Lazarillo Z (10 page)

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Authors: Lázaro González Pérez de Tormes

Tags: #Fantástico, Zombi

BOOK: Lazarillo Z
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—Debo desaconsejaros que hagáis nada hasta que regresemos —decía don Diego—. Cada incursión se está volviendo más difícil: ya no hay que temer sólo a los muertos, sino a los vigilantes… Esta plaga de saqueos a camposantos está enervando los nervios a los lugareños.

—Bien nos libramos de ellos la última vez, ¿no es así? —insistió María.

—Cierto, pero bastante nos costó, ¡recuérdalo!

Garcilaso intervino, aunque midiendo muy bien sus palabras.

—Si lo hacéis, debéis ir con mucho cuidado. Cuando venía hacia aquí oí a unos hombres que hablaban de prácticas de brujería y de gente que usaba los restos de los difuntos para hechizos varios. ¡Si capturan a alguien le será impuesto un castigo ejemplar!

—¿Por qué no me quedo con ellas? —propuso Mateo, en tono guasón—. Puedo quedarme a las puertas del camposanto y entretener a cualquiera que se acerque.

María se rió.

—¡Tú lo que quieres es otro revolcón conmigo, pelirrojo del demonio! Nada entretiene más a los que rondan con palos que ver a una pareja divirtiéndose en un rincón… ¡Van hacia allí a mirar como corderitos hacia el tajo!

—¡Si no me dejas hacer nada! —protestó él—. ¡Tanto roce me pone aún peor!

—No se hizo la miel para la boca del asno —replicó ella riendo.

—Yo seré asno, puta, ¡pero tu panal lleva tiempo seco!

Ella fingió enfadarse y le arrojó un vaso de vino a la cara; el pelirrojo se relamió los labios en un gesto más grosero que enojado. Don Diego se levantó. Noté que le incomodaban esas escenas, que tan distintas debían de ser de las que había vivido en la corte. Garcilaso, por su parte, parecía divertido, pero anunció que debía presentarse a su cita a primera hora y, tras despedirse de todos, partió hacia la posada donde debía pasar la noche. Entonces Inés, que había permanecido en silencio, abstraída, durante la velada, se levantó y fue hacia don Diego.

—Tened cuidado en ese pueblo —le susurró—, y no os preocupéis por nosotros. Cuando volváis habremos cumplido con nuestra parte y os esperaremos aquí.

Él le sonrió, y ella se puso la capa y salió a dar otro de sus acostumbrados paseos nocturnos. Se volvió antes de irse y, mirándome con aquellos intensos ojos de colores distintos, dijo:

—Y hoy quiero estar sola. ¿Está claro, Lázaro?

Sentí que las mejillas me ardían; las carcajadas del resto sólo contribuyeron a avivar ese fuego. Don Diego apoyó una mano sobre mi hombro, como haría un padre afectuoso. Vi que el morisco clavaba sus ojos negros en el fuego y habría jurado que en ellos brillaba la luz de los celos.

Esa noche, mientras intentaba dormirme, pensé en los vuelcos que había dado mi vida desde que dejé la casa de mi madre, hacía ya varios años. La ansiedad de la misión no me dejaba conciliar el sueño: el temor se mezclaba con la excitación, y pensé que era lo mismo que debían de sentir los soldados, una mezcla de miedo a la muerte y de ardiente vitalidad que ni siquiera la masturbación continua (mi mejor arma contra el insomnio) pudo mitigar.

