con esa claridad que nos acompaña en los momentos más relevantes de la existencia, que no saldría vivo del hospital. Que el 14 de septiembre de 2009 sería la fecha, desconocida hasta entonces, que figuraría al lado de la de su nacimiento en la tumba a la que su esposa llevaría flores, siempre naturales, que se irían marchitando al mismo tiempo que se desvanecía el recuerdo de su paso por este mundo. La última imagen que le vino a la cabeza fue la de un jarro con flores secas, crisantemos lacios sobre una lápida olvidada.

Resulta muy difícil saber qué sucedió después de la muerte del doctor Enrique Torres, acaecida, según el informe forense, alrededor de las 6 de la madrugada de aquel fatídico 14 de septiembre. A partir de ese momento no existe la menor constancia de lo sucedido en el hospital de San Bartolomé, así que todo queda en el terreno de la especulación.

Cuando las fuerzas del orden entraron en el hospital hallaron los cuerpos sin vida del doctor Enrique Torres Rojo, del enfermero Joaquín Arroyo Muñiz y de la vigilante de seguridad María del Pilar Gómez Cuenca. Eos dos hombres habían muerto a dentelladas: sus cuerpos habían sido devorados y sus visceras sacadas de sus cuerpos. Por lo que se refiere a la mujer, su fallecimiento se debió a un fuerte traumatismo craneal, aunque su cuerpo presentaba heridas de dientes parecidas a las que se apreciaban en el de las otras dos víctimas.

Esos no fueron, sin embargo, los únicos cadáveres hallados en el hospital. La macabra escena se completaba con los cuerpos sin vida de los ocho pacientes, seis mujeres y dos hombres, de entre 16 y 23 años de edad, que los agentes de policía fueron hallando, diseminados, por todo el centro hospitalario. Se ignora, a día de hoy, si los ocho pacientes, tras haber devorado a las primeras víctimas, se enzarzaron en una pelea a muerte por los pasillos o si hubo alguien, una tercera o terceras personas, que terminaron con sus vidas de manera sistemática y despiadada. Surge así el nombre de Juan Dámaso Villar, agente de seguridad que se encontraba de servicio en el hospital en la citada noche y del que no se han tenido noticias desde entonces.

Capítulo aparte merece la enigmática escena del paciente huido, Lázaro González Pérez, que dejó tras de sí el manuscrito en el que muchos han creído ver la explicación a este fenómeno, el cual, hasta el día de hoy, dos meses después de la primera masacre, se ha repetido en otros cuatro centros hospitalarios con resultados trágicos.

Han muerto ya veintiocho personas, y mientras las autoridades médicas y policiales siguen investigando con resultados desiguales, existe tan sólo un dato fiable: los afectados, pacientes psiquiátricos en su mayor parte, padecían algún trastorno alimenticio. Se teme que la epidemia empiece a cobrarse víctimas entre la población no ingresada y se están analizando todos los fármacos que se utilizan para tratar casos de inapetencia, trastornos obsesivos y otros medicamentos de índole similar.

Por el momento, sin embargo, la «macabra cena» de san Bartolomé sigue siendo un misterio sin resolver, y los nombres de Lázaro González y Juan Dámaso Villar figuran entre los más buscados por las fuerzas del orden público.

12 de noviembre de 2009

J. D. Barrera

Juan Diego Barrera es periodista y escritor especializado en temas paranormales. Sus libros sobre vampirismo y otros fenómenos sobrenaturales le han granjeado una sólida reputación entre los aficionados al género.

LÁZARO GONZÁLEZ PÉREZ DE TORMES (n. 1502 - † ?), natural de Tejares, Salamanca, es el nombre completo del personaje a quien todos hemos conocido como Lazarillo de Tormes. En 1552, si no antes, llegó a las imprentas una versión espúrea de los hechos de su vida, supuestamente contados por él en primera persona, en el volumen
La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades
. Ahora, cinco siglos después de su nacimiento, los lectores de todo el mundo conocerán su verdadera historia.

Notas

[1]
En la taquilla del malogrado enfermero, Joaquín Arroyo, se encontraron varias revistas dedicadas al bondage y a otras prácticas relacionadas con el mundo del sadomasoquismo..
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[2]
En los informes aparecen las firmas de Juan Dámaso Villar y María del Pilar Gómez como vigilantes de seguridad. Se ha especulado mucho sobre el paradero del primero de ellos, ya que su cadáver no fue encontrado entre los restos de las once personas asesinadas. A fecha de hoy las autoridades siguen buscando a Juan Dámaso Villar, a quien la prensa ha bautizado como «Judas Villar», o «el cojo», ya que podría ser el único superviviente de las trece personas que se hallaban en el hospital la noche de la «macabra cena».
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[3]
Según consta en «Enrique, mi padre», artículo publicado el 7 de octubre en el dominical del periódico
El Mundo
y firmado por Alberto Torres, hijo del doctor y licenciado en periodismo.
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[4]
Crisis que no ha llegado a producirse, ya que sus numerosas entrevistas en medios de comunicación así como el relato en primera persona «Yo capturé a Lázaro González» le han asegurado hasta el momento unas rentas saneadas.
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[5]
Estudio grafológico a cargo de la doctora Isabel Sanchís, publicado bajo el título de
Lázaro, ¿verdad o mito?
por esta misma editorial.
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[6]
Según consta en el blog que escribía desde el ordenador de su casa: «El carcelero».
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[7]
El mensaje fue enviado al número de móvil de Rubén Moliner a las 4.25 de la madrugada del 14 de septiembre, y borrado a las 4.26 en ese mismo móvil.
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