14 de septiembre de 2009 / 4.20

Mientras el doctor Torres hacía un alto en su lectura e iniciaba una interesada búsqueda en Google con los siguientes términos —Lázaro, no muertos, Toledo, siglo XVI—, el enfermero Joaquín Arroyo realizaba la segunda ronda de la noche. Lo cierto era que, a pesar de los extraños acontecimientos acontecidos horas antes, la calma parecía haber regresado al pabellón. Una calma que él conocía bien: le encantaban esos paseos nocturnos que le permitían contemplar a los pacientes dormidos e indefensos. Y no era que los enfermos que ocupaban las camas del hospital de San Bartolomé fueran violentos durante el día, pero mientras dormían emanaba de ellos una paz especial. Sus cuerpos, frágiles y demacrados, dejaban bien claro cuál era el trastorno que les afectaba: aunque antes el hospital había funcionado como psiquiátrico general, hacía ya más de una década, desde la inauguración de otro centro más grande y moderno, que dedicaba sus esfuerzos a los problemas alimenticios. Anorexia, sobre todo, y bulimia. Las pacientes anoréxicas, adolescentes esqueléticas en su mayor parte, despertaban en Joaquín Arroyo fantasías de encierros y cadenas, de mazmorras y máscaras.
[6]

Recorrió pues, como era su costumbre, los distintos cuartos, mientras abajo, en la garita, la guardia de seguridad, María del Pilar Gómez, dudaba entre si debía o no mandar un mensaje de texto a su último ligue, a pesar de la hora. Al fin y al cabo, el chico se levantaba a las cinco para iniciar su jornada en el mercado (lo había conocido allí, despachando carne, y no había parado hasta lograr que aquellas manos recias la magrearan entera como si fuera una pieza de solomillo) y podía ser que le hiciera ilusión recibir un mensaje de buenos días, aunque la mañana fuera para echarse a temblar, ya que seguía lloviendo a cántaros. O quizá no. María del Pilar ya sabía que ciertos tipos odiaban esos detalles, pero la verdad era que ella no podía evitarlos. Así que lo mandó.
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Aguardó impaciente una respuesta con una sonrisa en los labios, que fue convirtiéndose poco a poco en un rictus de decepción. Rictus que permanecía en su rostro aproximadamente veinte minutos después, cuando alguien le asestó un certero golpe en la nuca que puso fin a su vida en sólo unos segundos.

Ajeno a todo, el doctor Torres terminó su búsqueda en internet sin resultados satisfactorios. Se masajeó las sienes, como tenía por costumbre cuando se sentía fatigado, y prosiguió con la lectura, quedando absorto de nuevo en aquel mundo, remoto pero aterrador, que surgía del interior de aquellas páginas encontradas entre las cosas de un paciente desaparecido al que, poco a poco, sentía que iba conociendo mejor.

TRATADO CUARTO

Cómo Lázaro se enfrentó a los no muertos y vivió para contarlo

Partimos al amanecer, cuando aún era de noche, como una cuadrilla de bandoleros. Don Diego encabezaba la marcha conmigo al lado, y el resto de los hombres nos seguía. Por un instante temí que los justicias nos detuvieran a la salida de Toledo, cuando nos cruzamos con ellos, pero tras una breve conversación privada con mi amo, durante la cual él les mostró una nota que el justicia que estaba al mando fingió leer, nos dejaron vía libre. El campo castellano se extendía ante nosotros y la aprensión que me había acompañado desde que supe que regresaríamos a aquel pueblo maldito se apoderó de mi cuerpo por completo, empezando por las tripas, que parecían cordeles enredados de los que alguien tiraba con fuerza. Rómulo debió de notármelo en la cara, porque se empeñó en darme conversación. La idea funcionó, al menos en parte, y cuando comprobé que los demás nos habían adelantado, decidí preguntarle por qué se había unido al grupo. No dejaba de preguntarme cuál era la razón que había agrupado a ese hatajo de putas y desarrapados en torno a un caballero y a una extraña joven con un hermano arisco y elegante.

—No sé si te conviene saber la verdad —me respondió sin mirarme, con los ojos fijos en el camino polvoriento—. Nos hemos encontrado, eso es todo.

—Ayer escuché una conversación entre don Diego y su amigo —insistí, dispuesto a enfocar la cuestión desde otro ángulo—. Hablaron del Nuevo Mundo, ése tan lleno de oro y de riquezas…

Rómulo soltó un bufido. Me miró con cara de pocos amigos.

—Si ya lo sabes todo, ¿para qué preguntas?

—¡No lo sé todo! —protesté—. Y creo que tengo derecho… Al fin y al cabo, fui yo quien os habló de ese pueblo.

—No soy yo quien debería contártelo —dijo, tras una breve pausa—. Pero en fin… Por lo que nos ha explicado don Diego, el primer enfermo de esta condenada peste fue un marinero que regresaba de ese gran continente, hace ya varios años. Murió poco después de llegar al puerto de Sevilla, y fue enterrado allí. Dos noches después, su mejor amigo, otro marino que había viajado con él y le había acompañado en sus últimos momentos, afirmó haberle visto rondando por las calles de la ciudad. Teniendo en cuenta que dicho marino había vaciado todos los barriles de vino de las tabernas, nadie le hizo mucho caso. Insistió, con la tenacidad de los embriagados, y los demás desecharon sus protestas como suele hacerse con los cuentos de viejas y de borrachos. Una noche, varias semanas después, encontraron al segundo marino flotando en las aguas del Guadalquivir. La explicación más lógica era que, borracho como una cuba, había caído del puente y se había ahogado. A pesar de todo, empezó a circular el rumor por las tabernas del puerto de que un marinero fantasma acosaba a quienes deambulaban por los muelles a altas horas de la noche… Ya sabes cómo son los hombres de mar: supersticiosos y crédulos, a pesar de su rudo aspecto. En cualquier caso, la historia acabó aquí… hasta que otro de los barcos, lleno de aventureros que habían ido a hacer fortuna al otro lado del océano, arribó a Cádiz con dos enfermos más. Uno de ellos regresó a su casa, en Salamanca, y murió poco después. Su esposa fue la siguiente en dar la voz de alarma: una noche irrumpió en la iglesia, medio en cueros y a gritos, pidiendo asilo. Según ella, su marido muerto se había colado entre sus sábanas aquella misma noche, reclamando su derecho conyugal. El sacerdote la atendió, convencido de que la mujer había perdido la chaveta, pero llevado por un impulso se acercó al cementerio y comprobó que la tumba del marido estaba profanada.

—Pero… —interrumpí, pensando en la dama del hijo muerto que había interpelado al ciego años atrás— ¿los muertos regresan a ver a sus familiares? ¿No los atacan?

—El problema es que al principio nadie los creyó: ni al marinero borracho, ni a la esposa destrozada, ni al sacerdote curioso. O no los creyeron, o prefirieron no hacerlo. ¿Sabes cuántas riquezas obtiene la Corona de esas lejanas tierras? ¿Quién estaría dispuesto a ir si corría la voz de estos sucesos? No, lo mejor era echar tierra encima: quemar los cadáveres, sellar con cal las tumbas… y a otra cosa. Hasta que las historias de muertos resucitados se hicieron tan frecuentes que el rey Fernando decidió enviar a varios de sus hombres de confianza a distintos rincones de la península. Éstos debían actuar con discreción, formar una cuadrilla que no despertara sospechas y encargarse de matar a los muertos que se resistieran a dormir eternamente…

Azuzamos a los caballos, ya que con la conversación nos habíamos retrasado más de lo aconsejable y apenas se distinguía el grupo delante de nosotros. Cuando vi las monturas de Pedro y de Mateo, aminoré el ritmo y seguí preguntando.

—¿Y cómo acabaste tú metido en esto?

—Sabía que querrías saberlo. —Me sonrió—. La esposa del marino era mi hermana. Se ahorcó pocos días después de la noche en que fue a la iglesia, despavorida. Cuando don Diego acudió a investigar el hecho, me encontró a mí en su casa… Los otros pueden contarte historias parecidas: uno de los enfermos murió mientras fornicaba con una ramera en la casa de Brígida. Ya puedes imaginarte el resto… Otros, como el pelirrojo, son simples mercenarios: matan a quien haga falta si se les paga bien, ¡hasta a los muertos!

Yo ardía en deseos de preguntar por Inés, pero no me atreví.

—Sé lo que quieres saber, Lázaro. —Rómulo se detuvo en ese momento, lo que me obligó a hacerlo a mí también—. Olvídala. Apártate de ella. Ya te lo dije: no es para ti. Ella y su hermano son distintos…

Iba a replicarle que hablara de una vez por todas y se dejara de tanto misterio, pero un grito de Pedro me obligó a desistir. Don Diego me reclamaba a su lado para que les indicara el camino. A mi pesar, tuve que dejar a Rómulo atrás.

Tuvimos que hacer noche en una posada, en la que éramos los únicos huéspedes. El posadero, un tipo taciturno y muy metido en carnes con una esposa casi tan ancha como él, nos observó con suspicacia, pero al ver la bolsa de monedas con que don Diego pagó por adelantado no hizo preguntas y mandó a un mozo a que se ocupara de los caballos. La cena transcurrió sin novedad, y nos retiramos a los cuartos sin hablar demasiado. Llevábamos un día duro, y nos quedaba cuando menos otro más hasta llegar al río. Esa noche sí me dormí, aunque no de manera tranquila. Compartía cuarto con Rómulo y sus ronquidos, y con el morisco, que seguía sin abrir boca, como si no comprendiera ni una palabra de lo que se decía a su alrededor. A medianoche, sin embargo, oí que este último abandonaba de puntillas la estancia. Rómulo gruñía como un oso, y yo fingí hacerlo. Tardó poco en volver, o eso me pareció. La luna entraba a raudales por la ventana e iluminó su cara: se veía en ella una expresión que yo reconocí. Decepción, ira, ardor contenido. La misma que debí de poner yo la noche en que besé a Inés.

Los ánimos se fueron ensombreciendo a medida que nos acercábamos a nuestro destino. Hablo en general, pero supongo que eran sobre todo los míos. De todos modos, el resto también parecía callado: ni siquiera Pedro y Mateo estaban de humor para bromas. Al final del segundo día llegamos a orillas del río: nuestro destino quedaba justo al otro lado. Anochecía, y una leve bruma salía del agua. Jirones blancos como miembros de fantasmas. Me estremecí.

—No cruzaremos el río a nado, supongo —quiso saber el pelirrojo.

—Tiene que haber un paso, un puente o algo parecido —dijo don Diego.

—Yo no lo vi, señor —dije enseguida. La idea de sumergirme otra vez en esas frías aguas me horrorizaba.

—Echaremos un vistazo antes de que se haga de noche. Lázaro, Miguel, encargaos de preparar un buen fuego. Rómulo, atiende a los caballos. Pedro y Mateo, venid conmigo: exploraremos los alrededores.

Se fueron a buen paso, y el morisco y yo empezamos a recoger ramas en el más absoluto silencio. Conseguimos reunir las necesarias para que aquello ardiera y una vez tuvimos la hoguera encendida nos sentamos uno frente a otro. Como nos habían dejado las provisiones, decidí echar un trago de vino y le pasé la botella, que rechazó.

—¿No quieres? —pregunté, con ganas de oírle la voz.

Meneó la cabeza, y se quedó embobado, con los ojos negros puestos en las llamas. Yo seguí bebiendo, y el sabor del vino me recordó al ciego, al jarrazo y a la primera vez que vi a Inés.

—¿Hace mucho que estás con ellos? —pregunté, decidido a romper aquella barrera hostil—. ¡Eh, te estoy hablando! —añadí al ver que hacía caso omiso a mi pregunta.

Por fin me miró y afirmó con la cabeza.

—Hace tiempo, sí. ¿Te importa mucho?

—La verdad —repliqué, alentado por el vino, que suelta lenguas y desata pendencias— es que me importa una higa. Eso, y tu amistad con mi señor también, entérate. Pero no me chupo el dedo y sé lo que hay. Así que quiero que me contestes a un par de preguntas, y no son sobre ti.

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